Gonzalo Arango y su Manifiesto Nadaista, escrito sobre papel higiénico
En El Automático, café literario bogotano por excelencia, lee Gonzalo Arango su Primer Manifiesto Nadaísta en el año 1958. Un movimiento, el Nadaísmo, que se propone convocar a los “cocacolos”, los jóvenes colombianos de entonces, en la tarea revolucionaria de instalar un nuevo orden espiritual en la sociedad colombiana, que se aleje de los preceptos sociales y educativos de la iglesia católica y de la educación tradicional. Su misión es esta: “no dejar una fe intacta, ni un ídolo en su sitio. Todo lo que está consagrado como adorable por el orden imperante en Colombia será examinado y revisado. Se conservará solamente lo que esté orientado hacia la revolución y que fundamente, por su consistencia indestructible, los cimientos de la sociedad nueva”.
El Automático, como queda dicho, es el lugar elegido para realizar la convocatoria subversiva. Desde la Revolución Francesa y el café Procope, en donde sociabilizaban los contradictores del rey, estos lugares adquieren el distintivo de desafiar el orden imperante; el lugar de la contracultura, de la treta, el llamado de Arango es una afrenta para los diversos estamentos tradicionales de la sociedad colombiana de entonces: la iglesia, los militares, los empresarios… No en vano, luego de la lectura del Manifiesto, aumentaron las batidas policiales en estos espacios, temiendo (las autoridades) la sublevación y el levantamiento juvenil. Batidas que terminaron en varias oportunidades con el encarcelamiento de poetas y otros “artistas”.
Arango, además, lee su Manifiesto en el rollo de un papel higiénico que va desenrollando paulatinamente como si fuera un papiro. El desafío se multiplica, entonces, con este gesto escandaloso, iconoclasta. El instrumento para limpiar los desechos corporales es puesto al servicio de la nueva literatura colombiana. Una nueva literatura que es una carroña maloliente, que infesta con su pestilencia los antiguos perfumes decadentes de la poesía romántica y modernista. “No más concubinato lírico con las musas”, dice Arango, “eso es pagar con monedas envilecidas el alto precio de la belleza”. La nueva belleza está en el café, por ejemplo, en donde se preserva un discurso contestatario, hecho de individuos que, de acuerdo con las autoridades, “huelen mal”.
Este discurso de Arango, ahora bien, apela en ocasiones a los mismos conceptos que juzga como retrógrados. De esta manera, en el texto palpita una contradicción evidente. Ya dijimos que el autor busca una revolución que reivindique un distanciamiento radical con la iglesia católica. Y sin embargo, menciona que los nadaístas, “algún día seremos juzgados, si es que vamos a pecar, por los códigos de la nueva Ética Nadaísta” ¿Por qué el pecado sigue siendo la medida para juzgar al hombre, o mejor, al artista? Parece que el viejo discurso sirve de arquetipo sobre el cual se moldea lo “nuevo”. Así, la revolución que enuncia como visceral a la ética nadaísta deviene nuevamente en el mismo status quo que denuncia con vehemencia. Como en un círculo vicioso incontestable, esta forma particular de Revolución literaria refleja sentimientos contradictorios, pues las estructuras de poder que denuncia en realidad permanecen intactas en su texto. La ansiada sublevación, en otras palabras, genera desengaño, pues se trata simplemente de un relato actualizado de viejos discursos.
Para un nadaísta, dice Arango en otro momento de su texto, la tierra que antes “despreció es exaltada como su paraíso…”. Entonces, si el nadaísta peca, o llega al paraíso, se le está midiendo con la misma vara que se intenta destruir. Así, ante esta continuidad, ¿es el Nadaísmo una verdadera vanguardia americana?