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30. La fusión de la poética y de la política de la única vanguardia en Colombia. 1999

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Dos poetas comunistas de América: Nicolás Guillén y Luis Vidales

Los Nuevos impactaron el campo literario en Colombia: Luis Vidales, León de Greiff y Luis Tejada escribieron textos que rompieron con los moldes clásicos impuestos por Los Centenaristas y los de La Gruta Simbólica; textos que escandalizaron a una ciudad con rezagos coloniales. Este ámbito literario, sin embargo, no fue el único punto de choque con el pasado. En “Los Nuevos como vanguardia: lenguaje generacional, historia e imaginario”, Marie Estripeaut Borjac analiza la relación visceral entre literatura y política, en el caso de esta agrupación vanguardista. En efecto: varios de estos “nuevos” evolucionaron de la literatura hacia el compromiso político, como fue el caso de Luis Vidales y su relación con el partido comunista a partir de 1930; otros fueron exclusivamente hombres políticos, como Alberto Lleras Camargo y Jorge Eliécer Gaitán; mientras que algunos combinaron estas dos actividades regularmente, como Luis Tejada, quien apelaba a su lirismo para elogiar a Lenin, el padre fundador, y a los proletarios y desprestigiados. Una característica que los vincula, al decir de la autora, “con las vanguardias latinoamericanas y europeas, que tienen entre sus señas de identidad el compromiso político”. “La fusión de la poética y de la política”, de acuerdo con Henri Meschonnic, “ha constituido la vanguardia”.

La novedad, de esta manera, no era exclusivamente literaria. Se trataba de la búsqueda de una renovación total; de un hastío, en últimas, con la sociedad paquidérmica y anacrónica de las primeras décadas del siglo XX, ejemplificada en los gobiernos de la llamada “Hegemonía Conservadora”. La autora, así, analiza varios poemas de Vidales y de de Greiff en clave política, destacando la relación entre la estética vanguardista que promueve una crítica visceral a esa sociedad aislada que mira el pasado. Se “enmarca el combate político de Los Nuevos”, según la autora, “en el seno del movimiento más general del imaginario de la renovación”. Veamos, a continuación, algunas de las características de este vínculo.

Todo empezó con la separación de Panamá en 1903. Para Los Nuevos, quienes nacieron mayoritariamente en esta coyuntura, el país que sigue a esta amputación es un espacio encerrado, cercado, estático en donde la historia no avanza. La literatura, en este orden de ideas, es circular, y en congruencia con este acontecimiento político, “los modelos y referencias se sitúan en un “más allá” europeo”, inaccesible para un país cercenado. Hablando de las “veladas atroces” de La Gruta Simbólica, por ejemplo, de los concursos de sonetos y de chispazos humorísticos en el cambio de siglo, Alberto Lleras menciona que “nuestros poetas anteriores no habían visto nada distinto del público por la simple razón de que pertenecían también al público”.

Esos poetas anteriores, ahora bien, eran mayoritariamente bogotanos o de la Sabana de Bogotá. Así, Los Nuevos, muchos de ellos recién llegados de provincia, intentaban alzarse frente a esa “cultura señorial” que se mantenía aislada del resto del país. Con este fin, hacían referencia en sus poemas a un espacio carcelario que intentaban trascender a partir del llamado a la renovación, a la revolución. “La “inversión” afectiva, imaginaria y política de Los Nuevos se efectúa en el presente, el futuro, la Modernidad, lo que conlleva un fenómeno de sobrevaloración de las nociones de “progreso”, “técnica”, “ciencia”, “desarrollo”, “futuro”, “cambio”, “novedad””.

Una Edad Nueva, entonces, está por llegar. La ideología de Los Nuevos exige la desaparición de una civilización anterior y la instauración de un nuevo orden político y social. La primera guerra mundial, la revolución rusa, sugieren vientos de cambio. Luis Tejada, por ejemplo, elogia a la bala y al revólver que se dirigen contra los opresores burgueses. Un instante que se hace realidad en 1930, con la victoria del candidato liberal Enrique Olaya Herrera, pero que se acentúa mucho más con la llamada “Revolución en Marcha” del presidente López Pumarejo (1934-1938). Nueva era, comienzo absoluto, re-nacimiento, nuevos hombres, se materializa así esa transformación trascendental, ese cambio anhelado desde hace varios años.

Por último, está la figura de Jorge Eliécer Gaitán. Nunca incursionó en la literatura, pero enarboló desde la política varias de las consignas del grupo en donde antiguamente militó. Así, sus antiguos contertulios le asignaron un papel redentor y mesiánico, como antaño Luis Tejada se lo había dado a Lenin. Su asesinato, el 9 de abril de 1948, y los gobiernos conservadores y la dictadura militar que sucedieron a su muerte, son quizás el final de ese periplo de renovación que se había iniciado con el despertar de las conciencias tras la pérdida de Panamá.

En el caso de Los Nuevos, entonces, las incursiones literarias no se pueden desligar del escenario político nacional, pues éste último arroja luces que permiten entender mejor la composición ideológica de la única vanguardia colombiana. Como menciona Luis Vidales, “esta labor nuestra de contribución a la formación del país y su incorporación al mundo moderno, nos da carácter de generación integral, la última que conoce la historia cultural nuestra”.

29. Luis Tejada peleando a la contra. 1924

Luis Tejada, León de Greiff y Ricardo Rendón

Los Nuevos: contertulios del café Windsor

La lectura del “Libro de Crónicas”, de Luis Tejada, fue verdaderamente sorprendente. Este es uno de los libros que más he disfrutado en estos meses de lecturas. Sorpresa me causó, debo decirlo, el gran talento literario de un escritor que antes era desconocido para mí; sorprendido también quedé por la gran diferencia que existe entre los textos de La Gruta Simbólica, que acabo de reseñar, y la pluma de Tejada, que va en contravía de ese tradicionalismo lírico que promovía La Gruta. En efecto, Tejada poetiza aquello que antes era visto como alejado de la belleza y las formas líricas tradicionales; en contra de los edictos gubernamentales, que promovían la higiene y el trabajo, Tejada hace, por ejemplo, un elogio crítico del mugre y la pereza, del canibalismo y la indigencia, es decir, un elogio de los antivalores sociales. Como Macunaíma, el (anti)héroe, las crónicas de Tejada revisan esa otra cara de la moneda, paseándose por entre lo prosaico o lo desprestigiado, lo políticamente incorrecto, con el fin de voltear la torta y elogiar lo inmundo, lo incorrecto, lo inelogiable.

En la crónica que se titula “Los Versos”, por ejemplo, es claro el distanciamiento que procura Tejada, en términos poéticos, con aquellas agrupaciones anteriores, de “veladas literarias en que se dicen epopeyas atroces”. “¡Dios me guarde de los versos perfectos!”, dice Tejada, trazando una línea distintiva entre su grupo, el de los Nuevos, con la métrica tradicional de La Gruta y del Modernismo de viejo cuño. Tejada hace un llamado a nuevos temas, a nuevas formas de enunciación poética: “amo esa belleza enfermiza que es una reacción contra la Venus, láctea, inespiritual y horriblemente perfecta”. No es casualidad, en este orden de ideas, que abunden en sus crónicas esos nuevos aparatos tecnológicos que empiezan a poblar las calles bogotanas. El autor poetiza los tranvías, las fotografías, el cine, surcando unas honduras filosóficas que devienen en imágenes de un lirismo magnífico. Y de la mano de esta suerte de “futurismo”, también hay un reconocimiento constante a la Revolución Bolchevique, y a la manera de Maples Arce, un canto al obrero, al indigente, al pobre, y a Lenin, como no, el artífice de ese cambio de perspectiva. “Proclamemos la necesidad”, dice Tejada, “de que los poetas, los poetas de verdad, no tengan oído ni posean el instinto de la musicalidad fastidiosa de las palabras y las estrofas”, y así, en lugar de escribir sobre una Venus se mire al vagabundo pobre de las calles bogotanas.

A Luis Vidales y León de Greiff, de esta manera, se les suma Luis Tejada como una voz de la Vanguardia en Colombia. El diagnóstico de Tejada es claro: “Los hombres cuando tienen numerosos pensamientos inéditos, necesitan, para expresarlos, combinaciones inéditas de palabras, que naturalmente no están catalogadas en los textos ni estereotipadas en el lenguaje tradicional”. En sintonía con Altazor, y la exploración de todas las posibilidades lingüísticas (la golondrina, la golonchina, la goloncina…), se trata, según Tejada, “de una lengua nueva, rejuvenecida, purificada, de que se han eliminado totalmente la ortografía clásica y la gramática”. Así, la escritura adquiere un fin recreativo y el cronista, en este caso, se regodea con las palabras, destacando combinaciones graciosas a partir de ese referente lúdico, tal y como lo hicieran Mario de Andrade y Oliverio Girondo, por citar solo dos casos.

Sin embargo, esta reflexión sobre el contexto literario colombiano, hecha hace un siglo, no es muy halagüeña. El autor hace un registro preciso de la precariedad literaria del país en relación con el conjunto latinoamericano. Atento a las inclinaciones mayoritarias de los literatos nacionales (en donde los Nuevos eran una clara excepción), el diagnóstico de Tejada es de una lucidez tremenda: “nuestra juventud siente una enfermiza afición a la gramática; aquí, con algunas honrosas excepciones, todo el mundo escribe o trata de escribir correctamente, ciñéndose en lo posible a las reglas clásicas. Y es por incapacidad mental, por falta de inquietud espiritual, porque no sabemos ejercer con plenitud la libertad de pensamiento. Por eso nuestra literatura es la más retrasada, la menos inquieta, vigorosa y fecunda del Continente”.

Tejada, entonces, además de “cronista poético”, es un crítico literario muy afilado. Atento a la cotidianidad, alerta frente a las sutilezas de la realidad, el escritor puede encontrar en los asuntos más mundanos y vulgares un valor poético y crítico, tomando distancia así del español enfermizamente castizo de los integrantes de La Gruta. El sombrero, por ejemplo, es para Tejada un referente del espacio privado, de la intimidad personal, que sirve de puente hacia la vida pública: “el sombrero es como una alta torre de señales, entre el mar borrascoso de la vía pública”. O, también, las conversaciones profundas son vistas por el cronista como parte de un mundo surreal, un mundo fantástico, un sueño intenso: “los que conversan, como los que aman o beben, pierden poco a poco la noción de la realidad inmediata, se desconectan del mundo externo y habitual para penetrar en un mundo fantástico donde creen estar solos y donde caminan y accionan idealmente como en un sueño de éter”.

Hay un gesto provocador constante, en suma, en los textos de Luis Tejada. En busca de lo nuevo, el autor va en contravía de los edictos gubernamentales, del deber ser, de los viejos poetas tradicionalistas. Aún ahora, con la lectura de estas crónicas, se remueve el lector de su silla, hay un zarandeo que busca erosionar viejos conceptos y el despertar de una belleza inédita.

28. Luis Vidales o “la destrucción de todo elemento de nobleza”. 1932

Algunos de los contertulios de La Gruta Simbólica

Luis María Mora, en su texto “Los contertulios de la Gruta Simbólica”, cita un poema de Luis Vidales como ejemplo paradigmático de todo lo que está mal, según él, con la nueva poesía. Mora, poeta que pertenecía a la Gruta original, toma distancia crítica de la generación vanguardista, mientras que Vidales, recordemos, reniega a su vez de esa poesía que afinca sus raíces en la tradición romántica, de rancia raigambre castellana. Así, el campo literario que se empieza a esbozar en estas lecturas enfrenta a dos poetas que se encuentran en las antípodas literarias. Los vanguardistas veían en la Gruta Simbólica un modelo anacrónico y vetusto de sensiblería falsa, y los poetas de la Gruta Simbólica observaban a los vanguardistas como bichos raros, bandoleros extravagantes que deformaban las formas y los contenidos clásicos. En estos términos se refiere Mora a la nueva poesía:

“…destrozóse el verso y unos renglones largos y otros cortos, sin armonía ninguna, reemplazaron a las antiguas estrofas. Entonces se realizó la consigna bolchevique de la destrucción de todo elemento de nobleza… Con la desorganización de la sintaxis vino la desorganización de la lengua, y con ella la desorganización de la magnífica cultura alcanzada por las generaciones precedentes”.

La Vanguardia de Vidales destroza entonces el verso noble heredado del Parnaso: Suenan timbres es un verdadero escándalo para los poetas aristocráticos y católicos de la generación anterior. “El verso es vaso santo”, decían los de La Gruta citando a José Asunción Silva, y no puede quedar en manos de comunistas ateos que le desvirtúan la tradición de ser talento de unos pocos elegidos. La tradición, el pasado, los museos, las bibliotecas, el buen gusto, el cuidado del estilo y de las bellas formas, se opone, según Mora, al anárquico subconsciente que desorganiza la estructura clásica y que impone contenidos profanos para aquello que se consideraba sagrado. Así, si Mora le cantaba a Grecia en sus poemas y desdeñaba sarcásticamente las imágenes locales: “En estas tristes cimas/ jamás el arte prodigó sus dones;/ no hay mármoles ni dioses tutelares, y apenas Pan oír hace sus sones/ en los antros de selvas seculares”; si Mora, decimos, no veía arte en las cimas andinas sino en las ánforas antiguas, Vidales, como ya sabemos, le cantaba al café bogotano con sus parroquianos borrachos. La vanguardia tomaba distancia de esa excluyente mirada europeizante, y apelaba a una rotación transcontinental de los saberes que incluía el color local.

Esta suerte de confrontación permite advertir, también, que los autores se conocían y se citaban entre sí. La oposición se ventilaba en los periódicos, donde muchos de ellos trabajaban y/o publicaban, o en los libros de crónicas, ensayos, poemarios o novelas que escribían. El texto de Mora, por ejemplo, es de 1932: seis años después de que Luis Vidales publicara “Suenan timbres”. Los autores, según se lee, intentaban desmarcarse de aquellos con los cuales no querían ser relacionados, y afiliarse con algunos que creían en sus mismos presupuestos estéticos.

A su vez, si Mora criticaba este tipo de innovación literaria, como acabamos de ver, Vidales no se quedaba atrás, y criticaba en los siguientes términos ese tradicionalismo retardatario, en su poema “Oración de los Bostezadores”: “Señor, / nos aburren tus auroras, / y nos tienen fastidiados / tus escandalosos crepúsculos […]; Señor / te suplicamos todos los bostezadores / que transfieras tus crepúsculos / para las 12 del día. / Amén”. Se trata, evidentemente, de una crítica al catolicismo visceral que los poetas tradicionalistas de la Gruta Simbólica expresaban en sus poemas. Ellos, los vanguardistas, los bostezadores, hastiados del canto a la naturaleza y al amor, suplican a una deidad en la que no creen que acabe con las pinturas paisajísticas, costumbristas y románticas de viejo cuño castellano.

Mora y Vidales, en conclusión, van configurando un escenario literario móvil, en donde los flujos del conocimiento y la escritura se ponen en entredicho, oponiendo las viejas generaciones bogotanas que intentan defender su legado, con las nuevas generaciones de provincia que intentan romper con los viejos esquemas del pasado.

27. La Gruta Simbólica: semejanzas y diferencias con la vanguardia en Colombia

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Recuerdos de la vieja Bogotá: puentes de piedra y hombres de capa

Varias agrupaciones literarias se formaron en la primera mitad del siglo XX en Colombia. Ya hablamos de Luis Vidales y de León de Greiff, “poetas nuevos” que tomaron distancia del modernismo de Silva y de Rubén Darío y apelaron a un lenguaje novedoso, revolucionario, en las letras colombianas. Pues bien, antes de que Los Nuevos publicaran sus primeros textos, ya se había formado otra agrupación: “La Gruta Simbólica”, en el contexto de la guerra de los 1000 días (1899-1902). Con el fin de hacerle frente al toque de queda de esos años (la imposibilidad de reunirse o circular por los espacios públicos de Bogotá), algunos bohemios y poetas se empezaron a encontrar en privado para improvisar algunas rimas, fraguar chispazos humorísticos, recitar sonetos y participar en concursos literarios y obras de teatro. Luego de concluida la guerra, según se lee en el libro “La Gruta Simbólica. Reminiscencias del ingenio y la bohemia en Bogotá”, las reuniones continuaron durante varias décadas, así como la producción poética de los sobrevivientes de la Gruta original ¿Qué tienen en común, entonces, Los Nuevos con La Gruta Simbólica? ¿Qué los distancia? A continuación esbozamos algunas respuestas, con el fin de articular un campo literario que nos ayude a discernir la localización estética de estas agrupaciones poéticas.

Hablemos, en primer lugar, de las características que comparten. La gran coincidencia, quizás, es que los dos grupos se reunían en cafés. Las sociabilidades tenían lugar en estos espacios: allí se reunían, allí improvisaban, allí circulaban las nuevas composiciones y surtía efecto la inspiración; fue allí que varios se conocieron y entablaron amistad, coincidiendo en la articulación de este espacio como eje sobre el cual se organizó la tertulia. El café, efectivamente, les permitió entenderse como grupo y afianzarse como bohemios y poetas, y les permitió también, a los de La Gruta, articular una respuesta a la confrontación bélica en el cambio de siglo. Ante el toque de queda y la muerte, se lee en el libro, buena es la cofradía de amigos, el licor y el chiste. Una característica que supo mantener León de Greiff, según vimos, pues encontró en el café literario de los años 50 una forma de hacerle frente a las prohibiciones, controles y censuras de la dictadura y los gobiernos conservadores.

A su vez, otra característica que comparten Los Nuevos con los poetas de La Gruta Simbólica, es la posición crítica que mantuvieron con otros poetas colombianos. Ellos, como grupo, tomaban distancia de otros grupos literarios contemporáneos o anteriores. A su vez, los dos tenían en cuenta un espíritu lúdico en sus textos; existe una necesidad compartida de entretención, de recreación de la lengua, que en el caso de los de La Gruta se quedaba muchas veces en el chiste de rima fácil o en el doble sentido, sin llegar a las profundidades líricas que se advierten en los poemas de Luis Vidales, por ejemplo.

Por último, en cuanto a las semejanzas, es necesario decir que en los dos casos las mujeres estaban presentes en estos espacios de sociabilidad, en su rol de sirvientas o coperas de los contertulios. Esa era su labor: servir al hombre que crea, al hombre que piensa. También, los de La Gruta pretendían enamorar a estas mujeres a través de simples versos amorosos. Ellas remataban su rol de servidumbre con su función de musas, en donde sus cuellos son de cisne, sus ojos como dos estrellas, etc., haciendo parte de la más simple tradición romántica. La pasividad femenina de las coperas colombianas contrasta con la producción activa de escritoras vanguardistas como Silvina Ocampo o María Luisa Bombal. En Colombia, en cambio, La Gruta no incluía ninguna mujer, y Los Nuevos eran eso: hombres nuevos.

Los Nuevos, recordemos, intentaban distanciarse de un lenguaje tradicional, romántico y modernista; los de La Gruta Simbólica, en cambio, recorrieron el camino opuesto: criticaban con fiereza a los poetas renovadores de la lengua, como Los Piedracieslistas o los mismos Nuevos, y buscaban en el pasado sus raíces literarias. Esta es la primera diferencia entre ambas escuelas. Así se refiere el texto, por ejemplo, a uno de estos poetas de La Gruta, llamado Fray Lejón: “Como poeta de valía que es, no conviene con el piedracielismo; es un admirador sincero de los dos romanticismos: del austero e ideológico de José Eusebio Caro y Rafael Pombo, y de aquel otro vivido y sentido por los poetas que fueron compañeros de su padre”. Entonces, si los vanguardistas colombianos, como Vidales, se entretenían con los timbres y las bombillas eléctricas, a través de un lenguaje nuevo que miraba el futuro, los de La Gruta observaban el pasado con deleite y afincaban sus postulados en los bardos clásicos del siglo XIX, como José Asunción Silva, Miguel Antonio Caro, Victor Hugo o Gustavo Adolfo Becquer. Todo tiempo pasado, para los de La Gruta, fue mejor.

Otra característica que los distancia es el uso que hicieron de los espacios privados. Los de La Gruta, por un lado, empezaron a reunirse en residencias particulares, como las casas de Rafael Espinosa Guzmán y Federico Rivas Frade (un vestigio del siglo XIX, si se quiere, en donde las tertulias literarias se realizaban exclusivamente en la casa de algún miembro del grupo). Luego alternaron estos encuentros con lugares como cantinas, cafés, fondas, piqueteaderos, restaurantes, etc. El libro, sin embargo, es enfático en señalar que “algunos de los contertulios de la “Gruta” jamás frecuentaron aquellos sitios de diversión, y que las verdaderas reuniones de aquel centro de intelectuales jamás tuvieron lugar allí”. El café como un escenario público del exceso alcohólico, del vicio, no se compaginaba al parecer con la raigambre colonial y aristocrática de varios de los miembros de La Gruta. La taberna, la cantina, es un lugar indigno para ellos. Los Nuevos, en cambio, según lo que hasta ahora he leído, se reunían exclusivamente en cafés, y nunca frecuentaron el espacio privado de algún miembro del grupo. Hay un cambio de mentalidad, como se advierte, entre una agrupación y otra, en donde los espacios públicos de sociabilidad resultan cada vez más numerosos y visibles en la ciudad luego de 1910, con la celebración del centenario de la Independencia, y en donde estos poetas nuevos, provenientes de la provincia colombiana, no debían cuidar su “honra” restringiendo sus visitas a estos lugares bohemios que eran mal vistos por los “cachacos” de “alta sociedad”.

En conclusión, La Gruta Simbólica no se puede llamar vanguardia, no solamente porque surge con anterioridad a las vanguardias históricas europeas, sino porque su tradición lírica se afinca, con el paso del tiempo, en el romanticismo y costumbrismo del siglo XIX. Esta gran diferencia, sin embargo, no impidió que se reunieran en cafés, como Los Nuevos, a pesar de la reticencia de algunos de sus miembros. Eso sí: nunca poetizaron el café; ninguno de sus poemas se refiere a este lugar. El café no los hipnotizó, como sí lo hizo a Vidales o a de Greiff.

26. Espacios ambiguos en El Señor Presidente. 1946

Sello de 1917 en donde aparece retratado “El Señor Presidente”: Manuel Estrada Cabrera

En la novela “El señor presidente”, de Miguel Ángel Asturias, palpita la Ciudad de Guatemala. La ciudad se siente, capítulo a capítulo, línea por línea, como un escenario nefasto en donde se recrea el envilecimiento y la degradación de los personajes que caen en desgracia frente al jefe de estado. Así Miguel Cara de Ángel, que discurre por la ciudad a su antojo, siendo en principio el favorito del señor presidente, y visita fondas, tabernas, prostíbulos, casas, basureros, incluso la residencia del jefe de estado, para luego caer en desgracia frente a este último y morir en la degradación máxima en una cárcel aberrante. O también el general Canales, cuya casa es asaltada y cuya hija, Camila, camina por las calles de la ciudad y golpea en las puertas de las casas de sus tíos pidiendo un asilo que no llega, pues sus familiares temen deshonrar con este acto al señor presidente. Ella esperaba encontrar en las casas, de puertas para adentro, tranquilidad, seguridad y ocultamiento, pero la novela enseña que el ojo del señor presidente no se detuvo ante esta barrera (llamémosla vida privada), y su censura no distinguió ningún tipo de espacio. Con una red de informantes a su servicio, una policía secreta atenta a cualquier movimiento y un tejemaneje maquiavélico de amigos y enemigos, los ciudadanos de la ciudad de Guatemala debían cuidarse de cualquier compañía indebida (estar en el lugar equivocado), de cualquier palabra de más, incluso de una mirada incorrecta, pues un simple gesto podía significar la caída en desgracia que desembocaba en la prostitución, el despido del trabajo, el fusilamiento, la cárcel, la muerte.

Es, de esta manera, en la novela, que los espacios privados y los espacios públicos no se diferencian claramente entre sí. La taberna, por ejemplo, es un mirador hacia la calle, que sirve para que los esbirros del señor presidente vigilen lo que ocurre en las avenidas o en las puertas de las casas. La cantina o fonda, también, es el centro de operaciones en donde se ejecutan los planes auspiciados por el señor presidente, en donde circula la publicidad política del jefe de estado, o en donde se censuran las tretas o confidencias de los opositores que allí mismo se reúnen. No es casualidad, así, que estos espacios híbridos se conviertan en un eje narrativo de la novela. Fue en una fonda, el Tus Tep, que Cara de Ángel planeó el rapto de Camila; allí mismo estuvo Camila agonizante, luego de que sus tíos no la aceptaran en sus casas. Fue en otra cantina, El Despertar del León, que Lucio Vásquez comenta el plan de asalto a la casa del general, lo cual desemboca en muerte y destrucción para él y para la familia de su confidente: Genaro Rodas.

Los hechos acaecidos en fondas, cantinas o cafés, en suma, disparan en la novela la trama argumentativa, pues revelan en su naturaleza ambigua, pública y privada a la vez, la metáfora más acertada de una urbe en donde nada escapa a los ojos y oídos del primer mandatario. Todos los personajes se encuentran al acecho: observan lo que ocurre y a su vez son observados por otros. En palabras de Camila, que se refiere a las calles de la Ciudad de Guatemala, pero cuyo pensamiento puede extrapolarse a todos los espacios urbanos, se trata de “un mundo de inestabilidades, peligroso, aventurado, falso como los espejos, lavadero público de suciedades de vecindario”.

25. León de Greiff y un espíritu subversivo. 1910-1957

León de Greiff, fumando, en el café Automático

Los cafés literarios se encuentran ligados a los nombres de diferentes y reconocidos intelectuales que los visitaron con asiduidad. Así, por ejemplo, en París, la ciudad histórica de los cafés de este tipo: en el Procope, el primero de aquellos establecimientos, se reunían Jean Baptiste Rousseau y Voltaire a finales del siglo XVIII; el Tortoni, a su vez, era visitado por Honoré de Balzac, Víctor Hugo y Alexandre Dumas en las primeras décadas del siglo XIX. Luego, en los albores del siglo XX, las vanguardias históricas asentadas en París siguieron también este modelo de sociabilidad. Los surrealistas, por ejemplo, con André Breton a la cabeza, encontraron en el café de Flore, o en el Certa, un sitio adecuado para la discusión y el debate (Lemaire).

Pues bien, los cafés de Bogotá recorrieron un camino similar. El Automático, en particular, nace y se consolida bajo la égida intelectual de uno de los grandes poetas colombianos: León de Greiff, quien publica un buen número de poemas a lo largo de su vida que tienen como inspiración las estancias del café. A finales de los años cincuenta, en pleno apogeo del café Automático, aparece su Séptimo Mamotreto y el poema titulado “Relato de los oficios y mesteres de Beremundo”, que en uno de sus apartes dice: “Vagué y vagué si divagué por las mesillas del café/ nocharniego, Mil Noches y otra Noche/ con el Mago de lápiz buído y de la voz asordinada. Antes, muy antes, bebí con él (…)/ Después…, ahora …, mejor no meneallo y sí escanciallo y/ persistir en ello” (de Greiff). En estas líneas el poeta nos plantea una continuidad. Su antigua vagancia por los cafés, que comenzó en Medellín en 1910 y continuó luego en el café Windsor de Bogotá como “poeta nuevo”, al lado de Vidales, en los años 20, permanece y persiste en el momento que escribe: 1957. El Automático es la continuación de su di-vagación eterna. Un café, podemos decir, que recibe el influjo de los “vanguardistas históricos”, como Vidales o de Greiff, y que les permite continuar la tarea de subvertir la lírica colombiana.

Llama la atención, en el poema citado, el uso del lenguaje y el vocabulario empleado. Por un lado, se trata de un lenguaje arcaizante, que recuerda el Quijote y el siglo de oro español; palabras como meneallo, escanciallo, nocharniego, que actualmente se encuentran en desuso en la lengua castellana. Sin embargo, son palabras que se corresponden, por otro lado, con la dicción y el acento típico de los antioqueños en Colombia. Las terminaciones “alo” nos remiten al voseo de los “paisas” y sus giros del lenguaje. De Greiff, así, recrea un poema fonético, usando una de las categorías sugerida por Mendonça Teles y Müller-Bergh en su análisis de las vanguardias latinoamericanas; poema fonético en donde hay “una exploración poética de todos los elementos sonoros de la palabra y de la frase, fuera incluso de las convenciones lingüísticas (…) De ahí la importancia de la pronunciación, del acento, de la articulación, del ritmo, de la rima, de las asonancias, de la lectura rápida, de las pausas, de la fragmentación de la palabra” (15). En este sentido, podemos decir que de Greiff se apropió de algunas de las características de la vanguardia europea, empezando por el hecho de reunirse en cafés, pero re-creó ese legado a partir de la incorporación del acervo cultural colombiano, en particular el de la región antioqueña. No se trata, pues, de una simple imitación. Como nos demostraron Mario de Andrade, Oswald de Andrade, Nicolás Guillén, entre muchos otros vanguardistas latinoamericanos que he leído en los últimos meses, hay una propuesta creativa original de este lado del Atlántico que se inscribe en la tensión de saberse influida por el avant-garde europeo, pero también de reconocerse como propositiva y distinta, fundacional y creativa. “La gran contribución de todos esos movimientos”, dicen Mendonça Teles y Müller-Bergh refiriéndose a los “ismos” de Europa,

“fue la renovación del lenguaje literario, ligada naturalmente a la renovación de los temas y las técnicas de lo que se llamó nueva poesía (…) las vanguardias hispanoamericanas (…) recibirán la influencia de todos esos movimientos, asimilándolos, transformándolos o superándolos en sus realizaciones prácticas de producción literaria, y adecuando su filosofía renovadora a la realidad cultural latinoamericana”.

Una “realidad cultural” propia, en el caso de de Greiff, por medio de la cual el poeta trasciende en su escritura. Y dentro de esa realidad cultural el café literario se erige como un bien necesario, indispensable para poder escribir poesía. De Greiff, nos dice König, “necesitaba de la comunidad de la tertulia y el espacio público del café para ser capaz de escribir” (20). Así, por ejemplo, en la “Balada trivial de los trece panidas”:

“(…) satíricos y humoristas,/ o muy ingenuos, -si os parece- / en el Café de los Mokistas / los Panidas éramos trece! (…) / en el Concilio de Agoretas / los Panidas éramos trece! (…) / en veladas aquellaristas/ (…) -sesiones íntimas, secretas!- /y en bodegones, -si os parece- /en esas citas indiscretas / los Panidas éramos trece! / Fumívoros y cafeístas / y bebedores musagetas! (…) en nuestros Sábbats liturgistas / los Panidas éramos trece” (25).

Vemos nuevamente, en este poema, el juego de la sintaxis y la innovación y exploración en el vocabulario (fumívoros, cafeístas), que repercute en la creación de ritmos nuevos en la lírica colombiana. En lugar de falsos brillos modernistas, parece decir de Greiff, poeticemos el oscuro café: sitio de sesiones íntimas, secretas, confidenciales; lugar de citas indiscretas en donde incluso se hace presente lo supersticioso. Es la junta, en este poema, de trece brujos que, en la soledad de la noche, convocan los misterios de la poesía o de la pintura apurando un trago de licor o fumando un cigarrillo. Veladas mágicas que, como en los poemas al revés de Luis Vidales, nos hablan del café como un recinto misterioso, que hechiza a estos poetas vanguardistas bajo su luz ambigua y sus artefactos alucinantes.

No es casualidad, en este sentido, que el establecimiento político haya visto con malos ojos a los cafés bogotanos. El espíritu transgresor de los vanguardistas se asoció con el espacio mismo de sus tertulias. Por eso algunos de los individuos que frecuentaban los cafés eran en realidad informantes de la policía. Ese espíritu contestario del poeta vanguardista, por medio del cual promovía su disenso y su crítica, no se compaginaba con la censura y las restricciones de los gobiernos conservadores en Colombia a finales de los años 40 y durante la siguiente década. Sirva de ejemplo ilustrativo el siguiente suceso, referenciado en el libro Café El Automático. Arte, crítica y esfera pública:

“(…) llegó la policía (al Automático) y se llevó a de Greiff, a Zalamea, a Montaña y a Vidales. Era el gobierno de Mariano Ospina Pérez (MOP) y a de Greiff que era cultista de la poesía abstrusa se le ocurrió un poemilla satirizando a Mariano como el mop -trapo sucio en inglés (…). Estuvieron detenidos cuatro o cinco días y tuvo que intervenir la sociedad literaria que acusó el acto de franquismo (…). Se los llevaron porque alguien los trató de revolucionarios o de golpistas (…)”.

Los organismos de inteligencia de la policía colombiana, quizás, pasaron muchas horas tratando de descifrar, como de un oscuro acertijo, las claves del motín planeado por los intelectuales del Automático en los versos enrevesados del poeta vanguardista antioqueño. Esta anécdota, entre hilarante y deprimente, muestra el poder performativo de las palabras y su voluntad de cambiar la realidad a través de una toma de conciencia por medio del poema (en un acto indudablemente vanguardista, que recuerda la frase “¿Quién mató a Herzog” estampada en los billetes que puso a circular el artista Cildo Meireles en los tiempos de la dictadura brasileña), y la paranoia de un estado coercitivo que busca en los bolsillos de sus poetas las claves secretas de la revolución.

El café, de esta manera, asume una faceta novedosa en el itinerario de estas lecturas, y es la de ser considerado como un lugar “peligroso” por el establecimiento político. Una condición que ya habíamos intuido en los cafetines de Roberto Arlt: espacios marginales que resultaban proclives a la clandestinidad. El café, en suma, es múltiple, plural, como la vanguardia misma. Es una musa inspiradora, ya lo dijimos, pero también es centro de discusión, con la celebración de las tertulias diarias (café Richmond, en Buenos Aires); centro de producción intelectual, también, pues muchos poetas escribían en las mesas mismas del café (Ómar Cáceres); lugar de circulación editorial, pues allí mismo los escritores se leían e intercambiaban los textos; espacio de exhibición y de encuentro, además, pues fue ahí que muchos se volvieron amigos y colegas; la “oficina” de otros, a su vez, que se pasaban la vida departiendo entre sus mesas; también una “escuela” en donde se dictaban fecundísimos seminarios para los poetas jóvenes, quienes admiraban a sus “maestros”, como de Greiff y Vidales. Un espacio polivalente, en suma, que puede pensarse como atributo indispensable e insoslayable de la gestación de la vanguardia literaria en Colombia.

Luis Vidales y León de Greiff comparten el hecho de haber introducido en el país el espíritu vanguardista. Como “poetas nuevos” asimilaron el influjo de la vanguardia europea y lo re-crearon a la luz de un espíritu nacional. Y como catalizador que hizo posible el contacto entre estos dos mundos aparece el café, un espacio que los hechizó con su luz hipnótica y su música entrañable y que les permitió trascender en la búsqueda de un nuevo lenguaje.

24. El mundo al revés en tres poemas de Luis Vidales. 1926

Música en el café Automático

Los tres poemas que voy a analizar a continuación fueron incluidos por Luis Vidales en su libro de poemas más famoso y también más comentado por la crítica: Suenan Timbres. Publicado en el año 1926, este texto causó indignación entre los poetas tradicionalistas colombianos, cultores de la rima clásica y de los temas románticos y/o modernistas. El título del texto es en sí mismo sugerente: se trata de poetizar el sonido eléctrico que realizan estos nuevos aparatos que ahora se observan en las residencias y en los edificios: los timbres. Atrás quedaron los tiempos de las aldabas en las puertas: ahora suenan timbres en el centro de Bogotá, de la misma manera que se escucha el ruido del tranvía, de los pocos automóviles, de las cafeteras importadas en los clubes y cafés, de los fonógrafos y cinematógrafos y, en fin, de una gran diversidad de aparatos tecnológicos que pueblan de ruidos novedosos las calles de la capital de Colombia. La tecnología, según dijimos en el caso de otros escritores vanguardistas latinoamericanos, jugó un papel trascendental en la conformación de su imaginario literario (pienso en Roberto Arlt o en Mario de Andrade, por ejemplo). Para Vidales, a su vez, esos sonidos chirriantes y disonantes de los timbres sirven para “poner en tela de juicio todas las reglas estéticas del pasado y crear formas nuevas, nuevas maneras de expresarse y expresar las nuevas circunstancias” (Grunfeld).

Empecemos, pues, con el análisis del poema que lleva por título “La Música”, que empieza así: “En el rincón / oscuro del café / la orquesta / es un extraño surtidor. / La música se riega / sobre las cabelleras. /Pasa largamente / por la nuca / de los borrachos dormidos. Recorre las aristas de los cuadros/ ambula por las patas /de los asientos/ y de las mesas/ y gesticulante/ y quebrada/ va pasando a rachas/ por el aire turbio”.  Vidales, como vemos, se refiere a la orquesta del café Windsor: una verdadera novedad para los espacios de sociabilidad de la época y un síntoma de la incursión de objetos y artefactos nuevos en el café, como grecas importadas para preparar las bebidas, billares para la entretención de los clientes y fonógrafos o rocolas para escuchar música en caso de que la orquesta no esté disponible. Orquesta que, de vuelta al poema, se compara con un surtidor eléctrico que produce una música que no se escucha sino que se “riega”, se desplaza, y a lo largo del poema esta se asocia con verbos que la personifican y le dan vuelo: ella recorre, ambula, gesticula y da vueltas por el café. La música, termina el texto, “desbordada/ se expande en el ambiente./ Entonces todo es más amplio/ y como sin orillas” (Vidales). De acuerdo con la voz poética, entonces, esa música se termina desperdigando por el café ilimitado y todo lo toca con su poder seductor y su naturaleza febril, colándose por los vericuetos más inverosímiles. Los sentidos, en suma, juegan en este poema y se entrecruzan en múltiples combinaciones sensoriales, potenciando la sensación de un ambiente íntimo, casi mágico, en el que se repiten imágenes surreales de ensoñación y delirio.

Observamos, así, un “nuevo lenguaje” en la poesía colombiana de los años 20. “Como poeta urbano”, dice Briggite König, “Vidales tematiza (…) el café como espacio de vida donde la mirada enajenante deforma objetos e impresiones visuales y acústicas y los dota de una nueva semántica” (König). El café, de esta manera, es para Vidales un signo de la “nueva” poesía. Es un lugar de vida, como dice König, en donde esa “nueva” poesía es posible. Las sociabilidades del café literario alumbran un nuevo discurrir poético que toma distancia del artificio modernista o de la autenticidad costumbrista. Poemas de experimentación en donde el mundo queda siempre al revés, como en el texto que lleva por título “En el café”, en donde se lee:  “El piano/ que gruñe metido en un rincón/ le muestra la dentadura/ a los que le pasan junto./ La bomba eléctrica/ evoluciona su luz/ en el espejismo de mis uñas/ y desde la mesa/ donde una copita/ vacía/ finge/ burbuja/ de aire/ solo -a grandes sorbos-/ bebo música” (Vidales). Hay aquí, nuevamente, una especie de contravía mágica en donde la música no se escucha sino que se bebe. Antes se regaba, como en un surtidor defectuoso; ahora se consume, “a grandes sorbos”, bajo los gruñidos del piano. Es el ambiente del café que se personifica y nos mira de frente, como estudiándonos. Un procedimiento similar, recordemos, al empleado por César Vallejo a la hora de poetizar el Café de La Regencia de París.

El ser humano, entonces, en estos poemas, resulta un espejismo dudoso en donde lo que de verdad importa es la imagen reflejada. Se cambia de esta manera “la perspectiva tradicional antropomórfica por una visión que enfoca el revés de las cosas. Así, los microbios estudian al científico a través del microscopio (…) Esta captación vanguardista de lo nuevo representa en esencia un acto de creación, o más bien una recreación de la realidad a través de una nueva perspectiva poética” (Grunfeld). Los artefactos del café, bajo este lente, son los que miran a los hombres, no al revés; el piano les gruñe, la música se riega sobre sus cabelleras, la luz evoluciona en sus uñas, las copas fingen, todo en un escenario de excesos alcohólicos y densas nubes de tabaco.

Vidales, como queda claro hasta ahora, asocia al café con un escenario lúdico, recreativo; un espacio fascinante en los ojos del poeta, que percibe la transformación entrañable de las formas, sonidos, olores y colores de esas noches de bohemia. Lugar del relajamiento y el ocio, el café muta, se transforma, adquiere visos mágicos que sirven de inspiración lírica. No es casualidad, entonces, que en estos versos que analizamos palpite una suerte de experimentación recreativa de la lengua. Vidales escandaliza con estos versos a los poetas tradicionalistas bogotanos, pues no solo su contenido es subversivo (poetizar, por ejemplo, la luz de una bombilla eléctrica), sino que también la forma misma escogida por el poeta supone un desafío a los cánones establecidos. El poema en prosa “Teoría de los objetos. Plática en el café”, que recuerda el texto Espantapájaros (1932), de Oliverio Girondo, es una muestra de ello:

“Como veis esto es un taco y esto una bola de billar. Dos cosas distintas —¿verdad? Pues bien. Os digo que son iguales. La bola de billar es un taco estancado y el taco es una bola que ha hallado continuidad (…)Todos los objetos están en potencia a su forma contraria.

Cuando yo voy por la calle vigilo siempre mi bastón porque me da miedo que de golpe pierda su continuidad y se vuelva una bola.

Pero sobre todo tened presente esto – de donde se deriva lo que habéis oído. La línea es una circunferencia desinflada. Y la circunferencia es una recta que ha hecho panza” (Vidales 36).

Es interesante notar, en primer lugar, la manera en que Vidales se apropia del discurso de “la relatividad”, ya en boga en los años 20, y “relativiza” la forma y el uso de los objetos del café-billar, como son la bola y el taco, así como uno de los utensilios de la vida diaria, como es su propio bastón. A la manera de César Vallejo, en Trilce (1922), en donde el poeta peruano se apropia de un lenguaje científico,  aquí Vidales incorpora los conceptos de la física y la geometría para sugerir la mutabilidad de los objetos y sus pluralidades semánticas. El taco es una bola, y viceversa, en la medida en que la línea recta es un círculo, y viceversa. Y de la mano de este espíritu lúdico, Vidales también hace uso de un refinado sentido del humor en este poema en prosa que desafía claramente, en cuanto a forma y contenido, los parámetros clásicos de la lírica colombiana.

La subversión de Vidales, por otro lado, también era política. Como varios de los vanguardistas mencionados en este blog, fue militante del partido comunista a lo largo de su vida: fundó y dirigió distintos periódicos, como “Vox Populi” (varios de los vanguardistas latinoamericanos crearon revistas o periódicos para difundir su voz), que se constituyeron en medios de propaganda de su pensamiento marxista y de sus obras poéticas (König). El poeta, así, también se encontraba políticamente en la orilla opuesta de la mayoría de los poetas colombianos de ese tiempo, quienes eran conservadores y defensores de la religión católica. Vidales, podemos decir al final de este análisis, fue sin lugar a dudas un espíritu de avanzada dentro del contexto parroquial colombiano. Atrevido, altivo, contestatario, se atrevió a cantarle al café, un símbolo de la ciudad moderna, y en esta medida desafiar, a través de sus versos, a la sociedad pacata y alambicada de los años 20, descubriendo así “un valor lírico en dominios que tradicionalmente no pertenecían a la poesía” (Grunfeld).

Poetizar el café, en este orden de ideas, es un indudable gesto vanguardista en la Bogotá de los años 20. Luis Vidales, un poeta nuevo, da testimonio de sus noches de bohemia en un espacio nuevo: el café, haciendo uso de un lenguaje chocante, transgresor, radicalmente novedoso.

 

23. “Puse en el sur mi corazón”. 1945

 

“…por los bellos países donde el verde es de todos los colores,

los vientos que cantaron por los países de Colombia”

Después de escribir el texto anterior, en donde me referí a La escuela del sur (1935), del pintor uruguayo Joaquín Torres García, comencé con la lectura del libro que lleva por título Morada al sur (1945), del poeta colombiano Aurelio Arturo. No fue esta una acción deliberada. No fue algo que planee de antemano. Simplemente seguí con uno de los libros que tenía sobre mi escritorio. Sin embargo,  esta fue sin lugar a dudas una elección afortunada, dictada por el azar. Enseguida explico por qué.

Hablaba, en la reflexión anterior, sobre ese espíritu de localización de los vanguardistas latinoamericanos, ejemplificado en el mapa al revés de Torres García. Pues bien, en Colombia, Aurelio Arturo también busca su norte, su “inspiración”, en el sur del país: el sur de su infancia en la hacienda de sus padres en La Unión, Nariño. El título del texto responde a esa búsqueda: la morada al sur es la expresión cartográfica, física, de esa memoria austral: el lugar en donde habita “una mágica tersura que rodea la belleza de ese paisaje con un aura de fascinación cordial, de cercanía fragante”, en palabras de Rafael Gutiérrez Girardot. Así, por ejemplo, los títulos de varios poemas: La ciudad de Almaguer, Clima, Qué noche de hojas suaves, Sol; y así también algunos versos en donde los puntos cardinales, la topografía, la hidrografía, la orografía, los planetas, etc., son signos en el recuerdo exaltado de esas sensaciones (sonidos, olores, colores) que el poeta extrae de un lugar de su memoria: “los vientos que cantaron por los países de Colombia”; “torna, torna a esta tierra donde es dulce la vida”; “Este verde poema, hoja por hoja,/ lo mece un viento fértil, suroeste”; “un esbelto viento que amó del sur hierbas y cielos”; “mirarás un país turbio entre mis ojos”; “si yo cantara mi país un día,/ mi amigo el sol vendría a ayudarme”; “trabajar era bueno en el sur… Trabajar… Ese río me baña el corazón”.

No es esta, sin embargo, una exaltación telúrica de la geografía americana en donde se destaque, desde afuera, el exotismo de la naturaleza virgen, al mejor estilo de María o de La Vorágine. El recuerdo del escenario natural y físico pervive en el poeta. Una memoria que se recrea, verso a verso, en la sangre, en el rostro, en los ojos, en el corazón, en la carne de quien escribe… en sus palabras, en sus canciones… en el poema. La historia de estos textos, dice Gutiérrez Giradot, “es denominación, no dominio de la Naturaleza y comunidad de las generaciones, de los vivos y los muertos que sobreviven en el canto y para el canto”.

Así, hay una mirada idílica sobre ese pasado infantil en la casa grande, que se identifica y perpetúa como un paraíso que sirve de medida para conjeturar los acontecimientos del presente: “Un largo, oscuro salón, tal vez la infancia./ Leíamos los tres y escuchábamos el rumor de la vida,/ en la noche tibia, destrenzada…”.  Versos que me recuerdan a César Vallejo, quien también reflexiona alrededor de su hogar campesino, de su madre y sus hermanos, en varios poemas de Trilce: “Aguedita, Nativa, Miguel,/ Llamo, busco al tanteo en la oscuridad./No me vayan a haber dejado solo,/ Y el único recluso sea yo”. Vallejo, con tristeza y resignación, y apelando a un lenguaje mucho más estridente y vanguardista, suscita el recuerdo de ese paraíso que Arturo, con una tersa melancolía, asocia con la inocencia de la naturaleza. En efecto: el poderío poético de Arturo no pasa por haber sido parte de las “guerrillas literarias”, como alguna vez él mismo llamó a los movimientos vanguardistas, ni por haber practicado algún “ismo” en particular, ni por sus grandes experimentaciones líricas; su gran talento radicó a la hora de nombrar el viento, las hojas, los ríos, las maderas del sur, como “fenómenos que, como la infancia, están fuera de la historia terrena y tienen, en esa identidad, una forma de estar en la historia: la de ser un comienzo, un principio” (Gutiérrez Girardot). Arturo, efectivamente, le da vida a un mundo nuevo en sus canciones; bautiza un escenario en su recuerdo, dándole luz, como él mismo dice: “una gran luz de sol y maravilla”.

22. La brújula de la vanguardia latinoamericana. 1935

Gilberto Mendonça Teles y Klaus Müller-Bergh, en su libro Vanguardia Latinoamericana. Historia, Crítica y Documentos, se refieren a la Rosa de los Vientos como emblema que sugiere el proceso que siguieron las vanguardias literarias en esta parte del mundo. “Aplicado a la realidad continental de las literaturas americanas”, dicen los autores, “el concepto de puntos cardinales puede ser considerado… en tres niveles de interpretación: a) El de la relación con las vanguardias europeas, “norte” virtual y emisor de las ideas iniciales… b) El de la situación geográfica de América Latina, con el “norte” en México, el “sur” en Chile y Argentina… c) El de la transformación y expansión de los movimientos vanguardistas en cada país… cada capital o cada centro irradiador del espíritu nuevo fue un “norte” ideal”. Esta búsqueda de nortes, de guías; este anhelo de ubicación de la literatura latinoamericana de vanguardia encierra una inquietud que fue fundamental para los escritores de estas tierras: ¿qué lugar ocupa Latinoamérica en el mundo? Así, la gran mayoría de los textos que hemos referenciado hasta ahora se preocupaban por el sustrato regional o nacional del proceso vanguardista. El canibalismo, el negrismo, etc., son algunas de las respuestas a esta pregunta neurálgica.

Mendonça Teles y Müller-Bergh, en su texto, echan mano de la imagen que lleva por título “La escuela del sur” (1935), del pintor uruguayo Joaquín Torres García, para justificar esta suerte de dislocación simbólica del mapa suramericano:

Se trata, según menciona el pintor, de poner “el mapa al revés y entonces ya tenemos justa idea de nuestra posición, y no como quiere el resto del mundo. La punta de América, desde ahora, prolongándose, señala insistentemente el Sur, nuestro norte”. Esta voltereta, en mi opinión, y las justificaciones que encierra, devela algunos de los problemas o contradicciones por las que transitaron los vanguardistas de entonces en su intención de trastocar el mundo. Una paradoja, según veremos, en este intento de definirse y de situarse, de localizarse.

Por un lado, poner al sur en lugar del norte puede asemejarse a una simple sustitución. Antes Europa era el norte; ahora nosotros lo somos, parece decirnos la imagen: nos adherimos al movimiento y luego lo “superamos”, con la creación, dicen Mendonça Teles y Müller-Bergh, de “movimientos autóctonos, de cuño nacionalista, con el aprovechamiento de técnicas europeas en la expresión de los temas nacionales y regionales…”.

Por eso, esa rectificación geográfica, que sugiere una rectificación nacionalista y cultural, encierra en el hecho americano de “ir a la vanguardia”, de superar al otro (bien sea a los antiguos modernistas o a los vanguardistas europeos), la expresión y el reconocimiento de ser primeros, de encabezar. Así, en mi opinión, se perpetúa la noción de centros y periferias artísticas y literarias. El hecho de “saber dónde estamos”, que menciona Torres García, esconde un cierto ranking, un podio de cuño nacionalista que sugiere la aparición de mejores y, por tanto, también de peores: “Y aquí estamos, eje de todos los tornadizos vientos de estas regiones que trastornan las mentes y los cuerpos, en esta singular margen del gran Río: una casi península, como si quisiera adelantarse en el continente para marchar a la vanguardia. Nuestra posición geográfica, pues, nos marca un destino”.

Ir a la vanguardia, entonces, bajo esta explicación, implica la identificación de los rezagados, por un lado (la puerta de atrás de América Latina: ¿Colombia, Venezuela, Bolivia…?), y de los adelantados, por otro. Unos están arriba y otros, necesariamente, abajo; unos van primero y otros van obligatoriamente detrás. Es la necesidad neocolonialista, en suma, de la dependencia hacia una luz, un norte, que ilumine el camino de estas tierras. Algo parecido a aquello que pretendía Unasur hace algunos años: la unificación latinoamericana con el socialismo del siglo XXI como norte emancipador. Una búsqueda de direccionalidad iluminada; la necesidad de escindir los mapas con el fin de ubicar faros que permitan la introspección artística (o política).

21. El espacio y otros temas en Ojos de Perro Azul de Gabriel García Márquez. 1947-1955

La Carrera Séptima y el Café La Cigarra de Bogotá. Años 40 del siglo XX

Ojos de perro azul, primer libro de cuentos de Gabriel García Márquez, recoge varios de los temas a los que me he referido anteriormente, al comentar textos de otros autores. Estos temas son:

En primer lugar, destaca la anulación de un tiempo lineal, secuencial, y la adopción de una densidad cronológica en donde conviven pasado, presente y futuro. En varias de las historias de García Márquez parece que los tiempos coexistieran: un instante puede ser lo mismo que una eternidad; los personajes se sitúan al margen de las horas y se sorprenden ante el paso desmesurado del tiempo.

También, en estas historias se percibe una fascinación por el momento liminar. Así como Borges apelaba a los amaneceres y atardeceres, o Silvina Ocampo reiteraba el tránsito entre dos mundos de sus personajes, así también en estos cuentos hay eventos que desencadenan el despertar de una nueva conciencia. Son cambios de estado poblados de recuerdos y de estímulos al subconsciente, en donde los personajes parecen desvanecerse en un mundo irreal, o mejor, en un mundo real-mágico. Así, por ejemplo, un elemento de la naturaleza, como la lluvia, puede disparar un nuevo estado de cosas; un nuevo mundo con vida propia: Macondo.

No es casualidad, en este orden de ideas, que abunden en este texto lo que podríamos llamar como “zonas fronterizas”, o esa conciencia del límite que se transgrede y que se convierte, así, en un umbral o pasadizo hacia una nueva realidad que va simplemente más allá de los sentidos. Hay historias que tienen como centro un espejo, o la conciencia del hermano gemelo muerto, que demuestran una suerte de fascinación por el desdoblamiento. Un tránsito de ida y vuelta a través de seres fantasmales en un mundo onírico: un mundo otro hecho de otro espacio y otro tiempo.

En esa exploración de nuevas realidades, además,  abundan los personajes que permitan realizar el tránsito hacia el otro lado. Hay seres agonizantes, individuos que parecen en estado catatónico y que en cualquier momento pueden morir o despertar. En esos estados de delirio reconocemos también al idiota, a la muda, a los ciegos… hay una convivencia mágica en estos relatos entre vivos, muertos, agonizantes, durmientes, brutos, lisiados, etc.

Además de los personajes, los espacios también son liminares en los textos de García Márquez. Se trata de escenarios móviles, fronterizos, en donde los personajes sueñan o alucinan. Entre lo público y lo privado, entre la puesta en común y la confidencia íntima, se trata de lugares ambiguos, polifacéticos, que no son la calle pero tampoco la casa, y de ahí su trascendencia como umbrales o pasadizos hacia una nueva realidad. La protagonista del cuento titulado “La mujer que llegaba a las seis”, por ejemplo, en el restaurante en donde se encuentra, “se quedó mirando otra vez la calle, viendo los transeúntes turbios de la ciudad atardecida. Durante un instante hubo un silencio turbio en el restaurante… De pronto la mujer dejó de mirar hacia la calle y habló con la voz apagada, tierna, diferente. – ¿Es verdad que me quieres, Pepillo? – Es verdad-dijo José…”.

La escena, como se observa, pone de presente el límite que la ventana encierra como zona fronteriza que separa la masa citadina de la confidencia de amor. La epifanía surge en ese contacto ambiguo entre dos realidades: si por un lado el restaurante, el café, es un espacio público, a donde puede entrar cualquiera desde la calle, por otro las mesas y las sillas sirven para que las personas se detengan, piensen, reflexionen en su intimidad más inquebrantable, de donde surge la confesión de amor. El café, en suma, como tantos otros atributos de la vanguardia, busca también esa zona liminar, fronteriza, evanescente.