La cautiva (1837). Esteban Echeverría

El poema La cautiva se compone de nueve partes y un epílogo en los que se narran los eventos posteriores al asalto de un grupo de indígenas a una población de blancos. Comprende cuatro días de este episodio. En tanto que obra característica del romanticismo argentino, se centra en dos ideas clave: el ansia de libertad, representada con el cautiverio, y los juicios de valor sobre “cristianos” e indígenas. Estos últimos, generalmente denominados como “bárbaros” o “salvajes”, son caracterizados de tal modo que se les priva de rasgos que les confieran humanidad o cierto grado de civilización.

Al atardecer en el silencioso desierto se escucha un estrepitoso galopar de caballos. Hasta la abierta pampa los indios han llevado a sus cautivos, mujeres y niños, aprendidos tras la quema de sus ranchos. En la noche los indios terminan matándose unos a otros, después de que un militar blanco los ha alcanzado y ha matado a algunos de sus hombres más fuertes. Por la madrugada, María, cautiva en la redada y ahora fugitiva, encuentra herido a su esposo, Brian, el militar que enfrentó a los indios en el desierto, y juntos vagan todo el día por entre matorrales a la espera de encontrar alimentos y agua fresca. Por la noche, en el pajonal María defiende a su soldado herido del ataque de un tigre. El día siguiente el pajonal es consumido por un incendio y María salva de nuevo la vida de Brian llevándolo a la corriente de agua y enfrentando el acecho de otro tigre. Los esposos rememoran el ataque de los indios y lamentan su desgracia. Brian muere y María vaga por el desierto toda la noche. Al siguiente día es encontrada por los soldados de su esposo, que la suponían cautiva o muerta. María les pregunta por su hijo y los jinetes le confirman su muerte, noticia que la hace morir.

Esta es la historia de una heroína del patriarcalismo hispánico, cuya existencia tiene sentido en función de la vida de dos hombres: su esposo y su hijo. Ella así lo declara una y otra vez “tú vendrás conmigo,/ o pereceré contigo” (III. Versos 261-2), “Que vivas tan sólo quiero,/ porque si mueres, yo muero” (V, 148-9);  y la voz poética reafirma: “De su querido no advierte/ el mortal abatimiento,/ ni cree se atreva la muerte/  a sofocar su aliento/ que hace vivir a los dos” (VI, 51-55). Tras la muerte de su esposo, la mantiene viva la esperanza de saber de su hijo, que ya suponía muerto. Sin esas dos vidas, la suya no tiene futuro. Ella así lo entiende y ese pensamiento trae su fin: “Quedaba a su amor desnudo/ un hijo, un vástago tierno;/ encontrarlo aquí no pudo,/ y su alma al regazo eterno/ lo fue volando a buscar” (IX, 302-6).

La actuación de María intenta ajustarse al dicho que reza “el amor todo lo puede”. María ama, y con su amor sostiene la existencia de su amado. Con su esperanza ciega le da ánimos para vivir en los valores que él defiende: “triunfamos, / en salvo y libres estamos” (V, 150-1), por sobre todo la libertad, a la que ella, en realidad no tiene derecho. A esa esperanza se contrapone la evidencia práctica de la cercanía de la muerte que ha arrebatado el valor de Brian, pero ella insiste, con fuerza, con fe. Es cierto que saca fuerzas de donde no hay: enfrenta dos tigres  (VI, 114-120; VIII, 79-80), carga con el agonizante cuerpo de su esposo y, aún en la pena sigue vagando, buscando una razón para vivir que no es otra que una prolongación del mismo esposo, su hijo. María está impelida a conservar la “pureza de su corazón” negándose a aceptar a otro hombre en su vida, “(g)uarda en tu pecho mi amor,/ nadie llegue a tu santuario” (VII, 284-5), le dice el moribundo soldado. El amor, la fe, la castidad y la piedad, son claras trazas de la vida de María, salvadora de los valores del hombre blanco, que constituyen su verdadero cautiverio. A este respecto resulta interesante notar la inconsistencia entre el título del poema y el relato, pues como se ha mencionado, María es fugitiva y el cautivo es su esposo. Sin embargo, su fuga tiene como objetivo su sujeción a una figura masculina, cuya ausencia determina la muerte de la heroína.

 

BIBLIOGRAFÍA

Echeverría, Esteban. El matadero. La cautiva. 11 ed. Madrid: Cátedra, 2009.

 

22.09.09

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La Argentina (1612). Ruy Díaz de Guzmán

En el contexto de la exploración del territorio suramericano, un escaso número de mujeres acompañó a los soldados españoles que, al servicio de la Corona, desembarcaron al este del continente en búsqueda de metales y otros bienes preciosos. De ahí que sea fácil visualizar los primeros mestizos como descendientes de mujeres indígenas y padres europeos. Oscura y cautivante es, sin embargo, la imagen de la mujer europea de cara (como casi siempre) al poder masculino, pero esta vez al de un hombre desconocido y diferente, el indio. A continuación se presentan los principales elementos de la historia del cautiverio de Lucía de Miranda, narrados por el cronista Ruy Díaz de Guzmán en La Argentina (manuscrita). Se considera esta historia como la imagen primigenia de la cautiva, un tópico cuya trayectoria en  la literatura argentina llega hasta la actualidad, reavivando cada vez la reflexión sobre el conflicto entre civilización y barbarie.

En el capítulo VI  “De la armada con que entró en esta Provincia del Río de la Plata Sebastián Gaboto” se relata el reconocimiento de dicho territorio que, por consentimiento del emperador Carlos I, emprendiera el navegante Sebastián Gaboto hacia 1530, en su intento de explorar nuevas rutas para llegar al Reino del Perú. Trescientos hombres, según la crónica, participan del viaje hasta el Cabo de Santa María, desembocadura del Río de la Plata.

Gaboto envía algunos hombres a examinar la zona, pero no todos regresan. Un número de ellos muere en manos de los indios Yaros y Charrúas. Por vía fluvial avanza tierra adentro y en los distintos ríos que navega encuentra nuevos grupos de indios de quienes recibe comida y amistad. Funda el fuerte de Santi Espíritus y continúa su travesía con avances y retrocesos. Al sentir la amenaza de los indios Agaces que navegan el río Paraguay, los ataca con artillería, arcabuces y ballestas. Dos de sus soldados son capturados por los nativos. ‘Con dádivas y rescates’ entabla amistad con los Guaraníes, de cuyo trato concluye equivocadamente que su tierra es rica en metales preciosos. Gaboto entonces se apura a regresar al fuerte y de allí a partir hacia Castilla para informar a la Corona de sus hallazgos.

El navegante deja poco más de un centenar de soldados en el Fuerte de Santi Espiritus, a cargo de un capitán y de otros ‘hidalgos soldados’, cuyo fin se trata en el capítulo siguiente: “De la muerte del capitán don Nuño de Lara, la de su gente, con lo demás sucedido por traición de indios amigos”.

Era tarea de este español “conservar la paz que tenía con los naturales circunvecinos, en especial con los indios Timbúes, gente de buena marca y voluntad” (95), en quienes el narrador reconoce laboriosidad, y de quienes los habitantes de la fortaleza recibían comida. Dos caciques hermanos tenían los Timbúes, Mangoré y Siripó. El primero ‘se aficionó de una mujer española’, Lucía de Miranda, esposa del soldado Sebastián Hurtado, pues ella le daba buen trato en correspondencia a los regalos que recibía de él.

Mangoré intentó apropiarse de esta mujer, pero cuándo se dio cuenta que no era posible separar a los esposos de buena manera planeó un asalto al fuerte con la ayuda de su hermano, quien en principio se resistió a la idea por falta de una buena justificación para atacar a los españoles.

La ocasión se presentó cuando cuarenta soldados, entre ellos Hurtado, salieron hacia las islas en busca de comida para abastecer el fortín. Como en cierta epopeya griega, la fortaleza recibió de día los regalos traídos por Mangoré y sus hombres, y por la noche, mientras los españoles dormían, sufrió el ataque de los indios que empezaron la celada destruyendo las municiones y asesinando centinelas. Don Nuño de Lara es uno de los pocos españoles que a pesar de sus heridas combatió el ataque de los cuatro mil indios al fuerte. Logró matar a Mangoré, pero la desventaja numérica de los atacantes cobró la vida de todo hombre español. Los sobrevivientes del asalto fueron tres o cuatro niños, y el botín de toda guerra, cinco mujeres, entre ellas, Lucía de Miranda.

La repartición del botín tuvo lugar y de él Siripó obtuvo como esclava a Lucía, y luego la tomó como mujer, pues como su hermano, tenía un fuerte afecto por ella. Lucía no compartía los sentimientos del indio. Al regresar al fuerte y no encontrar a Lucía entre la destrucción, Hurtado, a fin de estar cerca de su esposa, se entrega como cautivo de Siripó. Éste lo condena a muerte, pero Lucía intercede por él, de manera que el cacique, deja a Hurtado vivo bajo la condición de mantenerse apartado de su esposa y de recibir otra mujer. Su respeto al mandato dura poco y la pareja es descubierta por una india que informa a Siripó de sus encuentros. Tras constatar la cercanía  de los esposos, el cacique envía a Lucía a la hoguera y entrega a Hurtado a unos indios que, atándolo a un algarrobo, lo flechan hasta causarle la muerte.

Para señalar la valoración que el relato impone sobre los personajes, teniendo en cuenta sólo el capítulo VII, se los separa por género: caracteres masculinos y femeninos.

El español

Tres hombres españoles se identifican con claridad en el relato. El explorador que es el líder, en este caso Gaboto, caracterizado como “afable, de gran valor y prudencia, muy esperto y práctico en la cosmografía” (95), quien ha mantenido la paz entre su fuerte y los nativos de la región. Son todas estas virtudes admirables que intentan conseguir el respeto del lector hacia su persona.

El hidalgo, don Nuño de Lara, quien aparece poco en la historia, pero acapara el título del capítulo.  Es el hombre noble que ha recibido una misión, a saber, mantener la paz, y la cumple hasta donde le es posible, pero que responde principalmente al imperativo de defender a su pueblo, aún dando su propia vida, con lo cual demuestra arrojo y valor. Finalmente aparece el soldado español, aquí, Sebastián Hurtado, un hombre piadoso, de familia, que ha llevado consigo a su esposa hasta donde el deber lo llame. Cumple las órdenes de sus superiores españoles y responde a sus valores culturales. Se entrega al poder contrario y ofrece su vida en sacrificio a fin de recuperar su más preciada posesión: su mujer. Le resulta esquivo, sin embargo, mantener el compromiso con el líder indígena.

La española

Lucía de Miranda es caracterizada como una mujer virtuosa de su época. Acompaña a su marido hasta el fin del mundo, es agradecida con sus proveedores: “A esta señora hacía el cacique muchos regalos y socorros de comida, y en agradecimiento ella le daba amoroso tratamiento” (96). Verse lejos de su tierra y comodidades no es presentado como una adversidad, pero estar propensa al dominio de los indios, sí lo es. El narrador la describe como “la pobre señora” a quien el indio intenta poseer. Siendo la mujer del español es “señora”, siendo la mujer del indio es “esclava”. Ante la adversidad hace manifiesto su descontento, transmitido por el narrador así: “no podía disimular el sentimiento de su gran miseria con lágrimas de sus ojos, y aunque era bien tratada y servida de los criados de Siripó, no era eso parte para de dejar de vivir con mucho desconsuelo por verse poseída de un bárbaro” (99).

Desde el punto de vista del cronista, que ella reciba buen trato no es suficiente para que olvide que antes era posesión de un hombre superior, el europeo.

El destino de Lucía de Miranda, la muerte en la hoguera, es el sacrificio que la hace buena a los ojos de sus coterráneos y que la propone como modelo entre su gente. “Ella aceptó con gran valor, sufriendo aquel incendio donde acabó su vida como verdadera cristiana, pidiendo a Dios hubiese misericordia de ella y perdone sus grandes pecados” (101). Esta es la única breve alusión a sus faltas, pues incluso su repudio hacia la india no se enfatiza en la narración.

El indígena

Esta es tal vez la caracterización más difícil para el narrador. Parece influida por dos tendencias: dotar a los indios de un entendimiento de los modos de relacionarse entre los europeos: la reciprocidad, por ejemplo, pero también mostrarlo como un bárbaro, como un inferior, apartado precisamente de esos valores apreciados por el español. Las muestras de su afecto hacia Lucía, en el caso de Siripó, sus atenciones, preferencias, la intención de consolarla y aceptar su voluntad, cumplir sus deseos, son devaluadas en contraste con la expresión de su crueldad hacia el resto de los españoles, hombres, por lo demás.

La indígena

Es minúscula la aparición de la mujer indígena. Sólo se presenta como la persona que descubre la falta de la pareja de españoles y movida por los celos y la venganza, pues, ha sufrido el desprecio de Lucía, los entrega al poder de Siripó.

En resumen, a los personajes españoles se les enfatizan sus cualidades y son exaltados como seres superiores dignos de ser admirados por casi toda acción que realizan y decisión que toman. En contraste, los personajes indígenas, son señalados por la ilegitimidad de sus pasiones y de los medios con los que ejecutan sus deseos.

 

BIBLIOGRAFÍA

De Gandía, Enrique, ed. Ruy Díaz de Guzmán. La Argentina. 1612. Madrid: Historia, 1986.

15.09.09

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