Finisterre (2005). María Rosa Lojo

Finisterre de María Rosa Lojo

 A los 18 años de edad Elizabeth Armstrong comienza a recibir correspondencia de Rosalind Kildare, una mujer desconocida, quien le escribe desde Finisterre (Galicia) una sucesión de recuerdos que le prometen a la joven iluminar su origen. Los hechos narrados por Rosalind empiezan cuarenta y dos años atrás, cuando la remitente viajó a la Argentina y conoció a Oliver Armstrong, un comerciante inglés, padre de Elizabeth. A través de la correspondencia la joven se entera de que su padre y Rosalind fueron cautivos de los indios ranqueles, entre quienes vivía el legendario Baigorria, en Trenel. Durante los primeros años de cautiverio Rosalind se convierte en asistente del machi de la toldería, Mira Más Lejos, instruyéndose en la medicina indígena, y Oliver, que permanece vivo gracias a la expectativa de sus captores de cobrar un rescate por él, aprende a encargarse de los caballos. Pregunta Siempre y Flamenco Amarillo, como eran llamados entre los indígenas, fueron amantes furtivos hasta la segunda incursión de los blancos, cuando son separados, no sin antes prometerse el reencuentro y la liberación, los cuales ocurren nueve años después, pero sin que se reanude su romance. Para favorecer los negocios que Oliver desarrolla como hombre libre con los indígenas, se casa con “Garza que vuela sola” o Ignacia, sobrina de Pedernal Colorado (Ignacio Coliqueo), un cacique de la región. Rosalind atiende el nacimiento de una niña mestiza, “Aluminé” (La resplandeciente) y tras la muerte de la madre, se encarga de su crianza por dos años hasta que, Oliver, su padre, se la lleva a Inglaterra. Una vez que Elizabeth descubre su origen mestizo, decide viajar a la Argentina para conocer la tierra donde nació y la gente entre quienes debía tener parientes. Se suma a este viaje Barrymore, ex empleado del señor Armstrong, quien se revela como su compañero de juegos de infancia, cuando fueron cuidados por Rosalind en el fuerte Tres de Febrero, y como el intermediario que ha facilitado la comunicación epistolar entre las dos mujeres.

 La historia de Elizabeth como lectora de las cartas de Rosalind empieza en Inglaterra, en 1874 y la historia de Rosalind como protagonista de lo que cuentan sus cartas, en Argentina, en 1832. Ambas diégesis tienen lugar en el siglo XIX y se representan a la manera de la novela epistolar decimonónica. Este estilo literario, de fuerte raigambre inglesa, sirve de contenedor de una historia anclada en el cronotopo de la constitución de Argentina en república federal, su construcción como nación moderna, la cual, a su vez, es un caso, una excusa para tratar un tema tan amplio que sobrepasa la jurisdicción de los países mencionados y la época en la que se le ancla: la valoración axiológica de distintas culturas e idiosincrasias. La novela, desde luego, propone un juicio frente a esta cuestión, juicio que rompe el modelo de escritura que en principio ostenta la obra.

Elizabeth se presenta a primera vista como una chica sin historia. Fácilmente se podría sumar a las heroínas de novelas femeninas decimonónicas, centradas en la cotidianidad de una joven casadera: “El día siguiente prometía ser igual a todos los otros desde su egreso del colegio de señoritas tocar (un poco) el piano, leer más de lo conveniente, preparar vestidos de baile y trajes de tarde para los tés y las fiestas de la inminente primavera, donde muchas otras muchachas ofrecerían sus encantos en el mercado matrimonial” (13). Este pasaje no la pone a muchos pasos de la típica señorita inglesa representada en la literatura de la época como ‘el ángel del hogar’, con las virtudes del ‘eterno femenino’: modestia, gracia, delicadeza, cortesía, castidad, amabilidad, entre otras (Gilbert 23). La historia de Rosalind, por su parte, tematiza la existencia de las mujeres de su siglo que sí tuvieron una historia, aquellas cuyas vidas no se redujeron al matrimonio y a la maternidad, y muestra más bien el destino que de hecho tuvieron muchas escritoras de este tiempo: la soledad y la escritura. Pero va más allá, porque Rosalind no se contenta con rendir su experiencia en el papel, invita a la chica sin historia, a buscar la suya propia. En esa invitación se fractura el modelo de literatura decimonónica que parecía tan sólido al comienzo, con una variedad de personajes planos, reductibles a una frase: el padre, ocupado comerciante, la tía viuda, frívola y alegre, la seca ama de llaves, el viudo seductor, etc.

En el conjunto de la novela, la historia de Rosalind se impone por la cantidad de detalles de la época que ofrece. Su cautiverio entre los ranqueles es decorado con una constelación de personajes históricos entre los que se destacan Baigorria y los caciques indígenas de distintos grupos o Gentes, como Llanquetruz o Calfucurá, y en menor medida, Rosas en sus sucesivos gobiernos. Asimismo incluye hechos relatados en registros históricos, pero éstos son reescritos, mostrando una nueva lectura. Por ejemplo, la muerte del cacique Painé, brevemente mencionada por Santiago Avendaño en la relación de su fuga trajo consigo la aniquilación bajo cargos de brujería de la población femenina sospechosa de causarla (Avendaño 182). Rosalind se refiere al episodio en términos menos gravosos, lo llama ‘la matanza de las mujeres’ (134-135).

En Fininsterre el tratamiento del cautiverio, tema recurrente de la literatura y de la historia argentina, ya no intenta denostar impunemente al indio a fin de exaltar el abolengo europeo. El prolongado cautiverio le ha mostrado a Rosalind un modo de vivir más complejo y más útil que aquél para el que estaba preparada: el del cuidado de la casa. Aparte de las tareas cotidianas de limpieza, Rosalind puede entre los ranqueles ejercer la práctica curativa, por ejemplo, negada a la mujer en su Europa natal. La convivencia con los indígenas le permite, además, desarrollar una percepción de la condición humana más amplia y establecer comparaciones que no siempre invitan a enaltecer los comportamientos de los blancos: “Los machos pálidos disponen de recursos más variados y eficaces, y se entretienen mejor en las artes de atormentar. También crían a los hijos de los tostados para que sean sus sirvientes, rara vez para hijos o sucesores, como en cambio los tostados llegan a hacer con los hijos de los pálidos” (102). Y de nuevo, el testimonio de Santiago Avendaño ratifica esta percepción (157ss). Estas consideraciones, entonces, se orientan a mostrar la relatividad de la valoración axiológica que existe entre dos culturas, o bien entre civilización y barbarie, que son los términos en los que se ha planteado el problema en la literatura y la historia argentinas. Sin embargo, en Finisterre, la experiencia de la discriminación y la marginalización que sufren los indígenas se propone sólo como un caso de muestra y se señalan otros horizontes donde el problema se repite. Los otros ejemplos son la pretensión de superioridad de los ingleses sobre los irlandeses o de los castellanos sobre los gallegos.

La experiencia del cautiverio de Rosalind, Pregunta Siempre, termina en la integración cultural y propone algo distinto: ser múltiple es mejor que ser simple. La novela es una invitación a hacer ese descubrimiento y lo resume en la sentencia de Barrymore a Elizabeth, Aluminé: “Es mejor tener dos nombres que ninguno, y dos o tres lenguas, maternas y paternas.” (167)

Este juicio, este tratamiento del problema causa una nueva grieta en el modelo narrativo que se creía dominaba la obra, en principio, la novela femenina decimonónica, que se nutre de escrituras íntimas, cartas, reflexiones autobiográficas, etc., porque tales consideraciones están influidas por el desarrollo de los estudios culturales que se han popularizado en las últimas tres décadas. No se trata pues de una simple imitación de un modelo narrativo sino de su parodización, necesaria para reescribir, a más de un siglo de distancia, un caso que da cuenta de una tara en la naturaleza humana: la necesidad de enfatizar desigualdades entre los seres humanos, sean étnicas, de género, ideológicas, políticas o de cualquier otra índole.

 

BIBLIOGRAFÍA

Avendaño, Santiago. Memorias del ex cautivo Santiago Avendaño. Recopilado por Meinrado Hux, Buenos Aires: el elefante blanco, 2004

Gilbert, Sandra M.; Gubar, Susan. The madwoman in the attic: the woman writer and the nineteenth-century literary imagination. New Haven: Yale University Press, 2000.

Lojo, María Rosa. Finisterre. 2 ed., Buenos Aires: Suramericana, 2006.

 

 

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Ema, la cautiva (1981). César Aira

Ema, la cautiva de César Aira

 Narrada en trece partes y veintitrés capítulos, la historia de Ema comienza con un viaje en el que una comitiva de soldados y oficiales lleva una carga de presos, mujeres y niños, hacia el fuerte de Pringles. Ema y su hijo Francisco, aún de brazos, hacen parte del convoy.

Siguiendo el destino de las mujeres que viajan en este tipo de caravanas hacia el desierto, la joven es mostrada inicialmente como un objeto sexual o bien, una pieza de intercambio o de circulación. Ema es ofrecida por el teniente Lavalle al ingeniero francés que viaja en el convoy y es tomada por él mismo antes de llegar al fuerte de Azul. Ya en Pringles vive temporalmente con el teniente Paz y éste la cede al soldado Gombo, un gaucho. En ese tiempo, Ema tiene un amorío con un indio manso, Mampucumapuro. Embarazada y con el niño en brazos es llevada por un indio extranjero durante un malón y entra así al mundo de los nómadas del bosque para circular como mercancía o como un elemento más entre los que precariamente acumulan los hombres indígenas. Ema es vendida a un Cacique del sur, Dodi. Posteriormente es cedida, apetecida y tomada por otros hombres de distintos grupos indígenas y de diversas dignidades: El príncipe Hual, un guerrero innombrado, Evaristo Hugo, ministro de la corte de Catriel, y un ingeniero zoólogo de un criadero de faisanes.  Tres años después del malón, por iniciativa propia y sin que nadie se lo impida Ema regresa con sus hijos Francisco y dos niñas a Pringles, donde vive temporalmente con un teniente y sus otras mujeres, y tiene amantes.

Toda la experiencia de Ema en el sur es usada en un proyecto con el que no sólo cambia su vida sino la de otros. Sin pizca de la fragilidad que la describía al comienzo de la historia, usando los saberes del mundo indígena y las oportunidades de una mediana legalidad establecida en el fuerte, organiza desde casi nada un criadero de faisanes, una empresa que da a Ema y a muchos jóvenes indios un horizonte distinto en el sur.

La historia de Ema, ocurrida en el siglo XIX es contada por un narrador del siglo XX. Un narrador extradiegético-heterodiegético, que juega con los elementos de una narrativa de cautivas, ya inscrita en la literatura nacional argentina: El hombre blanco, generalmente un militar, su esposa blanca y el indio de la pampa que la ha capturado en un malón. Se trata de una reelaboración de estos elementos dirigida a un lector contemporáneo consciente de la tradición que origina esta escritura. La distorsión y la exageración predominan en el relato.

Los hombres blancos abundan en la especie del soldado o del oficial, pero aquí han perdido los atributos que ennoblecen su oficio. Los militares no son valientes, no buscan el honor, no defienden la libertad, la patria, la religión, los valores de la civilización, que describen obras como La cautiva de Echeverría o el pasaje sobre Lucía de Miranda de Ruy Díaz de Guzmán en La Argentina (manuscrita). Se introduce al extranjero europeo como observador de esas carencias, como testigo de la pérdida de civilidad que el viaje hacia el sur conlleva; hecho que puede ser visto como ilustración de uno de los puntos descritos por Sarmiento en Facundo: la normalidad de la barbarie en las pampas, una barbarie de barro, que todo lo mancha: no hay educación, no hay religión ni puede haberlas, no hay instinto de trabajo eficaz, la pereza reina. Los blancos, en su mayoría, han asumido el talante pampeano así descrito.

Los indígenas, generalmente asumidos como una entidad, como una unidad, son en esta novela mostrados con un detalle inigualable. Son tan diversos, que incluso la palabra extranjero parece renovarse dentro de esta tradición literaria, pues se refiere a los indios de los distintos reinos que habitan y transitan el bosque, no al europeo, por ejemplo. No es sólo la cantidad lo que entra en el juego del narrador, sino las cualidades de los indios. Son presentados con detalles que parecen más propios de los indios de la conquista, que de los del siglo XIX: su desnudez y sus decoraciones son descritas tan minuciosamente, que se creerían el reporte de quien los ve por primera vez.

Por otra parte, Ema es la pieza más elaborada de este juego de distorsiones. No tiene ningún rasgo que la iguale con otras cautivas: no es blanca, no está casada con un hombre blanco, no representa valores femeninos impresos sobre las otras cautivas como la castidad, la fidelidad, el valor para defender a su hombre ofreciendo y arriesgando su propia vida (Lucía, en la crónica de Díaz y María, en el poema de Echeverría). Sin embargo, sí se la ve afectada por la ausencia de su hijo, hecho que se ha reportado en las cautivas que han permanecido varios años con los indios (Marta Riquelme y Nieves (Lincomilla), en los relatos de Hudson y Cunninghame Graham), convivencia que marca una transformación de la narrativa de cautivas. Duval afirma de Ema “no era la clase de mujer que podría salvar un hombre” (43) y el único pasaje en la que se le ve afectada por la melancolía es durante su breve unión con Dodi, mientras su hijo se hallaba perdido (127). La caracterización de Ema, humaniza profundamente a la mujer de esta narrativa: se la ve en actividades cotidianas reales, cocinando, atendiendo a sus hombres y a sus hijos, es corpórea, ella come, fuma, bebe, duerme, hace pereza, se cansa, siente frío, dolor, crece, su cuerpo cambia y cumple todas sus funciones fisiológicas, incluyendo el sexo, la procreación, el amamantamiento.

Es difícil pensar en Ema como una cautiva. Como en el poema de Echeverría, el título de la obra miente. En aquel caso María es una fugitiva y en éste, Ema dista mucho de poseer los rasgos y valores que harían de ella una cautiva. Su indiferencia ante su lugar en el mundo, su falta de principios de alguna especie aparte del instinto maternal, la alejan de esa categoría. Su ser de cautiva se reduce a un rumor, Hual “no recordaba quién le había dicho que era blanca” (127).

No falta en la historia el episodio de un malón, pero la escena se opone a la narración y a la representación pictórica de los malones y raptos de mujeres en muchos aspectos. La piel oscura de Ema, su maternidad (está embarazada y carga a su hijo) ayudan a crear una imagen distinta del malón. Es un indio solitario, rezagado en la tormenta, el que la recoge en un acto que parece más una salvación que un arrebatamiento violento: “La luna había salido solamente para mostrarle a Ema la mirada del salvaje, que vino hasta ella y se inclinó, sin apearse: la tomó por debajo de los brazos y la sentó en el cuello del potro. Un instante después, el árbol volaba” (109).

Y definitivamente aquello en lo que esta historia resulta incomparable a las demás en darle un horizonte a la mujer, muy distinto a todo el que se ha trazado hasta entonces. No hay fin trágico para Ema, no muere ni se enloquece, por el contrario no sólo toma las riendas de su propia vida, sino la de los demás, a través de una actividad en la que ella hace del mundo lo que el mundo ha hecho de ella, una ficha de circulación.

Aparte del tratamiento renovador de los personajes de la narrativa de cautivas, es decir, el que los soldados no tengan disciplina ni principios, que los indios tengan una sociedad funcional, saberes y normas, si bien distintas de las de la civilización del criollo, y del hecho de que la cautiva no lo sea y se oponga radicalmente a cualquier modelo; lo notable es que en la narración esta distorsión se lleva al extremo: los vicios de los soldados son enfatizados una y otra vez, la parsimonia y dedicación a las cosas decorativas, en fin, los usos del ocio de los indígenas y los rasgos que hacen de Ema una mujer son conmensurablemente mayores a cualquier otra historia. Todo es exagerado: el número de soldados que no hacen honor de las virtudes militares, el número de indios que aparecen en la vida de Ema, y el lugar hasta donde Ema conduce su propio destino, inverosímil para un personaje tan elemental como ella.

Sin embargo, la exageración no se reduce a la caracterización de los personajes, pues la naturaleza, el escenario en el que ocurre tantas veces el cautiverio de mujeres, ese otro elemento esencial de la narrativa de cautivas, es también caracterizada con intensidad. Pero ese es tema de otro reporte.

 

BIBLIOGRAFÍA

Aira, César. Ema, la cautiva. Barcelona. Mondadori: 1997

Cunninghame Graham,  R. B. “The Captive” en Hope (1910). Acceso on-line

De Gandía, Enrique, ed. Ruy Díaz de Guzmán. La Argentina. 1612. Madrid: Historia, 1986.

Echeverría, Esteban. El matadero. La cautiva. 11 ed. Madrid: Cátedra, 2009

Hudson, W.H. “Marta Riquelme” en Tales of the Pampas (1902). New York: Alfred Knopf, 1916: 175-228.

Sarmiento, Domingo Faustino. Capítulo 1 “Aspecto físico de la República Argentina y caracteres, hábitos e ideas que engendra”. Facundo. (1945) Buenos Aires: Editorial Kapeluz, 1971: 67-85.

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“Marta Riquelme” (1902) W.H. Hudson y “The Captive” (1909) R.B. Cunninghame Graham

“Marta Riquelme” (1902) de W. H. Hudson 

Recién ordenado, el joven sacerdote Sepulvida es enviado a Yala, un poblado de Jujuy, donde trama amistad con la viuda Riquelme y su hija Marta, de quien se enamora. La joven se casa mal. Cosme Luna es un inoficioso apostador que pronto resulta reclutado por la milicia. Al morir su madre, Marta sale con su hijo en busca de su esposo, pero la caravana en la que viaja es asaltada por indígenas, su hijo le es arrebatado y ella es vendida. Huye, enfrenta los peligros del desierto, pero es capturada de nuevo por los indios y todo ánimo de fuga es eliminado por continuas torturas. En cinco años de cautiverio da a luz a tres niños mestizos.

En una segunda fuga con otra cautiva blanca sólo puede llevarse a su niño de brazos, pero en la travesía lo pierde. Una vez en Yala, sufre inconsolable tanto la pérdida de su bebé como el repudio de su esposo, Cosme. Afligida por las habladurías del pueblo, Marta huye al monte, donde es cuidada por un carbonero y su esposa. Sepulvida, sospecha que ha intentado regresar al desierto a buscar a sus otros hijos. En realidad se ha alejado completamente de todo contacto humano y la desesperación por su falta de lugar en el mundo la ha enloquecido. En la visión de los habitantes del campo, se ha convertido en un kakue, un jujuy, un ave que chilla lamentablemente. En la historia de Marta Riquelme, el sacerdote comienza a entender la fuerza de las creencias en seres míticos que le impide evangelizar completamente a sus feligreses, pues él mismo sufre el embate de esas fuerzas.

 

“The Captive” (1909) de R.B. Cunninghame Graham

 Un grupo de colonos intenta infructuosamente recuperar los caballos tomados por una banda de indios de una Estancia cerca del río Naposta. En la noche, a la luz del fuego, sin poder dormir, los hombres proponen contar historias. Eligen al más callado y taciturno del grupo.

El belga cuenta que dieciséis años atrás, un amigo y compatriota suyo encontró durante una persecución a los indios a una mujer que, tras abandonar a su marido, regresaba a las tolderías con algunos caballos. La mujer, que hablaba poco español, no opuso resistencia ante el europeo y se fue con él. En aquel momento éste la vio como su cautiva india, aunque su cabello castaño y rizado le resultaba curioso. Paulatinamente, ella fue recordando el español y pudo contar que fue capturada por indígenas, quienes ocho años atrás asaltaron la estancia de su padre en San Luis y asesinaron a su familia. Fue tomada por el cacique, con quien tenía tres hijos.

El colono le dio muy buen trato, y ella en todo oficio actuó con diligencia. Su nombre indígena era Lincomilla y su nombre español, Nieves. Con los días su apariencia de india desvaneció y recuperó el aspecto y los ademanes de mujer blanca, por lo que el estanciero sintió haber perdido la oportunidad de tomarla como su mujer, pues no le era fácil acercársele y someterla a cautiverio, viéndola como su par. Nieves facilitó el acercamiento y se hicieron pareja, vivieron una pasión que los hizo felices por un tiempo, pero su melancolía y tristeza los alejó. Resultó que, aunque ella despreciaba su unión con el indígena, echaba de menos a sus hijos. Así, teniendo en claro que volver a ellos, a pesar del sacrificio de estar entre gente diferente, era lo que Nieves necesitaba, la pareja organiza su regreso. Nieves se despoja de su apariencia española y vuelve a ser Lincomilla al marcharse con sus bestias al desierto.

Esta historia, con la que el belga se desahoga, trajo un silencio entre los demás colonos, pues todos de alguna manera habían perdido a una cautiva.

 

Comentario de los textos

 Estas dos historias cortas, “Marta Riquelme” (1902) y “The Captive” (1909), originalmente escritas en inglés, son confesiones expresadas por voces narrativas masculinas. La primera, es una confesión escrita por un sacerdote, Sepulvida, en la que ausculta un pensamiento que lo ha acompañado desde su juventud. La segunda, es la confesión velada un hombre ante un grupo de compañeros de faena, pues es claro que el protagonista de su historia es él mismo.

En ambas narraciones los acontecimientos pertenecen a un pasado más bien lejano y las dos contemplan la imagen de una cautiva que ha sobrevivido el cautiverio gracias a la maternidad. Este es un interesante giro en la narrativa de cautivas, pues en los textos decimonónicos y anteriores lo esencial es el cautiverio mismo, que es prácticamente el fin de la historia, porque su peso trae la muerte, y lo que se destaca en ellos es la negativa a mezclarse con el indígena, es decir, la imposibilidad del mestizaje.

En estas narraciones, “Marta Riquelme” y “The Captive”, las mujeres ya han pasado años entre los indígenas. No sólo han sobrevivido al contacto con ellos, han absorbido en alguna medida  la naturaleza del otro, se han transformado físicamente en indias y han dado a luz niños mestizos. Ambas mujeres han escapado temporalmente de su cautiverio y recobrado medianamente su apariencia de mujeres blancas, pero el haberse mezclado con los indios, ha afectado su percepción de sí mismas en el mundo. Nieves cae en la melancolía y decide regresar a sus hijos. Marta ha enloquecido ante la imposibilidad de recobrar a sus hijos mestizos y la de recuperar su vida en Yala. Cabe anotar que la pérdida de su hijo blanco no resulta problemática en la historia.

Se observa en ambos relatos, la aceptación de los hombres -los narradores- del movimiento maternal de estas mujeres por sus hijos y la comprensión de la densidad emocional que implica la decisión de sacrificar su vida por ellos. Sepulvida sospecha que Marta ha ido a buscar a sus hijos mestizos y ve esto como natural. Sin embargo, en su confesión no registra indicios de la búsqueda de su hijo blanco. El belga, por su parte, entiende la importancia del regreso de Nieves y la ayuda a ser Lincomila de nuevo. Puede sugerirse que el desprendimiento de estos hombres es la aceptación de la inevitabilidad del mestizaje. Ahora, lo interesante es que estas narraciones y esta idea que aportan a la narrativa de cautivas provengan de autores anglosajones marcados de distinta manera por su experiencia suramericana.

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