Sobre la creación de la experiencia sónica en el desierto

La ponencia de la Dra. Azucena Hernández, “Las figuras del ruido en En tierra yankee (Notas a todo vapor) (1895) de Justo Sierra” me generó bastante curiosidad. Ya desde el título, me saltó a la vista el nombre de Justo Sierra, quien en el imaginario mexicano es más reconocido por su labor en la institucionalización de la educación y la creación de la Universidad Nacional (hoy UNAM), que por su muy extendida obra literaria. Analizar la obra de este y otros escritores y escritoras decimonónicos implica darse un clavado a las profundidades de las hemerotecas. La sorpresa fue grata al observar que la ponente analizaba a este escritor en clave de estudios de narrativa sonora.

 

Mi reflexión no se centra tanto en lo que la ponente dijo durante su conferencia, sino cuando respondió una de las preguntas de una asistente. En esa pregunta, se planteaba la interrogante de quién escucha, si  sólo Justo Sierra, o el lector, o ambas entidades, como si el lector escuchara los sonidos del tren y del desierto por propiedad transitiva. Pero lo curioso es que el texto nos plantea la existencia de uno sonido en el desierto que no es propiamente del desierto. Si se llegase a escuchar algo, serían los sonidos que provoca el tren; es decir, el paisaje sonoro del desierto es producido por la irrupción de un elemento artificial. Y ese sonido es el que el narrador del texto está vinculando al desierto. El narrador no escucha el viento chocar contra los nopales o los aullidos de los coyotes, o el cri-cri de los saltamontes. En vez de eso, el narrador -y el lector- escuchan el sonido de la locomotora, el avance de las ruedas sobre los rieles o la conversación de los otros pasajeros. Cuántos sonidos genuinos del paisaje natural puede percibir aquel viajero o viajera que se suba en el tren? Yo diría que ninguno. Y el lector, al leer desde la mirada del narrador, tampoco se entera de lo que acontece en el desierto. Si extrapolamos esto a un estudio de ecología, podría dar frutos para pensar sobre las implicaciones del progreso y la modernidad en el ecosistema. Es decir, los sonidos de la máquina se imponen, paulatinamente, a los sonidos del ambiente. Y el viajero solo percibe eso.

 

Esto nos lleva a una de las premisas que planteaba McEnaney en uno de los primeros artículos que leímos en el curso, sobre la existencia del sonido a pesar de que no haya quién lo escuche. Evidentemente, los sonidos del desierto existen con o sin la presencia de la máquina. Pero nosotros, si solo penetramos al desierto desde el tren, solo tendremos la perspectiva que este nos ofrece. Lo curioso es que en la época el sonido del tren es vinculado a la música, a la armonía, los rieles son representados como pentagramas y el maquinista como un director de orquesta. Casi se está romanizando o edulcorando a la máquina. Pero esa “irrupción musical” en realidad es la irrupción de la tecnología y la modernidad sobre el paisaje natural, y ni el viajero ni el lector conocen otra perspectiva que no sea la del progreso. La sinfonía creada por el hombre elimina la posibilidad de la escucha de la naturaleza.

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