Author Archives: Sam Aguayo

El sonido como inicio y fin del matrimonio en ‘Desierto sonoro’, de Valeria Luiselli

El comienzo de ‘Desierto sonoro’ de Luiselli no adentra en la vida de dos profesionales cuyos proyectos laborales consisten en la recolección y edición de sonidos urbanos. De ese trabajo, surge el amor y el matrimonio entre ambos. Creo que, hasta ahora, este libro es el que retrata la manipulación del sonido con mayor frecuencia. Se nos describen las implicaciones de capturar ese abanico de posibilidades sonoras en la ciudad, desde recorrer las calles con una grabadora, hasta los posibles usos que se le dan a esas grabaciones, como académicos o como parte de una agenda política. Lo curioso es que el sonido es el elemento que permite el amor entre ambos; son expertos en sus respectivos campos y sienten pasión por su trabajo, pero irónicamente, ambos, en silencio, con el paso del tiempo, empiezan a augurar la debacle de su matrimonio. Es decir, se interesan por las voces de otros, en el caso de la narradora, los niños migrantes, en el caso del esposo, los ecos de los nativo americanos de Arizona.

 

Pero ambos se resisten a escucharse el uno al otro, en especial el esposo. Niegan el sonido de su pareja.

 

Dice “«En la ciudad había dos mudos, y siempre estaban juntos». Me gustaría escuchar este libro, pero no obtengo la aprobación de los dos traidores que viajan en el asiento trasero. Mi esposo tampoco quiere oírlo […] y si no cree que esa primera frase es, justamente, sobre nosotros dos, y si no deberíamos escuchar el resto de la historia” (99).

 

Ahí claramente hay un indicio de que se está negando una realidad, la realidad de la debacle de la relación. La pareja quiere escuchar las historias de otros y capturarla, pero no su propia historia. Más adelante, la narradora confirma su sospecha: “Necesito una novela sobre dos personas que han elegido dejar de entenderse. Que salga un hombre que sabe cómo desenredarle el pelo a su mujer, pero que una mañana decide no hacerlo más […] Que salga un a mujer que decide irse, bien alejándose poco a poco…” (110). La narradora, evidentemente, busca consejo en libros, quiere leer por su cuenta o escuchar uno con su esposo, porque no encuentra el diálogo -el sonido- que necesita para comprender el estado de su relación ni su futuro. Es decir, busca otros sonidos que puedan darle luz ante el inminente silencio de su esposo. Un silencio agrava la relación. Esos mismos lazos que unieron a la pareja, la pasión por recolectar los sonidos, ahora han sobrepasado al romance y al amor, y ha sido tan fugaz como lo fue el proyecto laboral conjunto. Pero el nuevo proyecto, el familiar, el que consiste en llevar un buen matrimonio y educar a un par de hijos, se difumina conforme el auto en el que viajan se acerca a su destino.

 

En este sentido, el sonido que ambos buscan en sus respectivos trabajos, permite que se geste la relación, y es a la vez el elemento que la fractura, y ese rompimiento se hace más notable por el silencio, por la falta de interés del esposo hacia los sonidos de su esposa.

 

Sobre la creación de la experiencia sónica en el desierto

La ponencia de la Dra. Azucena Hernández, “Las figuras del ruido en En tierra yankee (Notas a todo vapor) (1895) de Justo Sierra” me generó bastante curiosidad. Ya desde el título, me saltó a la vista el nombre de Justo Sierra, quien en el imaginario mexicano es más reconocido por su labor en la institucionalización de la educación y la creación de la Universidad Nacional (hoy UNAM), que por su muy extendida obra literaria. Analizar la obra de este y otros escritores y escritoras decimonónicos implica darse un clavado a las profundidades de las hemerotecas. La sorpresa fue grata al observar que la ponente analizaba a este escritor en clave de estudios de narrativa sonora.

 

Mi reflexión no se centra tanto en lo que la ponente dijo durante su conferencia, sino cuando respondió una de las preguntas de una asistente. En esa pregunta, se planteaba la interrogante de quién escucha, si  sólo Justo Sierra, o el lector, o ambas entidades, como si el lector escuchara los sonidos del tren y del desierto por propiedad transitiva. Pero lo curioso es que el texto nos plantea la existencia de uno sonido en el desierto que no es propiamente del desierto. Si se llegase a escuchar algo, serían los sonidos que provoca el tren; es decir, el paisaje sonoro del desierto es producido por la irrupción de un elemento artificial. Y ese sonido es el que el narrador del texto está vinculando al desierto. El narrador no escucha el viento chocar contra los nopales o los aullidos de los coyotes, o el cri-cri de los saltamontes. En vez de eso, el narrador -y el lector- escuchan el sonido de la locomotora, el avance de las ruedas sobre los rieles o la conversación de los otros pasajeros. Cuántos sonidos genuinos del paisaje natural puede percibir aquel viajero o viajera que se suba en el tren? Yo diría que ninguno. Y el lector, al leer desde la mirada del narrador, tampoco se entera de lo que acontece en el desierto. Si extrapolamos esto a un estudio de ecología, podría dar frutos para pensar sobre las implicaciones del progreso y la modernidad en el ecosistema. Es decir, los sonidos de la máquina se imponen, paulatinamente, a los sonidos del ambiente. Y el viajero solo percibe eso.

 

Esto nos lleva a una de las premisas que planteaba McEnaney en uno de los primeros artículos que leímos en el curso, sobre la existencia del sonido a pesar de que no haya quién lo escuche. Evidentemente, los sonidos del desierto existen con o sin la presencia de la máquina. Pero nosotros, si solo penetramos al desierto desde el tren, solo tendremos la perspectiva que este nos ofrece. Lo curioso es que en la época el sonido del tren es vinculado a la música, a la armonía, los rieles son representados como pentagramas y el maquinista como un director de orquesta. Casi se está romanizando o edulcorando a la máquina. Pero esa “irrupción musical” en realidad es la irrupción de la tecnología y la modernidad sobre el paisaje natural, y ni el viajero ni el lector conocen otra perspectiva que no sea la del progreso. La sinfonía creada por el hombre elimina la posibilidad de la escucha de la naturaleza.

El exceso de silencio y el exceso de ruido

En la obra De Salcedo que hemos visto, hay dos partes que me han llamado significativamente la atención. Tiene que ver con el exceso, tanto de sonido como de silencio.

 

Dos de las escenas más conmovedoras, en mi opinión, ocurren cuando el migrante encerrado en un cuarto, con las manos atadas en medio de la oscuridad, se carcome por el silencio del cuarto. Ante ese vacío de sonidos, cuenta su historia, su testimonio de lo ocurrido en el tren, y constantemente pregunta si alguien lo oye, casi clama porque le contesten o le digan algo. No puede resistir el silencio y él mismo lo combate con sus propias palabras. Tal vez raya en la locura.

 

El segundo exceso es lo opuesto. Cuando observamos que los migrantes se están asfixiando en el vagón, el escenario se llena de gritos y clamores, hasta uno de esos personajes reza el rosario, tal vez como única esperanza. El efecto estético que provoca fue un tanto asfixiante o abrumador, pues el espectador ignora lo que realmente está ocurriendo solo conoce ese exceso de ruido, de gritos. Me parece que el montaje de la obra logró muy bien este efecto, al bajar el telón para que la audiencia no pudiese ver lo que estaba pasando. De alguna forma, creo que experimentamos la misma sensación de asfixia que causó la muerte del Mosco, solo que esa asfixia no se da por ausencia de aire, sino por un clamor incontenible de gritos desesperados.

En ambos casos, se genera un efecto abrumador ya sea ante el silencio en la celda del migrante prisionero, como en el tren en el que los otros migrantes claman de angustia. El sonido y su ausencia se convierten en recursos dentro del teatro para hacer partícipe al espectador de la experiencia de los migrantes, lo cual logra que empaticemos, a mi parecer, con la historia.

Sobre _Insensatez_ y la catarata adjetival

La novela Insensatez de Castellanos Moya es un texto muy latinoamericano. No sólo por los temas de la guerrilla, los testimonios de los indígenas, la descripción del centro de la ciudad -posiblemente Guatemala-, que son una parte esencial de América Latina, sino por el estilo. Hay otros autores latinoamericanos que apelan al párrafo único en sus obras, el más reciente Temporada de huracanes de Fernanda Melchor,  El otoño del patriarca, de García Márquez, El Apando de José Revueltas y “Macario”, de Juan Rulfo. Todos estos tienen en común que intercalan la descripción  con el diálogo y con la narración. Este recurso, que por su continuidad tiene tintes de oralidad ficticia, nos provoca una lectura ágil, rápida, abrumadora. Los relatos latinoamericanos contemporáneos tienden a la intensidad y a la brevedad. Desde la disposición del lenguaje ya nos dan pistas del escenario asfixiante que están describiendo.

 

He usado la frase “catarata adjetival” para designar el estilo de este libro en particular. La frase no es mía, se la escuché a un maestro de la Facultad que era experto en estilo. Él solía decir que los párrafos de Revueltas son cataratas descomunales. Creo que el concepto queda muy bien para este texto en particular, con la salvedad de que el discurso de este crítico literario / corrector de estilo / editor es en realidad una cascada de adjetivos. “Yo no estoy completo de la mente […] la frase que me dejó lelo en la primera incursión en esas cien mil cuartillas impresas”. Ya el inicio del libro es una frase que describe el estado mental del indígena [y del narrador], es decir, no estar completo de la mente.

 

A lo largo del texto, ese “no estar completo de la mente” se va materializando en comportamientos violentos y repentinos, que comienzan desde el tipo de lenguaje que utiliza el narrador, como “la tan famosa calle”, “el tan llamado periódico”, “el tal Jorge”. Todos estos “tan” son usados en un tono despectivo, que, en mi interpretación, configuran una personalidad molesta, enojada con la realidad. Una personalidad que todo lo juzga y critica, una y otra vez. El narrador tiene una visión de mundo que, en lo personal, me apreció abrumadora, y ese efecto estético comienza desde la acumulación de todo tipo de frases con adjetivos calificativos despectivos.

Por ejemplo, en la siguiente podemos observar un lenguaje que cristaliza emociones de furia: “tampoco pudo defenderse cuando le clavé la segunda puñalada por debajo del esternón, con mayor furia que la primera, tal era mi encono, que enseguida mi brazo vehemente no paró de meter una y otra vez el cuchillo en el cuerpo del soberbio panameño que me había negado el pago de mi adelanto, hasta que de pronto me descubrí en el centro de mi oficina haciendo los furiosos movimientos de quien apuñala a su peor enemigo, sin ningún puñal en mi mano, por supuesto, como aun enloquecido hubiera pensado alguien” (39). Las palabras que he resaltado son una muestra del lenguaje que está fuertemente arraigado en los pensamientos del narrador, y cuya frecuencia en su discurso se incrementa conforme se le acumulan las malas noticias: la negativa de Pilar, la nota en el periódico que supuestamente lo acusa, la indiferencia de su jefe, la negación del pago, su propio machismo y arrogancia ante la ciudad, etcétera.

La catarata adjetival se vuelve más densa hasta que el lector comparte la bruma que aqueja al narrador. En este sentido, el estilo literario obedece al estado mental que este personaje deja entrever. Una personalidad prejuicios, inestable y furiosas. Cómo representar la insensatez que aqueja al personaje y titula a toda la novela? Saturando el texto con una acumulación de frases cargadas de perturbación e inestabilidad emocional.