Notes on Afropessimism (2020) by Frank B. Wilderson III

Frank Wilderson III’s Afropessimism offers a study of the meta-aporias that Black exposes to that thing we call Human. If an aporia is an impossibility, a meta-aporia is an impossibility about impossibility. For Wilderson, Black people “are both barred from the denouement of social and historical redemption and needed if redemption is to attain any form of coherence” (12). A wrench, a tool, that is also a sentient being, Black is that which presupposes and exceeds all claim to Humanity and social justice, all project of insurgence and revolution, and even all gender revindication. This precisely why “Black people embody (which is different from saying are always willing or allowed to express) a meta-aporia for political thought and action” (13). Hence, afropessimism “argues, Blacks are not Human subjects, but are instead structurally inert props, implements for the excecution of White and non-Black fantasies and sadomasochistic pleasures” (15). There is then, no possibility of understanding what Black is in terms of the Human. There is no analogy which can compare what the Black and the Human feel, want, do, or live. There is then, no other attitude than a radical pessimism when it comes to discussing race and by extension all that Human vainly proclaims as universal. 

Divided in 2 parts and an epilogue the book retells some passages that Wilderson himself lived. In between non-fiction but also theory, the book exposes to what extent every-day life of any Black person is positioned as the ultimate point of exhaustion but also redemption of all that is White and non-Black. That is, from daily habits as kids playing in an abandoned house, or university conferences, the Black sentient being is the one who both guarantees the ground zero of suffering and by the same token the possibility for reassembling all form of order and organization. Slavery, then, is not something dead and gone, but a paradigm impossible to split from Blackness. Black experience social death, “the knowledge and experience of day-to-day events in which the world tells you you are needed, needed as the destination for its aggressivity and renewal” (41). To put it in other words, the Latinx worker who suffers exploitation and discrimination in the United States, let’s say, comforts themselves at the end of a long day of work because after all, they are not Black. This comfort is precisely what allows the worker to return to work the day after and also what places Black as the infinite act played in a theatre of cruelty that uses and abuses of Black but does not include it as part of the characters of the play. 

The radical lesson of afropessimism is that “there was never a prior meta-moment of plenitude, never equilibrium: never a moment of social life” for Blackness, and by addition for the Human. To that extent, afropessimism shows that there is no hegemony nor civil society, or if they exist, they only do as sadomasochistic fictions rituals that guarantee White and non-Black existence as Humas. Since Blackness cannot be separated from Slavery, then, there is no possibility of understanding a Black time nor space. Even violence refuses to give explanations of what Blackness entails. Since the Black is the one that who embodies “a regime of violence that bore no resemblance to the regimes of violence that subjugated /subjugates the others [the Humans]” (216), violence is always connected to Slave violence, an open-ended relationship. Then, the Slave suffered, the Black suffers, the Black suffered, the Slave suffers. White violence can be causal, provoked, but the violence that the Black suffers is “gratuitous, without reason or constraint; triggered by prelogical catalysts that are unmoored from her transgressions and unaccountable to historical shifts” (216-217). There is, then, only the chance to refuse politics, to refuse to affirm the Human, and rather to embrace disorder and all the possibilities that civil war could open, as this precisely “becomes the unthought, but never forgotten, understudy of hegemony” (251). In the struggle of all against all Humanity crumbles, something else breaths and feels. 

Teatro de la crueldad. Notas sobre Nostalgia de la sombra (2002) Eduardo Antonio Parra 

Con ciertos matices de novela policiaca de hardboiled y thriller, Nostalgia de la sombra (2002) de Eduardo Antonio Parra cuenta la historia de Ramiro, un trabajador, de una particular empresa de seguridad en México a inicios del siglo XXI. Los trabajos de Ramiro consisten en eliminar a sus “clientes.” Esto es, Damián, el dueño de la empresa, comisiona sicarios yRamiro es sólo un trabajador más de esta línea de producción. Si bien, la empresa no forma parte de ningún órgano de gobierno, debido a las relaciones de Damián y a sus orígenes, él viene de una familia de abolengo, se intuye que el encargo de asesinatos forma parte integral del sistema económico y político que se retrata en Nostalgia de la sombra. Así, la empresa paraestatal vela por las pasiones y el bienestar del estado. Si bien, Ramiro es un hombre que disfruta asesinar, “Nada como matar a un hombre” (9), se dice a sí mismo al inicio de la novela, el goce de su trabajo se ve alterado: su jefe lo comisiona para asesinar a una mujer empresaria del norte del país. Cargado de tribulaciones, Ramiro debe realizar algo que no le causa placer y volver a una ciudad, Monterrey, que le trae nostalgia, sus múltiples vidas pasadas reviven en la pantalla de su memoria y en las páginas del relato.  

Conforme progresa la historia, Ramiro se revela como un cuerpo al cual se le han superpuesto diversas identidades. Desde niño rebelde, periodista, hasta pepenador y recluso, Ramiro ha vivido siempre como un actor de un teatro que cambia siempre sus personajes y sus contextos. Los cambios del espectáculo varían, pero siempre, parece, son los mismos actores y espectadores los que participan. Mientras Ramiro construye el perfil de su futura víctima, Maricruz, la empresaria, éste afirma que, en el teatro de la crueldad en que ambos participan, se tiene que aprender a cumplir con el rol asignado: 

[…] desde hace mucho aprendí que se trata de un juego en el que nos toca actuar como testigos y protagonistas al mismo tiempo. Si uno adopta el papel principal, está perdido; esa es la causa por la cual siempre me cargo del lado del mirón, del espectador, y aunque los sentimientos se me alboroten procuro entretenerme con la secuencia de mis alegrías y mis horrores y acaso a ello se deba que los haya sobrevivido (207-208). 

Desde esta perspectiva, en Nostalgia de la sombra la sociedad se divide entre mirones (testigos) y actores principales (víctimas y victimarios). Como el público del coliseo romano, los mirones viven desempoderados y satisfechos pues al experimentar la muerte ajena su vida es sólo la deferencia de su propia muerte: no pueden cambiar nada, pero se pueden conformar con vivir un poco más que aquellos que saludan antes de morir. 

La violencia guarda una relación intrínseca con el espectáculo. No hay violencia sin testigos. El asunto es que, como el Monterrey retratado por Parra, en México y en otras latitudes, el narco nos posiciona frente a un espectáculo que extenúa el goce. Ante un espectáculo que cada vez reduce más la diferencia entre espectadores y actores, o que cambia hasta el cansancio los roles y tramas del show, la actitud más radical, tal vez, es la de Ramiro, pues ante los diferentes cambios que su encomienda sufre, se dice: “Esta película cada vez degenera más en farsa. Demasiadas sorpresas. Demasiados giros. Y yo no acepto correcciones en el argumento. Ya lo dije, Maricruz. Mi papel estaba decidido desde que llegué a Monterrey y no voy a modificarlo” (284). Aceptar el rol y morir con él aparece como única salida. Dejar, de cierto modo de deferir la muerte, sería darse cuenta de que incluso ésta no es un estado definitivo, que más bien es “algo extraño que se mete en nosotros. Como el cansancio, el aburrimiento, la indiferencia. Que nos inmoviliza y nos libera al mismo tiempo” (299). Más allá del espectáculo no está la muerte. Sin embargo, ya una vez fuera de bambalinas, tramoyas y libretos, ¿dónde habrán de pasarse las tardes de insomnio y tedio sin espectáculo que asistir?  

La serie y el corte. Notas sobre Rosario Tijeras (1998) de Jorge Franco

Tanto el título como la forma en que está contada Rosario Tijeras (1998) de Jorge Franco aluden a dos mecanismos: la serie y el corte. El nombre de la personaje principal concentra, precisamente, estos dos movimientos. Éste sugiere como una serie va acompañada de un corte: el rosario, una serie de oraciones entrelazadas se cortan por las tijeras. La historia contada por Antonio, un narrador personaje que revela su nombre hacia el final de la novela, recupera de forma fragmentaria y entrecortada por digresiones, prolepsis y analepsis (flashfordward y flashback) diversos pasajes de la vida de Rosario Tijeras, mientras ella agoniza en una sala de urgencias. Rosario, una mujer nacida en un barrio bravo de Medellín, eventualmente se integra al narcotráfico por su belleza y su sangre fría, cuando el narrador la conoce, por medio de su mejor amigo Emilio, se enamora perdidamente de ella. Si bien, la vida de Rosario es el centro de la historia, también el narrador cuenta sobre su relación con otros hombres, Emilio, novio de Rosario, Johnefe, hermano de Rosario, Ferney, pretendiente de Rosario, y otros más, como “los duros de los duros,” aludiendo a los grandes capos de la droga en Medellín. Con todo esto, parece incluso que como un rosario, un artefacto que supedita una serie de cuentas alrededor de una cruz, la narración supedita una serie de hombres alrededor de una mujer. 

El ambiguo final del relato, de cierta manera, alude al hecho de que Rosario siempre es una desconocida para todos. En realidad nadie sabe muy bien quién es ella. De hecho, del apellido de Rosario se dice que “Tijeras no era su nombre, sino más bien su historia” (6). Con esto, el narrador no sólo sugiere que el apellido (casi apodo) de Rosario explica la forma en que vivió, sino que su apellido, por su connotación y denotación, se contrapone al nombre propio de la protagonista. Las tijeras cortan la historia del sujeto, pues los cortes son los que hacen la historia. Si bien, la idea de corte está relacionada con la de castración, (después de todo a Rosario recibe su apellido luego de caparse a un tipo [7]), en el caso de Rosario, el corte no apunta hacia el lugar mítico en que las cosas se separan, sino al pasaje en el que la serie se reordena y comienza otra vez. Esto es, como Rosario “a veces parecía una niña, mucho menor de los [años] que solía decir, apenas una adolescente. Otras veces se veía muy mujer, mucho mayor que sus veintitantos, con más experiencia que todos nosotros” (8), los cortes que su aspecto registra, no cancelan el flujo de eso que Rosario es, o hace. En otras palabras, los cortes no privan al sujeto, no lo castran, pero sí lo alteran. Si los cortes no separan radicalmente las cosas, todo termina por contraponerse y confundirse, como esa sensación que se describe al inicio de la novela, “como a Rosario le pegaron un tiro a quemarropa mientras le daban un beso, confundió el dolor del amor con el de la muerte” (4). 

En repetidas ocasiones la novela enfatiza la imposibilidad de poder separar algunas cosas. Se repite muchas veces la afinidad, sino que maraña, que existe entre Rosario y la muerte: “Rosario y muerte eran dos ideas que no se podían separar. No sabía quién encarnaba a quién pero eran una sola” (53). Igualmente, al menos desde la perspectiva del narrador, separar adicción, veneno y amor es imposible, ya que “el problema del amor es ése, la adicción, la cadena, el cansancio que produce la esclavitud de nadar contra la corriente” (68) se disfruta. Desde esta perspectiva, pensar el fenómeno del narco tendría que ver con la misma imposibilidad que tiene el narrador de poder separar ciertas series, ciertos flujos. No sólo porque el narco y el estado parezcan estar enmarañados y que ambos se confundan entre sí, si no porque, como le sucede al narrador, todo su drama con Rosario es un amor histérico, y en los temas del amor, dice el narrador, todo se vale. 

Saberse personaje y no actuar, estar en la historia sin necesidad de ser. Notas sobre Museo de la Novela de la Eterna (1967/1995) de Macedonio Fernández

No habría, tal vez, razones suficientes para decir que Museo de la Novela de la Eterna (1967/1995) de Macedonio Fernández sea una novela. Sin embargo, como en repetidas ocasiones la prosa del texto lo recuerda, se trata de una novela. Así, la novela está precedida por 3 notas, 56 prólogos y precedida por 3 epílogos, que también pudieran ser prólogos. Si el prólogo, como cualquier otro paratexto, es siempre un umbral, entonces, esta novela es una novela de umbrales, un pasaje muy cercano a eso que el título sugiere, la eternidad de un momento presente saturado.

Los temas de los prólogos son variados. A veces se adelanta el relato de la novela. Otras veces se discuten las ideas estéticas del “autor,” que es a la vez personaje del relato. En suma, el texto se presenta como una acumulación de páginas que se desordenan y ordenan, que van de un lado a otro. Como se afirma en uno de los prólogos, esta forma de contar una novela es novedosa porque trata sobre la perfección de la solemnidad del hacer novelas y el hacer de las novelas. “Este será un libro de eminente fargollo, es decir de la máxima descortesía en que puede incurrirse con un lector” (140). El fargollo, como un hacer sin orden, pero a la vez un hacer que “arrastra consigo infatigables remiendos de revisación,” (140) es una búsqueda de perfección. La novela, si se quiere, es un trabajo de vanguardista en la medida que busca la perfección estética. Al mismo tiempo, dados los prólogos que preceden, “el movimiento de la novela,” su inicio, el texto difiere su perfección. Esto, al menos como el autor dice, o una voz narrativa en el prólogo “Andado,” vuelve al texto una novela de imposibilidad, que “es el criterio para clasificar algo como artístico sin complicación de Historia, ni Fisiología” (146). 

La imposibilidad en Museo es ambivalente. Parece más bien que, antes que una novela de imposibilidad, se trata de una novela de aporía. Esto es, el texto construye y deconstruye los elementos que forman tradicionalmente una novela. “La novela” exhibe sus propias posibilidades e imposibilidades. Por este proceso pasan personajes, tiempos, lugares, el mismo lenguaje que se usa en el texto, el autor, el lector, la forma en que se lee, la forma en que se escribe (estilo), el acto de leer y el acto de escritura. La Eterna, por ejemplo, es un personaje, “el único no-existente personaje, funciona por contraste como vitalizador de los demás” (149). De tal forma, la novela, no es sólo un experimento, sino también un texto que propone una estética no realista del acto de narrar. Si el realismo propone dibujar seres cargados de vida, que al final no existen, la propuesta de Macedonio Fernández consistiría en dejar al lector esperando la vida. Esto se ve con mayor detalle en la sección de Museo que se identifica como novela. Si bien, afirmar que hay un relato contado de forma tradicional en Museo es arriesgado, como una aporía, la novela exhibe su propia posibilidad e imposibilidad de armar un relato. O mejor, habría que decir que hay relato, pero no eso que vuelve realista al relato, como el personaje de la Eterna, hay algo en Museo que vitaliza al relato sin ser este elemento vitalizador del relato. 

La novela, cuyo final ya se anuncia en los prólogos (“queda indescripto el Final de la novela medioescrita por la dispersión resuelta” [216]) cuenta la historia de al menos doce tipos de personajes (desde “Personajes efectivos: Eterna, Presidente” hasta “Personajes desechados ab initio: Pedro Corto y Nicolasa Moreno) que habitan una casa a las afueras de Buenos Aires. Todos los personajes viven a la espera de la Eterna, o más bien, a la espera de que el autor escriba la Eterna. El problema es que esta escritura siempre se difiere. Las intervenciones de los personajes aparecen acotadas, es decir, se indica quién dice qué y a quién se dirige, aunque hay veces que las acotaciones no aparecen. Otras veces, personajes como el Presidente intervienen completamente por todo un capítulo. El actuar de todos los personajes es un ir y venir a la casa, salir y entrar de y a escena, pero la presencia más fuerte es la de la Eterna, que paradójicamente nunca actúa, ni aparece. 

Todos los personajes de Museo saben que su “existencia” no es real, que vivir los sacaría de la novela, pero algunos no por ello desprecian la idea de vivir. Quizagenio y Buena-Persona, personajes que intercambian comentarios sobre su no existencia, su deseo de permanencer en la novela, pero también su anhelo de vida, leen también sobre otros personajes, propios a Museo y de otros textos. Quizagenio y Buena-Persona son también, de una manera, los que resumen y en quienes resuenan las decisiones del autor y el Presidente, el personaje que se desvive por la aparición de la Eterna, que le escribe largas cartas y poemas, que vive de la contemplación metafísica. Justamente, cuando, el Presidente está por abandonar la casa para siempre, y por ende, la novela, porque ya no aguanta la postergación de la aparición de la Eterna, Quizagenio comenta: “Lo que necesitáis no es tener vida; lo que falta es saber si la Eterna la quiere. Hasta ahora no hemos pensado esto. Sólo el presidente podría decirlo. Que lo diga. ¿La eterna quiere la vida?” (410). Este punto de crisis en la novela se debe a que la Eterna es aquello que presupone pero también excede a la novela misma, a la escritura y, por extensión, a los personajes. La Eterna no es un personaje, pero los otros personajes la esperan. El problema es que de llegar, la Eterna se volvería personaje y, así, dejaría de ser la Eterna. Ante la pregunta de Quizagenio, el Presidente calla, pero hay otra respuesta. Aparece en el texto algo que sería una respuesta de un vacío, o sólo de la página que se lee: “Querría vida si alguien que anda por el mundo valiera lo que vale el amor de ella. Pero así no sucede y antes bien su único motivo de contento es saberse personaje” (410). La eterna se descubre así como un alguien que se sabe personaje, pero no actúa, quiere la vida, pero no el ser y aún así está en la historia. Esta ambivalente condición de la Eterna vuelve a Museo no sólo una obra abierta, por el hecho de postergar siempre la perfección buscada, sino que también el texto de Macedonio Fernández aparece como un texto de fuga, de escape hacia aquello que se sabe, quiere sin ser y persiste en su estar. El museo inaugurado por Fernández no es el de la posmodernidad, sino el de lo infraexistente, intrascendente, y siempre insistente.