Si José Luis Villacañas hubiera sabido que todo lo que trataba de prevenir y denunciar en Imperiofilia y el populismo nacional católico (2019) iba a reactualizarse, reforzarse y volverse el pan de todos los días en estos días de pandemia en España, quizás Villacañas hubiera escrito otro libro, o tal vez no. La importante tarea que motiva a Imperiofilia no es sólo la de responder a Imperiofobia y leyebda negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español de María Elvira Roca Barea, sino también reformar cierto “amor” por España. Esto es, si Roca Barea denuncia el miedo a “la grandeza española” por parte de otras naciones europeas, Villacañas denuncia el desmedido amor a España. Desde esta perspectiva, Imperiofilia es menos un libro de amor loco por la patria y más uno que procura modular y sopesar el amor nacional. Entre Imperliofilia e Imperiofobia hay, entonces, dos polos afectivos, uno movido por el amor loco, otro por el miedo y la victimización. Roca Barea representa populismo “intelectual reaccionario” que actúa bajo criterios que clásicos del populismo (un necesario otro exterior constituyente, un enemigo para atacar y unir al grupo para marcar un nosotros y un ellos) pero también lleva al extremo la necesidad de destruir al enemigo, de demonizarlo y acabarlo (14). Las lecciones de Imperiofilia, entonces serían “desfacer” los entuertos de Imperiofobia, pues “su esencia reside en mezclarlo todo, confundirlo todo, y en ese maremágnum no ofrecer razón atendible, sino solo un tu quoque infinito” (14). Villacañas, entonces, apuesta por un populsimo intelectual mesurado y comprensivo, que no mezcla y no confunde, que da buenas razones y sobre todo trata de evitar el “fácil” tu quoque. El problema, por otra parte, radica en que dentro de la hegemonía todo a la larga es un tu quoque.
Todo el libro de Imperiofilia es una corrección a Imperiofobia. Lejos de escribir como Roca Barea, que se excita con todo. Recorre los siglos, acumula noticias que le afectan y como el penitenciario en Semana Santa le duelen los latigazos sobre la espalda desnuda” (109-110), Villacañas escribe desde “la distancia adecuada” (como se repite varias veces en el libro). Así, saber bien de política, de historia y de cualquier cosa en general es saberse medir, saber calcular. Sin arriesgarse mucho, la lección de libro sería saber medir el miedo y el amor. Pues amobs no están mal, pero hay que tener dosis adecuadas de éstos. El asunto es que la medida de los afectos y su posterior cristalización en emociones o su devenir máquina en pasiones, no responden nunca a una fórmula adecuada. De hecho, el mismo Villacañas parece sugerir que no es tarea fácil determinar cómo es que ciertas cosas nos han afectado y luego éstas se cristalizan en la vida cotidiana. Cuando se escribe sobre la inquisición, se dice que lo necesario sobre esta institución:
“es que los españoles logremos un relato de la manera en que nos afectó esta institución y apreciemos lo específico de la misma, no que nos enrolemos en una guerra de cifras y de muertes, de pequeños detalles sin densidad significativa. Lo relevante es lo que significó para nosotros como pueblo y la manera en que afectó a la constitución de nuestra inteligencia y a la formación de elites; a la manera de ejercer la dirección y de lograr obediencia y confianza” (143)
Si es tan difícil saber eso que la inquisición significó y cómo afectó a “la inteligencia y a la formación de élites”, ¿cómo presuponer que “el pueblo” (o un pueblo) estuvo ahí para recibir esos afectos?, ¿no es más bien, como se sugiere en otras secciones del libro, que en “los gloriosos años del imperio” la formación social de la península ibérica era múltiple y por tanto carente de una idea de pueblo?, ¿no es más bien que precisamente la inquisición afecto a “España y las colonias” al grado de convertirlas en pueblo? Consecuentemente, esos “detalles sin densidad significativa” se convertirían en los resabios de aquello que procuró la formación de pueblo.
De hecho, las diferencias entre los enfoques de Villacañas y Roca Barea están en las formas de contar, ya sea la historia y/o los “detalles sin densidad significativa” que forman la historia. Para Villacañas, Roca Barea se la pasa contando, acumulando, para ella “todo reside en saber quién mató más” (111) entre la Inquisición y el Calvinismo. Al mismo tiempo, cuando se llega a discutir la lista de libros prohibidos por la inquisición, Villacañas comienza su conteo de detalles nimios. “No hace falta recorrer todo el índice del 1922 para darnos cuenta de que para la casta sacerdotal que guiaba con paso firme a la humanidad católica hacia la ciencia y el progreso, no se podía leer nada de la historia del pensamiento humano” (205). Desde esta perspectiva, se puede decir que la fobia y la filia del Imperio invitan a que a las masas, y a las élites conservadoras, los conmueven los muertos y a la “valiente” sociedad civil, la prohibición de libros. Si dentro de los “juegos” populistas todo es conteo y suma, espejo y reflexión para proyectar a y en un “otro” aquello que “uno” no quiere ser, ¿de qué le sirve a la política contar(se)? A su vez, sin la cuenta, ¿cómo saber que el “eterno retorno” y la línea progresiva de la historia han cambiado? Tal vez valga menos “desfacer” enredos y proyectar otros afectos, incluso, tal vez, desde la risa, como el cómico Ignatius Farray ya lo ha sugerido: más valdría jugar a una verdad y un conteo afectivo, que a una reparación emotiva, didáctica y empalagosa.