Infrapolítica en Los muertos y el periodista (2021) de Óscar Martínez

Desde el inicio de Los muertos y el periodista (2021), de Óscar Martínez, se advierte sobre el tema principal del libro, pero también sobre la diferencia radical que tiene este libro en comparación con otros escritos por Martínez. Este es también un libro en el que “hay pandilleros, pero no es sobre pandillas; hay narcos” pero “no va de narcos; hay El Salvador, Honduras, Guatemala, México, Estados Unidos, pero no va sobre esos países; también hay policías y jueves y presidentes y políticos corruptos, pero no pretende profundizar en ese mal endémico de la región; hay migrantes y no es sobre migración; hay reflexiones de periodismo y frases de periodistas célebres, pero no va sobre eso” (12-13). Eso que hay en, pero no “de lo que va” el libro es la diferencia radical a la que apunta Martínez. Si sus trabajos anteriores fueron ejercicios periodísticos de largo trabajo y dedicación, este libro, como se dice desde las primeras páginas, fue escrito “como vomitar” (11). Así pues, este es un libro sobre la distinción, o la diferencia absoluta, entre aquello que hay y aquello que es, entre lo que es trabajo (escribir) y lo que es orgánico (vomitar), y entre los muertos y el periodista.

Aquello que separa al periodista de los muertos es también lo que los une. La principal historia que el libro cuenta, construida a partir de digresiones, reflexiones y comentarios sobre el trabajo anterior de Martínez y otros de sus compañeros periodistas, es la de una muerte anunciada, como la de casi cualquier fuente que pueda tener un periodista como Martínez: Rudi, un dieciochero que presenció una masacre realizada por policías en El Salvador, esquiva su muerte hasta que años después policías irrumpen en su casa y secuestran a él y a dos de sus hermanos. Jéssica, la hermana mayor de Rudi, y Martínez, se encargan de identificar los cuerpos de los dos hermanos de Rudi, cuando estos aparecen. Pero de Rudi, no quedó sino un cráneo quemado, una calavera imposible de identificar. El desenlace es una ya sabida desazón, un no saber, y una absoluta impotencia. Al final, el periodista vive, una buena historia se escribe y se vende, y los muertos se apilan en un cúmulo interminable. Y aún así, es por la vida de Rudi, su confesión y su historia, que muertos y periodista guardan una relación casi irrompible. 

La diferencia entre muertos y periodista está en la completa obviedad que conllevan ambas palabras. Los muertos son muchos, el periodista es uno solo. Los muertos preceden al periodista, el segundo es un mero agregado (aquello que sigue de la “y”). Aún así, es por el agregado, el periodista, que aquello que precede puede hallar un espacio en la escritura. El asunto, claro está, es que escribir no es, para nada, un oficio feliz. Ante la famosa frase de Gabriel García Márquez, sobre eso de que el mejor oficio del mundo es el periodismo, Martínez afirma, “‘No jodás’ le respondería con muchísima admiración” (36). Para Martínez, el oficio del periodista “da un privilegio inmenso y una enorme responsabilidad: atestiguar el mundo en primera fila. Aunque a veces, casi siempre, el espectáculo sea nefasto” (36). El periodista, entonces, es aquel que ve aquello que es siniestro, lo que duele, pero que también expande la imaginación y provoca la escritura. El periodista registra un infinito incalculable donde se mezcla el dolor, el asombro y la curiosidad en el nudo machacado de las palabras.

Desde esta perspectiva, entonces, se podría pensar que la escritura es en sí una práctica que guarda las distancias insalvables, una práctica de la diferencia absoluta entre aquellos que viven y mueren, y el “individuo” que registra todo en una multitud: los muertos. Es decir, el periodista es aquel que escribe siempre sobre los muertos, es aquel que encara siempre a esa siniestra multitud. Los muertos y el periodista es un libro sobre ese espacio crepuscular donde se diferencia lo que hay y lo que es: un espacio infrapolítico, similar a aquello que Alberto Moreiras define como eso de lo que ningún experto puede hablar. Desde ese espacio siniestro, esa infinita distancia, pero también infinita cercanía, es que se invita a pensar la relación misma entre muertos y periodista, entre lo existente y su registro, lo que duele y sus marcas. Sólo desde aquí es que uno pudiera ver en Los muertos y el periodista no sólo un libro de distancias insalvables, sino un umbral hacia otra parte y diferentes comienzos.

Accumulation, Subjectivity, and Existence. Notes on Westworld (2016-2022)

What follows are some ideas about/on the tv series Westworld. 

The acclaimed and awarded HBO series Westworld (2016-2022) by Jonathan Nolan and Lisa Joy came to a sudden end in November 2022. The show, in its four seasons, explored the relationship between the human, the machine and the non-human. The classic sci-fi topic of the android that rebels against their master is reexplored in four different scenarios, each of them explored on every season of the show. While the timeline of the plot is wide, it constantly overlaps temporalities. Precisely the show shuffles its plot by the way time flashbacks constantly and then jumps further with a certain disorder. This, no doubt is confusing, but at the same, this also expresses one of the main worries about the show: a sensibility beyond human categories. Indeed, the show both explores the rough distinction between human and machine, but it also evaluates many human categories related to gender, race, age, and social class. That is, the androids in Westworld are less an excuse for imagining a dystopia when machines would fight humanity, and more a reflection about the way humanity has been constructed, and hence, how machine and non-machine too have been constructed.  

The first season of the show based in a Western theme park where androids, the hosts, interact with humans granting them every possibility of interaction and “freedom.” This re-enacts the fantasy of the frontier town where everything was possible. The American psyche, with no doubt, is highly stimulated by this scenario. From this perspective, the idea of going west, of going on the road, of escaping the constrains and tedium of life in big cities, is at the chore of the American “dream.” The show, then, plays with this fantasy, as it depicts wealthy humans fulfilling their wildest dreams in a theme park that grants them freedom without consequences. The humans, the guests, can be both foe and/or hero, they can play whoever they want, they can become whoever they want. But as it happens to William, one of the main investors of the park, the game becomes and obsession. William starts as a compassionate guest towards the hosts, but time after time, he sees his efforts failing: there is never a happy ending for the hosts. While humans live without consequences, hosts died and are returned to life endlessly. This takes William on a quest. He looks for something meaningful inside of the park. He realizes that “nature” is chaos, and that if something lies beyond the chaos, he first needs to arrive to the core, the secret, of “nature.” While this secret is never fully explained in the story, this is, for sure, related to the truth of subjectivity: its vacuum and emptiness. And precisely, the show, season after season, reflected on this. 

William, indeed, does not realize that his endeavours are precisely going towards the void that sustains subjectivity until the fourth season. After the androids in the first season realize themselves are androids, and hence, have the chance to change their lives, as they are stronger and “more adapted” than their masters, they lead an insurrection commanded by Dolores, one of the first hosts ever made. While here, the revolutionary winds take many directions, from those who merely wish to achieve something other than rebellion, like Maeve, who seeks her daughter, a group of indigenous warriors, who seek a new land, or Bernard, an android who thought himself was a human and wishes for a less violent resolution, the changes of revolution land on a general state of stasis. In its four seasons Westworld depicts a world of constant civil war, where the relationships between friend and enemy blurry, where human and non-human assemblages come and go. Indeed, the show suggests that the primordial idea of wealth, as accumulation, is tied to a violent force that guarantees the attachment and capture of existence through subjectivity. This means that an endless war is tamed and transformed into accumulation by a sovereign decision. For instance, in the third season, Dolores, now acting “freely,” sabotages the way humans live outside of the park. She destroys the artificial intelligence server that guarantees the way things normally run in the human world. This by consequence transforms her in the “storyteller” of a new world manipulated by Hale, another host who had lived always between the humans. Hale reshapes New York city by controlling humans remotely via micro-robotic-parasites attached to their brains. The world now is a place for hosts to do as they please among humans, but just like the humans faced the rebellion of the hosts, now the androids face the rebellion of humans, and more importantly, their perfect world cracks as many hosts chose to kill themselves. As if hosts were infected by humans, Hale new project of subjectivity, again, goes towards the void. She wishes to give the host the world they deserve in a shape according to their needs. Here is when William’s quest returns. 

William, after being taken down by Dolores in the third season to a state of dementia, is kept alive by Hale. She mixes her code with William’s and creates a host that serves her to grant her ambitions (controlling humans in New York and other cities). Once Hale plans to destroy the world she has created, the “new” William stutters, he doubts of his master. He interviews the human William. The host is worried because Hale is destroying the world he help her built. “What would you do?” asks the host to the human. Here William points out the vacuity of the subject for what can he tell an android who is made just like him. The question of the host is asking for the answer of the subject. This answer, supposedly, is that which gives the host its character as host, as android, as machine. Subjectivity is what makes us host or guest, for the subject is that monster we host or the guest we become. And precisely, the amusement of William, the human, when the android asks him what he so many times asked the hosts. William, the human, now confronts the host with his own existence: “When an atomic bomb comes knocks the electrons right out of your bones, what do you want? To know who you are? To know what it all means? You’ll be too busy vomiting up your organs. Culture doesn’t survive… Cockroaches do.” What all this is radically suggesting is to question if there is time for subjectivity on the face of death? Do we need subjectivity when, after all, all that we have is a deferred death? For sure, Williams response is the articulation of a deterritorialized bond to all subjectivity: he kills the human William, then manipulates Hale’s control signaled, so that humans go on frenzy and kill each other, hosts included, and finally he destroys the signal transmission. 

A world where only cockroaches will survive is a Hobbesian state of nature. However, here, perhaps, the war against all is portrayed as what it is, a second nature state (William still reprograms the rules of the “game”). For once, the first nature of both the human and the non-human is lost. That is why subjectivity lies on a vacuum. And for the same reason, that is why every project of subjectivity transforms all the cumulous that second nature unleashes into accumulation, things to be valued and preserved by the ribbon of subjectivity. There is no time for subjectivity on the face of death. But William’s game is not revolutionary at all, his is a reactionary and conservative impulse. By letting the cockroaches survive, by “natural selection,” one wonders what would it be that is archaic enough and everlasting of humanity for survival. And precisely, the game of William is a suicidal game where only “one” is meant to win it all. This is, indeed, the current panorama of world global turmoil. And yet, today the recalcitrant attempts for subjectivizing all (via artificial intelligence, or by calls on social justice) fail in front of the narco, terrorist, or state violence. Subjectivity has been tossed away. 

In its most radical sense Westworld is a show about the chance to think away from subjectivity. And precisely, the open end of the fourth season, where Dolores plans to run a new test, a new and last game, to see if both human and non-human can face a future open for other things different than extinction, suggest a futurity away from subjectivity but also hinging on total turmoil. The show, indeed, bites its own tale as it returns to the scenario of the first season, the west. In a way, the show never left the theme park. Since its first moments, the show exposes the vacuity of the subject. The interrogatory between Bernard and Dolores, one of the first scenes of the show, where the former ratifies the later as a subject, while also, unknowingly ratifying its own subjectivity, teeter subjectivity into its void. In a way, then, all the violence unleashed on all the seasons is indeed the disembodiment of this interrogatory. Hence, if this process seeks to stabilize subjectivity as the only game in town, the interrogatory itself is already exposing its uselessness, its contingency and fragility, more than once both characters doubt on their questions and answers. It is not by coincidence that both Dolores and Bernard are questioning each other because what has been “humanity” if not a construct edified on top of the gendered and the racialized bodies of humanity’s others. Here, the play between Bernard and Dolores exposes the impotence of subjectivity. The war was already here, in questioning. But perhaps, this was not necessarily a war for destruction, but an open field of interaction, where thinking struggles for itself as it seeks for other ways outside of the cage of subjectivity, as it seeks for its radical existence. 

Notas sobre Antígona González (2012) de Sara Uribe. Desaparecidos: muerte sin fin, fugitividad sin fin

Antígona González (2012) de Sara Uribe es una “pieza conceptual basada en la apropiaciónintervención y reescritura” (103) y escrita por encargo. Estos y demás detalles sobre los textos apropiados, intervenidos y reescritos se encuentran en la última sección de la pieza bajo el título de “Notas finales y referencias.” En esta sección el texto ofrece, de cierta manera, un comentario y una breve explicación sobre su propia construcción. De ahí, nos enteramos de que todo el texto ha sido una suerte de collage o acumulación de diversas fuentes —incluidos testimonios, noticias, textos académicos, obras de teatro que también se apropian de la figura de Antígona, y experiencias vivenciales de la propia autora. Con esta sección, de cierta manera, el texto elude, o evita, la conversación. Es decir, si la tarea del comentario textual está, en buena medida, en explicar la forma en que un texto está escrito y además mencionar las referencias intertextuales, el acto de lectura queda como la propia mecánica de escritura: consciente pero desempoderada. Al mismo tiempo, aunque las “Notas finales y referencias” se adelanten al comentario textual, y aunque esta sección sea de las más vastas en la pieza, queda una falla, y es que tal vez la Antígona griega no sea análoga para describir la violencia relacionada a la guerra contra el narco en México, ni contra lo narco, general. 

Mientras que en la tragedia de Antígona hay un cadáver, el de Polinices, que no puede ser sepultado dentro de la ciudad porque así lo manda la ley de Creonte, en Antígona González hay, casi como en las páginas de la misma pieza, espacio de sobra para sepultar muertos, pero lo que no hay son cadáveres. Esto quiere decir que en la tragedia griega el lugar en dónde hacer el duelo, sepultar a Polinices, no existe porque la ley lo impide, y en Antígona González hay espacio para poner el duelo, pero, parece, no hay “objeto” del duelo. Sin objeto del duelo no habría, así, razón para dolerse, sin embargo, un ominoso afecto rodea las páginas de Antígona González. Sobra decir que este afecto se duele precisamente de no tener un “resto” sobre el cual dolerse. El consuelo de esta forma de duelo es triste y ambiguo, pues al querer “nombrarlos a todos para decir: este cuerpo podría ser el mío” (13), también, casi con cinismo, se vuelve evidente que los labios que nombran a todos los muertos ratifican la vida del cuerpo que nombra. Poder nombrar a los muertos para recordarlos, pero también para recordarle al que nombra que vive, y los otros no, es una sensación ominosa, un sosiego siniestro. 

¿De qué se duele el duelo que no tiene objeto? ¿De qué se duele aquello que no tiene el residuo del concentrado de sus pasiones? El gran problema de los desaparecidos no radica sólo en el eufemismo que este calificativo les da. Como se afirma en Antígona González, desaparecer es un acto simple (18), pues todo lo que desaparece, siempre aparece de nuevo, y por su parte los desaparecidos no regresan, o más bien, no regresa el resto de aquello que garantizaría su finitud. Es decir, los desaparecidos dejan de ser figuras finitas, son muerte sin fin, y al mismo tiempo, fugitivos eternos. Los desaparecidos son aquello que presupone pero también excede al mismo acto del duelo, y por tanto, también a la propia escritura de Antígona González. Es decir, la pretendida apropiación, intervención y reescritura de testimonios, textos, noticias y demás, son meras ficciones que no pueden contener aquello que evocan los desaparecidos. Como se escapan los cuerpos de los desaparecidos a todo, incluso a la acción de nombrarlos, así también se escapan de las páginas de Antígona González, un escape muy cercano, sino que igual, a la muerte, pero un escape, al fin. 

Notas sobre Línea de sombra. El no sujeto de lo político (2021) de Alberto Moreiras

La reedición de Línea de sombra. El no sujeto de lo político (2021) de Alberto Moreiras comparte con Tercer espacio la importante tarea de revisar libros relevantes y que en su momento no fueron estudiados a detalle. Como en Tercer espacio, en Línea de sombra también se habla de cómo sistemáticamente la academia tradicional norteamericana ignoró los logros y análisis de este libro. En el prólogo de Sergio Villalobos-Ruminott se dice que Línea de sombra es uno de los primeros lugares desde donde se emprendió la ruta por la que ahora conceptos claves como infrapolítica y posthegenomía circulan. Estos conceptos son, ante todo, “un sostenido intento de pensamiento […] una práctica casi corporal de escritura y desacuerdo, que implica sostener el arrojo con una perseverancia orientada siempre hacia la liberad” (15). Aunque el prólogo no desarrolla esa idea sobre lo que implica sostener el arrojo, uno puede pensar que ya el título evoca sutilmente ese trabajo. Es decir, línea de sombra no es sólo una metáfora que evoca aquello que Moreiras ve como la línea que va figurando (y figura) nuestro horizonte de pensamiento, es decir, la línea de la dominación, cuya sombra somete a todo lo que caiga bajo ella, sino que también la línea de sombra vendría a ser eso que Villalobos sugiere, un intento de pensar que sostiene el arrojo pero no lo para. Es decir, si la sombra es la traza sin trazo de todo aquello que se expone a la luz, el pensar de la línea de sombra, en contra de la sombra de la dominación, es un pensar que no detiene el arrojo de lo que existe sino que guarda la sombra de su existencia, su residuo enigmático. 

En cierto sentido, el residuo enigmático es el tema principal del libro. Este término es otra forma de referir se al no sujeto de lo político. Si el sujeto es el que pide que su sombra sostenga y domine, el no sujeto de lo político eso que quiere exponer y exponerse eso que Moreiras dice que “hay en nosotros y más allá de nosotros”, una suerte de exceso y precedencia, “algo que excede abrumadoramente a la subjetividad, incluyendo la subjetividad del inconsciente” (21). Ahí, entonces, se ve que el no sujeto de lo político sería la sombra del inconsciente, algo ineludible y que a la vez elude sobre todas las cosas. Los siete capítulos del libro, y la coda, ofrecen a su manera aproximaciones a ese resto enigmático, a su lugar y a su existencia. A su vez, los primeros capítulos son, ante todo, una lectura de y con otros pensadores sobre el estado de la política a inicios de siglo XXI. Si luego del 9/11 las formas de la guerra, el estado y la política entraron en crisis, ¿cómo es que habría que leer un mundo que rehúsa toda idea de exterioridad y al mismo tiempo reclama la sistemática y comunitaria subjetivación de cualquier cosa que se mueva fuera de sus murallas? 

¿Cómo pensar política si la distinción de amigo y enemigo, donde según Carl Schmitt inicia la política, está completamente desbaratada en nuestro momento histórico? El punto clave de este “fin de la política” radica en la total crisis de la subjetividad. Por las formas de subjetivación es que amigos y enemigos dejan de importar, o más bien, por el sujeto es que se descubre que no hay amigos sino sólo enemigos. Si “el enemigo absoluto, no es el terrorista global, sino que es aquel de quien esperamos eventual sometimiento y colaboración, que en caso concreto significa colaboración con el régimen de acumulación global que mantiene a tantos habitantes de la tierra, en el nomos pero no del nomos, en miseria o precariedad profunda e injusta” (45), se debe a que vivimos en tiempos de política del partisano. Esto es que ahora (a inicios de siglo XXI) “la incorporación del enemigo absoluto dentro del orden moderno de lo político, por tanto ya [es] el síntoma de la descomposición de tal orden desde el siglo XIX” (60). No es gratuito, así, que, por ejemplo, los problemas del narcotráfico en México emulen, en buena medida, los problemas del terrorismo post 9/11. La guerra es indistinguible de su momento detonante, siempre se está en guerra, o en la amenaza, el espacio se hace cada vez el mismo. 

Al mismo tiempo que el nuevo nomos previene y destroza al enemigo, hay un registro salvaje, algo que queda en el doble registro que se queda en el umbral del nomos, fuera de lo que exterior mismo a este orden. Eso que queda es el no sujeto de lo político, “más allá de la sujeción, más allá de la conceptualización, más allá de la captura […] simplemente ahí” (80). Si la subjetividad de la modernidad es igual a la del sujeto del capital, “una totalidad vacía” (59), entonces el “no sujeto es lo que el sujeto debe constantemente abstraer, una especie de auto-fundación continuada en la virtud” (116). Hegemonía, subalternidad, decolonizalidad, multitud y demás avatares de la metafísica, diría Moreiras, se quedan siempre cortos y no son sino máquinas de restas, pues no sólo restan y abtraen al resto enigmático, sin que precisan falsamente restituir algo que de entrada está perdido e irrestituible, aquello que se le sustrae al no sujeto. Ahora bien, el problema del resto enigmático, del no sujeto, es que no se trata de pensar en la inclusión ni en la exclusión. Pensar el resto “no es pensar que traduce, sino cabalmente un pensar de exceso intraducible; no es un pensar ni hegemónico, ni contra-hegemónico, sino más bien parahegemónico o poshegemónico, en la medida en que apunta a las modadlidades de presencia/ausencia de todo aquello que la articulación hegemónica debe borrar para construirse en cuanto tal […] pensamiento de guerra neutra y oscura, capaz, quizá de resituir eventualmente lo político como nueva administración de soberanía” (134). Así, la aparente suma que pretende el capital, o cualquier forma subjetivizante, no es sino una resta, una resta que, parecería, captura la propia resta a la que el no sujeto tiende. Esto es, el no sujeto, para Moreiras, guarda necesariamente un carácter negativo, una forma de resta que abre en su doble escritura contra la suma camuflada de la subjetividad una posibilidad de extenuación de los mecanismos de resta forzada y controlada. 

El problema, por otra parte, es que si el no sujeto de lo político guarda una relación directa con la violencia divina, entonces, es probable que una de las operaciones fundamentales de no sujeto no sea la resta. Si la violencia divina es “la excepción, la substracción radical del regreso infinito, la afirmación de una suspensión no sangrienta pero de todas maneras letal de la cadena signifcante (218), entonces, la violencia divina es una suerte de cero exponencial. Como sólo el agotamiento de lo político puede ser liberado por la violencia, al liberar lo político de lo político mismo (subjetivación), de la misma forma, la totalidad vacía expuesta del sujeto, elevada por su exponente vacío (cero/ el no sujeto) regresa a un uno heterogéneo. Un uno de repetición divergente desde donde el conteo se abre siempre hacia otras partes, lejos tal vez del resto, incluso.

Notas sobre Tercer espacio y otros relatos (2021) de Alberto Moreiras

Esto que sigue, junto a un post anterior sobre Infrapolítica. Instrucciones de uso (2020) busca formar, a la larga, un bosquejo de un texto más largo sobre algunos de los libros de Alberto Moreiras. 

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La nueva edición de Tercer espacio y otros relatos (2021) de Alberto Moreiras agrega bastante a la edición de 1999. Todo esto, por supuesto, está comentado por Moreiras mismo. Se puede decir que Línea de sombra. El no sujeto de lo político (2021) y Tercer espacio son una reexposición de una herida. Si las cosas ya iban hace más de veinte años, como Moreiras escribe, analiza, tematiza y comenta en ambos libros, ahora las cosas van peor. De ahí que, el testimonio de Moreiras, “testimonio de una vida parcialmente dedicada a la observación y estudio de formas de escritura salvaje y subversiva” (Tercer espacio 10) valga mucho la pena. Reeditar Tercer espacio no sólo muestra una necesidad de volver a algo que ya estaba antes de las elaboraciones sobre la infrapolítica, la poshegemonía, la desnarrativización u otros conceptos claves de y para Moreiras, sino que también, quizás, aquello que precede también excede. Esto es, “la acumulación de intereses puntuales que seguían su propia lógica” (10) y que formó a ambas ediciones de Tercer espacio siga en expansión, que la acumulación de escritura salvaje y subversiva antecede y precede al tercer espacio y a la posibilidad misma de relatar. Más aún, esa acumulación es el testimonio de una vida que late por esa herida expuesta. Así, la nueva edición de Tercer espacio invita a la lectura, al diálogo y a la discusión. Si hace 20 años el libro “herético” de Moreiras, como lo llama Gareth Williams en el “Prólogo,” no encontró nicho y resonancia en el mundo académico tradicional, quizás esta vez sea diferente. Quizás. 

Las dos partes en que se divide Tercer espacio ofrecen ensayos sobre diversos autores latinoamericanos, mayormente. La primera parte es la reedición de la edición de 1999 y la segunda son los otros relatos que anuncia el título del libro, artículos que aparecieron en diversas revistas académicas. A su vez, hay una “Nota preliminar,” un “Prólogo” escrito por Gareth Williams, una “Coda” y “Apéndices.” En el “Prólogo,” Williams recupera una cita clave para entender cómo está escrito Tercer espacio. El libro está escrito a partir de tres registros que siguen un plan para llegar a “una meditación concreta sobre la mímesis o práctica del duelo.” Los tres registros son: “el registro de la literatura latinoamericana a ser estudiada, el registro teórico propiamente dicho, y el otro registro, más difícil de verbalizar o presentar, registro afectivo del que depende al tiempo la singularidad de la inscripción autográfica y su forma específica de articulación trans-autográfica, es decir, su forma política” (25). Literatura, teoría y afecto supondrían también pensar en tres espacios. El tercer espacio es el espacio del afecto, del duelo. Tal vez, sin que el libro se preocupe mucho de ello, no queda suficientemente claro por qué es el duelo el principal afecto que mueve la “práctica del residuo o del resto ontológico en la escritura” (32). Si todos los textos analizados en Tercer espacio cargan con “una experiencia básica o extrema de pérdida del fundamento” (33), esto no quiere decir que el duelo sea suficiente para entender cómo los textos hacen “de la pérdida el lugar de cierta recuperación, siempre precaria e inestable, pues siempre constituida sobre un abismo” (33). Es decir, si ese resto enigmático (término que se usa en Línea de sombra para hablar del no sujeto de lo político) que persiste luego de la pérdida se expone al mundo y se engancha a la existencia de forma precaria e inestable, difícilmente el duelo puede atraparlo, pues más que resistencia, la persistencia del residuo duele tanto como alegra cualquier otro afecto de valencia positiva.

En el tercer espacio habitan los restos, los residuos, aquello que se escapa. Como en la foto del niño y su madre (Fig. 1), en la dualidad y la repetición algo se escapa a la posibilidad reflejante del espejo, sólo la cámara “capta desde detrás la escena de este cruce de miradas que no se cruzan” (41). Una traza sin cruce, eso sería una posible definición del tercer espacio. En palabras de Moreiras al respecto de la foto, “hay un tercer espacio, definido por la fisura que separa las dos miradas y que bloquean su encuentro, definido por la fisura que, al postergar en ansiedad paciente la posibilidad de encuentro, vincula, pero sólo tentativa, hipotéticamente, el espacio primero y el espacio segundo —los vincula al tiempo que los separa tenue e infinitamente” (40). Esa fisura demanda explicación, pero no admite resolución explicativa. A la vez, por esa fisura y esa serie de reflejos, el vinculo hipotético que también separa tenue e infinitamente deja ver el residuo de los ojos y de lo que estos comprueban. Así, aquello que las manos de la madre y del niño sostuvieron, ya no se puede sostener más, sino por la mirada. En ese sostenerse mutuo se aviva “un oscuro goce” (42). 

Con esto, se insiste en que, a pesar de que el libro enfatice la labor del duelo como producción negativa para salvaguardar el residuo de aquello que persiste, el duelo no puede cargar con todo lo que el residuo desborda. Si el duelo es otra cosa cuando se duele de sí mismo, pues “el verdadero odio está en la narrativa, porque la narrativa no es aquí más que pretexto para buscar en ella momentos constituyentes de desnarrativización, los momentos en los que la historia y las historias se hacen indistinguibles de su propio desastre” (42). El duelo en su momento de desnarrativización, en el que su dolor se hace indistinguible de su propio sufrimiento, libera aquello que le aquejaba. Todo esto, parecería contraproducente, pues el libro siempre regresa a la necesaria labor negativa que el duelo precisa y, de cierta manera, a la imposibilidad de que otros afectos puedan dejar resonar aquello que el residuo enigmático guarda. Sin embargo, en casi todas las lecturas a los textos literarios, se tiene prueba de lo contrario. En la lectura de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” de Jorge Luis Borges (“Capítulo segundo”), la escritura postsimbólica sirve para plantear eso que precede y excede al duelo. El cuento de Borges, al final, se trata de cómo “los epitafios traducen la muerte y así articulan una especie de supervivencia” (68). Esa supervivencia esta directamente relacionada con la escritura postsimbólica. Esta forma de escritura sucede porque en Tlön no hay forma de substantivación, porque el mundo “ha de ser entendido antirrepresentacional y antisimbólicamente” (71). Así, la escritura postsimbólica “vive en el duelo de sí misma. Sobrevive en una indecisa labor de traducción cuya precariedad sin embargo acoge la alegría de saberse fiel a sí misma, siguiendo su propia ley” (73). Esa alegría que se acoge es la que precisamente nunca puede llegar a afirmarse (74). Borges es un escritor del tercer espacio, como se verá en otros capítulos del libroporque su escritura no es exterior ni interior, “su espacio es el espacio tercero de una extraña posibilidad de traducción del mundo” (74). En esa extraña posibilidad no hay ya duelo, pero sí una inafirmable alegría, tal vez. Si la aflicción busca aquello que deja traza y murmura, aquello que deja sólo un rumor, ¿por qué se duele tanto la aflicción por no ver pero seguir oyendo, seguir sintiendo?

La negatividad es inescapable, tal vez. Se dice sobre la negatividad, al respecto de “Funes el memorioso” que:

funciona como instancia crítica e irónica: la nostalgia de presencia, si bien no puede presentar sus propios resultados positivos, articula al menos bajo el modo de la alusión el proyecto de una posición privilegiada donde coincidirían racionalidad y creación, y en la que sería posible asentar la relevancia emancipatoria del arte. No importa que esa posición no pueda ser más que proyectada. El vacío que crea la acción misma de proyectar es un vacío activo (116). 

Todo esto va de acuerdo con el carácter funesto de Funes, su inescapable vida de “auto-coincidencia instantánea.” Desde esta perspectiva, Funes se escribe desde la crítica y la ironía, desde una irresolvible ambivalencia entre recordar y olvidar, entre “la reconstrucción ontoteológica y su ruptura” (126). Funes proyecta un vacío y este no es una imposibilidad, ni una falta, sino una traza de actividad. Sólo por ese hueco se hace posible una distancia que nos separa y acerca a la catástrofe de un mundo de imposible deferencia, de mismidad y cambio absoluto en estado heterogéneo. Funes, aunque esto no lo sugiere del todo Moreiras, dejaría ver que la angustia de la negatividad dialéctica por evitar “la parálisis, el desastre apocalíptico del pensamiento” (129), no es sino un juego arriesgado de crítica e ironía, algo más cercano a un chascarrillo que a un acertijo filosófico. Con esto, la crítica y la ironía de Borges en Funes afirman, sin poderlo, la relevancia de la vida común, o del hueco que late en la vida infame y funesta de aquellos que “vivimos postergando todo lo postergable porque igual que Funes no podríamos vivir en la auto-coincidencia instantánea” (123). De ahí que sólo al replantear el problema de lo común vuelva a latir la necesidad de romper o reconstruir la ontoteología.

Quizás el lugar de lo común sea un flanco también sugerido por Moreiras pero no explorado en Tercer espacio. La única mención explícita al problema de lo común en el libro está ubicada en un momento en que se hace crítica a las predecibles formas en que la academia ha leído a Borges. Para Moreiras, la academia sólo sabe mostrar un Borges “chato, nihilista, falsamente subversivo, funcionalista, metafísico, y en última instancia, trivial” (291). La diferencia entre estas lecturas y las de Moreiras está en que para el segundo el problema de lo banal, lo común, yace en la propia experiencia existencial y vivencial. Es decir, que lo común es perder cosas, saber que tarde o temprano todo lo que vive un día reventará, se acabará, y que, por tanto, hay que mantener siempre una diada viva que invoque a un tercer espacio en el que se cancela por extenuación y repetición la mímesis subjetivante de la narrativa. Es decir, que el problema no es que en Borges no haya momentos banales, metafísicos y subversivos, sino que la crítica convencional domestica la prosa salvaje de Borges y vuelve simplificado lo que es simple, lo que es común. El ensayo que abre la segunda parte y que discute las insuficiencias de la crítica tradicional al discutir la obra de Borges ya deja ver cierta diferencia entre primera y segunda parte. Mientras que en la primera parte no hay una mención explícita a la noción de infrapolítica, en la segunda parte el concepto aparece. 

La infrapolítica sería la necesaria intromisión de aquello sin lo que política ni la escritura pueden ser. Ya sea en Castellanos Moya, en Aguilar Camín, en Roa Bastos, o incluso en algunos de los autores analizados en la primera parte, sobre todo en Borges y en Lezama, la infrapolítica funcionaría como aquello “extrahumano que interrumpe la interrupción [del orden de la representación] y la aniqila, la arruina,” así “ya no hay recurso al arte, vivimos en la fijeza de ese algo, en esa interrupción de segundo orden” (379). Con esto, queda enfatizada la tarea de Tercer espacio por buscar textos no miméticos, sino mejor textos de segunda ruptura, textos de ruptura de la ruptura. La cita anterior, ubicada en el corazón de las reflexiones sobre Yo el supremo, de Roa Bastos, sirve como como puente para una apertura, la llegada a un umbral. Desde ahí se manifiesta que en Yo el supremo ya no está “la liberación de la escritura por la política, sino la interrupción infrapolítica de la historia en nombre de un nuevo horizonte de libertad” (392). En Yo el supremo la escritura se expone a ser interrupción de la política y la política se expone a ser interrupción de la escritura, lo que queda, el resto enigmático, es un horizonte de libertad, una línea de fuga. 

Casi al final del libro se vuelve necesario, tal vez, preguntar qué diferencia habría entre tercer espacio e infrapolítica. La estela de pensamiento por la que Moreiras apuesta en esta reedición trazaría un arco de intensidades que va de lo espacial a lo posicional. La infrapolítica es la desterritorialización del tercer espacio, pues si la infrapolítica “te fuerza a desbrozar aquello que te describe, aquello que te des-cribe, te fuerza a destruirlo, para que una cierta cercanía —la cercanía de tu ahí a tu-ahí emerja” (486), ¿qué lugar ocuparía el duelo sin ninguna descripción? En otras palabras, la infrapolítica es la exposición y redoble del duelo del tercer espacio. Al mismo tiempo, el tercer espacio ya es el umbral de exposición hacia la ambivalente afectividad de la infrapolítica, a ese afecto que provoca desbroce, esa fuerza que des-cribe. No extraña así, que de Tercer espacio. Literatura y duelo en América Latina, la nueva edición diga ahora Tercer espacio y otros relatos. De la cesura del punto, la y congrega y prosigue, persiste. A su vez, del duelo y el lugar (América Latina), el tercer espacio ahora se sigue de lo esencial del duelo, su relato y su inespecífica fuerza otra (otros relatos). La diferencia entre tercer espacio e infrapolítica no se sutura, se expone y se exhibe en una “y” sin juxtaposición pero en conjunción, como las miradas de la madre y del niño del “Exergo”. A su vez, lo que acerca al tercer espacio y a la infrapolítica es el impulso por el éxodo, por la fuga. Si la infrapolítica fue pensada primero como “descriptor existencial” (486), la existencia que desborda lo común del acontecer se abre hacia la infrafilosofía, una posición desde y sobre lo que es inoperante. La infrafilosofía sería la traza que confunde, aleja y acerca, a la infrapolítica y al tercer espacio, un pensamiento de un mundo que requiere existencia antes que sometimiento. Es ver el gozo de ver sin narración, de no permitir que la ficción viva por ti. Sin embargo, sin ficción, ¿dónde habrá de guarnecerse aquello que a veces vibra en la ficción?, ¿dónde? Aquello que dice Mario Levrero:

Aquello que hay en mí, que no soy yo, y que busco.

Aquello que hay en mí, y que a veces pienso que también soy yo, y no encuentro.  

Aquello que aparece porque sí, brilla un instante y /luego 

Se va por años 

Y años. (El discurso vacío 9)

Sin nada de ficción no habría, tal vez, relato y sin otros relatos, no habría tercer espacio. O tal vez sí, pero éste regresaría una vez más al duelo. 

Una nota a Infrapolítica. Instrucciones de uso (2020) de Alberto Moreiras

Las instrucciones de uso son, casi por antonomasia, el texto que siempre se difiere para luego deferirse. Es decir, uno revisa las instrucciones de uso de la máquina que siempre ha funcionado bien cuando ésta misteriosamente deja de hacerlo. Como último recurso, se espera a que alguien mejor capacitado repase las instrucciones y componga el desarreglo de la máquina. Infrapolítica. Instrucciones de uso (2020) de Alberto Moreiras está, de alguna manera, en el mismo espacio que ocupa cualquier manual de usuario, siempre como texto de uso último. Sin embargo, por su cercanía con la noción de escritura, según Jacques Derrida, uno puede decir que la máquina que “arregla” la infrapolítica es siempre una que desplaza lo significante y en su movimiento abre la posibilidad a un retorno sin retorno. Las instrucciones de uso de la infrapolítica no son maneras de reparar a la diezmada política convencional, sino la posibilidad de abrir un retorno sin retorno a la política. Esto es, proseguir la búsqueda derrideana de “un extraño deseo sin sentido, un deseo y un goce al margen de cualquier posible captura ontológica” (Derrida en Moreiras 17). ¿Por dónde habría que empezar? 

Vida sin textura, aporía de lo político, distancia de la distancia, segunda militancia, des-narrativización, comparecencia en substracción, pensamiento reaccionario, apotropeia, poshegemonía, y otros conceptos más sacuden las páginas del instructivo que deja pasmado al lector común que poca o muy contadas veces decide reparar la máquina descompuesta en vez de comprar otra. Y es que, en cierto sentido, la infrapolítica, como se dice varias veces, no espera ser un avatar más en el mercado académico. La infrapolítica abandona toda idea de salvación, pues “si llega a haber salvación es porque habrá más desastre” (27). Tampoco por eso habría que deshacerse de la máquina del pensar, sino comenzar por uno de los mecanismos base de la infrapolítica: separar y diferenciar el ser de el pensar. Una vez que estos dos se separan los demás conceptos poco a poco dan a ver que la infrapolítica no es un concepto “sino un proyecto de un pensar sobre  un cierto afuera de la política” (80). Como el famoso ça se déconstruit de Derrida, la infrapolítica guarda ese “se” como residuo único de una fuerza de algo afuera que ejerce en el adentro de la frase su reflexión, reflexividad, énfasis, impersonalidad y su pasividad. Sólo en el se es que la infrapolítica reúne a todas esas cosas de no agotamiento, todo eso que la política no agota de la existencia, todo lo que la hegemonía no agota de la política (87). Todo eso que la infrapolítica deja resonar en montones es un rechazo radical al uno. 

Una de las definiciones posibles que se da a infrapolítica es la “diferencia absoluta entre vida y política, también por lo tanto, entre ser y pensar. De la que ningún experto puede hablar. De la que sólo se puede hablar sin hablar” (105). Con esto, queda claro que la tarea de toda labor de pensamiento está en pensar fuera del equivalente general del capitalismo. Así, para desmantelar el equivalente general habría que buscar “siempre en cada caso pensar qué es excepciona al equivalente general” (107), pues no hay totalidad que aguante montones de excepciones. De cierto modo, si la máquina se ha descompuesto es por la fuerza del equivalente general que no admite la diferencia. La infrapolítica, entonces, apostaría por un amontonamiento de “singularidades radicales”, singularidades inconmensurables, en las que “nadie es más que nadie” y también “nada es más que nada” (111). La instrucción general del manual sería la práctica de un cierto modo de ejercicio existencial, pues la existencia es el referente absoluto de la infrapolítica. Al final, de cierto modo, el manual sugiere un completo arrojamiento del ser, un dejar de ser, un dejamiento existencial “en favor de un prendimiento radical a la singularidad libre de la existencia, que es por lo tanto también no-prendimiento o desprendimiento con respecto a todo lo demás” (205). La infrapolítica restituye lo insistente de la existencia y la existencia insistente. Sólo así, tal vez, pueda ser posible una nueva apotropaia (“tomar un mal, una pieza de mal para protegerse del mal y transformarlo en acción fecunda” [236]), que permita suspender la extracción y la producción de informantes del mundo contemporáneo. Llegados a las últimas páginas del manual, uno llega a un comienzo “para otros comienzos” (226) para pensar, tal vez, fuera de la máquina que se pretendía reparar en un inicio, o hacer máquinas sin mecanismos y hacer mecanismos sin máquina desde donde late la incospicua y honrada infrapolítica. 

Notes on Infrapolitical Passages. Global Turmoil, Narco-Accumulation, and the Post-Sovereign State (2021) by Gareth Williams

In spite of one of the comments at the back of Gareth Williams’ Infrapolitical Passages. Global Turmoil, Narco-Accumulation, and the Post-Sovereign State (2021) that praises William’s ability for “announcing problems”, after reading the book one sees that Infrapolitical Passages doesn’t really announce anything. That is, the problems that the book “announces” are already lost causes. And more than an announcing, at the end of the book, after we’ve witnessed one of the most accurate, pessimistic and well explained analysis of our current times of crisis, we read about the “advent of the infrapolitical decision of existence” (190). 

Divided in two parts, the book’s main task is to clear the surface of knowledge so that an infrapolitical register may resound. How is it that things ended up like this? Whatever could have happened? These are some of the questions that the book suggests. The thing is that the book is not very interested in knowing why things are how they are, but rather to know how one should confront the uncanniness of our times. This logic is then, as Williams writes following Alberto Moreiras, that the infrapolitical seeks not to “fantazise about the possibility of freeing oneself from nihilism but to confront the consequences of actively skimming over nihilism in the name of a transcendent, messianic counterpolitics” (22). As a result, the first part of the book is the deep analysis on why most (if not all) of contemporary thought self congratulates in the search for palliative solutions while embracing an unfavorable messianic counterpolitics. In response to all the failures of both the right and the left, Williams bets on “what remains unaccounted for, and what the tradition has concealed”, this is the register of infrapolitics, the writing, or trace, that “regulatory representation cannot capture or domesticate” (95). If all politics have attempted to surrender existence, the truth is that existence always presupposes and exceeds politics. At the same time, the problems yet to analyze are not only those of the world of techne but of the uncanny register of everyday existence in times of post- katechon, decontainment and narco-accumulation. 

These three terms are fully engaged in the second part of the book. If the katechon was (is) the figure that decides, the sovereign, today we have already past the “heyday” of politics of decision (if there ever were). Today we have a general state of decointanment, which is not the contraposition between polemos and stasis but the “becoming other” of stasis, the bipartition of a process of “glocal” civil war. Finally narco-accumulation would be the process that instals commodification in anything at a nihilo level. That is, death becomes a business as much as it is drug smuggling, money laundry, corporate capital and so on. Narco-accumulation is what goes hand in hand with the exhaustion of monetary capital (currency) that switches to crypto-currency capital, wealth that extracts the immediate plus-value of existence. No art, no culture, no theory, in brief no subjectivity can save us, “for in the face of death it is always too late for more subjectivity” (162). Or another way to put it, there is no time anymore to look for one’s face at the void of the abyss. 

The pessimistic reality that Williams depicts should be taken as it is. It is now the time where the void resonates, and “this nihil cannot be grasped, restrained, and administered into inexistence by a modern sovereign state form or by the contemporary market-state duopoly that displaces it, since the latter is no longer interested in the fabrication of functional sutures between state and population but in their perennial splitting, differentiation, and positing as subjects and objects” (166). In decointainment there is no “restrainer” and therefore there is no place for mourning, nor for existence, just a flux of infrapower. In the face of all this there is no other option, Williams suggests, but a radical difference, a step back. What is needed, then, are steps back out of diegesis, like the ones Williams analyzes à propos the film La jaula de oro (2013). Away from metaphysics, infrapolitics seeks care, facticity and world (the way we encounter the world everyday [172]). Away from narco-accumulation it becomes evident that “the infrapolitical turn to existence is the a-principal care for the freedom and worldhood whose wherefrom, out of which, and on the basis of which is the ownlessness that underlines being-with itself” (188). That is, infrapolitics would be the common ground of a fugitive thought that shelters existence when all other spheres are desperately hunting it. Being with is the mode of infrapolitics. After this, “perhaps […] it is still not too late for the advent of the infrapolitical decision of existence” (190), but as in The Other Side of Popular (2002)all of this is only a possibility, a perhaps. 

Notes on Writing of the Formless. José Lezama Lima and the End of Time (2017) by Jaime Rodríguez Matos

If one were to take the risk to tackle the main purpose of Writing of the Formless. José Lezama Lima and the End of Time (2017) by Jaime Rodríguez Matos, one would say that the book opens the space for the possibility of a time that both precedes and exceeds teleology and the time of the eternal return. This time is, precisely, the time of the formless. The book is, somehow, an “anomaly” in the Latin American Studies field. As Rodríguez Matos acknowledges in the introduction. That is if “subalternism, along with other forms of Latinamericanism of the same historical moment, can manage to avoid the task of producing a political subject […] it nevertheless becomes entangled in the wider problem of how to represent such a heterogeneity: this is a problem that, paradoxically, is not endemic to its “field” of study.” (3). Writing of Formless is radical and effective attempt to think that “heterogeneity” mentioned above. The book touches the interrelations of arts, politics, theology and philosophy, while also offering an against the grain reading of José Lezama Lima and the context of the Cuban Revolution. For Rodríguez Matos this discussion is crucial today as it becomes clearer that there is no option outside of capital, and that both left and right tirelessly repeat their uncreative ways of time appropriation. In other words, Lezama Lima and Cuba are relevant today because in them we can clear the air for a thinking of a time to come, a time that does not cover the void of existence, a time where the non-subject of the political may roam. 

Divided in two parts, Writing of the Formless serves less as a manual and more as a fragmentary and illuminating constellation of reflections. The first part challenges canonical approaches to temporality and time. All the chapters of part one are, in a way, the deconstruction of teleology and alienation of time and also of eternity and the eternal return. For every chapter, Rodríguez Matos evaluates in detail how Lezama, Cuba and the Cuban Revolution, poetry and theory are intermingled in complex ways. For every chapter, the task, too, is to show how “a deconstruction of time does not entail only a reconfiguration of philosophical categories but also a retreat from the grand politics of liberation (which is always the politics of submission, of forced labor, of the mandate to care for the always already too decrepit foundations) and the attempt to think through a different politicity beyond the reversibility of the sovereignty of the master” (16). Through this lenses, for instance, it becomes visible that the diverse and vast appropriation that the poetry of Lezama has suffered by the left and the right clearly missed the point of what Lezama was all about: the writing of formless, the end of time. The second part of the book centers on this writing. 

Writing of the formless is writing “of” the void. This should be understood “not an aesthetic or imagined supplement; it is the first evidence of the modern political experience, particularly after the great political revolutions of the era.” (110). To this extend in the second part we witness via a series of passages how Lezama struggles with the romantic “spirit”, the aposiopesis as a mean of rendering silence a constituted part in the alienation of time, with the scribble as the embodiment and representation of the metaphorical subject. If the first part tested the limits of times, the second part testimonies of the way Lezama knew how to avoid every possibility of capture. Lezama is, then, not only a writer of the void, but on top of that, Rodríguez Matos invites us to see an infrapolitical Lezama. This infrapolitical Lezama is that one who knows that “There is no fall because of the very intensity of the fall (Lezama in Rodríguez Matos)” (134) and consequently this is a writing which “emerges by assuming that the void exists: absolute stasis and infinite speed together in one point” (134). Lezama is not part of “a collection of examples of how to do things and be in the world” (155). As an infrapolitical writing, the writing of formless is a writing of a time — “of” the void— that does not erase “the singularity that Lezama’s text brings to bear on our understanding of the history of politics: which is to say, not forgetting about those instances where politics is directly confronted with its shadow” (155). Lezama looked into the abyss “without covering it over and even giving symbolic frame” (172). This is how a writing of formless invites for “the aperture toward a time of life that is not directed toward caring for the enforcement of temporal organization in any way” (172). Maybe, as many times Rodríguez Matos suggest, it would be possible after Lezama to let the void resonate in all its force, to let the formless write the end of time for an infrapolitical passage to come. Or maybe, the void already has resonated enough and we are far beyond the possibility of imagining the end of time, but only maybe.

Infrapolitical Passages

There is an odd but (perhaps) not unwelcome tension in Gareth Williams’s new book, Infrapolitical Passages: Global Turmoil, Narco-Accumulation, and the Post-Sovereign State. On the one hand, as even the title announces, this is a far-ranging survey of our contemporary situation (global turmoil!). Moreover, it hardly confines itself even to this broad critique of the present: it opens with an account, drawn from some words of Greta Thunberg’s, of imminent future apocalypse (“extinction,” in Thunberg’s terms, “perishing” in Williams’s) and then, in search of the origins of this catastrophe, proceeds to take us back to Prometheus, via a reading of Shelley. We are in the “epoch of the end of epochality” (121), Williams repeatedly tells us, of “post-katchontic” or “post-sovereign decontainment” (110), and it is clear that Williams has no wish to be restricted in the scope of his reflections or argument.

In short, this is a hugely ambitious work that, what is more, takes issue with many of the major thinkers of our time (Badiou, Agamben), seeks to demolish plenty of sacred cows (politics, hegemony, the subject), and gives short shrift to others, often via endnotes as if they were not even worthy of being dismissed in the body of the text itself. (Full disclosure: I am one of those whose work is despatched this way in the end matter, for “provid[ing] no evaluation of the place of the negative in any conceptual matrix, including [my] own” [210]. But I do not lack company; elsewhere, for instance, another note summarily condemns “humanists, culturalists, hegemony thinkers, decolonials, populists, Marxists, post-Marxists, neocommunists, and antitheory types of all persuasions” [208].) To put this another way: this is a book that often gives the impression that it is endlessly sure of itself, as it seeks from its opening sentence to “clear a way through some of the dominant conceptual determinations and violent symptoms of globalization” (1). Clearing such a path sometimes requires a machete, and the will to wield it.

And yet. On the other hand, there is something quite modest and reticent about Williams’s project. After all, beyond the image of bushwhacking through conceptual thickets, the other metaphor that the book employs to describe its methodology is that of a retreat, for it is “in retreat” that “infrapolitics strives to clear a way” (26); “now the struggle is to find a way to backtrack [. . .]. This backtracking is the basis for the infrapolitical exodus [. . .]” (27-28). Or as Williams puts it, for all the talk of “passages,” by which he hopes to take us (for instance) “from hegemony to posthegemony” and from there to establish or prepare the way for “a renovation or potential turn in our thinking” (96), at best we are ultimately offered “a timorous step toward the possibility of questioning in such a way as to clear away inherited limitations in the realm of thinking and acting” (106). This is a highly qualified ambition indeed! And even that “timorous step” may not be forthcoming. As Williams admits at the outset: “This is a book that makes no progress, and intentionally so” (29). The passage may well end up being a “nonpassage,” and we may not even be able to tell the difference thanks to “a certain indiscernability” between the two (29). As Williams goes on to concede, “Some might feel that this offers in fact the formalization of very little” (29); “and it could very well lead to absolutely or virtually nothing” (32). Alongside the ambition and self-assuredness, in other words, this text also offers us a striking humility, a sort of pre-emptive bet or hedge that it will all end in something like failure, no progress made, nothing to show. Or at least it is prepared to take that risk, which is indeed (perhaps) quite a risk.

This resolute reticence or self-assured uncertainty is not new in Williams’s work. His first book, The Other Side of the Popular (2002) ends with a sustained meditation on the “perhaps,” a word which also becomes a refrain in its final section and closes (without closing, as it opens up) the text: “perhaps. . .” (The Other Side of the Popular 303). As he puts it there, with the same mix of affirmation and doubt, stating and yet taking back at the same time: “One thing appears to be sure, however: being toward becoming worldwide leaves us with the affirmation of perhaps ringing in our ears and suspended on the tips of our tongues. . . perhaps. . .“ (272). A “perhaps” rings, or perhaps it rings, suspended and so not (yet?) fully articulated. This is the “one thing” that is sure, or (perhaps) only appears to be sure for those who have eyes to see what cannot in fact be seen.

But I say all this not to criticize Williams. This unerring hesitation is not a flaw in his project; if anything, it is the project itself. Moreover, the minimalism of the gesture, and the willingness to take the risk that nothing may result, is perhaps its greatest contribution to our thinking about politics. For let there be no doubt: this is a thoroughly political book, which asks the most important, the most essential of political questions. Which is, precisely: What is the smallest difference that may actually make a difference? This is, after all, Lenin’s question (though I am not at all suggesting that Williams is any kind of Leninist): “What is to be done?” Not, note, “What should we do?”–more properly the question of the subject, and of ethics or morality, with which politics is so often confused these days–but, in the passive, what is to be done for some change to come, for a detour or turn to be effected that will not soon enough (or given enough time) be inevitably assimilated or appropriated or turned back such that we find ourselves merely back where we started, or worse. One step forward, two steps back; rather than one step back, two steps forward.

There is a double irony here. The first is that those who are so intent on “being political” or putting politics first, seeking a program or party line to proclaim or to follow, inevitably end up mired only in false pieties and the spectacle of morality (“virtue signalling” and the like) that we see all too insistently wherever we look. The second is that, as Williams (and elsewhere, Alberto Moreiras) shows at length, the one properly political question, the question of the “perhaps,” only arises when we step back from politics, when we try to withdraw from the turmoil, when we hesitate before entering the fray, when we realize that everything is in doubt, and when we acknowledge that “what is to be done” is far from self-evident, being as it is a matter that politics itself can never resolve. Without it, however, there is no politics at all. The very possibility of politics, in other words, as Williams eloquently tells us, depends upon the infrapolitical.