Mugre rosa (2021), de Fernanda Trías, está escrita movida, casi, por las mismas fuerzas que mantienen las letras encendidas del ruinoso y ocupado hotel descrito al inicio de la novela. Mientras que los habitantes del inmueble mantenían el viejo letrero del hotel encendido “para recordar que estaban vivos,” pues ellos, “Aún podían hacer algo caprichoso, meramente estético, aún podían modificar el paisaje” (13), la novela se pregunta si aún se puede modificar el paisaje, si aún el goce estético es posible en nuestros tiempos de antropoceno (o cualquier otro término en uso y moda para describir nuestra crisis de cambio climático). Y es que, aunque no haya ninguna mención explícita, el distópico escenario dibujado por la novela es ya la realidad de varias ciudades. Así, la historia de la narradora, cuyo nombre nunca se menciona, y sus relaciones afectivas con su madre, Mauro, un niño con capacidades diferentes del que cuida, y Max, su expareja, giran entorno a una crisis ambiental en una ciudad portuaria. Mientras que los que pueden huyen de la ciudad, pues una neblina rosa, “la mugre rosa,” daña y enferma todo lo que toca, aquellas personas que se quedan en la ciudad viven en completa suspensión y crisis, difiriendo su muerte, su enfermedad, o su mermada supervivencia cada día más precaria.
La novela, en cierta medida, recuerda a “El matadero”(1838?) de Esteban Echeverría. La diferencia radical entre ambos textos está en que, en Echeverría, el culpable de los mares de sangre derramados en Buenos Aires es señalado, Juan Manuel de Rosas, mientras que en Trías, la mugre rosa elude un culpable singular. Los culpables pueden ser la fábrica procesadora de carne, el gobierno, pero también toda la gente que consume los productos de la procesadora, que también es la empresa más importante de la ciudad sin nombre y de país también sin nombre.
La novela es menos un ejercicio de crítica social y más un ejercicio por regresar a una pregunta fundamental en momentos de crisis: ¿a qué se ata la voluntad para que las cosas cambien? Mientras que todos los personajes, con excepción de Mauro, que parece sólo preocuparse por devorar y jugar, atosigan a la narradora preguntándole los motivos por los que no se ha ido aún de la ciudad, la narradora parece tampoco saber muy bien las razones que la atan a la ciudad. “Ya tenía la plata para irme. Tenía más de lo que cualquiera en el puerto podía tener…Pero yo, igual que los pescadores, tampoco era capaz de imaginarme en otra parte” (27). El hecho de que la narradora no pueda irse de la ciudad, aunque esté trabajando en ello, indica algo que desde las primeras páginas de la novela se dice. Para los demás personajes, como para Max, el exesposo de la narradora, la voluntad era independiente al cuerpo, “Yo, al contrario que Max, no creía que la voluntad fuera algo independiente del cuerpo…. lo que Max buscaba era otra cosa: separarse de su cuerpo, esa máquina indomable del deseo, sin consecuencia ni límites, repugnante y al mismo tiempo inocente, pura” (16). Así, la pregunta no es si es posible “separarse” de la máquina, sino aceptar que nuestra relación con todo lo que nos rodea siempre tiene algo de “maquínico.”
Así, la novela sugeriría que para que las cosas cambien no hace falta separarse de la máquina, que no se puede separar la voluntad del cuerpo, como no se puede limpiar toda la mugre del cuerpo tampoco. Ante este horizonte queda la desazón de no saberse eterno, que nada trasciende a nuestros cuerpos, ni tampoco a nuestra existencia. Como la narradora al final de su relato dibuja una lenta salida del mundo ficcional, pues “Lento, se irá cerrando todo. Nos alejaremos despacio, con los focos fantasmales perforando la noche. La ciudad también quedará vaciada, como un cuerpo sin entrañas, una carcasa limpia que a lo lejos brillará con su luz mala. Eso será la ciudad, un fuego fatuo en el horizonte” (276), en el horizonte también nos confundiremos de nuevo con el paisaje, y aquello que llamábamos un día humanidad se borrará, a la Foucault, como un trazo en la arena. El problema con esto, claro está, es que nadie aún ha podido calcular ese pasaje, ese momento que separa el espacio intermedio entre dejar de modificar el paisaje y difuminarse en éste. En este intermedio abundan más que sólo dos opciones, (desconectarse del cuerpo, o abrazarse a su cuerpo y nada más). Como la mugre, que se cuela siempre en espacios intermedios, quizá en esos recovecos aún pululen una miríada de posibilidades para habitar el mundo y su paisaje.
El mármol (2011) de César Aira es una novela sobre la plasticidad de la forma. El mármol propone que la modelación (la plasticidad, si se quiere) depende precisamente de aquello que rehúye la forma, que se le escapa. Así, desde el primer capítulo de la novela, el narrador se empeña en atrapar aquello que pudiera dar forma a su relato, pero también explicar sus recientes acciones. “Cuando me bajé los pantalones incliné la cabeza y miré mis piernas, los genitales, los muslos, un conjunto tridimensional, sólido, algo levantado por presión de la superficie sobre la que estaba sentado” (7). Si bien, para el narrador, su desnudez no le provoca congoja, antes bien, esto le recordaba “que lo animal en mí seguía vivo, lo biológico, la representación individual de la especie” (7), aquello que verdaderamente lo afecta es una sensación relacionada a su propio estado, sentado con los pantalones bajados sobre un mármol. Esa sensación está más relacionada al mármol que a su desnudez “No tengo dudas de que era mármol porque el mármol, o al menos la palabra, quedó adherido, no sé por qué, a la sensación original. No tiene nada que ver con la felicidad que me produjo esta, pero ahí está: mármol” (10). Significante, significado y referente se confunden en la sensación escurridiza que ahora evidencia entre las piernas desnudas de narrador y la superficie del mármol. Mientras que la sensación “dichosa… no se extingue,” ahora al mármol “viene a sumarse una perplejidad que en sí misma es gratificante” (10). Así, la novela reconstruye la serie de decisiones que llevó al narrador a quitarse los pantalones a pleno día y sentarse sobre un mármol.
Como tantas otras novelas de Aira, El mármol es un texto propulsado por la digresión y la deferencia. La novela se basa en posponer aquello que se presenta como enigma al inicio del texto. Esto es, al final de la novela se revelarán las “sencillas” circunstancias que llevaron al narrador a bajarse los pantalones y sentarse. Luego de una serie de “disparatadas” aventuras, comenzadas en un supermercado “chino” en el que el narrador recibe una serie de objetos varios a manera de cambio, (incluyendo baterías; y varios objetos, una lupa, una cámara, una hebilla dorada; y demás objetos), el narrador se encuentra solo con Jonathan, un joven chino que lo observaba fuera del supermercado, ambos recién aterrizados de una nave espacial. Jonathan se retuerce del dolor y el narrador intuitivamente saca su cámara miniatura y extrae de ella un bálsamo sanador. Casi como si el dolor de Jonathan se tratara de un quiebre en la imagen narrativa, el bálsamo funciona y ahora el narrador se pregunta si él no estará igual de afectado.
¿Me había sacrificado? Si lo había hecho, había sido involuntariamente. Me cruzaron por la imaginación las distintas alteraciones que podía haber sufrido, por ejemplo las partes del cuerpo que me podían estar faltando. Alcé las dos manos, abriendo los dedos; estaban todos. Pero me inquietó, no sé por qué, otra posibilidad. Así que bajé las manos tal como las había subido, las llevé a la hebilla del cinturón, lo aflojé apenas lo necesario y con un movimiento discreto me bajé los pantalones hasta medio muslo, siempre sentado en el mármol, cuyo frío sintieron brevemente mis nalgas. Tuve la intensa satisfacción de ver que todo estaba en su lugar… En fin. Era eso. Me dio trabajo, pero terminé recordándolo” (146-147)
Con esto queda redondeada la historia y el enigmático punto de partida queda resuelto. El narrador se encuentra con los pantalones bajados y sentado encima de un mármol porque deseaba comprobar que ninguna parte de su cuerpo se hubiera afectado luego de un peculiar día de peripecias.
La historia pudo haberse resuelto en menor tiempo, pero el narrador desde un inicio declara que “en realidad, no quiero recordar. Lo que hace un momento me parecía que merecía un esfuerzo ahora me parece que merece un esfuerzo en contra. Quiero pensar en otra cosa, para preservar el olvido; pero recuerdo que lo más eficaz para traer algo. La memoria es no esforzarse en recordarlo sino evitarlo porque me viene a la cabeza con algo más” (11). Entre prolongar la historia, pues ésta ya ha comenzado, o más bien postergarla, el narrador prefiere prolongarla al postergar, y terminar justo cuando el olvido se desvanece. La postergación, entonces, aparece excesiva. Algo sobra a toda la historia, y ese algo es la historia misma. Con esto, a la vez que El mármol es un readymade de El pensador (ca. 1904) de Auguste Rodin, la novela también explora el carácter informe del suplemento, la suplementaridad de la forma, aquello que da forma a la forma, pero que también la rehúye.
Lo formal tiene causa y, en cierto sentido, El mármol es una novela fuertemente causal: el narrador tiene una razón para haberse sentado en el mármol; la serie de aventuras con Jonathan también tienen una causa; y sobre todo, los objetos recibidos como cambio en el supermercado chino también tienen una razón y un propósito, luego serán claves para terminar la historia y para sacar al narrador de diversos apuros. Ahora bien, en los mismos objetos, esos cachivaches que recibe el narrador como suplemento del cambio que no alcanza a completar el dependiente del supermercado, se encuentra también un objeto sin causalidad: unos glóbulos de mármol, un suplemento cuyo valor es difícil de sopesar. No sólo los glóbulos de mármol eran baratísimos (24), sino que al funcionar como relleno de los espacios mínimos, los glóbulos son los encargados de capturar hasta la más nimia cantidad, pues “no había cantidad pequeña tan caprichosa que no pudiera cubrirse con ellos. Pero los usaban solo como último recurso para el resto más irreductible. No querían “quemarlos” abusando de su servicio” (25). Los glóbulos de mármol suturan el “resto más irreductible” resultado de los intercambios. Su función, entonces, no es parte del ciclo de cambios e intercambios, pero es, a la vez, la parte mínima y necesaria para que los intercambios se completen cuando la diferencia entre cambio y gasto sea irreparable. En cierto sentido, los glóbulos son como los restos del mármol tallado cuando se esculpe. Aquello que sobra, y no puede ser medido, pero que es a la vez la medida precisa que requiere la forma para ser aquello que el tallado escarpa en el mármol. No hay forma sin ese resto, esa suplementaridad. Y es que la escultura, en mármol, o en cualquier otro soporte, es ya como el cuerpo del narrador, al inicio de la novela, “un recordatorio de potencia de acción, una promesa de tiempo y movimiento” (8). Sólo, entonces, por lo que no se mide, pero es medida, resto y exceso, suplemento, es que la forma se conforma. El mármol es, así, una novela de restitución del residuo.
When reading Bullshit Jobs. A Theory (2018), by David Graeber, one can but wonder if one has a bullshit job. One is constantly invited to question if our daily routine does not circle around a work whose main purpose is to demoralize us by imposing us endless tasks with unreasonable purposes. In fact, at least in my case, as I’m getting closer to finish a PhD program in Canada, the threat that my best, and more foreseeable, career choice will be to apply for a job that mixes managerialism and education is demoralizing. I hate managering, I love teaching. With this counter-position between love and hate one can understand what bullshit jobs are not. That is, a bullshit job is not a job you do even if you hate some parts of it because the main feature of the job you do actually like. A bullshit job is “one so completely pointless that even the person who has to perform it every day cannot convince himself there’s a good reason for him to be doing it” (2-3). These are tasks that require us to secretly be aware that the task we are performing is “simply a waste of time or resources or that even made the world worse” (xv). Jobs in academia, to conclude with my example, are not bullshit jobs, but they are, as Greaber argues, being bullshitized.
The phenomenon of bullshit jobs is related to the way we are facing a radical change in economics and politics. The recognizable image we once had of capitalism is slowly fading away. Since a bullshit job is a complete waste of time, money, resources, and all labor (all of the precious things that capitalism highly values), then, the spread of bullshit jobs goes completely against the logic of capitalism. With several testimonies, statistics, historical analysis, and discussion of labor theory, Bullshit jobs, explains what the consequences of these jobs are, why these jobs are spreading so fast, and, in a more reserved, but realistic way, proposes solutions to tame this problem.
Work is the master word of our times. With fair reason, worker movements pushed in the past reforms and approaches to understand it. However, as Graeber argues, what was never fully tackled is if all work was really necessary. That is, work came to be, at least for today’s dominant understanding, a useful activity, when “saying that something is ‘useful’ is just saying it’s effective as a way of getting something else” (197). Work, or labor, both are categories normally only understood as means of achieving something out of them. We suffer with work, from a Christian perspective, because we were expelled from Eden. Work is the punishment, but also the medicine to aid or malaise, after hard work we will achieve a reward. Graeber argues that work is not presupposed by this wrenching duality between punishment and medicine, but that actually work is presupposed by play, and other forms of action. From this perspective doing things for the sake of doing them, for the sake of seeing how they are affected by us is a happiness closer to play than to work. Bullshit jobs, then, deprive us from the pleasure of seeing our actions affecting the world. We cannot enjoy what we do because we do not see where the affect transferred to the work we put on doing things go. True, some jobs, as my example with academia, have some bullshit aspects, but in most of these jobs everyone can create some sort of fiction to comfort the hours of disappear, or to convince themselves that what they do has some “utility” or purpose. What is so wrong about bullshit jobs is that “you’re not even living your own lie” (74). While in academia, or in other fields, we create our own make-believes that supplement our oppression, in a bullshit job situation we would not be able to create our own lie, we would be living completely on the lie and fantasy of someone else’s.
There are many types of bullshit jobs, perhaps some escape the typology that Graeber crafts. Nonetheless the typology is important. From the “flunkies,” whose jobs consists of “to make someone else look or feel important” (28); the “goons,” that help increasing the putative domination that the employer portrays towards the world and its subordinates, via threats or violence of all kind (36); the “duck-tapers” that tirelessly solve problems that to begin with should not be problems and duck-tape everything as a palliative solution; the “boxticketers,” jobs “that allow an organization to be able to claim it is doing something that, in fact, it is not doing” (45)”; and to the taskmasters, that could be either unnecessary superiors or superiors who do harm by creating “entirely new bullshit jobs” (51), a bullshit job is there to satisfy the need of a company to increase a form of putative “values.” That is, today’s current mode of exploitation and domination mixes archaic ways of configuring power with traditional capitalist means of domination. Today’s mode of domination “in many ways, it resembles classic medieval feudalism, displaying the same tendency to create endless hierarchies of lords, vassals, and retainers. In other ways—notably in its managerialist ethos—it is profoundly different” (191). We are in a managerial-capitalist mode of domination, and bullshit jobs are here to remind us that “values,” what presupposes any form of “value,” cannot be measured, nor produced, but only reproduced. The spread of bullshit jobs is the territorialization of reproductive and care labor.
What a bullshit job does is decrease the connection between the way we do things for the sake of doing them, but also this type of jobs guarantees the reproduction of putative “values” for the employers. Being a “goon” is not only a job that forces the employee to become “the bad guy,” it is also a job that transform the image of the employer. From a boss it turns to a “feudal lord,” an authority difficult to reach, close to the almighty. By the fact that today’s world is full of reminiscences to the Middle Ages, or its shift towards modernity (there are “narco-lords,” “gated communities” like feuds; social media as a theatre of cruelty; and jobs that create endless bureaucracies, and so on and so forth) it becomes clearer that the way we have understood work, from its transition of serfhood and slavery, have been all wrong. What we got all wrong is the fact that work is considered to be only a way of production, when in fact it is primarily a way of reproduction. That is, that reproduction presupposes production. In fact, “most working-class labor, whether carried out by men or women, actually more resembles what we are archetypically think of as women’s work, looking after people, seeing to their wants and needs” (235). Production, then, is a patriarchal and misogynist way of understanding the “result” of work because, at least for some, it reminds of the Christian god creating the world as he pronounced the right words. He created the world, and then rested, he went away: as a “macho” would do. Work is actually related to “other people, and it always involves a certain labor of interpretation, empathy, and understanding” (236). Work is caring. Or better, a work that can guarantee no spiritual violence, no dispossession of the way we affect the world, and actual “impact” for us and the rest, is a work that cares. To care is to realize that things require “long term” projections (239), means of preserving them, and that they cannot be based on the instant, and yet care is a work of successive instants. What makes care possible is its forgetfulness about the future in the present while making the future present in every action. Precisely, having a bullshit job is the cancellation of care, we no longer forget about the future in the present, because we make someone else’s fantasy (not even their future) in our own present.
While the landscape portrayed by Graeber is worrying, there is no pessimism in Bullshit jobs. In fact, if things have arrived to be the way they are now, there is a chance they can be otherwise. This is too what a traditional labor theory would say about work (238). Our challenge is that “we have invented a bizarre sadomasochistic dialectic whereby we feel that pain in the workplace is the only possible justification for our furtive consumer pleasures, and, at the same time, the fact that our jobs thus come to eat up more and more of our waking existence means that we do not have the luxury of—as Kathi Weeks has so concisely put it—“a life,” and that, in turn, means that furtive consumer pleasures are the only ones we have time to afford” (246). We not only have bullshit jobs, but we have furtive consumer pleasures, almost bullshit pleasures (if that could be possible), since we enjoy so that we can suffer more. A way out of this, Graeber points out, lies in the possibility of establishing basic income and a “safe word” to stop our sadomasochistic relationship with work, as in real sadomasochistic relationships happens. These solutions are realistic, but perhaps, as Bullshit Jobs itself suggests when discussing science fiction and the failure of traditional labor theory, one needs more imagination. This is the open invitation of Bullshit Jobs. A Theory, an offering to rethink redo work.