Deuda, movimiento y juego. Notas sobre Pedro Páramo (1955/2005) Juan Rulfo

Es bien sabida, para algunos, la anécdota de cómo Gabriel García Márquez leyó por primera vez Pedro Páramo (1955/2005) de Juan Rulfo. Según se cuenta, Álvaro Mutis, escritor amigo de García Márquez, le dijo: “¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!” Quizá a esa frase le faltaron algunos gonorreas e hijueputas, pero lo cierto es que en diversas entrevistas García Márquez reafirmó la anécdota, y su aprendizaje, a manera de deuda, con Rulfo. En buena medida, esa relación de aprendizaje, o deuda, fácilmente se adjudica a diversos escritores posteriores a Rulfo en Latinoamérica. Si hubo un Boom, uno de los primeros estallidos fue en Comala. Con todo esto, vale preguntarse, ¿qué es lo que se aprende de esta novela? ¿por qué cautiva tanto? Y más aún, ¿qué quería Mutis que García Márquez aprendiera de Pedro Páramo, y por qué? 

La novela de Rulfo es, para gloria de muchos, y para pesar de otros, la más traducida y distribuida de México. Quizá el texto más importante de ese país. No hace mucho, todavía era uno de los libros más vendidos allí. La historia de Pedro Páramo pudiera resumirse de forma muy escueta. Un hijo cumple el último deseo de su moribunda madre, ir a buscar a su padre, un tal Pedro Páramo, al pueblo natal de ambos para cobrarle caro el olvido y el abandono en que siempre los tuvo. Pedro Páramo es, a pesar de su complejidad, un relato líneal, o más bien, un relato cuya línea narrativa principal reverbera, o se deshilacha. Quizá esto, precisamente, es lo que Mutis quería que García Márquez aprendiera. Si contar una historia es, de forma muy general, trazar una línea que cruce diversos puntos y tensiones, Pedro Páramo es una novela sobre líneas de todo tipo, líneas de fuga, de silencio, de muerte, de esperanza. Lo que se aprende de esta novela de Rulfo es una idea de movimiento, un movimiento muy cercano al juego, pero también un movimiento llevado hasta sus últimas consecuencias, hacia la dispersión.

Si bien, Rayuela (1963) de Julio Cortázar es la novela que mejor evoca la relación entre movimiento y juego, Pedro Páramo ya trabaja con los mismos materiales que Cortázar empleara después. Ya está en Rulfo lo fragmentario y lo perenne. Los 66 fragmentos que forman Pedro Páramo bien pudieran ser fragmentos de la Rayuela. Y de hecho, ya estos fragmentos juegan un rol similar a los de la obra del argentino, pero a diferencia de Rayuela, en Rulfo no hay tablero, hay una contingente línea narrativa que acumula los fragmentos y los ordena en la pobre imagen de orden que todo libro lleva consigo. Desde antes de su llegada a Comala, Juan Preciado se encuentra con esta línea precisamente, pues “[e]l camino subía y bajaba: “Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja” (6). Para llegar a Comala hay que moverse como en el avioncito, el cambio de perspectiva es dado por el movimiento, por el desplazamiento. En Rulfo se juega la rayuela sin tablero, sólo con su movimiento. Juan Preciado tiene más en común con Maquina, de Señales que precederán al fin del mundo (2009) de Yuri Herrera, que con Dante. Los dos primeros buscan a un familiar, Dante busca a Beatriz. Y más aún, ese sube y baja del texto ya se adelante al propio acto de lectura, ¿no van los ojos del lector hacia abajo para devorar las páginas de la novela, y no van de regreso hacia arriba cuando quieren transformar su lectura en escritura? 

La llegada a Comala, igualmente, va cargada de movimiento: “Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando de gritos la tarde” (9). Y claro, conforme progresa la narración, aquella vivacidad primigenia se transforma en espectro. Juan Preciado se ve rodeado de un puño de muertos, murmullos, niebla y quién sabe qué más. Más que una historia de fantasmas, Pedro Páramo es más bien una novela sobre la posibilidad de fantasmas. Es decir, ¿qué se necesita para que haya fantasmas? Y otra vez más, la respuesta de la novela es: movimiento. El fantasma es ante todo movimiento, no aparición. El movimiento antecede a la visión, como el afecto a la pasión. No es tampoco gratuito que movimiento sea también la primera manifestación de un afecto. No hay nada que se le escape al movimiento y al afecto en la novela. Bastaría con hacer de nuevo un recuento de algunos momentos de la novela: conmovido por su madre agonizante, Juan Preciado le promete ir a buscar a Pedro Páramo. Movida por el rencor y el despecho, Dolores le encomienda a su hijo cobrarle caro a su padre el abandono, y así sucesivamente. 

Justo en el corazón de la novela, cuando Juan Preciado muere, las condiciones de su muerte también van dictadas por el movimiento. A Juan Preciado lo mataron los murmullos (62), pero específicamente, su muerte es también la disminución de su capacidad de desplazarse: “Ya no di un paso más. Comencé a sentir que se me acercaba y daba vueltas a mi alrededor aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que alcancé a distinguir unas palabras casi vacías de ruido: ‘Ruega a Dios por nosotros.’ Eso oí que me decían. Entonces se me heló el alma. Por eso es que ustedes me encontraron muerto” (63). Ahora hechas “enjambre,” esas multitudes son el regreso del mismo movimiento de gente que no guardó el luto por la muerte de Susana Sanjuan (123-124). El enjambre se venga del hijo del Cacique. Y al mismo tiempo, la muerte de Juan Preciado es también el encuentro con su padre. Si el hijo muere atosigado por el movimiento de un enjambre, el padre muere por un exceso de movimiento, “sus ojos apenas se movían; saltaron de un recuerdo a otro, desdibujando el presente. De pronto su corazón se detenía y parecía como si también se detuviera el tiempo. Y el aire de la vida” (131). Pedro Páramo muere a manos de un hombre herido de amor, Abundio asesina al cacique porque éste le niega la ayuda para el sepelio de su mujer recién fallecida. Por otra parte, la muerte Juan Preciado es por el miedo a las multitudes. Amor y muerte, como dos suplementos del juego, pero también, si se quiere, de la vida, propulsan el movimiento narrativo de Pedro Páramo. Al final de la novela, el encuentro entre miedo y amor se resuelve de una forma heterogénea y divergente. Justo cuando Pedro Páramo anuncia que irá a almorzar, su movimiento se transforma. Ya no puede ir en una sola dirección, “[d]io un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras” (132). Como un flujo desordenado, un cúmulo esparcido y disperso, ahora las piedras van en más de una o dos direcciones. Ya no sólo suben o bajan, o vienen y van. Van dispersas.  

Notes on Bullshit Jobs. A Theory (2018), David Graeber

When reading Bullshit Jobs. A Theory (2018), by David Graeber, one can but wonder if one has a bullshit job. One is constantly invited to question if our daily routine does not circle around a work whose main purpose is to demoralize us by imposing us endless tasks with unreasonable purposes. In fact, at least in my case, as I’m getting closer to finish a PhD program in Canada, the threat that my best, and more foreseeable, career choice will be to apply for a job that mixes managerialism and education is demoralizing. I hate managering, I love teaching. With this counter-position between love and hate one can understand what bullshit jobs are not. That is, a bullshit job is not a job you do even if you hate some parts of it because the main feature of the job you do actually like. A bullshit job is “one so completely pointless that even the person who has to perform it every day cannot convince himself there’s a good reason for him to be doing it” (2-3). These are tasks that require us to secretly be aware that the task we are performing is “simply a waste of time or resources or that even made the world worse” (xv). Jobs in academia, to conclude with my example, are not bullshit jobs, but they are, as Greaber argues, being bullshitized. 

The phenomenon of bullshit jobs is related to the way we are facing a radical change in economics and politics. The recognizable image we once had of capitalism is slowly fading away. Since a bullshit job is a complete waste of time, money, resources, and all labor (all of the precious things that capitalism highly values), then, the spread of bullshit jobs goes completely against the logic of capitalism. With several testimonies, statistics, historical analysis, and discussion of labor theory, Bullshit jobs, explains what the consequences of these jobs are, why these jobs are spreading so fast, and, in a more reserved, but realistic way, proposes solutions to tame this problem. 

Work is the master word of our times. With fair reason, worker movements pushed in the past reforms and approaches to understand it. However, as Graeber argues, what was never fully tackled is if all work was really necessary. That is, work came to be, at least for today’s dominant understanding, a useful activity, when “saying that something is ‘useful’ is just saying it’s effective as a way of getting something else” (197). Work, or labor, both are categories normally only understood as means of achieving something out of them. We suffer with work, from a Christian perspective, because we were expelled from Eden. Work is the punishment, but also the medicine to aid or malaise, after hard work we will achieve a reward. Graeber argues that work is not presupposed by this wrenching duality between punishment and medicine, but that actually work is presupposed by play, and other forms of action. From this perspective doing things for the sake of doing them, for the sake of seeing how they are affected by us is a happiness closer to play than to work. Bullshit jobs, then, deprive us from the pleasure of seeing our actions affecting the world. We cannot enjoy what we do because we do not see where the affect transferred to the work we put on doing things go. True, some jobs, as my example with academia, have some bullshit aspects, but in most of these jobs everyone can create some sort of fiction to comfort the hours of disappear, or to convince themselves that what they do has some “utility” or purpose. What is so wrong about bullshit jobs is that “you’re not even living your own lie” (74). While in academia, or in other fields, we create our own make-believes that supplement our oppression, in a bullshit job situation we would not be able to create our own lie, we would be living completely on the lie and fantasy of someone else’s. 

There are many types of bullshit jobs, perhaps some escape the typology that Graeber crafts. Nonetheless the typology is important. From the “flunkies,” whose jobs consists of “to make someone else look or feel important” (28); the “goons,” that help increasing the putative domination that the employer portrays towards the world and its subordinates, via threats or violence of all kind (36); the “duck-tapers” that tirelessly solve problems that to begin with should not be problems and duck-tape everything as a palliative solution; the “boxticketers,” jobs “that allow an organization to be able to claim it is doing something that, in fact, it is not doing” (45)”; and to the taskmasters, that could be either unnecessary superiors or superiors who do harm by creating “entirely new bullshit jobs” (51), a bullshit job is there to satisfy the need of a company to increase a form of putative “values.” That is, today’s current mode of exploitation and domination mixes archaic ways of configuring power with traditional capitalist means of domination. Today’s mode of domination “in many ways, it resembles classic medieval feudalism, displaying the same tendency to create endless hierarchies of lords, vassals, and retainers. In other ways—notably in its managerialist ethos—it is profoundly different” (191). We are in a managerial-capitalist mode of domination, and bullshit jobs are here to remind us that “values,” what presupposes any form of “value,” cannot be measured, nor produced, but only reproduced. The spread of bullshit jobs is the territorialization of reproductive and care labor. 

What a bullshit job does is decrease the connection between the way we do things for the sake of doing them, but also this type of jobs guarantees the reproduction of putative “values” for the employers. Being a “goon” is not only a job that forces the employee to become “the bad guy,” it is also a job that transform the image of the employer. From a boss it turns to a “feudal lord,” an authority difficult to reach, close to the almighty. By the fact that today’s world is full of reminiscences to the Middle Ages, or its shift towards modernity (there are “narco-lords,” “gated communities” like feuds; social media as a theatre of cruelty; and jobs that create endless bureaucracies, and so on and so forth) it becomes clearer that the way we have understood work, from its transition of serfhood and slavery, have been all wrong. What we got all wrong is the fact that work is considered to be only a way of production, when in fact it is primarily a way of reproduction. That is, that reproduction presupposes production. In fact, “most working-class labor, whether carried out by men or women, actually more resembles what we are archetypically think of as women’s work, looking after people, seeing to their wants and needs” (235). Production, then, is a patriarchal and misogynist way of understanding the “result” of work because, at least for some, it reminds of the Christian god creating the world as he pronounced the right words. He created the world, and then rested, he went away: as a “macho” would do.  Work is actually related to “other people, and it always involves a certain labor of interpretation, empathy, and understanding” (236). Work is caring. Or better, a work that can guarantee no spiritual violence, no dispossession of the way we affect the world, and actual “impact” for us and the rest, is a work that cares. To care is to realize that things require “long term” projections (239), means of preserving them, and that they cannot be based on the instant, and yet care is a work of successive instants. What makes care possible is its forgetfulness about the future in the present while making the future present in every action. Precisely, having a bullshit job is the cancellation of care, we no longer forget about the future in the present, because we make someone else’s fantasy (not even their future) in our own present. 

While the landscape portrayed by Graeber is worrying, there is no pessimism in Bullshit jobs. In fact, if things have arrived to be the way they are now, there is a chance they can be otherwise. This is too what a traditional labor theory would say about work (238). Our challenge is that “we have invented a bizarre sadomasochistic dialectic whereby we feel that pain in the workplace is the only possible justification for our furtive consumer pleasures, and, at the same time, the fact that our jobs thus come to eat up more and more of our waking existence means that we do not have the luxury of—as Kathi Weeks has so concisely put it—“a life,” and that, in turn, means that furtive consumer pleasures are the only ones we have time to afford” (246). We not only have bullshit jobs, but we have furtive consumer pleasures, almost bullshit pleasures (if that could be possible), since we enjoy so that we can suffer more. A way out of this, Graeber points out, lies in the possibility of establishing basic income and a “safe word” to stop our sadomasochistic relationship with work, as in real sadomasochistic relationships happens. These solutions are realistic, but perhaps, as Bullshit Jobs itself suggests when discussing science fiction and the failure of traditional labor theory, one needs more imagination. This is the open invitation of Bullshit Jobs. A Theory, an offering to rethink redo work. 

Notas sobre Antígona González (2012) de Sara Uribe. Desaparecidos: muerte sin fin, fugitividad sin fin

Antígona González (2012) de Sara Uribe es una “pieza conceptual basada en la apropiaciónintervención y reescritura” (103) y escrita por encargo. Estos y demás detalles sobre los textos apropiados, intervenidos y reescritos se encuentran en la última sección de la pieza bajo el título de “Notas finales y referencias.” En esta sección el texto ofrece, de cierta manera, un comentario y una breve explicación sobre su propia construcción. De ahí, nos enteramos de que todo el texto ha sido una suerte de collage o acumulación de diversas fuentes —incluidos testimonios, noticias, textos académicos, obras de teatro que también se apropian de la figura de Antígona, y experiencias vivenciales de la propia autora. Con esta sección, de cierta manera, el texto elude, o evita, la conversación. Es decir, si la tarea del comentario textual está, en buena medida, en explicar la forma en que un texto está escrito y además mencionar las referencias intertextuales, el acto de lectura queda como la propia mecánica de escritura: consciente pero desempoderada. Al mismo tiempo, aunque las “Notas finales y referencias” se adelanten al comentario textual, y aunque esta sección sea de las más vastas en la pieza, queda una falla, y es que tal vez la Antígona griega no sea análoga para describir la violencia relacionada a la guerra contra el narco en México, ni contra lo narco, general. 

Mientras que en la tragedia de Antígona hay un cadáver, el de Polinices, que no puede ser sepultado dentro de la ciudad porque así lo manda la ley de Creonte, en Antígona González hay, casi como en las páginas de la misma pieza, espacio de sobra para sepultar muertos, pero lo que no hay son cadáveres. Esto quiere decir que en la tragedia griega el lugar en dónde hacer el duelo, sepultar a Polinices, no existe porque la ley lo impide, y en Antígona González hay espacio para poner el duelo, pero, parece, no hay “objeto” del duelo. Sin objeto del duelo no habría, así, razón para dolerse, sin embargo, un ominoso afecto rodea las páginas de Antígona González. Sobra decir que este afecto se duele precisamente de no tener un “resto” sobre el cual dolerse. El consuelo de esta forma de duelo es triste y ambiguo, pues al querer “nombrarlos a todos para decir: este cuerpo podría ser el mío” (13), también, casi con cinismo, se vuelve evidente que los labios que nombran a todos los muertos ratifican la vida del cuerpo que nombra. Poder nombrar a los muertos para recordarlos, pero también para recordarle al que nombra que vive, y los otros no, es una sensación ominosa, un sosiego siniestro. 

¿De qué se duele el duelo que no tiene objeto? ¿De qué se duele aquello que no tiene el residuo del concentrado de sus pasiones? El gran problema de los desaparecidos no radica sólo en el eufemismo que este calificativo les da. Como se afirma en Antígona González, desaparecer es un acto simple (18), pues todo lo que desaparece, siempre aparece de nuevo, y por su parte los desaparecidos no regresan, o más bien, no regresa el resto de aquello que garantizaría su finitud. Es decir, los desaparecidos dejan de ser figuras finitas, son muerte sin fin, y al mismo tiempo, fugitivos eternos. Los desaparecidos son aquello que presupone pero también excede al mismo acto del duelo, y por tanto, también a la propia escritura de Antígona González. Es decir, la pretendida apropiación, intervención y reescritura de testimonios, textos, noticias y demás, son meras ficciones que no pueden contener aquello que evocan los desaparecidos. Como se escapan los cuerpos de los desaparecidos a todo, incluso a la acción de nombrarlos, así también se escapan de las páginas de Antígona González, un escape muy cercano, sino que igual, a la muerte, pero un escape, al fin. 

Notes on The Birth of Biopolitics. Lectures of the Collège de France 1978-79. Michel Foucault, trans. Graham Burchen

Michel Foucault’s seminar of 1978-1979 at The Collège de France explores what “biopolitics” could be. Biopolitics is what explains why governmentality and governance are frugal at the end of XX century. What is at the core of the frugality of governmentality is population, and to understand this Foucault proposes to reconstruct the praxis of the English liberals, the German ordoliberals, and the American Neo-liberals. It is, afterall, that the XVIII century, present in other works of Foucault, was when many of what he calls “transaction realities” were born. To that extent, biopolitics is, like madness, civil society, literature, sexuality, and other notions explored by Foucault elsewhere, contingent technology. Such technologies “have not always existed [and] are nonetheless real, are born precisely from the interplay of relations of power which constantly eludes them, at the interface, so to speak, of governors and governed” (297). The problem, however, is that at the end of the last lecture, Foucault does not conclude with the announcement of biopolitics, but of, simply, politics. 

The disparity between what the seminar wishes to address, and what was addressed perhaps is not a minor detail. That is, the difference between politics and biopolitics is blurry. The concluding lines of the last lecture asks and concludes, “what is politics in the end, if not both the interplay of these different arts of government with their different reference points and the debate to which the different arts of government give rise? It seems to me that it is here that politics is born” (313). Politics, or biopolitics, then, is born when there are several arts of government at game, where there are different reference points. For an interplay to be the way various things affect each other, then, biopolitics is the terrain of affects, of the possibilities of what happens when two bodies interact with each other. While Foucault focuses on the XVIII and XIX centuries, one wonders if what is said about the civil society, that foundation of governmentality and government, could also apply to all forms of social organization. If civil society serving as the medium of economic bond “brings individuals together through the spontaneous converge of interests, [while] it is also a principle of dissociation at the same time” (302), and by extension, individuals do not get together by economic interests only, nor because they are naturally inclined to be together, then, individuals get together by a “de facto bond which links different concrete individuals to each other” (304). Civil society, and by extension biopolitics, is a tool of and for domination. The radical question that Foucault invites us to ask is if it could be possible to rethink domination, or if domination should be considered as something to overcome of the field of social organization. 

While the lectures do not address the problem of cohesion or domination, it is clear that all the reflections on what the market, or the individuals do are part of the supplement of power, of domination. That is, power only exists precisely because it cannot do certain things: it cannot dominate the market and cannot dominate the individuals fully. It happens then, that the homo oeconomicus, for instance, “strips the sovereign of power inasmuch as he reveals an essential, fundamental, and major incapacity of the sovereign, that is to say, an inability to master the totality of the economic field” (292). Inability moves power. And things stay, somehow, as the quote Foucault mentions in the first lecture, “do not disturb what is at rest.” In the other hand, things have never been, it seems, at rest. If politics have always been biopolitics, then, biopolitics is born every time something moves the habitual arrangement of that which seems at rest.  

Notes on “The Grundrisse” (1939/1993) by Karl Marx (3)

Notebook 3

There is something in capitalism that not only relies on the way it affects and habituates the masses. While Marx famously stated that religion was the opium of the masses, capitalism, could also be said, relies on a psychotropic force. When describing how capitalists are directly affected by the time a worker consecrates to production, Marx notices that “the struggle for the ten hours bill […] proves that the capitalist likes nothing better than for him to squander his dosages of vital force as much as possible, without interruption” (294). The squander of dosages speaks volumes of the addictive relationship that capitalists have with the labour of workers. With not a lot of imagination one can picture capitalists as characters from The Wolf of Wall Street: bodies addicted to everything that excites them. In the Notebook 3, It is not the only time that Marx uses images that allude to addiction, or sickness. Marx compares labour “as the living source of virus” (296). Dosages and viruses are not necessarily contradictory in themselves. They are, in fact, tied by the idea of toxicity and addiction that both terms evoke. 

The body of the addict lives and breathes that which addiction dictates it. If the capitalists are like addicts and “labour is the yeast thrown into it, which starts fermenting” (298), the capitalists need the liveliness in order to satisfy their thirst, their craves. With this, then, the whole process of production is a process that relies on live above all. What does, then, capital do? That is, if normally we associate capitalism with death, dispossession and destruction, why is it that the mogul addicts that feed the machine need so much of live? And more importantly, how is it that even consumption “which terminates neither in a void, nor in the mere subjectification of the objective, but which is, rather, again posited as an object” (300-301) still has some of the live that capitalism transformed? Perhaps a point of departure for understanding this is the fact that “production for unproductive consumption is quite as productive as that for productive consumption; always assuming that it produces or reproduces capital” (306). If capital, as in Notebook 2, is considered as something intrinsic to the way the body extends its power and its plan on something, then, capital is something unavoidable, something that is produced and reproduced at any times. The question, not new at all, is why does capital imply capitalism as a system to be easier to observe? 

For capitalism, capital is something that must be preserved. Outside capitalism, if today we can possibly picture that, capital is something that sooner or later will stop working. That is, if capitalism acts as an addiction, capital is always a reactivation of withdrawal symptoms. As “the value of capital has preserved itself in the act of production, and [after it] now appears as a sum” (315), the addict too, after withdrawal sees the sum of further doses as the only target. Preservation at all costs is the slogan of capital in capitalism, like euphoria or dysphoria for the addict. Form this it is visible that for the sake of preserving oneself, the worker gives life to a system that extracts affect from it. Labour is moved, then, by a process of addition, while capitalism is moved by a process of addiction. Addition is that which labour do as living labour, as something that “adds a new amount of labour; however, it is not this quantitative addition which preserves the amount of already objectified labour, but rather its quality as living labour, the fact that it relates as labour to the use values in which the previous labour exists” (363). While labour adds, capitalism dosages that addition turning it into addiction. The distinction between these two, addition and addiction, is blurry, and perhaps today impossible to tell. 

Notes on “The Grundrisse” (1939/1993) by Karl Marx

What follows are a series of posts on Karl Marx’s Grundrisse. 

“Introduction” and “Notebook I”

Perhaps the main topic of the notebooks that today we can call Grundrisse, by Karl Marx, is production. In fact the “Introduction” to the rest of the notebooks focuses on production overall. The question that starts these notebooks is: is production possible without a social structure that presupposes the exchange within individuals? That is to say, if exchange, production, circulation and the other faces of economy relay on capital’s sway. Marx states that “whenever we speak of production, then, what is meant is always production at a definite stage of social development —production by social individuals” (85). This means that whatever we perceive as individual production, the latter relies on a social production that presupposes it. More importantly, production is not something a part, or a step, in the way political economy works. It is then, that Marx states that everything that is related to production “requires an instrument [but not necessarily a machine] […] the instrument could be the body itself” (85). Thus, all human activity, in a way, is but a form of production. Production is everywhere and it can hardly be stopped, at best production is reshaped, dominated, controlled and triggered towards something that is not necessarily production’s target. 

In the “Introduction” to the Grundrisse there is an invitation to rethink production. Marx, after this invitation, proposes to start thinking production through money. If all possession presupposes an act of power, then, the question is to determine how that power was stablished. In a very simple term, from today’s perspective, one can think, why is it that money is so powerful? Why is it that we do things without acknowledging the dangers that might come afterwards? The problem of money, in fact, puts at stake what is really what value tells us when we buy, exchange, or produce things. What is at stake, then, in the first notebook of the Grundrisse is to determine how is it that value is produce and how is it that we all embrace it. 

For Marx all value is to be examined through labour time. A coin, or money, is but accumulated labour. That is, that “what determines value is not the amount of labour time incorporated in products, but rather the amount of labour time necessary at a given moment” (135). It could be argued, then, that value is but an abstraction, something that happened in the past but still, somehow, haunt us until today. The problem is now to examine why is money so special, why is it that money can serve as a third party that exchanges what was produced in another time?, why can money perpetuate the dead, or past, labour? 

When we buy things, we don’t really buy them. Perhaps this is obvious for anyone who reads this post, but what Marx proposed at the end of XIX century is that commodities (merchandises) are but values when they faced a process of exchange. “All commodifies are perishable money; money is the imperishable commodity” (149). What Marx means when he stated the latter is that perhaps what is at stake when buying and selling commodities in the bourgeois system is the reaffirmation of a third party. Everything that cannot be turned into money cannot be a commodity. A commodity, then, carries within a potential to become money and the other way around. Of course, this does not mean that money resolves all the processes that are part of production. That is to say, that money itself does not resolve the problems of circulation or distribution of merchandises. 

What is really at stake with money is another thing, not only the way exchanges are made. If for Marx are value is but an abstraction, and that abstraction comes directly from a head (144), whose head is that? That is, who is abstracting value for everyone else? Marx stablishes that the comparison between merchandises consist in a process of comparison, and this process creates money. Then, this “comparison, which the head accomplishes in one stroke, can be achieved in reality only in a delimited sphere by needs, and only in successive steps” (144). Thus, there seems to be a “head” that presupposes all general exchange. That head, a head of an unknown person, gets whatever it wants in a single stroke, a dull, or hard, blow. The head that presupposes value hits hard. This characteristic, then, is pure affect. Consequently, whoever experiences this hard blow has but no other choice but to replicate the first blow of the aforementioned thinking head. Soon, all idea of the general equivalent seems to be but the habituation of that single stroke, or a process that happens “little by little” (144) in the formation of capitalist society. 

Notes on The Power at the End of the Economy (2015) Brian Massumi

Freedom of choice is not new for neoliberalism but, as Brian Massumi argues in The Power at the End of the Economy (2015), it is its main feature. It is its “magic touch guided by the principle of competition” (1). The idea of the Market, at least for modernity, is tied to the way freedom of choice has been developed as a mechanism connected to the way we rationalize our everyday lives. We choose our future, as much as we choose our present and past. What matters is that our decision stands as a solid bridge that brings together what we desire and what we want. The problem with all this, as Massumi argues, is that every rationalized decision is haunted by affect. The market, or markets, these days is (are) rational only in appearance. Today, markets “react more like mood rings than self-steering wheels, the affective factor becomes increasingly impossible to factor out” (2). This means that as late Michel Foucault argued the invisible hand of the market seems to be connecting the world in a “spontaneous synthesis,” therefore “the positive synthesis of market conditions occurs immanently to the economic field” (3). The end of the Economy, for Massumi, is when “what is most intensely individual is at the same time most wide-rangingly social” (4) and at the same time, when the invisible hand seems to be suffering from a “degenerative motor disease” (5). Power, at least in its state form, is less than a invisible hand these days, but also more than a phantasmatic prothesis. Power is working in the “infra-individual” and every infra-level of action strikes strongly at a macro level. 

The panorama that Massumi describes for power after the end of economy, that is, once there is not outside of capitalism, is closer to the way the weather behaves. The individual, then, as part of the landscape is like a mountain, or any other geographical accident that both increases or reduces the strength of the weather. The power of the individual, however, is not dictated by its rational ability of choosing, it is determined by its “nonconsciousness” since this “becomes the key economic actor” (17). From that we have not only a disempowered individual but a radical change in the individual. Autonomy stops being a feature of the individual and “what is now autonomous is its decision” (19). We like doing things that are done by something through and with us. The personal vanishes and we are in an infra-desert of experience. This brave new world focus on “self-interest” which consist in making and keeping tight a “strict equation between life satisfaction and rational calculus of choice” (23). By no means this should comfort us. Our current state is merely a state that persist in self-satisfaction or its extended deferral at all levels: pleasure, pain, gain, success, sadness, depression, death, rush and so on. We have, as neoliberalist homo oeconomicus “a system in which [we] owe the positive nature of [our] calculation precisely to what eludes [our] calculation” (36). We can calculate all that par excellence eludes calculus; we can measure all that is unmeasurable. And, of course, the problem is that these operations would never end well. 

Rationality created its traps and captured affect. One is free to choose its deferral of death. While all of this seems extremely pessimistic, for Massumi, it also means that different ways of struggle are liberated. Perhaps, in a same formula as the one evoked by Michael Hardt and Antonio Negri in Empire (2000), The Power at the End of the Economy suggests that what is at stake is abandon decision and supplant its rational features by an affective sympathy. That is, before placing reason at the top of our priorities, affect should dismantle hierarchies and recreating old paradigms. If capitalism has persisted for so long it is, for Massumi, because it has focused, wrongly, the importance of things in their quantity and quantification and not in its qualities and its qualifications. Life always will create, via events, a surplus. “Capitalism is the process of converting qualitative surplus value of life into quantifiable surplus value” (77), what is at stake with this is that there must be a way to stop converting the surplus value of life, manifested in experience, into quantifiable things, into a calculus that blindly gives answers. While Massumi offers a possible solution in a tone closer to Empire (as mentioned before), it is not clear enough how affect, or ontopower, would simply infect all common heroes —the anonymous masses that for Massumi have all the potential and imagination to make a change in the world— it is for sure important keep in mind that there is a difference between the qualitative surplus value of life and the quantitative capitalist surplus value. The first one is always a remainder, an excess, an uncountable, the second one is merely a false calculation, a persuasive trap. At the same time, if there is no economy, once affect became immanent, how would we learn of to differentiate again between surplus values without choosing? 

Notes on Parables for the Virtual. Movement, Affect, Sensation (2002) by Brian Massumi

There is no way that the virtual will reveal itself to us. There is no property of the virtual, hence no “of” can come out of it. Our direction to the virtual, then, is only “for.” These statements could be a way of approaching to Parables for the Virtual. Movement, Affect, Sensation (2002) by Brian Massumi. The book has not a progression in its argument. It is a work of experience and about experience, a radical empiricism based on affect. The 9 chapters that integrate the book are parables. It is not that every chapter tells a story with an expected lesson to be learn, but rather every chapter depicts a narrative arc like a parabola. That is, every chapter is an open narrative curve, a depiction that wish to explore the conceptual displacement “body –(movement/sensation)- change” (1) without attempting any closure, without canceling the movement of the parabola. The objective of Massumi is not an easy task. If the concept of body is as open as the ones of movement, sensation, and change, then what is at stake in every parable is to accompany the movement of a body. Put it differently, if in “motion, a body is in an immediate, unfolding relation to its own nonpresent potential to vary” (4), what is at stake is to turn theory as “abstract enough to grasp the real incorporeality of the concrete” (5). Theory has to travel at the same phase as the “bodies” it attemps to describe. In a world where “the problem is no longer to explain how there can be change given positionings”, now “the problem is to explain the wonder that there can be stasis given the primary of process” (7-8). Our reality, as simple, or complex as one could put it, has to much potential, that is an immanence of things, the total “indeterminate variation” (9). 

A narration matters but also is not what really matters. This aporia could summarize what happens in the 9 parables of Massumi. There are stories about Reagan, the performance art of STELARC, football, the internet, color, and science. But these stories have no real characters. They all build a net where movement, affect and sensation are at the center of the stage. Evasive characters are these. If movement is part of the whole mechanism of self-regulation of a body (its habit), affect and sensation are the inner mechanisms of movement. As a body in movement only is capable of finding itself, sensation is also self-referential (13). Movement and rest are the two relations that tie what a body can do and affect is what hinges the displacement between rest and movement, “a bifurcation point, or singular point in chaos theory” (32), where “the multiple is dispersed, when only one is ‘selected’” (33). Affect is the two-open sidedness of the virtual and the actual, it is also the “virtual synesthetic perspectives anchored in (functionally limited by) the actually existing, particular things that embody them” (35). That two-open sidedness is a remainder, something that escapes emotions (captures of affects), but also that is only perceived as emotion when it becomes memory. At the same time, there is no clear point where affect emerges, it is a “sudden interruption of functioning of actual connection” (36). Once that sudden moment abates the body only perceives its own vitality, its own source of aliveness, of changeability (36). Here is the beginning of movement, the heart of sensation. 

Movement and sensation depend on affect. But at the same time seem to be everything but affect. A movement cannot be sensed if it does not starts and stops, or at least that is what sensation does, it breaks what seems immovable or what is always in movement. “Sensation is the registering of the multiplicity of potential connection in the singularity of a connection actually under way” (93) and this register is best exemplified with the analysis of the body suspension of STELARC that Massumi analyses. Here in this particular suspension, we also witness the “that inventive limit-state is a pre-past suspended present. The suspension of the present without a past fills each actual conjunction along the way with unpossibilized futurity: pure potential. Each present is along the way with sensation: felt tending, pending” (103). Hence “movement is in between the intensive vacuum activation and extended, object action perception” (129). A body waits, stands, move, feels, but only when sensation is triggered by affect. It all goes back to the parabola that the title of the book suggests. If affect is the limit point of movement and sensation, that is, what both exceeds and presupposes both, this limit point “does not-exist on the curve [of the parabola]. It is abstract. It exists not on the but rather for the curve. Or rather almost exists so that the curve may exist” (147). Massumi’s task then is turning empiricism into an infraempiricism, the study of what happens to bodies in a level where things are felt in a queer way. This radical empiricism sees only potentials, sees, cares, and keeps the remainder and excess of both movement and sensation: affect. 

Escritura y vida: el punto impreciso entre la memoria y la experiencia. Notas sobre El entenado (1982) de Juan José Saer

“De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo” (13). Con esta aparente contradicción inicia El entenado (1982) de Juan José Saer. La novela contada en primera persona recupera los recuerdos de un huérfano español que en su juventud vivió por 10 años con un pueblo indígena antropófago en la recién “descubierta” América de inicios de siglo XVI. A su retorno a España, el anónimo narrador, que ahora escribe desde la senectud, recuenta cómo del miedo y la incomprensión a los indígenas ahora su memoria se los presenta con cariño, pues frente a los excesos, corruptelas, libertinaje y desasosiego de la vida en España, la vida en aquellas costas vacías no era mejor, pero sí más cercana al sosiego. Si bien, buena parte del relato se ocupa de la relación sobre la vida diaria con los antropófagos, la novela es menos una exaltación de una pretendida y “pura”otredad de los indígenas y más un ejercicio de memoria. Más bien, El entenado es, en gran medida, una exploración sobre el movimiento y la sensación del recuerdo de la existencia propia y del entorno: una novela sobre escritura y vida. Si entenado es el hijo que se aporta al nuevo matrimonio, el narrador no es sólo el hijo que llega a esa unión forzada y accidentada entre el nuevo y el viejo continente, sino también alguien cuya vida llega en doblez a sí mismo, alguien que llega por deseo propio o por azar al puerto de sí mismo. 

El narrador va de una costa a otra, de un extremo a otro. Criado entre prostitutas y marineros, cuando el puerto ya no le era suficiente, el narrador decide embarcarse hacia el lugar del que todos hablan en los puertos. “Lo importante era alejarme del lugar en donde estaba, hacia un punto cualquiera, hecho de intensidad y delicia, del horizonte circular” (14), dice el narrador. Si su origen es intrazable, por su orfandad, el destino del narrador también se presenta así. El punto cualquiera, hecho de intensidad y delicia, del horizonte circular es uno y cualquier punto. En ese siglo, desde las costas españolas cualquier línea hacia el nuevo mundo es de fuga. Si la tierra de origen es terrible, cualquier punto que se aleje de ahí, por su intensidad y su delicia, debería ser mejor. El mismo punto que el narrador busca fuera de las costas españolas parece ser el mismo que el capitán, una vez emprendido el viaje, observa obsesivamente, “miraba fijamente un punto invisible entre el mar y el cielo, sin parpadear, petrificado sobre el puente” (16). La petrificación del capitán seguirá así incluso al llegar a tierra. Mientras los demás miembros de la tripulación se convierten líneas erráticas que se desplazan “como animales en estampida” (19) al llegar a tierra firme, el capitán se abstiene de todo movimiento. No es sino hasta que al hacer el reconocimiento de tierra, el capitán abandona un poco su inmovilidad. Sin embargo, el poco movimiento del capitán disminuirá aún más. En tierra, sus ojos se quedaron “mirando sin duda sin pestañear, el mismo punto impreciso entre los árboles que se elevaba en el borde de la selva” (22). Ese punto impreciso eventualmente provoca “una estupefacción solidaria” (23) entre los marinos, hasta que el capitán “emitió un suspiro ruidoso, profundo y prolongado” (23). Luego del suspiro los marineros pasaron a un “principio de pánico” (23). 

El punto impreciso detona la estupefacción solidaria, el suspiro ruidoso y el principio de pánico. Este punto es mediación entre la memoria, o la imaginación, y la experiencia y a su vez el lugar ilocalizable entre escritura y vida. Algo hay de aterrador en el momento detonado por ese punto impreciso. Más allá del miedo y la diferencia que puedan generar luego los sucesos venideros en la narración, la muerte de todos los marineros excepto del narrador, la orgía y antropofagia de los indígenas, el regreso a España, la falsedad de la vida monacal y artística y el placer humilde de vivir en familia y escribir, algo hay que afecta en desmesura en las primeras páginas de El entenado. El terror, el miedo, o el afecto, está siempre en los huecos, en los agujeros, los puntos imprecisos que parecen alejar al que observa de sí mismo y al mismo tiempo acercarlo a otra cosa diferente de sí mismo. Estos puntos están por toda la narración. El capitán incluso luego de su resoplido continúa obsesionado, atosigado, casi, por estos puntos. Un día mientras cenaban, su mirada “permanecía fija en el pescado y, sobre todo, en el ojo único y redondo que la cocción había dejado intacto y que parecía atraerlo, como una espiral rojiza y giratoria capaz de ejercer sobre él, a pesar de la ausencia de vida, una fascinación desmesurada” (25). 

El punto impreciso tantas veces mencionado en la novela no es un vacío. Al menos no un vacío en el sentido en que aquello que es abismal es habitado por la nada. Este punto es precisamente el que regula el arco narrativo, es el lugar sin el que la escritura perdería su trazo y la vida su fuerza, su curva y progresión, un límite que garantiza el movimiento de las cosas. El narrador comenta luego de describir con nitidez los vaivenes de la orgía y la embriaguez de los indígenas “ahora, sesenta años después, en que la mano frágil de un viejo, a la luz de una vela, se empeña en materializar, con la punta de la pluma, las imágenes que le manda, no se sabe cómo, ni de dónde, ni por qué, autónoma, la memoria” (61). El punto impreciso es, entonces, el límite de la memoria frente a una experiencia desbordada que exige su materialización. Aquellos años que excedieron toda experiencia forzaron el nacimiento del narrador en el nuevo mundo (41). En esos años su memoria sobre el viejo mundo se borró, bastaba una acumulación de vida que desplazó la memoria para que el cuerpo se acostumbre a otras cosas. De regreso al viejo mundo el proceso se repite, pero ahora, la acumulación de memoria desplaza la experiencia. Las tardes que consagra el viejo narrador a su escritura son ahora un punto impreciso desde donde memoria y experiencia se desbordan mutuamente dejando trazos en las páginas que leemos. 

Si entre los indígenas, como pasa también, tal vez, en las costas de su tierra de origen del narrador, dominan los roles y los hábitos, el único hábito que le falta al narrador es alguno que le permita poner aquello que se escapa a la experiencia y también elude, de cierta forma, a la memoria. Es decir, la escritura y los libros, según dice el narrador, son un “un oficio que […] permitiera manipular algo más real que poses o que simulacros” (117) y sobre todo son un hábito que le permiten al narrador rodear el punto impreciso, que ahora es atiborrado por una acumulación de palabras, de los vacíos de la vida van quedando abundancia de intensidades y sensaciones. Si la experiencia alguna vez venció a la memoria y a la inversa, en la escritura el vaivén entre memoria y experiencia se intensifica y se acelera. El texto se vuelve repetición y religación. Las constantes repeticiones de la narración ejemplifican algo más que un inacabable ir y venir entre la memoria y la experiencia. La repetición no es su condena, sino una oportunidad precisa de cambio, o como el narrador dice sobre el mismo sabor del vino que ahora por las noches prueba y comprueba repetidamente, este era “el indicio de algo imposible pero verdadero, un orden interno propio del mundo y muy cercano a nuestra experiencia […] un momento luminoso que pasa, rápido, cada noche, a la hora de la cena y que después, durante unos momentos, me deja como adormecido” (118). El punto impreciso se vuelve momento luminoso. Si la vida es eso que le pasa de lado a cualquier cuerpo, la vida no es más que algo aterrador pero neutro, un lugar raro donde se cumplen. El narrador dice, así, que “nuestras vidas se cumplen en un lugar terrible y neutro que desconoce la virtud o el crimen y que, sin dispersarnos ni el bien ni el mal, nos aniquila, indiferente” (152). Como el pasmo del capitán de la expedición, que dejó entenado al narrador en aquellas costas del nuevo mundo, o como el canibalismo de los indígenas, o la vida monacal y la errante vida de cómico, toda vida pasa, casi siempre, fuera de nosotros, desde o hacia un punto impreciso, sólo cuando el punto impreciso nos toca, entonces es que algo se ilumina, entonces es que la intensidad en nosotros brilla. Todo lo tocado y todo lo sentido, lo recordado, olvidado y experimentado, lo que se escapa y lo que se queda, va a encontrarse en el balbuceo del final de la novela, el “encuentro casual entre, y con, también, a ciencia cierta, las estrellas” (161): el encuentro de la abundancia del cielo y el desierto de la vida grabado en letras.

Notas sobre Tercer espacio y otros relatos (2021) de Alberto Moreiras

Esto que sigue, junto a un post anterior sobre Infrapolítica. Instrucciones de uso (2020) busca formar, a la larga, un bosquejo de un texto más largo sobre algunos de los libros de Alberto Moreiras. 

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La nueva edición de Tercer espacio y otros relatos (2021) de Alberto Moreiras agrega bastante a la edición de 1999. Todo esto, por supuesto, está comentado por Moreiras mismo. Se puede decir que Línea de sombra. El no sujeto de lo político (2021) y Tercer espacio son una reexposición de una herida. Si las cosas ya iban hace más de veinte años, como Moreiras escribe, analiza, tematiza y comenta en ambos libros, ahora las cosas van peor. De ahí que, el testimonio de Moreiras, “testimonio de una vida parcialmente dedicada a la observación y estudio de formas de escritura salvaje y subversiva” (Tercer espacio 10) valga mucho la pena. Reeditar Tercer espacio no sólo muestra una necesidad de volver a algo que ya estaba antes de las elaboraciones sobre la infrapolítica, la poshegemonía, la desnarrativización u otros conceptos claves de y para Moreiras, sino que también, quizás, aquello que precede también excede. Esto es, “la acumulación de intereses puntuales que seguían su propia lógica” (10) y que formó a ambas ediciones de Tercer espacio siga en expansión, que la acumulación de escritura salvaje y subversiva antecede y precede al tercer espacio y a la posibilidad misma de relatar. Más aún, esa acumulación es el testimonio de una vida que late por esa herida expuesta. Así, la nueva edición de Tercer espacio invita a la lectura, al diálogo y a la discusión. Si hace 20 años el libro “herético” de Moreiras, como lo llama Gareth Williams en el “Prólogo,” no encontró nicho y resonancia en el mundo académico tradicional, quizás esta vez sea diferente. Quizás. 

Las dos partes en que se divide Tercer espacio ofrecen ensayos sobre diversos autores latinoamericanos, mayormente. La primera parte es la reedición de la edición de 1999 y la segunda son los otros relatos que anuncia el título del libro, artículos que aparecieron en diversas revistas académicas. A su vez, hay una “Nota preliminar,” un “Prólogo” escrito por Gareth Williams, una “Coda” y “Apéndices.” En el “Prólogo,” Williams recupera una cita clave para entender cómo está escrito Tercer espacio. El libro está escrito a partir de tres registros que siguen un plan para llegar a “una meditación concreta sobre la mímesis o práctica del duelo.” Los tres registros son: “el registro de la literatura latinoamericana a ser estudiada, el registro teórico propiamente dicho, y el otro registro, más difícil de verbalizar o presentar, registro afectivo del que depende al tiempo la singularidad de la inscripción autográfica y su forma específica de articulación trans-autográfica, es decir, su forma política” (25). Literatura, teoría y afecto supondrían también pensar en tres espacios. El tercer espacio es el espacio del afecto, del duelo. Tal vez, sin que el libro se preocupe mucho de ello, no queda suficientemente claro por qué es el duelo el principal afecto que mueve la “práctica del residuo o del resto ontológico en la escritura” (32). Si todos los textos analizados en Tercer espacio cargan con “una experiencia básica o extrema de pérdida del fundamento” (33), esto no quiere decir que el duelo sea suficiente para entender cómo los textos hacen “de la pérdida el lugar de cierta recuperación, siempre precaria e inestable, pues siempre constituida sobre un abismo” (33). Es decir, si ese resto enigmático (término que se usa en Línea de sombra para hablar del no sujeto de lo político) que persiste luego de la pérdida se expone al mundo y se engancha a la existencia de forma precaria e inestable, difícilmente el duelo puede atraparlo, pues más que resistencia, la persistencia del residuo duele tanto como alegra cualquier otro afecto de valencia positiva.

En el tercer espacio habitan los restos, los residuos, aquello que se escapa. Como en la foto del niño y su madre (Fig. 1), en la dualidad y la repetición algo se escapa a la posibilidad reflejante del espejo, sólo la cámara “capta desde detrás la escena de este cruce de miradas que no se cruzan” (41). Una traza sin cruce, eso sería una posible definición del tercer espacio. En palabras de Moreiras al respecto de la foto, “hay un tercer espacio, definido por la fisura que separa las dos miradas y que bloquean su encuentro, definido por la fisura que, al postergar en ansiedad paciente la posibilidad de encuentro, vincula, pero sólo tentativa, hipotéticamente, el espacio primero y el espacio segundo —los vincula al tiempo que los separa tenue e infinitamente” (40). Esa fisura demanda explicación, pero no admite resolución explicativa. A la vez, por esa fisura y esa serie de reflejos, el vinculo hipotético que también separa tenue e infinitamente deja ver el residuo de los ojos y de lo que estos comprueban. Así, aquello que las manos de la madre y del niño sostuvieron, ya no se puede sostener más, sino por la mirada. En ese sostenerse mutuo se aviva “un oscuro goce” (42). 

Con esto, se insiste en que, a pesar de que el libro enfatice la labor del duelo como producción negativa para salvaguardar el residuo de aquello que persiste, el duelo no puede cargar con todo lo que el residuo desborda. Si el duelo es otra cosa cuando se duele de sí mismo, pues “el verdadero odio está en la narrativa, porque la narrativa no es aquí más que pretexto para buscar en ella momentos constituyentes de desnarrativización, los momentos en los que la historia y las historias se hacen indistinguibles de su propio desastre” (42). El duelo en su momento de desnarrativización, en el que su dolor se hace indistinguible de su propio sufrimiento, libera aquello que le aquejaba. Todo esto, parecería contraproducente, pues el libro siempre regresa a la necesaria labor negativa que el duelo precisa y, de cierta manera, a la imposibilidad de que otros afectos puedan dejar resonar aquello que el residuo enigmático guarda. Sin embargo, en casi todas las lecturas a los textos literarios, se tiene prueba de lo contrario. En la lectura de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” de Jorge Luis Borges (“Capítulo segundo”), la escritura postsimbólica sirve para plantear eso que precede y excede al duelo. El cuento de Borges, al final, se trata de cómo “los epitafios traducen la muerte y así articulan una especie de supervivencia” (68). Esa supervivencia esta directamente relacionada con la escritura postsimbólica. Esta forma de escritura sucede porque en Tlön no hay forma de substantivación, porque el mundo “ha de ser entendido antirrepresentacional y antisimbólicamente” (71). Así, la escritura postsimbólica “vive en el duelo de sí misma. Sobrevive en una indecisa labor de traducción cuya precariedad sin embargo acoge la alegría de saberse fiel a sí misma, siguiendo su propia ley” (73). Esa alegría que se acoge es la que precisamente nunca puede llegar a afirmarse (74). Borges es un escritor del tercer espacio, como se verá en otros capítulos del libroporque su escritura no es exterior ni interior, “su espacio es el espacio tercero de una extraña posibilidad de traducción del mundo” (74). En esa extraña posibilidad no hay ya duelo, pero sí una inafirmable alegría, tal vez. Si la aflicción busca aquello que deja traza y murmura, aquello que deja sólo un rumor, ¿por qué se duele tanto la aflicción por no ver pero seguir oyendo, seguir sintiendo?

La negatividad es inescapable, tal vez. Se dice sobre la negatividad, al respecto de “Funes el memorioso” que:

funciona como instancia crítica e irónica: la nostalgia de presencia, si bien no puede presentar sus propios resultados positivos, articula al menos bajo el modo de la alusión el proyecto de una posición privilegiada donde coincidirían racionalidad y creación, y en la que sería posible asentar la relevancia emancipatoria del arte. No importa que esa posición no pueda ser más que proyectada. El vacío que crea la acción misma de proyectar es un vacío activo (116). 

Todo esto va de acuerdo con el carácter funesto de Funes, su inescapable vida de “auto-coincidencia instantánea.” Desde esta perspectiva, Funes se escribe desde la crítica y la ironía, desde una irresolvible ambivalencia entre recordar y olvidar, entre “la reconstrucción ontoteológica y su ruptura” (126). Funes proyecta un vacío y este no es una imposibilidad, ni una falta, sino una traza de actividad. Sólo por ese hueco se hace posible una distancia que nos separa y acerca a la catástrofe de un mundo de imposible deferencia, de mismidad y cambio absoluto en estado heterogéneo. Funes, aunque esto no lo sugiere del todo Moreiras, dejaría ver que la angustia de la negatividad dialéctica por evitar “la parálisis, el desastre apocalíptico del pensamiento” (129), no es sino un juego arriesgado de crítica e ironía, algo más cercano a un chascarrillo que a un acertijo filosófico. Con esto, la crítica y la ironía de Borges en Funes afirman, sin poderlo, la relevancia de la vida común, o del hueco que late en la vida infame y funesta de aquellos que “vivimos postergando todo lo postergable porque igual que Funes no podríamos vivir en la auto-coincidencia instantánea” (123). De ahí que sólo al replantear el problema de lo común vuelva a latir la necesidad de romper o reconstruir la ontoteología.

Quizás el lugar de lo común sea un flanco también sugerido por Moreiras pero no explorado en Tercer espacio. La única mención explícita al problema de lo común en el libro está ubicada en un momento en que se hace crítica a las predecibles formas en que la academia ha leído a Borges. Para Moreiras, la academia sólo sabe mostrar un Borges “chato, nihilista, falsamente subversivo, funcionalista, metafísico, y en última instancia, trivial” (291). La diferencia entre estas lecturas y las de Moreiras está en que para el segundo el problema de lo banal, lo común, yace en la propia experiencia existencial y vivencial. Es decir, que lo común es perder cosas, saber que tarde o temprano todo lo que vive un día reventará, se acabará, y que, por tanto, hay que mantener siempre una diada viva que invoque a un tercer espacio en el que se cancela por extenuación y repetición la mímesis subjetivante de la narrativa. Es decir, que el problema no es que en Borges no haya momentos banales, metafísicos y subversivos, sino que la crítica convencional domestica la prosa salvaje de Borges y vuelve simplificado lo que es simple, lo que es común. El ensayo que abre la segunda parte y que discute las insuficiencias de la crítica tradicional al discutir la obra de Borges ya deja ver cierta diferencia entre primera y segunda parte. Mientras que en la primera parte no hay una mención explícita a la noción de infrapolítica, en la segunda parte el concepto aparece. 

La infrapolítica sería la necesaria intromisión de aquello sin lo que política ni la escritura pueden ser. Ya sea en Castellanos Moya, en Aguilar Camín, en Roa Bastos, o incluso en algunos de los autores analizados en la primera parte, sobre todo en Borges y en Lezama, la infrapolítica funcionaría como aquello “extrahumano que interrumpe la interrupción [del orden de la representación] y la aniqila, la arruina,” así “ya no hay recurso al arte, vivimos en la fijeza de ese algo, en esa interrupción de segundo orden” (379). Con esto, queda enfatizada la tarea de Tercer espacio por buscar textos no miméticos, sino mejor textos de segunda ruptura, textos de ruptura de la ruptura. La cita anterior, ubicada en el corazón de las reflexiones sobre Yo el supremo, de Roa Bastos, sirve como como puente para una apertura, la llegada a un umbral. Desde ahí se manifiesta que en Yo el supremo ya no está “la liberación de la escritura por la política, sino la interrupción infrapolítica de la historia en nombre de un nuevo horizonte de libertad” (392). En Yo el supremo la escritura se expone a ser interrupción de la política y la política se expone a ser interrupción de la escritura, lo que queda, el resto enigmático, es un horizonte de libertad, una línea de fuga. 

Casi al final del libro se vuelve necesario, tal vez, preguntar qué diferencia habría entre tercer espacio e infrapolítica. La estela de pensamiento por la que Moreiras apuesta en esta reedición trazaría un arco de intensidades que va de lo espacial a lo posicional. La infrapolítica es la desterritorialización del tercer espacio, pues si la infrapolítica “te fuerza a desbrozar aquello que te describe, aquello que te des-cribe, te fuerza a destruirlo, para que una cierta cercanía —la cercanía de tu ahí a tu-ahí emerja” (486), ¿qué lugar ocuparía el duelo sin ninguna descripción? En otras palabras, la infrapolítica es la exposición y redoble del duelo del tercer espacio. Al mismo tiempo, el tercer espacio ya es el umbral de exposición hacia la ambivalente afectividad de la infrapolítica, a ese afecto que provoca desbroce, esa fuerza que des-cribe. No extraña así, que de Tercer espacio. Literatura y duelo en América Latina, la nueva edición diga ahora Tercer espacio y otros relatos. De la cesura del punto, la y congrega y prosigue, persiste. A su vez, del duelo y el lugar (América Latina), el tercer espacio ahora se sigue de lo esencial del duelo, su relato y su inespecífica fuerza otra (otros relatos). La diferencia entre tercer espacio e infrapolítica no se sutura, se expone y se exhibe en una “y” sin juxtaposición pero en conjunción, como las miradas de la madre y del niño del “Exergo”. A su vez, lo que acerca al tercer espacio y a la infrapolítica es el impulso por el éxodo, por la fuga. Si la infrapolítica fue pensada primero como “descriptor existencial” (486), la existencia que desborda lo común del acontecer se abre hacia la infrafilosofía, una posición desde y sobre lo que es inoperante. La infrafilosofía sería la traza que confunde, aleja y acerca, a la infrapolítica y al tercer espacio, un pensamiento de un mundo que requiere existencia antes que sometimiento. Es ver el gozo de ver sin narración, de no permitir que la ficción viva por ti. Sin embargo, sin ficción, ¿dónde habrá de guarnecerse aquello que a veces vibra en la ficción?, ¿dónde? Aquello que dice Mario Levrero:

Aquello que hay en mí, que no soy yo, y que busco.

Aquello que hay en mí, y que a veces pienso que también soy yo, y no encuentro.  

Aquello que aparece porque sí, brilla un instante y /luego 

Se va por años 

Y años. (El discurso vacío 9)

Sin nada de ficción no habría, tal vez, relato y sin otros relatos, no habría tercer espacio. O tal vez sí, pero éste regresaría una vez más al duelo.