Como anuncia la portada y contraportada de Juan Justino Judicial (1996) el texto está escrito a manera de corrido y novela. A esto se suma, según dice la contraportada, que la historia de Juan Justino Altata Sagrario “está narrada por tres voces imbricadas que se alternan y complementan” (s/p). De ahí, pues, que la mayoría de los capítulos impares estén narrados en un tono “impersonal,” que la contraportada identifica como la voz colectiva, la voz del corrido; los capítulos pares sean, en su mayoría, narrados por Juan Justino; y una voz narrativa, a manera de un narrador en segunda persona, intervenga en varios capítulos del texto, como si esta voz fuera, según la contraportada, el primer muerto de Justino Altata, su conciencia. Juan Justino Judicial es una obra donde diversas voces confluyen, sin embargo esa confluencia no cambia el monótono determinismo del relato. En otras palabras, este es un texto en el que muchas voces narrativas convergen, pero los cambios radicales dentro del mismo relato son mínimos. Se cuenta de muchas formas un determinismo melodramático ya sabido de antemano.
Juan Justino Altata fracasa en componer su vida, como también fracasa en recomponer su corrido. El relato, contado a manera de novela picaresca, narra la vida de Juan Justino Altata, un campesino de la sierra del noroeste de México. La vida de Altata está sujeta a una doble marginalidad, pues, además de pobre, todo el mundo, en especial otros hombres, se burla de él, ya que “le falta la mitad de la varonía” (8). Expuesto, pues, al acoso y a la miseria, Justino va guardando odio y rencor contra sus semejantes. Años después, luego de probar suerte por toda la costa del Pacífico norte en México y de intentar cruzar al otro lado, Justino y otros peones roban al ingeniero de la plantación donde trabajan, pues el robo era “su oportunidad para salir de una vida que él no había escogido” (76). El problema es que luego del efervescente éxito, Justino es capturado por la policía judicial y luego convertido en miembro de la “corpo,” como él mismo llama al grupo policial. De ahí, Justino Altata deja de ser quien era y se convierte en el teniente Rodrigo Rodarte. Si el robo al ingeniero se le presentó a Justino como la posibilidad de mejorar su vida, pero cayó preso, ahora su incorporación a las fuerzas policiales parece abrir la posibilidad de finalmente mejorar. El problema es que no lo logra.
Ya sea que se le conozca por su nombre de pila, Justino, por su nombre de judicial, o por su apodo, teniente Castro, debido a un cruel método de tortura que practica a sus detenidos (castrar y colgar de los genitales a sus víctimas), Justino Altata se hace de renombre y fama. Esa urgencia que tenía de “ser alguien” (63), se trastorna cuando Justino se da cuenta de que su fama se la debe a un corrido y este va contando eventos que él quisiera cambiar. “Así lo que yo cuento, uste recompone, porque quiero que vaya poco a poco poniendo de moda el nuevo corrido hasta que borre de la memoria de toda esa zarandaja que se anda contando por ái” (23). Como cada cambio que Justino da para mejorar su vida, la corrección del corrido, que es también la narración del texto, pareciera ser la última capa de cambio, el punto de cúspide que pudiera asegurar un cambio radical en la vida de Justino Altata. Sin embargo, recomponer un corrido es como recomponer una vida, un acto casi imposible. Mientras que la autoría del corrido subyace en una masa que no necesariamente busca la cristalización de una sola versión de la canción, una vida no subyace en las condiciones que le son propias: la vida del individuo descansa en las condiciones que lo presuponen y también en la manera habitual en que reacciona ante las cosas. Como Justino no mejora su vida, tampoco el corrido recompuesto le hace justicia, antes bien, esta nueva canción reprende las decisiones de Altata: “si uno nace incompleto/ hay que darse por sevido” (150).
El origen de la familia de Justino no aparece sino hasta muy tarde en el relato. Sólo entonces se descubre que su estirpe es la de los últimos “Altata de los alzados” (133), de los últimos grupos indígenas que se alzaron en tiempos coloniales en la región norte del país. Este grupo, que resistió hasta el final, fue maldecido por un sacerdote español, y así, por cinco generaciones los descendientes de los Altatas procrearían varones como Justino, incompletos de su varonía, pero también, tal vez, condenados a repetir un proceso de acumulación originaria, a vivir “con la pura mitad de las potencias” (9), como diría el padre de Justino. La acumulación originaria es el proceso descrito por Karl Marx como presuposición general a la acumulación capitalista. Los orígenes del capitalismo, Marx afirma, son todo menos idílicos, son momentos como los que vive la familia de Marcial Campero (41), el amigo jornalero de Justino, tiempos en que a base de desposesiones de tierra, asesinatos, robo y legislaciones sanguinarias, la burguesía nace y el estado refuerza su condición de “dominador,” tiempos en que “multitudes son de repente y a la fuerza separadas de sus medios de subsistencia, luego son forzadas a formar parte del mercado laboral como aves sin nido [vogelfrei en el original]” (Capital Vol I. 876). Con esto, Juan Justino Judicial sugeriría que la larga maldición que el proceso de acumulación originaria trajo a los Altata llegaría a su fin con Justino. Aquejado por un cáncer y de regreso a su pueblo natal, Justino muere en un delirio permanente, “sus arranques de palabras entrecortadas parecían confundirse ya con las otras que le venían de otra parte” (148). La voz narrativa enunciada en segunda persona se reúne por fin con Justino y le recuerda lo vano de su empresa, “tratando de componer un pasado que no podía modificarse un pasado que era tu vida misma porque desde entonces estabas condenado por tu primera muerte” (149). El problema es que esa primera muerte no era sólo de Justino, sino también la de todos sus antepasados. Para cuando Justino termina la maldición colonial, al ser parte de la quinta generación de Altatas, otra maldición comienza. Si a Justino Altata, como castigo, “Dios lo volvió judicial” (150), el nuevo castigo divino, como el que sufre Marcial Campero, parece una maldición inacabable, pues una vez vuelto narco ni él ni su familia se salvan.
El “Diario de un sinvergüenza” (2017) de Felisberto Hernández cuenta la búsqueda del autor de su “yo.” Este texto, como muchos otros trabajos del autor fueron publicados de manera póstuma bajo diferentes sellos editoriales. Este “diario,” como otros textos póstumos de Hernández fue escrito entre 1940 y 1950. El relato inicia cuando “una noche el autor de este trabajo descubre que su cuerpo, al cual llama ‘el sinvergüenza,’ no es de él” (141), y por si esto fuera poco, también la cabeza del autor vive una vida aparte, “ella,” como la llama el autor, “casi siempre está llena de pensamientos ajenos y suele entenderse con el sinvergüenza y con cualquiera” (141). Si el autor está desposeído de su cuerpo y de su mente, entonces, ¿cómo es que escribe?, ¿cómo es que puede decir “yo” cuando su cuerpo y su mente, el sinvergüenza y ella, se le escapan de la existencia? Casi como el hecho mismo que evoca la publicación póstuma de este relato, y otros, —el hecho de que algo se escape a la publicación— “Diario de un sinvergüenza” escribe sobre el abismo que presupone toda construcción de subjetividad, pero también sobre aquello que se escapa, persiste e insiste ante la clausura, o fin, de un proceso de subjetivación.
El “yo,” no es el cuerpo ni la mente. De hecho, como el narrador del diario admite, su cuerpo no guarda ninguna relación con su “yo,” ni menos con su muerte, “descubrí que mi cuerpo ya había sido ajeno desde hacía muchos años” (142). El cuerpo nos limita o nos supera, hay un punto en que uno se da cuenta que aquello que uno piensa sobre sí mismo no guarda ninguna relación con la forma en que el cuerpo vive. El narrador comenta sobre su niñez, “Cuando yo era niño no ponía mucha atención en mi cuerpo. Es que lo miraba con cierta indiferencia, pero a veces casi me hacía gracia y sentía por él esa pena que se tiene por algún predestinado a una enfermedad incurable” (143). Hay algo extraño en descubrir(se) el cuerpo, y más aún por el hecho de que el narrador llame a su cuerpo “sinvergüenza.” Si la vergüenza es el darse cuenta de que algo nos falta, de que algo se exhibe sin que nosotros queramos, el cuerpo, para el narrador, sería aquello que sólo no exhibe ni carece: el cuerpo no tiene falta. El problema, para el narrador, es que pensar su cuerpo, o mejor, nombrarlo, es sólo posible por el hecho de un extrañamiento. El cuerpo es aquello que nos es ajeno, que no tiene falta, pero sólo se enuncia por la idea misma de la falta.
“Es impresionante como un abismo, lo que puede entreverse dentro de los límites de un cuerpo o de un sinvergüenza” (153), comenta el narrador en la última entrada de su diario. El proyecto de búsqueda del yo, que estaba organizado a manera de un diario, requería la disposición y ordenamiento del texto a partir de entradas que indicaran un número de día. Para cuando el narrador se da cuenta del abismo que lo separa y a la vez habita en su cuerpo, la entrada de su diario ya no cuenta ningún número. El abismo es insondable, no se puede capturar. Pero, como admite el narrador “la curiosa, la conciencia, quiere ver y comprender todo. Todo lo entrevera o todo lo acomoda, lo cual es lo mismo para el sinvergüenza” (153). Pensar es baladí, pues al cuerpo le da igual lo que la conciencia acomode u ordene. No obstante, “ella,” la cabeza, siempre piensa, siempre se desentiende. El “yo,” entonces, estaría siempre en una posición desfasada, extrañada de sus propias condiciones ideales y sensoriales. El “yo” es uno más en una multitud, un “alguien” que “parece que quisiera crearse otra existencia que no sabe cómo será, sin importársele gran cosa de él, con un egoísmo que no parece ni del cuerpo ni de la cabeza” (159). Ese otro egoísmo, como el mismo relato de Felisberto Hernández, está incompleto. Es, apenas, la posibilidad de otredad, de diferencia, un proyecto lanzado pero no terminado, o que más bien, termina con las anotaciones para su reconstrucción, para volver a pensarse el “yo.”
“Los mejores escritores de Colombia son los jueces y los secretarios de juzgado, y no hay mejor novela que un sumario” (123), afirma el misántropo narrador de La virgen de los sicarios (1999) de Fernando Vallejo. Sin que necesariamente se trate de un sumario, ni, tal vez, tampoco de una novela tradicional, el libro recupera en soliloquio las peripecias que un gramático misántropo en edad madura vive al lado de sus jóvenes amantes sicarios en una ciudad de Medellín envuelta en los resabios de la muerte de Pablo Escobar. La muerte del capo pareciera ser el evento que presupone al relato de la narración, pues Fernando, el narrador, conoce a Alexis, su primer amante, luego del “exterminio de su banda” (64). Así, desposeído de sus “medios tradicionales de subsistencia,” Alexis trabaja ahora en “La casa de las mariposas,” una casa de citas. El relato, por otra parte, comienza con el regreso a casa del narrador y los recuerdos que los lugares de su infancia le provocan (“Había en las afueras de Medellín un pueblo silencioso y apacible que se llamaba Sabaneta” [5]). A la vez que la muerte del capo tiene una relación directa con la vida del narrador, ya que “los acontecimientos nacionales están ligados a los personales” (64), el estado general y desordenado que luego de la muerte de Escobar impera en Medellín parece análogo a la forma del texto.
Del recuerdo personal, al momento “presente,” y luego hacia digresiones que terminan criticando al estado general de la vida en Medellín, a la iglesia, al gobierno o explicando palabras a sus “lectores,” el narrador arma un sumario desordenado. La virgen de los sicarios inicia como novela y termina como otra cosa: una despedida y un pastiche hecho con los versos de una canción. El mismo narrador admite que la trama de su vida, y de su relato, “es la de un libro absurdo en el que lo que debería ir primero va luego” (16). El orden de la narración es difícil de seguir. Hay, así, una tensión entre el afán del narrador por explicar a sus lectores algunos detalles de su narración y el hecho de contar su propio relato. Mientras que los lectores son identificados como extranjeros, o desentendidos de lo que sucede en Medellín (“le voy a explicar a usted porque es turista extranjero” [39]; “Ahí están todavía esperándome, a mí con mis dudosos lectores” [45]; “y lo digo por mis lectores japoneses y servo-croatas” [113]) y la narración misma parece desentenderse de sí (“Nada hay que entender. Si todo tiene explicación, todo tiene justificación y así acabamos alcahuetiando el delito” [105]). Con todo esto, pareciera que el narrador no se interesara mucho por el acto mismo de leer. Es decir, parece que La virgen de los sicarios busca escribirse como un sumario para “no-lectores.”
Leer no hace a nadie mejor persona. Al mismo tiempo, la lectura es una herramienta más que lo mismo libera y oprime, un ejercicio, un hábito. El narrador enfatiza, por su parte, los beneficios de que Alexis no lea:
Pero esta criatura en eso era tan drástico como el gran presidente Reagan, que en su larga vida un solo libro no leyó. Esta pureza incontaminada de letra impresa, además, era de lo que más me gustaba de mi niño. ¡Para libros los que yo he leído!, y mírenme, véanme. ¿Pero sabía acaso firmar el niño? Claro que sí sabía. Tenía la letra más excitante y arrevesada que he conocido: alucinante que es como en última instancia escriben los ángeles que son demonios. Aquí guardo una foto suya dedicada a mí por el reverso. Me dice simplemente así: ‘Tuyo, para toda la vida,’ y basta. ¿Para qué quería más? Mi vida entera se agota en eso” (46).
Al menos desde la perspectiva del narrador, el narco elude la lectura. Para el narco todo es escritura, parquedad y pragmatismo que no puede darse tiempo para comprender, o leer. No obstante, como sucede Contrabando ante la incapacidad de diferenciar quién es quién, el narco también es el inicio de la lectura. Si la lectura es siempre una acción ambivalente y cargada de errores y malentendidos, ¿por qué habría que expulsar de la narración al acto de leer y comprender? ¿O será, tal vez, que La virgen de los sicarios busca no-lectores? Si la figura del lector, al menos desde una perspectiva tradicional, es un mero agente que reproduce gustos heredados en la medida que participa de productos culturales hechos por quienes validan su propio estatus de lector, entonces, el lector es siempre un agente cargado de un aura de “autoridad,” pues al lector hay que complacerle. Sin embargo, también hay otras formas de extrañar al lector, de sacarlo de quicio, como desearle “que le vaya bien, que le pise un carro o que le estripe un tren” (transcripción modificada 127).
How to write about narco? What use is literature in the face of violence and terror? This is, ultimately, the question that narconarratives have to confront. Like it or not, they face much the same challenge as that posed famously by Theodor Adorno in the wake of the Holocaust: “To write poetry after Auschwitz is barbaric.” Is there not something similarly barbaric about continuing to write novels during, let alone about, our current narco epoch? The danger is, as Mexican critic Rafael Lemus puts it, that “novels about narco fulfill a repellent function: they sedate us, they provide consolation. By providing order to disorder, they lessen its impact. By novelizing the narco, they make it seems domesticable” (“Balas de salva” 41). What is more, the writers of narconarrative also stand to profit from the violence they describe. As Lemus trenchantly argues of such authors: “None of these authors engage in denunciation because none of them wants narcoculture to come to an end. It is what feeds their novels, it is what their imaginary depends upon” (42). But is the alternative then silence?
Like Rascón Banda’s Contrabando, Fernando Vallejo’s La virgen de los sicarios has as its protagonist a writer. He is, apparently, a grammarian but in effect what he is writing is the novel that we are reading, told in first person with many an address to the reader, mostly explanations of the idiosyncratic language of Colombia and, in particular, of Medellín during the time of the sicarios (paid assassins) in the aftermath of drug king-pin Pablo Escobar’s death. With Escobar’s organization in disarray (though Vallejo is not particularly interested in how it functions; in fact, he tells us little if anything about the drug trade at all), the dozens, perhaps hundreds, of young men who once killed on its behalf are let loose, purposeless and all the more dangerous for it. If their murders once had some sort of rationale, directed by their superiors further up the narco hierarchy, now they are free to kill for the pettiest of reasons: they see a pair of baseball boots they like; a taxi driver refuses to turn down the volume of his radio; a passer-by rubs them up the wrong way. Vallejo’s narrative is studded with these almost meaningless executions, which go absolutely unpunished by a state that has lost control of the city.
Early on, Vallejo (or rather his narrator, who also goes by the first name Fernando) addresses the issue of how to understand what is in these young men’s minds, in a comment on what draws them to the historic churches that crowd Medellín’s historic city center: “Sociologists say,” he tells us, “that the hitmen ask María Auxiliadora to make sure they don’t miss, that she guide their aim when they shoot and that the deal works out well for them” (11 [15-16]). But the narrator immediately draws back from such rationalization: “And how do they know this? Are they Dostoyevsky or God the Father maybe when it comes to getting inside other people’s minds? A person doesn’t know what he’s thinking himself, so how’s he going to know what other people are thinking!” (12 [16]). Fathoming the sicario mentality requires either divine omniscience or a novelist’s imagination.
Is then this novel a Dostoyevskian exploration of the mind of an assassin? Yes and no. No, in so far as it never directly provides us with the sicario’s perspective: with the narrator we are perpetually by the side of the killers (his two boyfriends: first Alexis, then Wílmar), looking on and reacting to their actions, if from very close by. Fernando consistently marks his distance from them: they are young and he is old; they delight in the pleasures of mass consumption and popular culture, he is austere and has cultivated tastes; they come from the impoverished barrios (the comunas) that surround and overlook the city, which he has never visited. And yet yes, in that this presumption of distance and difference soon breaks down: the narrator harbors his murderous urges, too, and often his sicario boyfriends simply kill on his behalf, indulging his whims, hoping to please him; it turns out (despite his sporadic denials) that his is the mind of a killer, even if his is not the finger on the trigger. It is often as though the sicarios merely act out his fantasies; in the absence of any other direction, he ends up providing it for them. Though he carefully tries to maintain the sense that he is master of a rational ego, through these young boys he finds himself indulging his Id.
But finally, Vallejo seems to acknowledge defeat. An investigation into the sicario phenomenon would require the powers of a great writer, but as he notes near the book’s end, when he visits the morgue to look for Wílmar’s assassinated corpse, “the best writers in Colombia” are not the professional novelists but the “judges and clerks, and there’s no better novel than a court summary” (128 [117]). Why? Their “language enchanted me. The precision of the terms, the conviction of the style. . .” ([117]). A novel, a novelist’s novel at least, is condemned to imprecision, to stylistic uncertainty. Perhaps this is because, over the course of the tale he is telling, the narrator ceases to be a writer–indeed, we never see him work on whatever grammar he may be writing; he seems instead to have all the time in the world to wander the city with his sicario boyfriends, so long at least as they precariously remain in the land of the living. Hence, once they are both dead, the book more or less fizzles out, as the narrator fades away, wishing the reader all the best (“Well, buddy, here we go our separate ways, you’re with me up to here. Many thanks for your company” [(122)]). In the end, “the cinema and the novel are not enough to capture the city of Medellín” ([58]). The best that Vallejo’s novel can do is trace the undoing of the writer, and of its own writing, as its narrator loses the struggle to maintain his distance from what surrounds him and instead accepts, perhaps, his own part in the barbarism.
“Capital absorbs labour into itself as though its body were by love possessed” (704). So says Karl Marx as he continues his reflections on the way capitalism runs. The original phrase in German says that capitalism absorbs labour “als hätte es Lieb im Leibe,” which is a quotation from Goethe’s Faust. The translation modifies some nuances of the original. That is, als hätte es Lieb im Leibe suggests that capital has a body, or it behaves as a body. While the nuance between original and translation certainly deserves a closer look, both fragments stress the fact that something that both exceeds and presupposes capitalism is moving it. To explain this something that is always escaping, this scurrilous thing, Marx relies on the figure of contradiction. For him capitalism, and society, can only be explained by contradictions. The mechanism of this contradiction in capitalism consists on pressing “to reduce labour time to a minimum, while it posits labour time, and the other side, as sole measure and source of wealth” (706). That means that something rather unknown happens in the process of extracting wealth out of the exploitation and domination of workers.
Throughout the Grundrisse Marx works on different ways to explain how production becomes reproduction as, perhaps, one of the main mechanisms that capitalism has at its sway. The relationship between production and reproduction consists in presupposing that capitalism must always circle and repeat its processes. No wonder why most of the examples used by Marx are those of the agricultural industry. If a harvest can be manipulated and controlled via the domination of workers by forcing them to sell their labour force, then, agriculture shows itself to be the industry par excellence of capitalism. In contrast to agriculture, mining is conceived by Marx as an industry that lacks the possibility to be understood via the idea of reproduction. “Extractive industry (mining the most important) is likewise and industry sui generis, because no reproduction process whatever takes place in it, at least not one under our control or known to us” (726). Extraction is, then, a mechanism that is always precapitalist but also integral to it because it means of creating wealth do not lie on reproduction’s realm. The fact that we cannot fully known what happens with a mine, that the earth and its minerals cannot be fully controlled, resonates with the way capitalism absorbs labour, “as though its body were by love possessed” (704), as if an unknown force were igniting production.
It seems, at least from the last Notebook and the end notes (“On Value” and “Bastiat and Carey”) that there is not really a true certainty on how capitalism works, or what really moves it. At best, as perhaps in other works of Marx, we can see the effects of capitalism, but never it “truly” origin, or motivation. Notebook 7 offers a particular image of capital, as a circle and “by describing its circle it expands itself as the subject of the circle and thus describes a self-expanding circle, a spiral” (746). This image carries a certain degree of determinism and also ties life to capital. If capitalism is directly tied to grow, or life, then, there is something faustic, (as the quote mentioned above from Goethe suggests), about this mode of production, since everything in life is but a process of grow and eventual vanishment, of crack-up. Capital promises a never-ending grow. The problem is that this promise is but a fiction. But why would we chose to believe it?
Contrabando (1991/2008), de Víctor Hugo Rascón Banda, bien pudiera ser catalogado bajo lo que Nicolas Bourriaud llama textos de postproducción. Esto es, textos que no necesariamente buscan “superar” las técnicas ya usadas por sus predecesores, sino hacer uso de “todo aquello que se ha apilado en el almacén de la historia para hacer realidad y presente” (Postproduction 17). La observación de Bourriaud parte del supuesto de que hoy en día los artistas programan (o modulan) más que componer materiales de arte. Con esto, aunque Bourriaud no lo vea así, la posición de aquellos que alguna vez tuvieron el “dominio” de las formas artísticas cambia. En el campo literario, el escritor deja por completo atrás la figura del “hombre de letras” y ahora no es más, tal vez, que un copista, un agente responsable de lo que su escritura modula, pero desempoderado ante la oportunidad de transferirle a su escritura un rol trascedente y de primer orden en el entramado social e histórico de la vida diaria. Justo esta posición es la que el narrador de Contrabando dibuja para sí y su entorno.
Luego de que Antonio Aguilar, “el último charro cantor,” le encomiende a un ficticio Víctor Hugo Rascón Banda la escritura de un guion cinematográfico, el escritor emprende un viaje del Distrito Federal, hoy Ciudad de México, hasta Santa Rosa, Chihuahua, su pueblo natal, para inspirarse y poder así escribir la historia que el ídolo de la canción popular le solicita. “Usted es de un pueblo serrano del norte y debe saber cómo siente la gente del campo, cómo quiere de verdad y cómo es capaz de morir por un amor. Quiero una película como aquellas que hacía el Indio Fernández” (pos. 38.1), le dice Antonio Aguilar a Rascón Banda. La tarea de escribir el guion, desde esta perspectiva, es vista como la transcripción del sentir “popular” en la producción cinematográfica del México de finales de los años noventa. Contrabando puede ser visto, así, como un texto que cuenta las peripecias que derivan de la encomienda de Antonio Aguilar. El texto se dejaría ver una suerte de bitácora sobre un proyecto de escritura. No obstante, las páginas de Contrabando son más y menos que una bitácora. Si el proyecto original consiste en escribir el proceso mismo de la escritura, el texto traiciona esta motivación. De hecho, por su propia forma el texto elude una clasificación tajante dentro de algún género literario. Las páginas de Contrabando son más una pila de artificios, una acumulación que ratifica y resume todo lo que la producción escrita en buena parte del siglo XX en México ha hecho para dar cabida a los espacios que comúnmente representan al país, y también a la literatura misma. En otras palabras, las representaciones de la época de oro del cine mexicano, como las que popularizara Emilio el Indio Fernández, han llegado a su punto de extenuación. O esto, al menos, es lo que sugiere el narrador cuando desde su llegada al aeropuerto de Chihuahua se encuentra con una atmósfera intervenida por una presencia ominosa. El narcotráfico, o contrabando, se deja ver en cualquier tipo de situación, pero siempre con el mismo resultado: muertes, terror, miedo y sentimientos encontrados entre la imposibilidad de hacer justicia y la indignación de no poder hacer nada al respecto.
El problema del narcotráfico retratado en Contrabando no es, necesariamente, que la violencia inunde hasta las realidades más “pacíficas.” Antes bien, la violencia subyace en el nivel local y fluye entre lo que entonces, en 1991, el año en que Contrabando recibió el premio de novela Juan Rulfo, era un país y un mundo que se desentendía de estos conflictos. El mundo no sabe de estos conflictos, o más bien, vive como si no supiera. Faltaría conocer esta realidad, como sugiere Damiana Caraveo, una de las tantas sobrevivientes que el narrador se encuentra en su viaje, “para que el mundo lo sepa” (15.9). Por otra parte, no es que no haya visibilidad de estos conflictos, sino que las versiones son muchas, variadas y corruptas. Sobre la masacre de Yepachi, la masacre a la que Damiana Caraveo sobrevivió, la prensa escribe “Enfrentamiento entre narcos y la Policía Federal. Masacre en el Rancho de Yepachi […] Judiciales federales contra Judiciales del Estado: ganaron los federales” (pos. 32.6). Las versiones oficiales polarizan y a la vez nublan la distinción entre aquello que es difícil de separar. Es decir, mientras que la nota sobre la masacre de Yepachi anuncia primero un enfrentamiento entre los enemigos del estado (los narcos) y las fuerzas del estado (la policía federal), luego anuncia que el conflicto sucede dentro del mismo estado (entre policías federal y estatal). Con esto, el contrabando y su violencia evidencian la imposibilidad de distinguir, diferenciar y separar. Más aún, ya sea en la masacre de Yepachi, o en otros de los enfrentamientos narrados, los conflictos demarcan el desgaste y extenuación del sentido de la guerra. No se trata de una guerra civil, ni tampoco de una guerra partisana, pues no se puede diferenciar entre amigos ni enemigos, siempre es ambiguo quién está fuera o dentro del nomos, del estado. No extraña entonces que muchas veces en el texto se enfatice la imposibilidad de distinguir entre narco y policía, o que “judiciales y narcos no distinguen” (pos. 71.0) entre los que asesinan. En últimas, en Santa Rosa “no se distinguen ni el bien ni el mal” (pos. 41.6), “no se sabe quién es quién” (pos. 353), y todo lo que alguna vez fue sagrado es profano, y aquellos hábitos que parecían tan sólidos se vuelven espuma.
El hecho de que no se pueda distinguir entre narco y federal está directamente relacionado a la forma misma del texto. Si el narco termina donde inicia el estado, y el estado inicia donde termina el narco, ambos están en una banda de Moebious. No sorprende así que el último sintagma de una sección del texto sea siempre el título del siguiente apartado. Este recurso es llevado hasta las últimas consecuencias cuando al final de la novela se comprueba que la última palabra del libro es también la que le da título a la obra. A su vez, la imposibilidad de distinción evoca directamente aquello que hace el contrabando: integrar lo que no está autorizado (legal) dentro del orden común de las cosas, en el mercado y la producción social. Una mercancía de contrabando es igual a una mercancía legal, su mínima diferencia está en la sanción dada por las autoridades (el estado). Contrabandear es introducir un ciclo de producción ajeno al propio sin recibir una sanción oficial, es volver cotidiano lo que no lo es. El contrabando informa de la presencia de lo propio y de lo interno al introducir lo mismo desde lo ajeno y lo externo. Esto es, por el contrabando uno se entera de aquello que está afuera, pero que, paradójicamente, también sucede adentro.
No se trata de que Contrabando tense las relaciones entre realidad y ficción, sino que la novela deja ver como la mayoría de los textos semióticos (contradicciones) que articularon buena parte de la modernidad han llegado a develarse como simples pliegues sobre una misma superficie. Ahora bien, ya sea por la imposibilidad de catalogar la obra dentro de un género, o la imposibilidad de distinguir entre narco y federal en la narración, el texto da cuenta de un mecanismo narrativo que apila y concentra una breve historia del cambio radical que el contrabando trae para finales de siglo XX. Esto es, Contrabando es un resumen desordenado de diversas formas de producción, ya sean económicas (se menciona la industria minera, el campo, el acaparamiento de tierras, la ganadería) o intelectuales (a la par que se escribe Contrabando se escribe una obra de teatro y un guion cinematográfico, también abundan las notas periodísticas, las canciones y hasta grabaciones transcritas en el texto). “Esto es como un barril sin fondo, como una mina que se traga el dinero” (pos. 68), le dice su padre al narrador para entender el secuestro del presidente municipal de Santa Rosa. Como una mina también es el propio proceso de escritura del guion cinematográfico, pues el narrador está convencido de que “los muertos del aeropuerto y la masacre de Yepachi no pueden ser una película de canciones, pero de Santa Rosa surgirá la historia” (pos. 40.4). Así, el viaje a Santa Rosa es un viaje extractivo. El guion, incluso, se escribe a sabiendas de que “los personajes tendrán el mismo final que tuvieron en Santa Rosa, para no cambiar la realidad, que sobrepasa en acción dramática a cualquier ficción” (pos. 301). El narrador, entonces, escribe a partir de que copia la “realidad.” Copiar es, así, una forma de extraer.
Que el narco reavive a la vez que destruye viejas formas de producción, viejas tradiciones, sugiere que los cambios sociales presentes en Contrabando se pueden leer como un proceso más de acumulación primitiva (u originaria). Igualmente, a la par que unos son desposeídos y otros comienzan a acumular riqueza, la producción queda supeditada a extracción y no reproducción. Ya sea porque Santa Rosa antes fuera centro minero y ahora sea “el centro del narcotráfico serrano” (pos. 193.9), la producción por extracción parece ser la única forma de articulación social. La extracción es una forma sui generis de producción, como afirma Karl Marx, “porque ningún proceso de reproducción sucede, o al menos ninguno que esté cabalmente bajo nuestro control o sepamos a ciencia cierta cómo funciona” (Grundrisse 726). Si la reproducción es la forma de producción que permite la duplicación de un ciclo de trabajo, entonces, dada la imposibilidad de representar al estado como un agente que domina la violencia, y por extensión, el trabajo, en Contrabando no hay reproducción sino mera extracción, un proceso que produce, pero cuyos mecanismos se nos escapan. Como a ciencia cierta no sabemos aún qué hace provechoso a las minas, ya sea porque al extraer todo un yacimiento se implica, muchas veces, la destrucción total del ecosistema, o porque simplemente, a veces, las minas se secan, de la misma manera, Contrabando se escribe, se produce, a partir de un mecanismo que no sabemos cómo funciona a ciencia cierta, se escribe desde lo que nos escapa, lo que nos presupone, pero también nos excede.
La propuesta literaria de Contrabando consiste en proponer un texto para después. Es decir, la obra de Rascón Banda apuesta por pensar una diferencia luego de un proceso de extenuantes repeticiones que esquilman formas de expresión tradicionales en el ámbito literario. La forma novela, por ejemplo, parece insuficiente para encasillar al texto, pues aunque hay elementos propios del género, como el dialogismo, la polifonía y el uso de cronotopos, también el texto excede las funciones canónicas de la novela, pues los personajes no se desarrollan y sus apariciones son dispersas y contingentes. Consecuentemente, Contrabando invita a pensar una forma otra de escribir, de hacer literatura, e incluso una invitación hacia la posibilidad de una política otra, una infrapolítica, tal vez. Al menos respecto a la literatura, la propuesta de Rascón Banda consistiría en ubicar lo literario en el contrabando que se escapa a la tarea de escribir, al deber escribir, como se evidencia al final del texto. Luego de que el narrador prometa “quemar todo lo que [escribió] en Santa Rosa” (pos. 356), que el guion cinematográfico sea rechazado porque éste es una traición al pueblo y una ofensa a “estos amigos, que van a ver [a Antonio Aguilar] a los palenques o […] espectáculos en ferias y rodeos” (pos. 356), y que la obra de teatro del narrador, Guerrero Negro, parezca tener un futuro prometedor en los círculos literarios del Distrito Federal, el narrador se dibuja a sí mismo escribiendo, exhibe como su proceso de escritura queda a solas frente a su deber y su deseo.
Para olvidarme de Santa Rosa y darle la vuelta a estas páginas de contrabando y traición, sólo me falta pasar a máquina la letra de los corridos que estoy oyendo, porque para el montaje de Guerrero Negro se necesitan, me dijo el director, cuando menos veintiún corridos de contrabando (pos. 358).
Por contrabando y traición, entonces, Contrabando es escrito. Esto es, hay una correspondencia entre los 23 apartados del texto de Rascón Banda y las 21 transcripciones de corridos que el narrador necesita para el montaje de su obra. Los otros dos apartados que no corresponden con las transcripciones son, respectivamente, la obra de teatro Guerrero Negro, y el guion cinematográfico, pues ambos también forman parte del texto. Contrabando, como entramado textual, exhibe su propia producción basada en un acto perpetuo de copia (extracción). Con todo esto, el texto mismo que leemos sería un apartado número 24, un numeral a manera de plusvalor, aunque quizá esta palabra sea deficiente para describirlo. El valor extra que Contrabando aporta está por encima y por debajo de la producción textual, como un número siempre en exponencial n, o un fantasma que a veces regresa, a veces se va, pero siempre persiste para un después.
Hay un cierto enigma que circula entorno a Diario de un narcotraficante de Ángelo Nacaveva y los detalles de su publicación. Al hecho de que el nombre de autor sea un pseudónimo, se agrega el carácter fundacional de la obra, como una de las notas que acompaña la edición de Kindle dice, el libro “es un hito en la escritura del tema, ya que fue el primero que lo abordó y aún hoy sigue habiendo pocas discrepancias al respecto” (pos. 2). Esto es, antes de Nacaveva, eso que hoy se conoce como narconovela, o narcoliteratura, no existía. Como texto fundacional, entonces, la novela cargaría con un concentrado de temas y motivos que aparecen en otros relatos de este género. No obstante, quizá la novela de Nacaveva sea sólo fundacional del género de la narcoliteratura en la medida en que los textos predecesores son completamente distintos a esta novela en la forma en que las “emociones fuertes” son narradas. A pesar de que la advertencia de autor anuncie “emociones fuertes,” esta novela traiciona su propia promesa.
Contada a manera de diario que va desde un día de abril en la década de los cincuenta, hasta septiembre del año venidero, la novela recupera las experiencias de Ángelo Nacaveva, un periodista que vive atosigado por el tedio y la rutina en Culiacán, Sinaloa. Un día, el narrador se dice a sí mismo, “no es posible que pase me vida entre el trabajo y las cuatro paredes de mi casa […] Necesito algo más fuerte” (pos. 54). Esa fuerza la encontrará al pedirle a su amigo Arturo que lo incluya en su nueva empresa, meterse de “gomero,” traficante de heroína. “Quisiera dedicarme a otra cosa, algo que en realidad se pueda hacer dinero, fácil y rápido” (198), le dice Ángelo a Arturo, pero la promesa de aventura y dinero rápido se desvanece. Nacaveva pronto se da cuenta de que la vida de gomero es como cualquier otra, hay que someterse “a una disciplina completa [se] debe ser obediente y todo” (pos. 259). Pronto incluso, el proyecto del diario se tambalea, pues “de los días anteriores, nada se ha reportado en este diario porque todo es rutinario” (pos. 31396). Por más que Nacaveva no lo quiera quiera, el tedio siempre lo alcanza, y aún así, sigue escribiendo.
¿Por qué Nacaveva se empeña en escribir su diario y convertirlo en novela? El diario es leído por diversos personajes en el relato. Para la mayoría de éstos el diario es genial y muchas veces las páginas escritas actúan a favor del narrador. No obstante, a cambio de escribirlo todo, es decir, a cambio de dar una versión global sobre el tráfico de drogas y “todos” sus matices, Nacaveva arriesga su vida, pues para escribir, primero hay que vivir, o eso sugiere el narrador. “Tú por hacer un libro eres capaz de todo” (pos. 5644), le dice Arturo a Nacaveva antes de que éste último emprenda una serie de malas decisiones que lo llevarán a caer preso del FBI, en California, para luego ser extraditado a México y volver en condición deplorable a Culiacán. Nacaveva termina, entonces, con pocas ganancias y algunas heridas, no obstante, conserva su vida y su diario. “¿Qué mayor riqueza quiero?,” (pos. 7481) se pregunta el narrador en las últimas páginas del relato. Diario de un narcotraficante sugiere, así, que la obsesión y manía que mueven a los adictos, y al tráfico de drogas, es análoga a la manía y la obsesión que impulsa al escritor a escribir, a vivir. Por otra parte, vida y escritura no necesariamente están encadenadas entre sí, pues Nacaveva mismo reconoce que a su diario se le escapan cosas, “cuántas cosas se me escapan. Es lo único que me puede de mi aventura” (pos. 7495). Esas experiencias no escritas, sin duda, son las que mejor resguardan la vida del narrador al tiempo que también dejan incompleto su relato. Como el enigma que circula a la novela, el relato guarda así otro misterio.
Notebook 6, as the entirety of the Grundrisse, seeks to describe what moves capital. The challenge of describing this movement is that capital has no subject, capital is better understood without subjects. Or at least this is what the first pages of Notebook 6 suggest. Early in the Notebook, Marx comments on different approaches to what machines do in the capitalist cycle. For instance, Marx quotes a fragment from the work of Thomas De Quincey. For the latter, “a machine as soon as its secret is known, will not sell for the labour produced, but for the labour producing… it will no longer be viewed as a cause equal to certain effects, but as an effect certainly reproducible by a known cause at a known cost” (559). While Marx does not refute this observation, it is ratter suggested that a machine, per se, can be a worker too. That is, since the price of the commodity is equal to the quantity of living labour, then, a machine is not only a non-human device, but the assemblage between worker and tool, and the other way around.
Machines are everywhere in capitalist production. One can argue that precisely the machine presupposes capitalism. No wonder why most of the landscapes of urban centers in Europe and elsewhere display machines at their center. Whatever is common is transformed by the machine, thus “in order to take over these works [what is common to the workers], capital does not create but rather takes over the accumulation and concentration of workers” (586 emphasis added). A machine, then, takes over what workers accumulate. Capitalist accumulation, from this perspective, is to take control, to establish domination on the things that workers accumulate. The machine does not accumulate, it takes over that accumulation. The concept of accumulation and concentration are, then, for Marx, are both “contained in the concept of capital —the concentration of many living labour capacities for one purpose” (590). Concentration, then, only exists for capital as living labour that accumulates for one single purpose. From this accumulation, as a presupposition to capitalist accumulation, does not have a single purpose, and is not something that necessarily is work oriented.
To work is something ambivalent. It both cancels potentials, but also perpetuates the chance to elude this capture. Since every person that “arrives to maturity […] may be viewed as a machine which it has cost 20 years of assiduous attention and the expenditure of considerable capital to construct” (615), then, one works not only to increase the income of the capitalist, but to preserve the social that nurtured us. A worker is a machine, or better, a body in a perpetuate becoming. As the worker is crisscrossed by this ambivalent becoming, so capital is too determined by a need to double all the time its process of production. Once in movement, capital, must present itself as consumable product, raw material and instrument of labour, it “posits itself ahead of itself in its various form” (675). Capital, then, is moved by a force that not only sucks its live out of labour and the worker’s accumulation, but by a machine that squeezes the present. This machine has a two sided mechanism, it must recover and control all that was previous to the present state of capitalist accumulation while also promising the endurance, improvement and grow of that which was controlled.