Escritura y vida: el punto impreciso entre la memoria y la experiencia. Notas sobre El entenado (1982) de Juan José Saer

“De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo” (13). Con esta aparente contradicción inicia El entenado (1982) de Juan José Saer. La novela contada en primera persona recupera los recuerdos de un huérfano español que en su juventud vivió por 10 años con un pueblo indígena antropófago en la recién “descubierta” América de inicios de siglo XVI. A su retorno a España, el anónimo narrador, que ahora escribe desde la senectud, recuenta cómo del miedo y la incomprensión a los indígenas ahora su memoria se los presenta con cariño, pues frente a los excesos, corruptelas, libertinaje y desasosiego de la vida en España, la vida en aquellas costas vacías no era mejor, pero sí más cercana al sosiego. Si bien, buena parte del relato se ocupa de la relación sobre la vida diaria con los antropófagos, la novela es menos una exaltación de una pretendida y “pura”otredad de los indígenas y más un ejercicio de memoria. Más bien, El entenado es, en gran medida, una exploración sobre el movimiento y la sensación del recuerdo de la existencia propia y del entorno: una novela sobre escritura y vida. Si entenado es el hijo que se aporta al nuevo matrimonio, el narrador no es sólo el hijo que llega a esa unión forzada y accidentada entre el nuevo y el viejo continente, sino también alguien cuya vida llega en doblez a sí mismo, alguien que llega por deseo propio o por azar al puerto de sí mismo. 

El narrador va de una costa a otra, de un extremo a otro. Criado entre prostitutas y marineros, cuando el puerto ya no le era suficiente, el narrador decide embarcarse hacia el lugar del que todos hablan en los puertos. “Lo importante era alejarme del lugar en donde estaba, hacia un punto cualquiera, hecho de intensidad y delicia, del horizonte circular” (14), dice el narrador. Si su origen es intrazable, por su orfandad, el destino del narrador también se presenta así. El punto cualquiera, hecho de intensidad y delicia, del horizonte circular es uno y cualquier punto. En ese siglo, desde las costas españolas cualquier línea hacia el nuevo mundo es de fuga. Si la tierra de origen es terrible, cualquier punto que se aleje de ahí, por su intensidad y su delicia, debería ser mejor. El mismo punto que el narrador busca fuera de las costas españolas parece ser el mismo que el capitán, una vez emprendido el viaje, observa obsesivamente, “miraba fijamente un punto invisible entre el mar y el cielo, sin parpadear, petrificado sobre el puente” (16). La petrificación del capitán seguirá así incluso al llegar a tierra. Mientras los demás miembros de la tripulación se convierten líneas erráticas que se desplazan “como animales en estampida” (19) al llegar a tierra firme, el capitán se abstiene de todo movimiento. No es sino hasta que al hacer el reconocimiento de tierra, el capitán abandona un poco su inmovilidad. Sin embargo, el poco movimiento del capitán disminuirá aún más. En tierra, sus ojos se quedaron “mirando sin duda sin pestañear, el mismo punto impreciso entre los árboles que se elevaba en el borde de la selva” (22). Ese punto impreciso eventualmente provoca “una estupefacción solidaria” (23) entre los marinos, hasta que el capitán “emitió un suspiro ruidoso, profundo y prolongado” (23). Luego del suspiro los marineros pasaron a un “principio de pánico” (23). 

El punto impreciso detona la estupefacción solidaria, el suspiro ruidoso y el principio de pánico. Este punto es mediación entre la memoria, o la imaginación, y la experiencia y a su vez el lugar ilocalizable entre escritura y vida. Algo hay de aterrador en el momento detonado por ese punto impreciso. Más allá del miedo y la diferencia que puedan generar luego los sucesos venideros en la narración, la muerte de todos los marineros excepto del narrador, la orgía y antropofagia de los indígenas, el regreso a España, la falsedad de la vida monacal y artística y el placer humilde de vivir en familia y escribir, algo hay que afecta en desmesura en las primeras páginas de El entenado. El terror, el miedo, o el afecto, está siempre en los huecos, en los agujeros, los puntos imprecisos que parecen alejar al que observa de sí mismo y al mismo tiempo acercarlo a otra cosa diferente de sí mismo. Estos puntos están por toda la narración. El capitán incluso luego de su resoplido continúa obsesionado, atosigado, casi, por estos puntos. Un día mientras cenaban, su mirada “permanecía fija en el pescado y, sobre todo, en el ojo único y redondo que la cocción había dejado intacto y que parecía atraerlo, como una espiral rojiza y giratoria capaz de ejercer sobre él, a pesar de la ausencia de vida, una fascinación desmesurada” (25). 

El punto impreciso tantas veces mencionado en la novela no es un vacío. Al menos no un vacío en el sentido en que aquello que es abismal es habitado por la nada. Este punto es precisamente el que regula el arco narrativo, es el lugar sin el que la escritura perdería su trazo y la vida su fuerza, su curva y progresión, un límite que garantiza el movimiento de las cosas. El narrador comenta luego de describir con nitidez los vaivenes de la orgía y la embriaguez de los indígenas “ahora, sesenta años después, en que la mano frágil de un viejo, a la luz de una vela, se empeña en materializar, con la punta de la pluma, las imágenes que le manda, no se sabe cómo, ni de dónde, ni por qué, autónoma, la memoria” (61). El punto impreciso es, entonces, el límite de la memoria frente a una experiencia desbordada que exige su materialización. Aquellos años que excedieron toda experiencia forzaron el nacimiento del narrador en el nuevo mundo (41). En esos años su memoria sobre el viejo mundo se borró, bastaba una acumulación de vida que desplazó la memoria para que el cuerpo se acostumbre a otras cosas. De regreso al viejo mundo el proceso se repite, pero ahora, la acumulación de memoria desplaza la experiencia. Las tardes que consagra el viejo narrador a su escritura son ahora un punto impreciso desde donde memoria y experiencia se desbordan mutuamente dejando trazos en las páginas que leemos. 

Si entre los indígenas, como pasa también, tal vez, en las costas de su tierra de origen del narrador, dominan los roles y los hábitos, el único hábito que le falta al narrador es alguno que le permita poner aquello que se escapa a la experiencia y también elude, de cierta forma, a la memoria. Es decir, la escritura y los libros, según dice el narrador, son un “un oficio que […] permitiera manipular algo más real que poses o que simulacros” (117) y sobre todo son un hábito que le permiten al narrador rodear el punto impreciso, que ahora es atiborrado por una acumulación de palabras, de los vacíos de la vida van quedando abundancia de intensidades y sensaciones. Si la experiencia alguna vez venció a la memoria y a la inversa, en la escritura el vaivén entre memoria y experiencia se intensifica y se acelera. El texto se vuelve repetición y religación. Las constantes repeticiones de la narración ejemplifican algo más que un inacabable ir y venir entre la memoria y la experiencia. La repetición no es su condena, sino una oportunidad precisa de cambio, o como el narrador dice sobre el mismo sabor del vino que ahora por las noches prueba y comprueba repetidamente, este era “el indicio de algo imposible pero verdadero, un orden interno propio del mundo y muy cercano a nuestra experiencia […] un momento luminoso que pasa, rápido, cada noche, a la hora de la cena y que después, durante unos momentos, me deja como adormecido” (118). El punto impreciso se vuelve momento luminoso. Si la vida es eso que le pasa de lado a cualquier cuerpo, la vida no es más que algo aterrador pero neutro, un lugar raro donde se cumplen. El narrador dice, así, que “nuestras vidas se cumplen en un lugar terrible y neutro que desconoce la virtud o el crimen y que, sin dispersarnos ni el bien ni el mal, nos aniquila, indiferente” (152). Como el pasmo del capitán de la expedición, que dejó entenado al narrador en aquellas costas del nuevo mundo, o como el canibalismo de los indígenas, o la vida monacal y la errante vida de cómico, toda vida pasa, casi siempre, fuera de nosotros, desde o hacia un punto impreciso, sólo cuando el punto impreciso nos toca, entonces es que algo se ilumina, entonces es que la intensidad en nosotros brilla. Todo lo tocado y todo lo sentido, lo recordado, olvidado y experimentado, lo que se escapa y lo que se queda, va a encontrarse en el balbuceo del final de la novela, el “encuentro casual entre, y con, también, a ciencia cierta, las estrellas” (161): el encuentro de la abundancia del cielo y el desierto de la vida grabado en letras.