Antígona González (2012) de Sara Uribe es una “pieza conceptual basada en la apropiación, intervención y reescritura” (103) y escrita por encargo. Estos y demás detalles sobre los textos apropiados, intervenidos y reescritos se encuentran en la última sección de la pieza bajo el título de “Notas finales y referencias.” En esta sección el texto ofrece, de cierta manera, un comentario y una breve explicación sobre su propia construcción. De ahí, nos enteramos de que todo el texto ha sido una suerte de collage o acumulación de diversas fuentes —incluidos testimonios, noticias, textos académicos, obras de teatro que también se apropian de la figura de Antígona, y experiencias vivenciales de la propia autora. Con esta sección, de cierta manera, el texto elude, o evita, la conversación. Es decir, si la tarea del comentario textual está, en buena medida, en explicar la forma en que un texto está escrito y además mencionar las referencias intertextuales, el acto de lectura queda como la propia mecánica de escritura: consciente pero desempoderada. Al mismo tiempo, aunque las “Notas finales y referencias” se adelanten al comentario textual, y aunque esta sección sea de las más vastas en la pieza, queda una falla, y es que tal vez la Antígona griega no sea análoga para describir la violencia relacionada a la guerra contra el narco en México, ni contra lo narco, general.
Mientras que en la tragedia de Antígona hay un cadáver, el de Polinices, que no puede ser sepultado dentro de la ciudad porque así lo manda la ley de Creonte, en Antígona González hay, casi como en las páginas de la misma pieza, espacio de sobra para sepultar muertos, pero lo que no hay son cadáveres. Esto quiere decir que en la tragedia griega el lugar en dónde hacer el duelo, sepultar a Polinices, no existe porque la ley lo impide, y en Antígona González hay espacio para poner el duelo, pero, parece, no hay “objeto” del duelo. Sin objeto del duelo no habría, así, razón para dolerse, sin embargo, un ominoso afecto rodea las páginas de Antígona González. Sobra decir que este afecto se duele precisamente de no tener un “resto” sobre el cual dolerse. El consuelo de esta forma de duelo es triste y ambiguo, pues al querer “nombrarlos a todos para decir: este cuerpo podría ser el mío” (13), también, casi con cinismo, se vuelve evidente que los labios que nombran a todos los muertos ratifican la vida del cuerpo que nombra. Poder nombrar a los muertos para recordarlos, pero también para recordarle al que nombra que vive, y los otros no, es una sensación ominosa, un sosiego siniestro.
¿De qué se duele el duelo que no tiene objeto? ¿De qué se duele aquello que no tiene el residuo del concentrado de sus pasiones? El gran problema de los desaparecidos no radica sólo en el eufemismo que este calificativo les da. Como se afirma en Antígona González, desaparecer es un acto simple (18), pues todo lo que desaparece, siempre aparece de nuevo, y por su parte los desaparecidos no regresan, o más bien, no regresa el resto de aquello que garantizaría su finitud. Es decir, los desaparecidos dejan de ser figuras finitas, son muerte sin fin, y al mismo tiempo, fugitivos eternos. Los desaparecidos son aquello que presupone pero también excede al mismo acto del duelo, y por tanto, también a la propia escritura de Antígona González. Es decir, la pretendida apropiación, intervención y reescritura de testimonios, textos, noticias y demás, son meras ficciones que no pueden contener aquello que evocan los desaparecidos. Como se escapan los cuerpos de los desaparecidos a todo, incluso a la acción de nombrarlos, así también se escapan de las páginas de Antígona González, un escape muy cercano, sino que igual, a la muerte, pero un escape, al fin.