¿Libertad de qué y para qué? Notas sobre Páradais (2021) de Fernanda Melchor

Páradais (2021) de Fernanda Melchor cuenta la historia de cómo Polo y Franco, dos adolescentes, planean un crimen “liberador,” irrumpir en la casa de la familia Maroña un día de madrugada. Cuando al fin cumplen sus respectivas fantasías, mientras Polo carga la camioneta de los Maroño con varios objetos de valor, el “gordo” Franco asesina al padre de familia y luego viola y mata a la madre, Marián Maroño, la mujer de sus sueños. Sin embargo, la fechoría fracasa para Polo, pues Franco ha sido apuñalado por Marián y muere cuando están por huir en la camioneta cargada. Así que Polo escapa de milagro y su crimen queda impune. Su vida regresa al punto de partida que lo motivara a fantasear con el atraco: barrer incasablemente las hojas de las banquetas y calles del fraccionamiento Paradise, o como Polo aprende que se dice “Páradais.” 

En cierto sentido, la novela es acerca del peligro que representan las fantasías. Así, el texto invita a preguntar por ese escurridizo momento en que de la fantasía se pasa a la acción. No sorprende, entonces, que el título de la novela aluda al paraíso: un sitio perfecto, pero carente de libertad. De hecho, el mito de la expulsión del paraíso es también una evocación al pasaje de la fantasía a la acción (la tentación de la serpiente es, después de todo, una fantasía que luego se realiza). En Páradais, específicamente, lo que hay es un pasaje de idioma, de realidad y de sumisión. Cuando Polo rememora las circunstancias que lo llevaron a trabajar a Páradais, recuerda que fue corregido “Páradais, lo corrigió Urquiza, con una media sonrisa de burla, la segunda vez que Polo trató de pronunciar esa gringada. Se dice Páradais, no Paradise; a ver, repítelo: Páradais” (53). El anglicismo y su repetición, en una cáscara de nuez, sintetiza en buena medida lo que ha sido el proyecto modernizador en América Latina, y, sobre todo, en las regiones favoritas de la prosa de Melchor, la franja sureste de Veracruz: una adaptación forzada de un pasaje de la fantasía a la acción. La modernidad, como el nombre del fraccionamiento, es algo vivido a partir de una fantasía ajena, significando inadecuadamente aquello que no es: un paraíso. 

Con esto en mente, la novela también plantea la tentativa de preguntarse por un afuera del opresivo pasaje a la acción que la racionalidad de la modernidad plantea. Es decir, la novela se pregunta por la posibilidad de que el pasaje al acto deje de ser un pasaje a la opresión, la disciplina y el control. Y es que Polo aspira a algo más que ser el jardinero del fraccionamiento, pues, “¿Qué tenía de malo querer ganar más varo, tener más libertad y adquirir un sentido de utilidad, de finalidad, lo más parecido a una meta en la vida que alguna vez había sentido?” (103). Y justo por eso, busca ser como su primo, Milton. Polo quería “abrirse a la chingada, conseguir una lana, ser libre, carajo, ser libre por una pinche vez,” pero su primo, “no quería ayudarlo” (105). Milton, como se explica a detalle en la novela, pasa de vendedor de coches robados en Chiapas y Guatemala, a agente de aquellos, los narcos. Milton es como la mayoría de los niños de Progreso, lacayo de aquellos. 

La fantasía de Polo, de ser libre, entonces, queda suspendida a un acto que expone tanto la posibilidad de pensar un afuera como el, casi, inescapable determinismo de la novela. Dado que la novela es una confesión deferida, que comienza con el proyecto de contarle a alguien tal cual pasaron las cosas: “Todo fue culpa del gordo, eso iba a decirles” (11), la novela en sí es un ejercicio fracasado de liberación. Esto es más evidente al final de la novela. Aunque Polo está “harto de todo, harto de aquel pueblo, de su trabajo, de los gritos de su madre, de las burlas de su prima, harto de la vida que llevaba, [y] quería ser libre,” (158), y está también convencido de confesarlo todo, su deseo de libertad, (pues él “les diría,”) él también es el que “les alzaría la flecha a las patrullas que arribarían más tarde, con las sirenas apagadas pero al sobres, como perros mudos en pos de su presa” (158). Polo se convierte en sujeto de la dominación justo cuando más clara está la posibilidad de articular la transferencia (la decibidilidad) de su deseo de ser libre. La contrariedad de todo esto está la fantasía compartida por Polo y Franco. Cuando ambos comienzan a planear juntos, lo que los une es “algo como una corriente, pero subterránea, una cosa palpitante y viva que no tenía nombre” (115), y lo que al final de la novela une a Polo con su propia fantasía no es sólo la obediencia y la sumisión, el volver a desempeñar su rol como empleado en el fraccionamiento Páradais, sino también su propia fantaseada confesión. En últimas, la novela sugiere que la libertad pensada para uno no es sino la afirmación del pasaje al acto de ser sujeto, de ser dominado. Y así, la libertad pensada en común, desde lo indecible “como una corriente, pero subterránea, una cosa palpitante y viva que no tenía nombre,” quizá tenga más chances de ser más que una línea de muerte, un despliegue de pulsión de muerte exacerbada. 

Crisis, extenuación, y transición. Notas sobre Nuestra parte de noche (2019) de Mariana Enríquez II

Segunda parte (final)

Luego de que la amiga de Gaspar, Adela, sea atrapada por la casa abandonada que ella y sus amigos visitaron al final de la tercera parte, el grupo de amigos se desintegra. Las páginas restantes de Nuestra parte de noche (2019) dan seguimiento a estos eventos. A su vez, el resto de la novela se compone de fragmentos del diario de la madre de Gaspar, Rosario (“Círculos de tiza”); las notas de una periodista que investiga las fosas de restos humanos y desaparecidos de la dictadura (“El pozo de Zañartú”); y la última parte de la novela sigue los años de Gaspar con Luis, su tío, hasta el desenlace de la historia, cuando Gaspar se venga de “La Orden” (“Las flores negras que crecen en el cielo”). Como ya era claro al final de la tercera parte, una de las preocupaciones principales de Nuestra parte de noche es el pensar la post-dictadura argentina, la transición a la democracia. 

La novela de Enríquez invita a pensar en la transición como un proceso de intercambio. Juan engaña a “La Orden,” bloquea los poderes de Gaspar, pero para poder salvar a Gaspar, debe de entregarle Adela a “La Oscuridad.” La amiga de Gaspar, resulta ser su prima, su madre era prima de Rosario. Adela es la hija de una Bradford y un militante del “Ejército de Liberación Maoísta Leninista” (501). Desde esta perspectiva, la novela sugiere que para poder salvar los restos del peronismo (el hijo de Juan, Gaspar), se debe entregar a la “Oscuridad” los restos de la izquierda radical. Desde esta perspectiva, la transición a la democracia argentina es la traición a la izquierda radical. La cuestión, entonces, es si el peronismo puede vivir con esta traición. Por el final de la novela, la respuesta es una rotunda negación. Luis, el tío de Gaspar, intenta reconstruir su vida, y la casa donde se muda con su sobrino “una casa en Villa Elisa, cerca de La Plata, que se venía abajo, pero era hermosa y Luis quería recuperarla” (519). Luis, como un restaurador, intenta reconstruir los restos del peronismo, incluso llama a uno de sus hijos como Perón. Sin embargo, sus esfuerzos son en vano: Luis es asesinado por la abuela de Gaspar para atraer a su nieto de nuevo a la “La Orden” y retomar las tareas pendientes de su padre. 

Si bien, la novela invita a pensar en el rol de las élites en el proceso de transición, sobre todo por los personajes de la familia Bradford “los reyes. Terratenientes. Yerbateros. Rentistas. Explotadores” (591). La novela también invita a pensar en el desgaste de la clase letrada, o más bien, en el desgaste de la profesionalización laboral y artística, y el desgaste de la vida en general. La madre de Gaspar, “la primera doctora en antropología argentina graduada en Cambridge” que sentía “un orgullo ridículo” (445), contrasta radicalmente con los sentimientos de Gaspar y sus amigos frente a sus vidas y profesiones. Gaspar, por ejemplo, filmaba fiestas de quinceañeras, lo “hacía por hacer algo, para no aburrirse” (592). Y más aún, a pesar de ser un joven brillante, atractivo y millonario, es incapaz de compartir su riqueza, incluso después de vengarse de “La Orden.” Él mismo comenta “No entiendo por qué tengo que estudiar” (617), ante las insistencias de su novia Marita para que se vuelva profesor de inglés. Igualmente, los dos amigos de Gaspar, Vicky y Pablo tampoco encuentran ese orgullo que sentía la madre de Gaspar. Vicky es una doctora con una habilidad de diagnóstico infalible, pero incapaz de sentir empatía, “esa parte de la medicina, la empatía, no la tenía tan desarrollada … Le costaba ver a la gente detrás de las patologías …Ella debía ser eficiente y certera para curar. Que otro se encargara de secar las lágrimas y calmar el pánico: ella estaba demasiado ocupada” (582). Pablo, a su vez, vive con la imposibilidad de volver público su romance con un fotógrafo de éxito, a pesar de que en su círculo de artistas, la homosexualidad no es tabú. La transición, entonces, dejó las cosas sumergidas en un miasma. A cambio de eficacia laboral (Vicky); riqueza, no bien distribuida, (Gaspar); y éxito en las artes (Pablo) se sacrificó el amor, el orgullo “ridículo,” la pasión y el deseo del estudio. Los personajes de Nuestra parte de noche viven todos como Gaspar al final de la novela con “un corazón exhausto” (667). 

Civilización y barbarie revisitadas. Notas sobre Nuestra parte de noche (2019) de Mariana Enríquez I

Primera parte (bis. p 351)

Nuestra parte de noche de Mariana Enríquez es una novela entre el género de terror y el roman a clef ambientada en los años previos a y durante la dictadura y la transición a la democracia en Argentina (1960-1997). La novela se centra el la familia de Juan Peterson y su hijo Gaspar. Juan es el médium de la Oscuridad, una entidad antigua reverenciada por “La Orden,” un culto transoceánico. La historia de “La Orden” y de la familia de Juan se superpone a la historia nacional: la orden ancla sus orígenes con la llegada den el siglo XIX de capitalistas ingleses a la región del Chaco, Juan es hijo de inmigrantes del norte de Europa llegados a la Argentina en el periodo de la posguerra. Este movimiento que superpone terror e historia es, quizá, una referencia al propio título de la novela, nuestra parte de noche. Desde esta perspectiva, el terror es la parte de noche de la historia, esa parte crepuscular e indecible que aterroriza al discurso histórico, que lo hace temblar, pero desde el cual también se articula. Y Al mismo tiempo, como le dice Juan, agonizando, a su hijo, la parte de noche es el residuo, un resto afectivo “tenés algo mío, te dejé algo mío, ojalá no sea maldito, no sé si puedo dejarte algo que no esté sucio, que no sea oscuro, nuestra parte de noche” (301). En este orden de ideas, la novela, ambiciosamente, revisa momentos terroríficos de la historia argentina del siglo veinte. 

Si bien, la reevaluación de la turbulenta historia de la Argentina en la segunda mitad de siglo veinte ha sido ampliamente revisada, la vuelta de tuerca de Enríquez consiste en de disociar el terror del que muchas veces es el agente de todos los males, el estado. Así, la orden y sus rituales perversos no son una metáfora del estado, pero sí de esa parte también “malévola” en la historia argentina: los capitalistas. Juan, el médium “perfecto,” se casa con Rosario, una descendiente directa de los miembros fundadores de la orden, los Bradford (ingleses acaudalados que expandieron su capital al mudarse a la Argentina). Así, la familia de Juan y Rosario es, en buena medida, el proyecto nacional de las élites “criollas,” ésas que no quedaron dentro de la política de los caudillos, pero sí contribuyeron a la acumulación de capital. De hecho, la novela reformula uno de los temas más fuertes de la literatura nacional argentina: la civilización y la barbarie. Cuando Juan y su hijo visitan las cataratas del Iguazú. El niño le pregunta al padre porque sus abuelos maternos, tan acaudalados, no se construyeron su finca cerca de aquellos parajes, “No se puede, le contestó Juan, es un parque nacional: no es de nadie, es del Estado. ¿Qué es el Estado? Es de todos, no lo puede comprar una familia particular, eso quiere decir” (112). Los bienes “naturales” son de nadie, del estado, y por lo tanto su terror, no siempre es aterrador: Gaspar primero de asusta de la “Garganta del diablo,” la caída del agua, pero luego “se volvió a reír de lo mucho que se habían mojado” (112). Por otra parte, los abuelos de Gaspar, los Bradford, para quienes “el dinero… es un país en sí mismo” (116) mantienen otra relación con bienes similares a las cataratas, el arte (segunda naturaleza). Cuando su hija Rosario, la madre de Gaspar, le pide su pare que done obras de Cándido a los museos nacionales, pues “es robo, esto [los cuadros] es patrimonio, y él respondía que me la vengan a sacar entonces, la puta que los parió, y un carajo se las voy a dar. Rosario fingía indignación, pero Juan podía verle la sonrisa” (118). 

Desde la perspectiva de Nuestra parte de noche la civilización guarda la segunda naturaleza y la barbarie a la primera naturaleza. El asunto es que, en la novela, la barbarie está ya integrada al estado, y esa parte es ya común. Más aún, si el estado está en la “naturaleza” lo bárbaro deja de ser naturaleza, pues lo bárbaro es más cercano a las carnicerías de rituales que la orden realiza: con brazos amputados, sacrificios humanos, tortura y demás. Así pues, no es casualidad que, aunque los espectros también puedan rondar los bosques, en Nuestra parte de noche todo el terror está en las casas, el lugar de la civilización, sobre todo en las casas abandonadas o las casas de los ricos (la casa de Gaspar y Juan en Buenos Aires fue diseñada por los arquitectos O’Farrell y Del Pozo [329] y la finca de los abuelos diseñada a su vez por otros arquitectos de renombre). Si el terror está en las casas, ¿quién puede vivir en la “naturaleza” si ahí mismo es donde el estado, en la dictadura, vacía y desaparece cuerpos? El pasaje de casa a la intemperie y viceversa es también la tragedia argentina del siglo veinte: la transición. De hecho, este es el conflicto de Juan que, cercano a morirse, por órdenes de la “Orden,” debe transferir su conciencia a su hijo, que posee aptitudes de médium también, para continuar con los rituales. Juan se rehúsa y encuentra una manera de “bloquear” los dones de su hijo. Se anula esta transición, pero no se anula el proceso en sí. Al final de la tercera parte “La cosa mala de las casas solas” una amiga de Gaspar es atrapada por una casa abandonada en su barrio. Juan no canceló la transición, la volvió convertible, transformable, transferible. 

Grace Oliver

My aunt, Grace Oliver, died at age 75 in the early morning of Christmas Day.

Born Stephen Beasley-Murray, her reinvention and transition from Stephen to Grace, and from Beasley-Murray to Oliver, was a journey that lasted most of a lifetime.

Throughout their seventy-five years, Stephen/Grace was curious and prepared to follow their curiosity and desire, sometimes whatever the cost, for them or for others.

Stephen grew up in South London, but went to university (to study sciences) in Liverpool in the early 1970s. He stayed on in the city, working with social services and the Anglican church, under the aegis of former cricketer turned left-wing bishop, David Sheppard.

I think that his time in pre-Thatcherite Liverpool, combining religious vocation with practical work for social justice, was a golden period for him, to which he would often look back with nostalgia, and even try to recreate.

But something went wrong, and he left for the United States, where his parents (my grandparents) were living in Louisville, Kentucky. There he enrolled in graduate work at the Southern Seminary, where he wrote a PhD dissertation on the “metaphysics of the sacred.”

It was also in Kentucky where he met his first wife, Angela (Angie), with whom he had three children (Mark, Philip, and Amanda), and with whom he later travelled, as a Northern Baptist missionary, to live and work in Hong Kong.

Missionary life did not agree with him, however, not least its fundamental premise that “we” in the West had more to teach “them” in the East than they had to teach us. He and Angie withdrew from the mission and settled in New Haven, Connecticut, where Steve became a secondary-school teacher.

By this time, he was increasingly radical. He joined the Communist Party of the USA and began explorations in Wicca beliefs and practices. When he also started experimenting in naturism, I would refer to him as my “nudist, Communist, witch” uncle.

Steve and Angie split up, very acrimoniously, and he moved to Texas with Charlotte Oliver, who became his second wife. He took her name in the marriage. In Texas, he taught philosophy in various colleges and universities.

A decade or so ago, on his retirement, Steve and Charlotte moved to Liverpool where they lived in a small housing-association property, and once more became involved with Liverpool Parish Church, as well as with the Society of Friends (Quakers). They joined the Labour Party, and were fervent supporters of Jeremy Corbyn. They had a caravan in a naturist park in Cheshire.

At some point, Steve began questioning issues of sexuality and gender identity, and started living as Grace. A couple of years ago, they underwent gender-reassignment surgery.

Perhaps Grace finally found the peace and fulfillment that, I fear, Stephen seldom or never did. Indeed, I may be wrong, but my feeling is that Stephen Beasley-Murray was not often happy. I never met him as Grace, but hear that Grace seemed much happier and more relaxed than Stephen had ever been.

Accumulation, Subjectivity, and Existence. Notes on Westworld (2016-2022)

What follows are some ideas about/on the tv series Westworld. 

The acclaimed and awarded HBO series Westworld (2016-2022) by Jonathan Nolan and Lisa Joy came to a sudden end in November 2022. The show, in its four seasons, explored the relationship between the human, the machine and the non-human. The classic sci-fi topic of the android that rebels against their master is reexplored in four different scenarios, each of them explored on every season of the show. While the timeline of the plot is wide, it constantly overlaps temporalities. Precisely the show shuffles its plot by the way time flashbacks constantly and then jumps further with a certain disorder. This, no doubt is confusing, but at the same, this also expresses one of the main worries about the show: a sensibility beyond human categories. Indeed, the show both explores the rough distinction between human and machine, but it also evaluates many human categories related to gender, race, age, and social class. That is, the androids in Westworld are less an excuse for imagining a dystopia when machines would fight humanity, and more a reflection about the way humanity has been constructed, and hence, how machine and non-machine too have been constructed.  

The first season of the show based in a Western theme park where androids, the hosts, interact with humans granting them every possibility of interaction and “freedom.” This re-enacts the fantasy of the frontier town where everything was possible. The American psyche, with no doubt, is highly stimulated by this scenario. From this perspective, the idea of going west, of going on the road, of escaping the constrains and tedium of life in big cities, is at the chore of the American “dream.” The show, then, plays with this fantasy, as it depicts wealthy humans fulfilling their wildest dreams in a theme park that grants them freedom without consequences. The humans, the guests, can be both foe and/or hero, they can play whoever they want, they can become whoever they want. But as it happens to William, one of the main investors of the park, the game becomes and obsession. William starts as a compassionate guest towards the hosts, but time after time, he sees his efforts failing: there is never a happy ending for the hosts. While humans live without consequences, hosts died and are returned to life endlessly. This takes William on a quest. He looks for something meaningful inside of the park. He realizes that “nature” is chaos, and that if something lies beyond the chaos, he first needs to arrive to the core, the secret, of “nature.” While this secret is never fully explained in the story, this is, for sure, related to the truth of subjectivity: its vacuum and emptiness. And precisely, the show, season after season, reflected on this. 

William, indeed, does not realize that his endeavours are precisely going towards the void that sustains subjectivity until the fourth season. After the androids in the first season realize themselves are androids, and hence, have the chance to change their lives, as they are stronger and “more adapted” than their masters, they lead an insurrection commanded by Dolores, one of the first hosts ever made. While here, the revolutionary winds take many directions, from those who merely wish to achieve something other than rebellion, like Maeve, who seeks her daughter, a group of indigenous warriors, who seek a new land, or Bernard, an android who thought himself was a human and wishes for a less violent resolution, the changes of revolution land on a general state of stasis. In its four seasons Westworld depicts a world of constant civil war, where the relationships between friend and enemy blurry, where human and non-human assemblages come and go. Indeed, the show suggests that the primordial idea of wealth, as accumulation, is tied to a violent force that guarantees the attachment and capture of existence through subjectivity. This means that an endless war is tamed and transformed into accumulation by a sovereign decision. For instance, in the third season, Dolores, now acting “freely,” sabotages the way humans live outside of the park. She destroys the artificial intelligence server that guarantees the way things normally run in the human world. This by consequence transforms her in the “storyteller” of a new world manipulated by Hale, another host who had lived always between the humans. Hale reshapes New York city by controlling humans remotely via micro-robotic-parasites attached to their brains. The world now is a place for hosts to do as they please among humans, but just like the humans faced the rebellion of the hosts, now the androids face the rebellion of humans, and more importantly, their perfect world cracks as many hosts chose to kill themselves. As if hosts were infected by humans, Hale new project of subjectivity, again, goes towards the void. She wishes to give the host the world they deserve in a shape according to their needs. Here is when William’s quest returns. 

William, after being taken down by Dolores in the third season to a state of dementia, is kept alive by Hale. She mixes her code with William’s and creates a host that serves her to grant her ambitions (controlling humans in New York and other cities). Once Hale plans to destroy the world she has created, the “new” William stutters, he doubts of his master. He interviews the human William. The host is worried because Hale is destroying the world he help her built. “What would you do?” asks the host to the human. Here William points out the vacuity of the subject for what can he tell an android who is made just like him. The question of the host is asking for the answer of the subject. This answer, supposedly, is that which gives the host its character as host, as android, as machine. Subjectivity is what makes us host or guest, for the subject is that monster we host or the guest we become. And precisely, the amusement of William, the human, when the android asks him what he so many times asked the hosts. William, the human, now confronts the host with his own existence: “When an atomic bomb comes knocks the electrons right out of your bones, what do you want? To know who you are? To know what it all means? You’ll be too busy vomiting up your organs. Culture doesn’t survive… Cockroaches do.” What all this is radically suggesting is to question if there is time for subjectivity on the face of death? Do we need subjectivity when, after all, all that we have is a deferred death? For sure, Williams response is the articulation of a deterritorialized bond to all subjectivity: he kills the human William, then manipulates Hale’s control signaled, so that humans go on frenzy and kill each other, hosts included, and finally he destroys the signal transmission. 

A world where only cockroaches will survive is a Hobbesian state of nature. However, here, perhaps, the war against all is portrayed as what it is, a second nature state (William still reprograms the rules of the “game”). For once, the first nature of both the human and the non-human is lost. That is why subjectivity lies on a vacuum. And for the same reason, that is why every project of subjectivity transforms all the cumulous that second nature unleashes into accumulation, things to be valued and preserved by the ribbon of subjectivity. There is no time for subjectivity on the face of death. But William’s game is not revolutionary at all, his is a reactionary and conservative impulse. By letting the cockroaches survive, by “natural selection,” one wonders what would it be that is archaic enough and everlasting of humanity for survival. And precisely, the game of William is a suicidal game where only “one” is meant to win it all. This is, indeed, the current panorama of world global turmoil. And yet, today the recalcitrant attempts for subjectivizing all (via artificial intelligence, or by calls on social justice) fail in front of the narco, terrorist, or state violence. Subjectivity has been tossed away. 

In its most radical sense Westworld is a show about the chance to think away from subjectivity. And precisely, the open end of the fourth season, where Dolores plans to run a new test, a new and last game, to see if both human and non-human can face a future open for other things different than extinction, suggest a futurity away from subjectivity but also hinging on total turmoil. The show, indeed, bites its own tale as it returns to the scenario of the first season, the west. In a way, the show never left the theme park. Since its first moments, the show exposes the vacuity of the subject. The interrogatory between Bernard and Dolores, one of the first scenes of the show, where the former ratifies the later as a subject, while also, unknowingly ratifying its own subjectivity, teeter subjectivity into its void. In a way, then, all the violence unleashed on all the seasons is indeed the disembodiment of this interrogatory. Hence, if this process seeks to stabilize subjectivity as the only game in town, the interrogatory itself is already exposing its uselessness, its contingency and fragility, more than once both characters doubt on their questions and answers. It is not by coincidence that both Dolores and Bernard are questioning each other because what has been “humanity” if not a construct edified on top of the gendered and the racialized bodies of humanity’s others. Here, the play between Bernard and Dolores exposes the impotence of subjectivity. The war was already here, in questioning. But perhaps, this was not necessarily a war for destruction, but an open field of interaction, where thinking struggles for itself as it seeks for other ways outside of the cage of subjectivity, as it seeks for its radical existence. 

Jean Franco

It must have been late 1989 or early 1990 that I first met Jean Franco, the distinguished and pioneering Latin Americanist literary and cultural critic, who has just died at 98 years old.

I was taking a year out from my undergraduate degree, crossing the USA en route to Central America, and at the same time checking out universities to which I thought I might apply to do graduate work.

Finding myself in New York, I headed to Columbia, and made my way to the Department of English where I hoped to meet Edward Said, a founder of postcolonial studies. Professor Said was not available, I was told, but would I like to talk to Professor Franco, who co-taught with him on the MA program?

I remember next to nothing about that conversation, but I must have (presumptuously) left her something of mine to read, or posted it to her later, because the following year, when I was back in the UK, I received a postcard from her. She apologized for taking so long, but she had (amazingly) read whatever it was that I had written and offered some brief, polite comments on it.

It was only much later that I realized just who Jean Franco was: one of the first critics to put the study of Latin American literature on the map, at least in the English-speaking world, with books such as The Modern Culture of Latin America (1967) and An Introduction to Latin American Literature (1969), whose range of reference and erudition, but also enthusiasm and clarity, remain impressive even today.

Once I was in the United States (first at Milwaukee then in North Carolina), I would often pass through New York, where I would regularly (and again, presumptuously) call Jean up and we would go for a walk, a coffee, perhaps lunch. She was always and indefatigably hospitable and polite to me, this strange guy who periodically darkened her door.

Some years later, when I was teaching at the University of Manchester, I proposed Jean’s name for an honorary degree, and delightfully both the university and she agreed. It was a great pleasure for once to host her: I remember wandering with her through the center of Manchester, taking a break at the Royal Exchange café, and again chatting about who knows what.

With Jean (I think at the Yang Sing restaurant) in Manchester, 2002

Jean came from the North of England—if I remember right, from Dukinfield, on Tameside in the East of Manchester, near the edge of the Pennines—and retained a distinctive accent throughout her life. She did a BA and MA at the University of Manchester, and then somehow found herself in Latin America. I remember her recounting that—like Che Guevara—she was in Guatemala during the 1954 coup.

She then returned to the UK, where she did a PhD at the University of London and subsequently became the country’s first Professor of Latin American Literature at the then new (and radical) University of Essex, before moving across the Atlantic to Stanford and then Columbia.

Jean’s work continued to be pathbreaking across the decades, from her innovative study of gender and representation in Mexico, Plotting Women (1989), to her magisterial study of Latin America in the Cold War, The Decline and Fall of the Lettered City (2002) and her study of the violence of modernity on the periphery with Cruel Modernity (2013).

What I will remember above all, however, is someone with almost infinite time and generosity, even for a whippersnapper like me, with a great sense of humor and a cackle of a laugh, who was always prepared to take risks (literally, in that I’m told she was a fan of the tables at Las Vegas), but above all knew how to live.

I thought she was immortal. In many ways, she surely is.

La hiperinflación de la traición. Notas sobre El arma en el hombre (2001) de Horacio Castellanos Moya

Contada a manera de testimonio, pero también como novela picaresca, El arma en el hombre (2001) de Horacio Castellanos Moya recupera la historia de Robocop, un soldado “desmovilizado” luego de la guerra civil en El Salvador. La novela cuenta la historia de Robocop desde su temprano ingreso a la milicia, y luego su vida de “desmovilizado.” Luego de la guerra civil, Robocop y su único oficio quedan fuera del mercado, o como dice el mismo narrador “con ese palabrerío de la democracia, tipos como yo encontrábamos cada vez mayores dificultades para ejercer nuestro trabajo” (39). Así, la vida del narrador luego de la milicia es un ir y venir de ladrón a asesino a sueldo, paramilitar en su propio país, y luego paramilitar para un narcotraficante en El Salvador. 

Siempre relatando con un estilo parco, el narrador se ciñe a su primera promesa al iniciar su relato: “No contaré mis aventuras en combate, nada más quiero dejar en claro que no soy un desmovilizado cualquiera” (11). Así, lo que se lee es la confesión de Robocop antes de convertirse en un “verdadero Robocop.” Al final de la novela se nos dice que ha sido capturado por la CIA, y un agente llamado Johnny, le ha ofrecido la posibilidad de “redimirse,” de escapar a la prisión y a la deportación. El trato era contarles todo lo que sabía y ellos, la CIA. A cambio, dice el narrador “me reconstruirían (nueva cara, nueva identidad) y me convertirían en agente para operaciones especiales a disposición en Centroamérica” (131). Robocop confiesa su pasado, y la novela está escrita. Aquello que quedó suspendido luego de la guerra civil fue absorbido por la CIA.

Durante varios momentos en la narración, Robocop expresa su aversión por la traición. Ya sea con misoginia, al respecto de Vilma, una sexoservidora que luego él mismo asesina, “las mujeres llevan la traición en el alma y no me iba a gastar mi poco dinero en ella” (15); o con recelo frente a la posibilidad de que los altos mandos hayan traicionado a los soldados comunes (20), Robocop se mantiene siempre en su rol, siempre es un soldado dispuesto a cumplir todas las órdenes que reciba, siempre dispuesto a improvisar para salvar el pellejo, un hombre hecho arma, o un arma hecho hombre, como sugiere el título de la novela. Cuando Robocop se une a las filas del Tío Pepe, el narcotraficante que luego será revelado como el objetivo de captura de la CIA, los compañeros de Robocop le expresan al nuevo miembro del grupo “el Tío Pepe era un jefe auténtico, leal, con principios, y no un mugroso traidor como el mayor Linares o como el coronel Castillo y el Sholón” (84). Casi como si la CIA y el jefe de los narcos fueran los únicos polos a elegir, ambos aparecen como agentes a quienes la traición les es indemne. 

Robocop parece ser el único ajeno a la traición. Él es el único soldado que se mantiene fiel y contrario a los “terroristas,” exrevolucionarios, hasta el final. Él vive en un mundo donde la traición es una moneda de cambio en hiperinflación. Todo se trata de ver quién puede capturar todas las fuerzas creativas de la traición. Desde esta perspectiva, la novela es en sí un acto más de traición desposeída, pues Robocop se entrega ahora a la CIA. El asunto es que esta traición ya va prefigurada por otra. Cuando se vuelve parte de las fuerzas del Tío Pepe, Robocop es interrogado por sus compañeros, “ahora a ellos les tocaba hacer las preguntas y a mí nada más contestar, ése era el método, cuestión de disciplina, mi única alternativa” (84). Y más aún, luego de que Robocop sale del Palacio Negro, y uno de sus viejos compinches lo interroga sobre lo ocurrido en los calabozos, el narrador lo traiciona. Cuando Saúl, el viejo amigo le pregunta sobre lo que le contó a la policía, Robocop responde “Le mencioné lo de mi historia en el Acachuapa [a la policía]; lo más importante era que a mí no me habían sacado nada; callé lo de las alucinaciones” (70). Lo que Robocop calla ante su compañero, unas alucinaciones que tuvo en los calabozos, esta ya es una traición. Entonces, la primera promesa de la narración (“No contaré mis aventuras en combate, nada más quiero dejar en claro que no soy un desmovilizado cualquiera” [11]) se revela como una traición más.  Robocop cuenta sus aventuras de combate luego de la guerra, y se vuelve un soplón más de la CIA, no es una excepción su estado sino un asunto normal. Con esto no hay, necesariamente, una conversión del informante, en Robocop, sino la posibilidad de una traición común, una que no redime, pero sí abre la historia hacia otras posibilidades. 

Maternidad y tiempo. Notas sobre Precoz (2016) de Ariana Harwicz

Precoz (2016) de Ariana Harwicz está hecho, de cierta manera, para leerse y no leerse. Y vaya, esto es sin duda el dilema de cualquier libro. No obstante, es el buen diseño y la edición tan cuidadosa de :Rata_, la casa editorial que publica la novela, la que precisamente cuestiona seriamente si el acto de lectura vale la pena o no. Al final del libro, luego del recuento de halagos que la obra de Harwicz ha recibido se nos dice que “:Rata_es el tiempo que has pasado leyendo este libro” (s/p). Más allá del cinismo y la obviedad, el enunciado no sólo habla de la casa editorial, sino también de la obra leída que, efectivamente, también tiene una sugerente invitación a repensar el tiempo en el relato novelado. 

Desde sus primeras palabras en Precoz escasea el pasado. La ausencia del tiempo narrativo por excelencia lleva al texto hacia un límite que casi lo aleja de aquello que lo vuelve relato. “Me despierto con la boca abierta como el pato cuando le sacan el hígado para el foie gras. Mi cuerpo está acá, mi cabeza más allá, afuera una cosa golpea como una arcada” (7). Aquello que va a ser extirpado y consumido, y aquello que está afuera son demarcaciones que siempre laten en cualquier texto. Una novela es, después de todo, un texto al cual se le saca algo de provecho, pero también un montón de páginas que esperan el movimiento de pasar las páginas, golpes o construcciones. Precoz está escrito, precisamente, simulando el movimiento de lectura, haciendo eco de esa voz (enunciación enunciativa) que se convierte en eco en la cabeza del lector (enunciación enunciada). Con esto en mente, el relato es como el título de la obra, contingente y precoz. La historia (¿?) de la madre narradora es vertiginosa. Los días que pasa con su hijo, un adolescente con problemas de actitud y en la escuela, son sórdidos. Conforme progresa la narración en un estridente espiral de eventos entrecortados se superponen y amontonan diversos personajes (otras madres, los compañeros del colegio del adolescente, una trabajadora social, la policía, un vendedor de scooters, parias en las calles, un amante de la madre, entre otros). En el torrente de este cumulo narrativo casi todo se enuncia en presente, como si el único tiempo decible y enunciable para una madre fuera el presente. 

Y claro, hay pasado narrado en el relato, como también hay futuro y otros tiempos. Pero uno de los temas principales de Precoz es la forma en que la maternidad interviene al tiempo. Con esto, la novela no sólo evoca aquello que el título ya sugiere, sino que la idea de maternidad se revela como el cúmulo y el nudo de lo precoz de la temporalidad. Esto es, para una madre el tiempo siempre es precoz: éste pasa antes de que la acción se sitúe, de ahí que la narración se empeñe a usar el presente. “¿Cuánto tiempo va a durar esto? Cuánto dura este sentimiento. Tengo muy lleno el sistema nervioso pero hago frente. Qué sentís hijo por mí, ¿por drías sentir lo mismo que yo?” (75). Más que sólo expresar y luego consumar el insesto (100), Precoz se pregunta por aquellos momentos que vuelven al tiempo presente siempre tan precoz. Es decir, la novela invita a preguntar, ¿qué hace el cuerpo de la madre que vuelve al presente siempre escurridizo, que vuelve al pasado siempre difícil de articular, y a la vez más necesario de formular? En otro nivel, el incesto también es la cancelación del pasado y del futuro, la ruptura de la línea teleológica del tiempo. No obstante, el ambiguo final del relato cancela la posibilidad de otras líneas temporales. Una vez consumado el incesto, madre e hijo luchan y se aman en un ciclo que parece interminable. El fin, igualmente, llega, “Esto es amar, me digo, y él viene y me arranca la cabeza” (101). De estar boca-abierta, al inicio de la novela, lista para que le extirpen el hígado, la madre ahora es decapitada. El gesto es radical, por una parte, sin cabeza, como nodo de la enunciación, ya no hay tiempo, y esto es liberador, pero también, sin cabeza, uno queda frente a una acumulación de eventos en el presente, solamente el tiempo que uno pasó leyendo el libro y nada más, un tiempo descabezado, una lectura más. 

Notes on To Hell and Back. Europe 1914-1949 (2015) Ian Kershaw (3)

Chapter 3

The aftermath of the First World War revealed what the conflict was all about: an exhaustion of old ways of war-making. By consequence politics was also deeply affected. For Kershaw what was at stake in the period after the war, beyond the reparations and amendments, was “how, instead, did Europe lay the foundation of a dangerous ideological triad of utterly incompatible political systems competing for dominance: communism, fascism and for liberal democracy” (93). Kershaw, in a way, is trying to depict the bigger picture. The end of the first world war was the beginning of the second. Most of the pre-war conflicts were still present after the armed struggle officially ended. Class tension was still high in England. And things were worst, as the returning heroes found lack of opportunities, and very high inflation rates. While it could be argued that the period the period in-between wars was merely a deferral, this pause was significant. 

The general state of peace was but a promise written and signed in Paris with the Peace Conference. Germany was facing a radical period of transformation with the installation of a democratic republic. The many ethnicities part of the Habsburg Empire found themselves with the possibility of becoming nation states, but not all of them were able to achieve this. The violence that moved the war could be explained, but instability that many countries in Europe were facing in the aftermath of the war depicted a very different type of violence. This one “had no clear or coherent ideology. Greed, envy, thirst for material gain, desire to grab land all played their parts” (105). Kershaw does not connect these affects with other big events of this period. That, for Kershaw the general state of violence without ideology that some countries faced is disconnected from the violence in Russia, during the Bolshevik revolution, the diplomatic meetings in Paris, and the triumph of Fascism in Italy. However, as much as there was a plan that moved the Bolsheviks or an “agenda” in the meetings in Paris, perhaps everything was more improvised like the always shifting career of Benito Mussolini. What was fascism, embodied by Mussolini, but a form of politics without ideology, a form of politics that was greedy, melancholic, conservative and aggressive?

The “world of nation-states [that] was emerging” (147) was prepared to emerge. As the Great War was interpreted as a war of self-preservation, so were the negotiations, the conflicts, and general violence after the war, affairs of self-interest. These were, in fact, the new rules in town: self-conservation and to self-interest. Or perhaps, these two were always already there, always contingent, or about to emerge in the world of Empires that Europe self-disguised as. 

Deuda, movimiento y juego. Notas sobre Pedro Páramo (1955/2005) Juan Rulfo

Es bien sabida, para algunos, la anécdota de cómo Gabriel García Márquez leyó por primera vez Pedro Páramo (1955/2005) de Juan Rulfo. Según se cuenta, Álvaro Mutis, escritor amigo de García Márquez, le dijo: “¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!” Quizá a esa frase le faltaron algunos gonorreas e hijueputas, pero lo cierto es que en diversas entrevistas García Márquez reafirmó la anécdota, y su aprendizaje, a manera de deuda, con Rulfo. En buena medida, esa relación de aprendizaje, o deuda, fácilmente se adjudica a diversos escritores posteriores a Rulfo en Latinoamérica. Si hubo un Boom, uno de los primeros estallidos fue en Comala. Con todo esto, vale preguntarse, ¿qué es lo que se aprende de esta novela? ¿por qué cautiva tanto? Y más aún, ¿qué quería Mutis que García Márquez aprendiera de Pedro Páramo, y por qué? 

La novela de Rulfo es, para gloria de muchos, y para pesar de otros, la más traducida y distribuida de México. Quizá el texto más importante de ese país. No hace mucho, todavía era uno de los libros más vendidos allí. La historia de Pedro Páramo pudiera resumirse de forma muy escueta. Un hijo cumple el último deseo de su moribunda madre, ir a buscar a su padre, un tal Pedro Páramo, al pueblo natal de ambos para cobrarle caro el olvido y el abandono en que siempre los tuvo. Pedro Páramo es, a pesar de su complejidad, un relato líneal, o más bien, un relato cuya línea narrativa principal reverbera, o se deshilacha. Quizá esto, precisamente, es lo que Mutis quería que García Márquez aprendiera. Si contar una historia es, de forma muy general, trazar una línea que cruce diversos puntos y tensiones, Pedro Páramo es una novela sobre líneas de todo tipo, líneas de fuga, de silencio, de muerte, de esperanza. Lo que se aprende de esta novela de Rulfo es una idea de movimiento, un movimiento muy cercano al juego, pero también un movimiento llevado hasta sus últimas consecuencias, hacia la dispersión.

Si bien, Rayuela (1963) de Julio Cortázar es la novela que mejor evoca la relación entre movimiento y juego, Pedro Páramo ya trabaja con los mismos materiales que Cortázar empleara después. Ya está en Rulfo lo fragmentario y lo perenne. Los 66 fragmentos que forman Pedro Páramo bien pudieran ser fragmentos de la Rayuela. Y de hecho, ya estos fragmentos juegan un rol similar a los de la obra del argentino, pero a diferencia de Rayuela, en Rulfo no hay tablero, hay una contingente línea narrativa que acumula los fragmentos y los ordena en la pobre imagen de orden que todo libro lleva consigo. Desde antes de su llegada a Comala, Juan Preciado se encuentra con esta línea precisamente, pues “[e]l camino subía y bajaba: “Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja” (6). Para llegar a Comala hay que moverse como en el avioncito, el cambio de perspectiva es dado por el movimiento, por el desplazamiento. En Rulfo se juega la rayuela sin tablero, sólo con su movimiento. Juan Preciado tiene más en común con Maquina, de Señales que precederán al fin del mundo (2009) de Yuri Herrera, que con Dante. Los dos primeros buscan a un familiar, Dante busca a Beatriz. Y más aún, ese sube y baja del texto ya se adelante al propio acto de lectura, ¿no van los ojos del lector hacia abajo para devorar las páginas de la novela, y no van de regreso hacia arriba cuando quieren transformar su lectura en escritura? 

La llegada a Comala, igualmente, va cargada de movimiento: “Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando de gritos la tarde” (9). Y claro, conforme progresa la narración, aquella vivacidad primigenia se transforma en espectro. Juan Preciado se ve rodeado de un puño de muertos, murmullos, niebla y quién sabe qué más. Más que una historia de fantasmas, Pedro Páramo es más bien una novela sobre la posibilidad de fantasmas. Es decir, ¿qué se necesita para que haya fantasmas? Y otra vez más, la respuesta de la novela es: movimiento. El fantasma es ante todo movimiento, no aparición. El movimiento antecede a la visión, como el afecto a la pasión. No es tampoco gratuito que movimiento sea también la primera manifestación de un afecto. No hay nada que se le escape al movimiento y al afecto en la novela. Bastaría con hacer de nuevo un recuento de algunos momentos de la novela: conmovido por su madre agonizante, Juan Preciado le promete ir a buscar a Pedro Páramo. Movida por el rencor y el despecho, Dolores le encomienda a su hijo cobrarle caro a su padre el abandono, y así sucesivamente. 

Justo en el corazón de la novela, cuando Juan Preciado muere, las condiciones de su muerte también van dictadas por el movimiento. A Juan Preciado lo mataron los murmullos (62), pero específicamente, su muerte es también la disminución de su capacidad de desplazarse: “Ya no di un paso más. Comencé a sentir que se me acercaba y daba vueltas a mi alrededor aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que alcancé a distinguir unas palabras casi vacías de ruido: ‘Ruega a Dios por nosotros.’ Eso oí que me decían. Entonces se me heló el alma. Por eso es que ustedes me encontraron muerto” (63). Ahora hechas “enjambre,” esas multitudes son el regreso del mismo movimiento de gente que no guardó el luto por la muerte de Susana Sanjuan (123-124). El enjambre se venga del hijo del Cacique. Y al mismo tiempo, la muerte de Juan Preciado es también el encuentro con su padre. Si el hijo muere atosigado por el movimiento de un enjambre, el padre muere por un exceso de movimiento, “sus ojos apenas se movían; saltaron de un recuerdo a otro, desdibujando el presente. De pronto su corazón se detenía y parecía como si también se detuviera el tiempo. Y el aire de la vida” (131). Pedro Páramo muere a manos de un hombre herido de amor, Abundio asesina al cacique porque éste le niega la ayuda para el sepelio de su mujer recién fallecida. Por otra parte, la muerte Juan Preciado es por el miedo a las multitudes. Amor y muerte, como dos suplementos del juego, pero también, si se quiere, de la vida, propulsan el movimiento narrativo de Pedro Páramo. Al final de la novela, el encuentro entre miedo y amor se resuelve de una forma heterogénea y divergente. Justo cuando Pedro Páramo anuncia que irá a almorzar, su movimiento se transforma. Ya no puede ir en una sola dirección, “[d]io un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras” (132). Como un flujo desordenado, un cúmulo esparcido y disperso, ahora las piedras van en más de una o dos direcciones. Ya no sólo suben o bajan, o vienen y van. Van dispersas.