¿Libertad de qué y para qué? Notas sobre Páradais (2021) de Fernanda Melchor

Páradais (2021) de Fernanda Melchor cuenta la historia de cómo Polo y Franco, dos adolescentes, planean un crimen “liberador,” irrumpir en la casa de la familia Maroña un día de madrugada. Cuando al fin cumplen sus respectivas fantasías, mientras Polo carga la camioneta de los Maroño con varios objetos de valor, el “gordo” Franco asesina al padre de familia y luego viola y mata a la madre, Marián Maroño, la mujer de sus sueños. Sin embargo, la fechoría fracasa para Polo, pues Franco ha sido apuñalado por Marián y muere cuando están por huir en la camioneta cargada. Así que Polo escapa de milagro y su crimen queda impune. Su vida regresa al punto de partida que lo motivara a fantasear con el atraco: barrer incasablemente las hojas de las banquetas y calles del fraccionamiento Paradise, o como Polo aprende que se dice “Páradais.” 

En cierto sentido, la novela es acerca del peligro que representan las fantasías. Así, el texto invita a preguntar por ese escurridizo momento en que de la fantasía se pasa a la acción. No sorprende, entonces, que el título de la novela aluda al paraíso: un sitio perfecto, pero carente de libertad. De hecho, el mito de la expulsión del paraíso es también una evocación al pasaje de la fantasía a la acción (la tentación de la serpiente es, después de todo, una fantasía que luego se realiza). En Páradais, específicamente, lo que hay es un pasaje de idioma, de realidad y de sumisión. Cuando Polo rememora las circunstancias que lo llevaron a trabajar a Páradais, recuerda que fue corregido “Páradais, lo corrigió Urquiza, con una media sonrisa de burla, la segunda vez que Polo trató de pronunciar esa gringada. Se dice Páradais, no Paradise; a ver, repítelo: Páradais” (53). El anglicismo y su repetición, en una cáscara de nuez, sintetiza en buena medida lo que ha sido el proyecto modernizador en América Latina, y, sobre todo, en las regiones favoritas de la prosa de Melchor, la franja sureste de Veracruz: una adaptación forzada de un pasaje de la fantasía a la acción. La modernidad, como el nombre del fraccionamiento, es algo vivido a partir de una fantasía ajena, significando inadecuadamente aquello que no es: un paraíso. 

Con esto en mente, la novela también plantea la tentativa de preguntarse por un afuera del opresivo pasaje a la acción que la racionalidad de la modernidad plantea. Es decir, la novela se pregunta por la posibilidad de que el pasaje al acto deje de ser un pasaje a la opresión, la disciplina y el control. Y es que Polo aspira a algo más que ser el jardinero del fraccionamiento, pues, “¿Qué tenía de malo querer ganar más varo, tener más libertad y adquirir un sentido de utilidad, de finalidad, lo más parecido a una meta en la vida que alguna vez había sentido?” (103). Y justo por eso, busca ser como su primo, Milton. Polo quería “abrirse a la chingada, conseguir una lana, ser libre, carajo, ser libre por una pinche vez,” pero su primo, “no quería ayudarlo” (105). Milton, como se explica a detalle en la novela, pasa de vendedor de coches robados en Chiapas y Guatemala, a agente de aquellos, los narcos. Milton es como la mayoría de los niños de Progreso, lacayo de aquellos. 

La fantasía de Polo, de ser libre, entonces, queda suspendida a un acto que expone tanto la posibilidad de pensar un afuera como el, casi, inescapable determinismo de la novela. Dado que la novela es una confesión deferida, que comienza con el proyecto de contarle a alguien tal cual pasaron las cosas: “Todo fue culpa del gordo, eso iba a decirles” (11), la novela en sí es un ejercicio fracasado de liberación. Esto es más evidente al final de la novela. Aunque Polo está “harto de todo, harto de aquel pueblo, de su trabajo, de los gritos de su madre, de las burlas de su prima, harto de la vida que llevaba, [y] quería ser libre,” (158), y está también convencido de confesarlo todo, su deseo de libertad, (pues él “les diría,”) él también es el que “les alzaría la flecha a las patrullas que arribarían más tarde, con las sirenas apagadas pero al sobres, como perros mudos en pos de su presa” (158). Polo se convierte en sujeto de la dominación justo cuando más clara está la posibilidad de articular la transferencia (la decibidilidad) de su deseo de ser libre. La contrariedad de todo esto está la fantasía compartida por Polo y Franco. Cuando ambos comienzan a planear juntos, lo que los une es “algo como una corriente, pero subterránea, una cosa palpitante y viva que no tenía nombre” (115), y lo que al final de la novela une a Polo con su propia fantasía no es sólo la obediencia y la sumisión, el volver a desempeñar su rol como empleado en el fraccionamiento Páradais, sino también su propia fantaseada confesión. En últimas, la novela sugiere que la libertad pensada para uno no es sino la afirmación del pasaje al acto de ser sujeto, de ser dominado. Y así, la libertad pensada en común, desde lo indecible “como una corriente, pero subterránea, una cosa palpitante y viva que no tenía nombre,” quizá tenga más chances de ser más que una línea de muerte, un despliegue de pulsión de muerte exacerbada. 

Deuda, movimiento y juego. Notas sobre Pedro Páramo (1955/2005) Juan Rulfo

Es bien sabida, para algunos, la anécdota de cómo Gabriel García Márquez leyó por primera vez Pedro Páramo (1955/2005) de Juan Rulfo. Según se cuenta, Álvaro Mutis, escritor amigo de García Márquez, le dijo: “¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!” Quizá a esa frase le faltaron algunos gonorreas e hijueputas, pero lo cierto es que en diversas entrevistas García Márquez reafirmó la anécdota, y su aprendizaje, a manera de deuda, con Rulfo. En buena medida, esa relación de aprendizaje, o deuda, fácilmente se adjudica a diversos escritores posteriores a Rulfo en Latinoamérica. Si hubo un Boom, uno de los primeros estallidos fue en Comala. Con todo esto, vale preguntarse, ¿qué es lo que se aprende de esta novela? ¿por qué cautiva tanto? Y más aún, ¿qué quería Mutis que García Márquez aprendiera de Pedro Páramo, y por qué? 

La novela de Rulfo es, para gloria de muchos, y para pesar de otros, la más traducida y distribuida de México. Quizá el texto más importante de ese país. No hace mucho, todavía era uno de los libros más vendidos allí. La historia de Pedro Páramo pudiera resumirse de forma muy escueta. Un hijo cumple el último deseo de su moribunda madre, ir a buscar a su padre, un tal Pedro Páramo, al pueblo natal de ambos para cobrarle caro el olvido y el abandono en que siempre los tuvo. Pedro Páramo es, a pesar de su complejidad, un relato líneal, o más bien, un relato cuya línea narrativa principal reverbera, o se deshilacha. Quizá esto, precisamente, es lo que Mutis quería que García Márquez aprendiera. Si contar una historia es, de forma muy general, trazar una línea que cruce diversos puntos y tensiones, Pedro Páramo es una novela sobre líneas de todo tipo, líneas de fuga, de silencio, de muerte, de esperanza. Lo que se aprende de esta novela de Rulfo es una idea de movimiento, un movimiento muy cercano al juego, pero también un movimiento llevado hasta sus últimas consecuencias, hacia la dispersión.

Si bien, Rayuela (1963) de Julio Cortázar es la novela que mejor evoca la relación entre movimiento y juego, Pedro Páramo ya trabaja con los mismos materiales que Cortázar empleara después. Ya está en Rulfo lo fragmentario y lo perenne. Los 66 fragmentos que forman Pedro Páramo bien pudieran ser fragmentos de la Rayuela. Y de hecho, ya estos fragmentos juegan un rol similar a los de la obra del argentino, pero a diferencia de Rayuela, en Rulfo no hay tablero, hay una contingente línea narrativa que acumula los fragmentos y los ordena en la pobre imagen de orden que todo libro lleva consigo. Desde antes de su llegada a Comala, Juan Preciado se encuentra con esta línea precisamente, pues “[e]l camino subía y bajaba: “Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja” (6). Para llegar a Comala hay que moverse como en el avioncito, el cambio de perspectiva es dado por el movimiento, por el desplazamiento. En Rulfo se juega la rayuela sin tablero, sólo con su movimiento. Juan Preciado tiene más en común con Maquina, de Señales que precederán al fin del mundo (2009) de Yuri Herrera, que con Dante. Los dos primeros buscan a un familiar, Dante busca a Beatriz. Y más aún, ese sube y baja del texto ya se adelante al propio acto de lectura, ¿no van los ojos del lector hacia abajo para devorar las páginas de la novela, y no van de regreso hacia arriba cuando quieren transformar su lectura en escritura? 

La llegada a Comala, igualmente, va cargada de movimiento: “Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando de gritos la tarde” (9). Y claro, conforme progresa la narración, aquella vivacidad primigenia se transforma en espectro. Juan Preciado se ve rodeado de un puño de muertos, murmullos, niebla y quién sabe qué más. Más que una historia de fantasmas, Pedro Páramo es más bien una novela sobre la posibilidad de fantasmas. Es decir, ¿qué se necesita para que haya fantasmas? Y otra vez más, la respuesta de la novela es: movimiento. El fantasma es ante todo movimiento, no aparición. El movimiento antecede a la visión, como el afecto a la pasión. No es tampoco gratuito que movimiento sea también la primera manifestación de un afecto. No hay nada que se le escape al movimiento y al afecto en la novela. Bastaría con hacer de nuevo un recuento de algunos momentos de la novela: conmovido por su madre agonizante, Juan Preciado le promete ir a buscar a Pedro Páramo. Movida por el rencor y el despecho, Dolores le encomienda a su hijo cobrarle caro a su padre el abandono, y así sucesivamente. 

Justo en el corazón de la novela, cuando Juan Preciado muere, las condiciones de su muerte también van dictadas por el movimiento. A Juan Preciado lo mataron los murmullos (62), pero específicamente, su muerte es también la disminución de su capacidad de desplazarse: “Ya no di un paso más. Comencé a sentir que se me acercaba y daba vueltas a mi alrededor aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que alcancé a distinguir unas palabras casi vacías de ruido: ‘Ruega a Dios por nosotros.’ Eso oí que me decían. Entonces se me heló el alma. Por eso es que ustedes me encontraron muerto” (63). Ahora hechas “enjambre,” esas multitudes son el regreso del mismo movimiento de gente que no guardó el luto por la muerte de Susana Sanjuan (123-124). El enjambre se venga del hijo del Cacique. Y al mismo tiempo, la muerte de Juan Preciado es también el encuentro con su padre. Si el hijo muere atosigado por el movimiento de un enjambre, el padre muere por un exceso de movimiento, “sus ojos apenas se movían; saltaron de un recuerdo a otro, desdibujando el presente. De pronto su corazón se detenía y parecía como si también se detuviera el tiempo. Y el aire de la vida” (131). Pedro Páramo muere a manos de un hombre herido de amor, Abundio asesina al cacique porque éste le niega la ayuda para el sepelio de su mujer recién fallecida. Por otra parte, la muerte Juan Preciado es por el miedo a las multitudes. Amor y muerte, como dos suplementos del juego, pero también, si se quiere, de la vida, propulsan el movimiento narrativo de Pedro Páramo. Al final de la novela, el encuentro entre miedo y amor se resuelve de una forma heterogénea y divergente. Justo cuando Pedro Páramo anuncia que irá a almorzar, su movimiento se transforma. Ya no puede ir en una sola dirección, “[d]io un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras” (132). Como un flujo desordenado, un cúmulo esparcido y disperso, ahora las piedras van en más de una o dos direcciones. Ya no sólo suben o bajan, o vienen y van. Van dispersas.  

Notas sobre Capitalismo gore (2010) de Sayak Valencia

Capitalismo gore (2010) de Sayak Valencia presenta, quizá, una de las versiones más llamativas para leer el capitalismo contemporáneo. Recuperando una vasta serie de conceptos y propuestas teóricas de América Latina y otras latitudes, el libro propone “el término capitalismo gore, para hacer referencia a la reinterpretación dada a la economía hegemónica y global en los espacios (geográficamente fronterizos)” (15). Esto quiere decir, que las propuestas teóricas del “capitalismo gore” surgen a partir de un conocimiento situacional, pero no excluyente: las consecuencias y argumentos se piensan desde Tijuana, México, pero esto no quita que se puedan tender puentes con otras situaciones o lugares. Sujeto endriago, necroempoderamiento, capitalismo snuff, subjetividades queer, necromercado y varios conceptos más son presentados en el libro como herramientas para entender eso que Valencia llama capitalismo gore. 

Este concepto propone, entonces, leer el capitalismo como una serie de procesos con mutaciones. Por ejemplo, decir que conforme pasa el tiempo el capitalismo cambia y requiere ser reinterpretado y entendido para comprender precisamente los mecanismos de dominación y explotación mediante los cuales somete a las diferentes multitudes que fluyen en la historia. Si bien, salvo en notas al pie y unas secciones del libro, no se enfatiza en qué medida los grandes cambios de finales de siglo XX e inicios del XXI son también una regresión a las peores y más cruentas formas de acumulación capitalista tal como sucedió en los años del inicio de la modernidad (finales del siglo XIV). Es decir, Valencia, parece, propone que el capitalismo gore es una categoría novísima, nunca vista. El término se define como una exageración, por éste se entiende el “derramamiento de sangre explícito e injustificado (como precio a pagar por el tercer mundo que se aferra a seguir las lógicas del capitalismo cada vez más exigentes) … todo como herramienta de necroempoderamiento” (15). Capitalismo gore, entonces, es una suerte de alargada teoría de la dependencia. En otras palabras, si hay “un precio” que los países tercermundistas se aferran en pagar, entonces, hay una dependencia tal cual esto se entendía en los setenta y ochenta en Latinoamérica, así como en otras partes. El libro, igualmente, toca tangencialmente las razones por las cuales los países tercermundistas se aferran a ese excesivo pago. Sin embargo, nunca se formula el problema preciso que pudiera articular esa necesidad de aferrarse al pago capitalista. 

El binomio entre regresión y novedad, que se ilustran de forma muy adecuada entre el término que motiva el libro, capitalismo gore, y el de uno de los principales conceptos propuestos, sujeto endriago, proponen una manera interesante de leer el desastre causado por el narcotráfico, la violencia extrema y los malos gobiernos en México. Así, entre lo gore, (un término tomado del cine que designa un género en el que la violencia es regocijante y, sobre todo, se explicita excesivamente el derramamiento de sangre), y lo endriago (un monstruo, según la obra, original del Amadís de Gaula, en el que se mezcla la forma humana con la de diversas fieras) se describe un capitalismo hiperviolento, exagerado, arcaico y a la vez novedoso. El asunto es que esta forma de describir el capitalismo no es, en cierta medida, novedosa. Ya sea porque el modo de producción y acumulación capitalista siempre evoca previos modos de dominación y explotación a la vez ofrece nuevos, Capitalismo gore sugeriría que la fase más reciente del capitalismo no es sino un retruécano de sí mismo, “otra vez vivimos en un mundo de bandidos y piratas” (20), menciona el libro. Por otra parte, es bastante sugerente el uso que la palabra “gore” y “endriago” juegan en el libro. Si bien, estos dos sintagmas evocan el inacabable retruécano del capitalismo, también, como advierte Valencia, lo gore vuelve comodificable y espectacular la forma de acumulación y producción capitalista (16). Lo endriago, por su parte, conforma una subjetividad que “sigue a pie de juntillas los dictados más radicales del mercado” (80). Entre un espectáculo de afectos ambivalentes (gore), que, como en el cine está hecho para ser un mero entretenimiento que va de la repulsión a la risa (muchas películas del género gore son también consideradas parodias), y lo endriago, una monstruo cuya única función radica en probar la valía de un “héroe” (el estado), la forma de dominación capitalista que Valencia sugiere busca la anestesia al mismo tiempo que la reactivación explosiva de la violencia. Es decir, capitalismo gore sería una forma de producción que extrae valor y domina a partir de la rápida transformación de lo anestesiado (gore) en violentamente activo (endriago).

Para dejar atrás esto, Valencia propone una solución. Casi reelaborando la disputa entre multitud e imperio, elaborada por Michael Hardt y Toni Negri en Imperio, Valencia propone que para pensar algo que contrarreste lo gore y a los sujetos endriagos se debe pensar “una disidencia efectiva y no distópica y ésta debe estar emparentada con las cuestiones de desobediencias de género y con el transfeminismo; debe crear también alternativas comunes en las cuales pueda participar activamente la sociedad civil” (193). Esta solución es un “plano orientativo” (1994), que no busca ser prescriptivo, sino abierto. Si bien, no se explica a detalle cómo este remedio para contrarrestar los males del capitalismo gore deja de ser parte de las mismas opciones que el sistema da, es decir, que la diferencia entre endriago (como quimera) e identidades desobedientes emparentadas al transfeminismo no es clara. Más aún, si el capitalismo gore tiene un precio que se debe pagar para poder formar parte del modo de producción, ¿qué precio se deberá pagar para pensar esas disidencias que se sugieren al final de Capitalismo gore? ¿No será que se debería de pensar a contrapelo de una de las conclusiones y provocaciones más sugerentes del libro? Al finalizar el texto, a manera de testimonio y reflexión teórica, Valencia describe el momento en que un cadáver cayó frente a sus ojos mientras conducía por Tijuana. La terrible impresión se anuncia como lo peor del capitalismo gore, pues ésta no conmueve la sensibilidad de nadie, salvo la de la narradora. Hay que hacer algo al respecto de ese cadáver, dice Valencia. Y no es para menos, la desempeorada y anestesiada reacción de su acompañante es triste, grave y común. Todos nos hemos acostumbrado al espectáculo gore, descrito por Valencia. Sin embargo, mientras Capitalismo gore concluye que hay que hacer algo con esos muertos “porque si no eso hará algo [contigo]” (203), como si el cadáver se cobrara una revancha con los vivos, quizá habría que dejar hacer al cadáver y completamente dejarle que nos intervenga, que de nuevo nos afecte por sí, pues el cadáver no deja de ser cuerpo. 

Teatro de la crueldad. Notas sobre Nostalgia de la sombra (2002) Eduardo Antonio Parra 

Con ciertos matices de novela policiaca de hardboiled y thriller, Nostalgia de la sombra (2002) de Eduardo Antonio Parra cuenta la historia de Ramiro, un trabajador, de una particular empresa de seguridad en México a inicios del siglo XXI. Los trabajos de Ramiro consisten en eliminar a sus “clientes.” Esto es, Damián, el dueño de la empresa, comisiona sicarios yRamiro es sólo un trabajador más de esta línea de producción. Si bien, la empresa no forma parte de ningún órgano de gobierno, debido a las relaciones de Damián y a sus orígenes, él viene de una familia de abolengo, se intuye que el encargo de asesinatos forma parte integral del sistema económico y político que se retrata en Nostalgia de la sombra. Así, la empresa paraestatal vela por las pasiones y el bienestar del estado. Si bien, Ramiro es un hombre que disfruta asesinar, “Nada como matar a un hombre” (9), se dice a sí mismo al inicio de la novela, el goce de su trabajo se ve alterado: su jefe lo comisiona para asesinar a una mujer empresaria del norte del país. Cargado de tribulaciones, Ramiro debe realizar algo que no le causa placer y volver a una ciudad, Monterrey, que le trae nostalgia, sus múltiples vidas pasadas reviven en la pantalla de su memoria y en las páginas del relato.  

Conforme progresa la historia, Ramiro se revela como un cuerpo al cual se le han superpuesto diversas identidades. Desde niño rebelde, periodista, hasta pepenador y recluso, Ramiro ha vivido siempre como un actor de un teatro que cambia siempre sus personajes y sus contextos. Los cambios del espectáculo varían, pero siempre, parece, son los mismos actores y espectadores los que participan. Mientras Ramiro construye el perfil de su futura víctima, Maricruz, la empresaria, éste afirma que, en el teatro de la crueldad en que ambos participan, se tiene que aprender a cumplir con el rol asignado: 

[…] desde hace mucho aprendí que se trata de un juego en el que nos toca actuar como testigos y protagonistas al mismo tiempo. Si uno adopta el papel principal, está perdido; esa es la causa por la cual siempre me cargo del lado del mirón, del espectador, y aunque los sentimientos se me alboroten procuro entretenerme con la secuencia de mis alegrías y mis horrores y acaso a ello se deba que los haya sobrevivido (207-208). 

Desde esta perspectiva, en Nostalgia de la sombra la sociedad se divide entre mirones (testigos) y actores principales (víctimas y victimarios). Como el público del coliseo romano, los mirones viven desempoderados y satisfechos pues al experimentar la muerte ajena su vida es sólo la deferencia de su propia muerte: no pueden cambiar nada, pero se pueden conformar con vivir un poco más que aquellos que saludan antes de morir. 

La violencia guarda una relación intrínseca con el espectáculo. No hay violencia sin testigos. El asunto es que, como el Monterrey retratado por Parra, en México y en otras latitudes, el narco nos posiciona frente a un espectáculo que extenúa el goce. Ante un espectáculo que cada vez reduce más la diferencia entre espectadores y actores, o que cambia hasta el cansancio los roles y tramas del show, la actitud más radical, tal vez, es la de Ramiro, pues ante los diferentes cambios que su encomienda sufre, se dice: “Esta película cada vez degenera más en farsa. Demasiadas sorpresas. Demasiados giros. Y yo no acepto correcciones en el argumento. Ya lo dije, Maricruz. Mi papel estaba decidido desde que llegué a Monterrey y no voy a modificarlo” (284). Aceptar el rol y morir con él aparece como única salida. Dejar, de cierto modo de deferir la muerte, sería darse cuenta de que incluso ésta no es un estado definitivo, que más bien es “algo extraño que se mete en nosotros. Como el cansancio, el aburrimiento, la indiferencia. Que nos inmoviliza y nos libera al mismo tiempo” (299). Más allá del espectáculo no está la muerte. Sin embargo, ya una vez fuera de bambalinas, tramoyas y libretos, ¿dónde habrán de pasarse las tardes de insomnio y tedio sin espectáculo que asistir?  

Males que duran mil años: determinismo y acumulación originaria. Notas sobre Juan Justino Judicial (1996) de Gerardo Cornejo M

Como anuncia la portada y contraportada de Juan Justino Judicial (1996) el texto está escrito a manera de corrido y novela. A esto se suma, según dice la contraportada, que la historia de Juan Justino Altata Sagrario “está narrada por tres voces imbricadas que se alternan y complementan” (s/p). De ahí, pues, que la mayoría de los capítulos impares estén narrados en un tono “impersonal,” que la contraportada identifica como la voz colectiva, la voz del corrido; los capítulos pares sean, en su mayoría, narrados por Juan Justino; y una voz narrativa, a manera de un narrador en segunda persona, intervenga en varios capítulos del texto, como si esta voz fuera, según la contraportada, el primer muerto de Justino Altata, su conciencia. Juan Justino Judicial es una obra donde diversas voces confluyen, sin embargo esa confluencia no cambia el monótono determinismo del relato. En otras palabras, este es un texto en el que muchas voces narrativas convergen, pero los cambios radicales dentro del mismo relato son mínimos. Se cuenta de muchas formas un determinismo melodramático ya sabido de antemano. 

Juan Justino Altata fracasa en componer su vida, como también fracasa en recomponer su corrido. El relato, contado a manera de novela picaresca, narra la vida de Juan Justino Altata, un campesino de la sierra del noroeste de México. La vida de Altata está sujeta a una doble marginalidad, pues, además de pobre, todo el mundo, en especial otros hombres, se burla de él, ya que “le falta la mitad de la varonía” (8). Expuesto, pues, al acoso y a la miseria, Justino va guardando odio y rencor contra sus semejantes. Años después, luego de probar suerte por toda la costa del Pacífico norte en México y de intentar cruzar al otro lado, Justino y otros peones roban al ingeniero de la plantación donde trabajan, pues el robo era “su oportunidad para salir de una vida que él no había escogido” (76). El problema es que luego del efervescente éxito, Justino es capturado por la policía judicial y luego convertido en miembro de la “corpo,” como él mismo llama al grupo policial. De ahí, Justino Altata deja de ser quien era y se convierte en el teniente Rodrigo Rodarte. Si el robo al ingeniero se le presentó a Justino como la posibilidad de mejorar su vida, pero cayó preso, ahora su incorporación a las fuerzas policiales parece abrir la posibilidad de finalmente mejorar. El problema es que no lo logra. 

Ya sea que se le conozca por su nombre de pila, Justino, por su nombre de judicial, o por su apodo, teniente Castro, debido a un cruel método de tortura que practica a sus detenidos (castrar y colgar de los genitales a sus víctimas), Justino Altata se hace de renombre y fama. Esa urgencia que tenía de “ser alguien” (63), se trastorna cuando Justino se da cuenta de que su fama se la debe a un corrido y este va contando eventos que él quisiera cambiar. “Así lo que yo cuento, uste recompone, porque quiero que vaya poco a poco poniendo de moda el nuevo corrido hasta que borre de la memoria de toda esa zarandaja que se anda contando por ái” (23). Como cada cambio que Justino da para mejorar su vida, la corrección del corrido, que es también la narración del texto, pareciera ser la última capa de cambio, el punto de cúspide que pudiera asegurar un cambio radical en la vida de Justino Altata. Sin embargo, recomponer un corrido es como recomponer una vida, un acto casi imposible. Mientras que la autoría del corrido subyace en una masa que no necesariamente busca la cristalización de una sola versión de la canción, una vida no subyace en las condiciones que le son propias: la vida del individuo descansa en las condiciones que lo presuponen y también en la manera habitual en que reacciona ante las cosas. Como Justino no mejora su vida, tampoco el corrido recompuesto le hace justicia, antes bien, esta nueva canción reprende las decisiones de Altata: “si uno nace incompleto/ hay que darse por sevido” (150). 

El origen de la familia de Justino no aparece sino hasta muy tarde en el relato. Sólo entonces se descubre que su estirpe es la de los últimos “Altata de los alzados” (133), de los últimos grupos indígenas que se alzaron en tiempos coloniales en la región norte del país. Este grupo, que resistió hasta el final, fue maldecido por un sacerdote español, y así, por cinco generaciones los descendientes de los Altatas procrearían varones como Justino, incompletos de su varonía, pero también, tal vez, condenados a repetir un proceso de acumulación originaria, a vivir “con la pura mitad de las potencias” (9), como diría el padre de Justino. La acumulación originaria es el proceso descrito por Karl Marx como presuposición general a la acumulación capitalista. Los orígenes del capitalismo, Marx afirma, son todo menos idílicos, son momentos como los que vive la familia de Marcial Campero (41), el amigo jornalero de Justino, tiempos en que a base de desposesiones de tierra, asesinatos, robo y legislaciones sanguinarias, la burguesía nace y el estado refuerza su condición de “dominador,” tiempos en que “multitudes son de repente y a la fuerza separadas de sus medios de subsistencia, luego son forzadas a formar parte del mercado laboral como aves sin nido [vogelfrei en el original]” (Capital Vol I. 876). Con esto, Juan Justino Judicial sugeriría que la larga maldición que el proceso de acumulación originaria trajo a los Altata llegaría a su fin con Justino. Aquejado por un cáncer y de regreso a su pueblo natal, Justino muere en un delirio permanente, “sus arranques de palabras entrecortadas parecían confundirse ya con las otras que le venían de otra parte” (148). La voz narrativa enunciada en segunda persona se reúne por fin con Justino y le recuerda lo vano de su empresa, “tratando de componer un pasado que no podía modificarse un pasado que era tu vida misma porque desde entonces estabas condenado por tu primera muerte” (149). El problema es que esa primera muerte no era sólo de Justino, sino también la de todos sus antepasados. Para cuando Justino termina la maldición colonial, al ser parte de la quinta generación de Altatas, otra maldición comienza. Si a Justino Altata, como castigo, “Dios lo volvió judicial” (150), el nuevo castigo divino, como el que sufre Marcial Campero, parece una maldición inacabable, pues una vez vuelto narco ni él ni su familia se salvan. 

Obsesión, manía y escritura. Notas sobre Diario de un narcotraficante (1967) de Ángelo Nacaveva

Hay un cierto enigma que circula entorno a Diario de un narcotraficante de Ángelo Nacaveva y los detalles de su publicación. Al hecho de que el nombre de autor sea un pseudónimo, se agrega el carácter fundacional de la obra, como una de las notas que acompaña la edición de Kindle dice, el libro “es un hito en la escritura del tema, ya que fue el primero que lo abordó y aún hoy sigue habiendo pocas discrepancias al respecto” (pos. 2). Esto es, antes de Nacaveva, eso que hoy se conoce como narconovela, o narcoliteratura, no existía. Como texto fundacional, entonces, la novela cargaría con un concentrado de temas y motivos que aparecen en otros relatos de este género. No obstante, quizá la novela de Nacaveva sea sólo fundacional del género de la narcoliteratura en la medida en que los textos predecesores son completamente distintos a esta novela en la forma en que las “emociones fuertes” son narradas. A pesar de que la advertencia de autor anuncie “emociones fuertes,” esta novela traiciona su propia promesa. 

Contada a manera de diario que va desde un día de abril en la década de los cincuenta, hasta septiembre del año venidero, la novela recupera las experiencias de Ángelo Nacaveva, un periodista que vive atosigado por el tedio y la rutina en Culiacán, Sinaloa. Un día, el narrador se dice a sí mismo, “no es posible que pase me vida entre el trabajo y las cuatro paredes de mi casa […] Necesito algo más fuerte” (pos. 54). Esa fuerza la encontrará al pedirle a su amigo Arturo que lo incluya en su nueva empresa, meterse de “gomero,” traficante de heroína. “Quisiera dedicarme a otra cosa, algo que en realidad se pueda hacer dinero, fácil y rápido” (198), le dice Ángelo a Arturo, pero la promesa de aventura y dinero rápido se desvanece. Nacaveva pronto se da cuenta de que la vida de gomero es como cualquier otra, hay que someterse “a una disciplina completa [se] debe ser obediente y todo” (pos. 259). Pronto incluso, el proyecto del diario se tambalea, pues “de los días anteriores, nada se ha reportado en este diario porque todo es rutinario” (pos. 31396). Por más que Nacaveva no lo quiera quiera, el tedio siempre lo alcanza, y aún así, sigue escribiendo.  

¿Por qué Nacaveva se empeña en escribir su diario y convertirlo en novela? El diario es leído por diversos personajes en el relato. Para la mayoría de éstos el diario es genial y muchas veces las páginas escritas actúan a favor del narrador. No obstante, a cambio de escribirlo todo, es decir, a cambio de dar una versión global sobre el tráfico de drogas y “todos” sus matices, Nacaveva arriesga su vida, pues para escribir, primero hay que vivir, o eso sugiere el narrador. “Tú por hacer un libro eres capaz de todo” (pos. 5644), le dice Arturo a Nacaveva antes de que éste último emprenda una serie de malas decisiones que lo llevarán a caer preso del FBI, en California, para luego ser extraditado a México y volver en condición deplorable a Culiacán. Nacaveva termina, entonces, con pocas ganancias y algunas heridas, no obstante, conserva su vida y su diario. “¿Qué mayor riqueza quiero?,” (pos. 7481) se pregunta el narrador en las últimas páginas del relato. Diario de un narcotraficante sugiere, así, que la obsesión y manía que mueven a los adictos, y al tráfico de drogas, es análoga a la manía y la obsesión que impulsa al escritor a escribir, a vivir. Por otra parte, vida y escritura no necesariamente están encadenadas entre sí, pues Nacaveva mismo reconoce que a su diario se le escapan cosas, “cuántas cosas se me escapan. Es lo único que me puede de mi aventura” (pos. 7495). Esas experiencias no escritas, sin duda, son las que mejor resguardan la vida del narrador al tiempo que también dejan incompleto su relato. Como el enigma que circula a la novela, el relato guarda así otro misterio.