Un comentario a “Somos.” (2021) de Netflix. Dir. Alvaro Curiel y Mariana Chenillo

La masacre del 18 de marzo de 2011 perpetrada por el cártel de los Zetas en el poblado de Allende, Coahuila, no fue noticia nacional en su momento. Somos., una serie mexicanoamericana de Netflix sobre el narco y la violencia en el corredor Centroamérica-Estados Unidos, intenta revertir los descalabros históricos que silenciaron la masacre. Basada en el artículo “How The U.S. Triggered a Massacre in Mexico” de Ginger Thompson, para ProPublica y copublicada por National Geographic, la serie no sólo busca hacer justicia por las víctimas y visibilizarlas, sino que también se busca divulgar un hecho escalofriante en la ya larga lista de matanzas del México contemporáneo. Menos que una labor de testimonio —a diferencia del artículo de Thompson— y más que un drama televisivo —como Narcos— la serie intenta representar sin volver a traumatizar. Esto es, los hechos retratados en Somos. se alejan de la historia de la masacre y, a su vez, lo que menos busca la serie es darle foco narrativo a los narcotraficantes. El problema es que los seis capítulos están todos englobados por eso tan común y escurridizo que queda siempre inatrapable en eso que “somos.”

No es, pues, que la serie pierda fuerza al caer en la imposible encrucijada que todo acto de representación conlleva. Esto es, en la medida en que Somos. es una serie más para saciar la imparable maquinaria de consumo audiovisual por streaming, la serie no hace mucha justicia de la que se propone. Aunque se busque una historia reivindicativa, que disipe el olvido al que se ha sumido a las víctimas de la amsacre, la serie ya está en una precondición por otro olvido, uno que vuelve a la serie en cuadro más naufragado en el mar de contenidos que el scrolling de Netflix permite ver. Con todo esto, pareciera que por más que se intente ir en contra de la corriente de contenidos que “romantizan” o banalizan al narco y a la violencia en Latinoamérica, todos los esfuerzos son en vano. En vano, también, es definirse, no indetificarse, y aún así siempre parece necesario saber sobre eso que somos. 

La serie de créditos y secuencia de inicio que abre los capítulos de Somos. anuncia que llegamos a un mundo que carga con la terrible tarea del informante. Somos. viene a informarnos de un evento atroz, silenciado y que queda condenado, como todo acto testimonia, a una doble tarea, la de evadir la reproducción de abyección cuando al mismo tiempo la abyección es lo que permite la acción testimonial y documental. Todo testimonio es un acto abierto a sus propios límites. Una serie, por otra parte, parecería ser lo opuesto a un testimonio, una serie es la contención de los límites y aperturas del testimonio. La secuencia de apertura, luego de avisar que la serie está basada en acontecimientos reales, muestra en blanco y negro una serie de retratos. Rostros impávidos con expresiones tristes, fotografías que tienen una fuerte semejanza con retratos de cartilla de identificación. Los retratos pasan uno tras otro y finalmente la pantalla se cuadricula con cada uno de los retratos. El título de la serie se superpone a la cuadrícula de caras y así se inicia el despliegue narrativo. Los rostros quedan determinados por el Somos. del título. Esa cuadrícula deja el anonimato y cual enrejado, adquiere su letrero de identidad. El punto al final del título de la serie sugiere una pausa, una cesura y una clausura. La apertura de la serie pareciera satisfacer eso que el título evoca. Los que son nos dicen “somos.” La música solemne y el fundido nos dejan ahora ver aquello que esos retratos son, aquello que la palabra impone a su imagen. 

El punto en el título de la serie cancela cualquier otra versión de aquello que Somos. pudiera evocar. El problema es que, como título de la serie, la oración (Somos.) no es sino la primera. Lo que viene no es, entonces, clausura, sino apertura: la posibilidad de retribuir el olvido impuesto y sistemático en el que se sumergió a las víctimas de la masacre de Allende. Cada capítulo ofrece una progresión que regresará al primer momento de la serie, cuando la cárcel de Allende se amotina, los zetas sacan de la cárcel a los presos y los transforman en máquinas de guerra. En el pueblo se avecina una catástrofe, y sólo presenciamos en inicio. Hombres reciben armas y se montan en camionetas, uno de los reos rechaza la metralleta que le ofrecen, se le da un machete. Todos habrán de matar en nombre den narco. En las primeras secuencias se muestran secuestros y asesinatos. La euforia de los reos y narcotraficantes es febril. De ahí, la secuencia se corta y la narración del capítulo y los subsiguientes se concentrará en mapear la vida diaria de los habitantes de Allende. No hace falta mucha imaginación para pensar las masacres del narco, tan comunes en México y en otras partes, pero sí hace falta para pensar la vida cotidiana, la forma común en que se vivía en Allende y eso es, en buena medida a lo que se dedican los siguientes capítulos con excepción del sexto. 

Allende es un pueblo como cualquier otro. Hay una familia adinerada. Hay una veterinaria con problemas con su pareja. Hay un cuerpo de bomberos con dos miembros que luchan por su sobriedad. Hay un equipo de fútbol americano y adolescentes que comienzan a descubrir el calor y el frío de sus cuerpos en contacto con otros. Hay una madre preocupada por su hija y su yerno. Hay un joven entusiasta y optimista, pero naif y testarudo. Hay, incluso, un narco que, aunque agresivo, no causa gran alboroto en el pueblo, es gritón es grosero, pero no irradia terror. Las cosas cambian cuando, sin razón aparente, los cabecillas del cártel de los zetas se mudan a Allende. Luego, la intervención de la DEA en las operaciones de este grupo delictivo disparará la paranoia y el miedo de los “nuevos soberanos” del pueblo. No se trata sólo de decir, como Ginger Thompson, que los Estados Unidos dispararon una masacre en México, sino más bien que aquello que parecía apacible estaba en un momento donde cualquier mínimo cambio aceleraría las cosas hacia su destrucción. Como los bomberos que luchan por su sobriedad, cualquier recaída o tropiezo llevaría, como sucedió, a un momento de intoxicación y desenfreno. 

Quizá, la tragedia más grande de la serie no es la incapacidad de reivindicar el olvido histórico, sino la incapacidad de poder rehusarse a ser informante. Todos en el pueblo terminan interactuando con los nuevos narcos, y los que piensan escapar del narcocontrol terminan siendo informantes de la DEA (una empresa igual de sangrienta que la de los narcos, pero al menos subsanada por la dominación norteamericana y la fuerte burocracia de las policías de ese país, como parece sugerirse varias veces en la serie). Todos somos informantes. ¿Qué hacer, pues? 

El hecho de que los diálogos muchas veces estén forzados y, que, por ejemplo, el final de la serie resuelva a manera de deus ex machina la suerte de unos niños que sobreviven la masacre, luego de que un par de “narcos” los saquen de Allende y los dejen en el kiosko de otro pueblo, funciona más a favor de la serie que en su contra. Es decir, si todo lo que el narco toca es exagerado, excesivo y poco comprensible, de la misma manera, la forma en que los narcotraficantes en la serie son representados, excepto el narco local de Allende, es escurridiza. Los narcotraficantes, sobre todo los zetas, aparecen como figuras acartonadas pero que irradian excesos, son los personajes que no saben detenerse, que abusan de todo, que no conocen límites ni formas suaves, son fuerzas desterritorializadas que destruyen por sobre todas las cosas. En contra punto de esta fuerza, pareciera que Somos., como serie y título, intenta oponer cierta contención. Sin embargo, esto no es así. 

La decisión arbitraria y destructiva de los narcos no es, necesariamente, opuesta pero es diferente de la decisión de aquello que somos. El problema, claro está, que mientras la decisión narco es un flujo destitutivo, desterritorializado y destructivo, la decisión de definirse sin identificarse de “somos” es también un flujo escurridizo, pero no un destructivo, sino abierto a su creación y recreación. Por esos huecos que la palabra en español evoca, se dejan abiertos dos círculos. Somos no es sólo la afirmación de lo que uno es en colectivo en un momento presente, sino también los binoculares desde donde uno se ve dentro de un grupo, y al mismo tiempo el espacio hueco de la definición de grupo pero nunca su identificación. El hueco no es de nadie, lo que se sale de la boca, lo que se ve, lo que se folla, lo que se toma, lo que se respira y se come, no es de nadie, o más bien, nadie hace esas acciones, un nadie tan escurridizo como un somos. Si nadie es la persona que se elude incluso cuando se nombra, somos es la persona que se desagrupa en cuanto se agrupa, que se desvanece en cuanto se identifica. Un nadie es el común y un somos es un común de nadies. Lo más sugerente de la serie, insospechadamente, está en esos huecos abiertos a la intemperie, huecos ruinosos como el labio leporino de Paquito, el reo que rehúsa el fusil y se le es entregado un machete, que deja ir siempre suspiros pero sabe callarse para mantener su vida un poco más de tiempo y poder despedirse de su novia. Los huecos están por todas partes en la serie, como están por todas partes los huecos de las balas en el poblado de Allende y en general por toda Latinoamérica, y otras partes. El hueco es la impotencia de la bala, pero también la certeza de que todo lo que vive, respira, siente y muere lo hace por sus agujeros. 

Nostalgia del soberano. Notas a 499 (2020) de Rodrigo Reyes

Un conquistador sin nombre naufraga en las costas de Veracruz y repite los mismos actos que en 1519 llevaron a cabo Hernán Cortés y sus tropas. Este anacrónico conquistador se empeña en repetir las ya sabidas acciones que marcaron fuertemente a la conquista (la lectura del requerimiento, la escritura de crónicas, el viaje de Veracruz a “Tenochtitlan,” la alianza con “ciertos pueblos adversarios” al dominio de Moctezuma). Sin embargo, esta vez no hay Cortés ni Moctezuma, no hay soberano ni lucha por la soberanía, sólo una violencia que resulta familiar para el conquistador anónimo y que, sorpresivamente, termina por superarlo, literalmente, quitarle su voz —nunca oímos que el conquistador hable con ningún personaje luego de que pierda la voz al leer por primera vez el requerimiento. El conquistador anónimo se encuentra con víctimas de la violencia en México: hijos que llevan el duelo de la muerte de sus padres, madres que buscan a sus desaparecidos, comunidades de autodefensa en la sierra, migrantes tratando de montarse a la bestia, exmiembros del narco, una madre que se negó al linchamiento de los violadores y asesinos de su hija y que ahora vive presa de la indignación porque los malhechores están en libertad y un sinfín de personajes que miran entre burla y extrañeza al anacrónico conquistador. 

La película resuena, sin necesariamente proponérselo, con Er is wieder da [Él está de regreso] (2015) de David Wnendt. En la película alemana, Hitler regresa misteriosamente de la muerte y se da cuenta de que muchos de los sentimientos con los que simpatizó en el pasado siguen vigentes. Mientras que en Él está de regreso, gracias a la sátira, se consiguen momentos brillantes de crítica sobre la situación actual de muchos movimientos nacionalistas en Alemania, en 499 difícilmente se pudiera decir que hay una crítica. Las dos películas coinciden en que el elemento más perverso de la historia de ambas latitudes (Hitler para Alemania, un conquistador para México) regresa y encuentra demasiadas similitudes con “su versión de la historia.” Esto es, de la misma manera que Hitler vio en el nacionalsocialismo una manera para congregar los afectos de la posguerra, volverlos hábito y catalizar y mover multitudes desquiciadas, el conquistador anónimo de 499 se encuentra con un mundo incomprensible y violento que se entrega a los peores pecados imaginados por la cristiandad. Sin embargo, mientras Hitler, en Él está de regreso, se acopla bien a la sociedad que se encuentra, el conquistador anónimo no se acopla al mundo que lo recibe. De hecho, esto pudiera ser, sin quererlo, uno de los mejores atributos del filme. Esto es, dado que el conquistador anónimo está completamente desempoderado, su errancia en el “Nuevo Mundo” testifica la total incomprensión que las tierras de Mesoamerica presupusieron para Cortés y los otros conquistadores. Por otra parte, el filme parece no interesarse en esta repetición de las errancias. De hecho aquí subyacen los problemas más grandes del trabajo de Rodrigo Reyes. 

El hecho de que un conquistador anónimo recorra de forma anacrónica la misma ruta que los conquistadores del siglo XVI y que, además, recupere los horrores de una violencia incomprensible (los conquistadores de Cortés veían así los ritos prehispánicos), articula, necesariamente la pregunta por los grandes ausentes en la reelaboración histórica del filme. Esto es, si el filme contrapone la violencia “incomprensible” con la que se encontraron los conquistadores de Cortés con la violencia contemporánea con la que se encuentra el conquistador anónimo, no lo hace para criticar las formas en que la violencia se articula en el presente, sino para preguntar, ¿dónde están los soberanos? Desde esta perspectiva, 499 es más una apología de la necesidad de un soberano y menos un recuento nuevo sobre la violencia en México. De hecho, la película (o documental, como se le categoriza varias veces) parece muy fácilmente deducir que la gran tragedia de nuestros tiempos no es tanto la violencia, sino la ausencia de un Cortés y un Moctezuma. Sin soberanos, hasta un conquistador debe humillarse (el conquistador anónimo se convierte en peregrino de la virgen de Guadalupe y luego en empleado en un restaurante en Nueva York). Sin soberanos, toda la violencia en México, y en otras partes, no es sino la hermenéutica que pudiera salir de cualquier cacicazgo latinoamericano: hartazgo por la descontención del Katechon que busca y demanda lastimosamente la presencia de un soberano. 

La inmersión de lo (pr)escrito y el acoso del cine. Notas sobre Nosotros los pobres (1948) de Ismael Rodríguez

En la época de oro del cine mexicano hay películas que de manera explícita dibujan una, o varias formas de, imagen nacional. Nosotros los pobres (1948) de Ismael Rodríguez, por su parte, es de las películas que sin ninguna mención explícita a algún símbolo nacional, contribuye fuertemente a la construcción de la imagen nacional mexicana. La película se centra en Pepe el Toro, un carpintero, y su “hija” Chachita. Al mismo tiempo, la película recupera una serie de personajes “tipo” y también un contexto vario. Esto es, como sucede desde el inicio, la película es, o intenta ser, un “retrato” de la realidad de “nosotros los pobres”. Por tanto, desde las voces dispersas que inauguran el filme, los transeúntes en la calle hasta los niños que sacan de un tambo de basura un libro que comparte su título con el de la película, todo queda dentro del mismo marco cinematográfico. 

La serie de los créditos que se despliega a la par de que los niños hojean (y ojean) el libro sacado del contenedor de basura hace una lista de los personajes con su respectivo retrato. Todos los personajes son identificados por un apodo o un epítome (Pepe el Toro, Chachita, la Tísica, la Romántica, etc.). Luego el libro anuncia una “Advertencia”. La historia que vamos a presenciar tiene “frases crudas, expresiones descaradas, situaciones audaces”, es decir, cosas que tal vez no valga la pena retratar. No obstante, el libro le pide a los que lo “vieren” (que lo leyeren) que sepan apreciar la intención de “presentar una fiel estampa de estos personajes de nuestros barrios pobres”, donde al lado de “los siete pegados capitales, florecen todas las virtudes y noblezas y el más grande los heroísmos: ¡el de la pobreza!” (2:29). La película, entonces, busca retratar la admirable lucha de aquellos que se enfrentan día a día a su ominoso destino. La pobreza es, entonces, un material admirable porque demuestra lo peor pero lo mejor “del espíritu humano”. Por eso es que Ismael Rodríguez cierra su “Advertencia” a manera de dedicatoria: “A todas estas gentes sencillas y buenas, cuyo único pecado es haber nacido pobres… va mi esfuerzo” (2:46).

La narración que comenzara como “novela de costumbres” se convierte en casi un musical. De la imagen que vemos ilustrada en el libro, un camión de redilas cargado de cajas vacías, se funden planos y del libro vamos al cine. El letrero que el camión lleva arriba de la matrícula (“Ahí les voy”) anuncia con “jocosidad” la llegada a un mundo donde precisamente esas frases van a servir de autorreferencia cinematográfica —señales que rompen la cuarta pared y reflexionan sobre su propia forma— y también de canal de comunicación con los espectadores del filme (no sólo los niños que ojean el libro, sino cualquier espectador, claro). Vemos, hasta este punto cine que es un libro y luego es cine una vez más. En este nivel doblemente plegado el bullicio del inicio de la película se transforma en música. El féretro que sale de uno de los planos del fondo no disminuye la intensidad de los músicos que rápidamente contagian a otros con su tonada. Quienes no cantan silban. Cada intervención de cada personaje despliega un saber “popular”: cómo es la vida, cómo es la bebida, cómo son las mujeres, cómo es el amor, cómo son los padres, cómo son “los cuates”, y a cada cantaleta el estribillo cierra ni hablar, mujer.

No es que haya en la canción ninguna directa evocación a ninguna mujer en el filme. Sin embargo, en Nosotros los pobres el rol de los personajes femeninos es central. De hecho, fuera de Pepe el Toro, las mujeres son las únicas que tienen un desarrollo, afectan e influencian más la narrativa que otros personajes. Incluso, hasta la madre paralítica de Pepe el Toro, “la Paralítica”, tiene una fuerza que mueve en sobremanera el devenir de varios personajes. La importancia de la madre de Pepe el Toro es tal que ella es la única que atestigua los grandes secretos del filme pero no puede comunicarlos. Estos secretos son catalizadores de la narración y también resoluciones que resuelven problemas intrínsecos de la narración. Así, el robo de los cuatrocientos pesos que el portero y rentero de la vecindad (“el Mariguano”) donde Pepe y sus amigos viven es presenciado por la Paralítica. De igual forma, también la identidad de la madre de Chachita se le revela a la Paralítica. En este sentido, la historia de Nosotros los pobres es menos el drama de Chachita y Pepe el Toro. Si bien, la primera sufre porque no sabe quién es su madre y el segundo porque tiene que guardar el secreto de su tísica hermana, cuya deshonra al concebir a Chachita le provocara la parálisis a la madre de Pepe, este drama no es nada sin la pasividad (activa) de la Paralítica (fig.1). Ella ve y sabe todo, pero no puede actuar, o más bien su mirada lo dice todo por ella, sus ojos buscan signos que los otros puedan entender, pero todo es en balde. 

fig. 1

La diégesis de la película, entonces, bien podría evitarse tantos enredos. El trabajo que Pepe el Toro recibe hubiera sido exitoso, hubiera cobrado bien por la cantina que iba a construir para el licenciado acaudalado que coquetea con la novia de Pepe, la Romántica. Chachita se hubiera enterado antes de la verdad de su origen. La madre y la hija se hubieran reconciliado antes de que la primera falleciera en el hospital, y sólo por “azar”, Chachita sí conociera a su tísica madre. La novia de Pepe el toro no hubiera tenido que acostarse con el licenciado desfalcado por el robo para ayudar a Pepe a salir de la cárcel. Pepe no hubiera terminado en la cárcel y tal vez su “sangrienta” lucha por limpiar su honra en la cárcel hubiera podido ahorrarse el despliegue de su fuerza singular (Pepe somete a los tres culpables del crimen que él no cometió y fuerza al líder del grupo a confesar al final de la novela). El asunto, por otra parte, es que sin los enredos, que la pasividad de la Paralítica permite, no habría película. 

fig. 2

¿Cómo o desde qué perspectiva darles a los pobres “el esfuerzo” cinematográfico al cual firma Ismael Rodríguez al final de la “Advertencia” en el fragmento introductorio al relato? Es decir, ¿cómo hacer, si es que se quiere, que “el esfuerzo” artístico haga algo más que una admiración por las fuerzas en que los pobres luchan por persistir en su existencia? Una vez que Pepe el toro está preso, Chachita es despojada de su casa y ella y su abuela son recogidas por la Romántica. En la casa de ésta, el Mariguano —el padrastro de la Romántica— un día regresa a casa bebido. Al entrar a la habitación donde la Paralítica está, la mirada de ésta perturba en sobremanera al Mariguano. Los ojos de la paralítica son el único testimonio y testigo del robo. El derroche y “malgasto” en los vicios del Mariguano son, entonces, recriminados por unos ojos que no cierran pero que tampoco comunican. El Mariaguno cubre a la paralítica con una cobija y en su alucinación la mirada persiste más allá del velo (fig 2). Los ojos cazan al ladrón. Incluso cuando el Mariguano se asegura de que la paralítica nada puede hacerle, cada figura circular se transfigura en los dos ojos de la Paralítica (fig. 3). Los ojos de la paralítica no son mirada hasta que son alucinación, no son mirada hasta que son cine. La forma en que los montajes entre los ojos y los objetos redondos atosigan y castigan al ladrón, parecieran sugerir que el cine puede hacer justicia de formas particulares. La mirada, gracias al cine, va a perseguir en sus fantasías y delirios a aquellos que obren mal. Casi se pudiera sugerir que Nosotros los pobres va a darle justicia a los pobres a partir de las miradas. Ante la dirección de Rodríguez se pudiera decir que si en la vida se ha de sufrir por ser pobre, al menos el cine será el acoso de las fantasías de aquellos que siendo pobres abusen de sus semejantes. El cine va a hacer justicia para lo que ya está prescrito: para que entre iguales no haya atropellos. 

fig. 3
fig. 4

Frente a la secuencia de la alucinación del Mariguano (aprox de 1:34:00  a 1:39:00), la secuencia de la sangrienta lucha de Pepe el Toro, casi al final del filme, para hacer confesar a los verdaderos culpables del crimen del que se le acusa, es más un ejercicio gratuito de brutalidad y fuerza que una acción justa. La justicia, si es que eso es posible en el cine, ha de venir por el silencio de los ojos, que castiga más que la fuerza de quienes escriben y prescriben las normas sociales, que pesan más que los puntapiés impotentes que el Mariguano le da a la Paralítica ordenándole que cierre los ojos (fig. 4). La confesión que provoca Pepe el Toro, por otra parte, no es disciplina, es tortura y casi un acto de gladiador. Pepe el Toro sale del coliseo difiriendo su muerte. Después de todo, el cementerio en el que termina el filme, con Chachita finalmente haciendo labor de duelo a la verdadera tumba de su madre, recuerda que todos habrán de encontrarse en ese lugar, unos llegan antes, otros sólo difieren la fecha de su llegada. Con esas acciones, los niños que abrieran el libro salido del contenedor de basura ven al cine convertirse en imagen otra vez. Los niños se miran, agitan la cabeza, cierran el libro y lo devuelven al basurero. Si el mensaje escrito del libro les resultó incomprensible o simplemente les provocó menear la cabeza en gesto de rechazo, la acción correspondiente es volver a poner a ese objeto raro en una cavidad llena de desperdicios, después de todo, de ahí salió el libro. La circularidad del cubo de basura ya no sugiere nada sino eso que es, no es mirada, ni es lente, es sólo un espacio hueco que ha de recibir, como el cementerio, los restos de aquello que tuvo vida. El cierre del filme que regresa a la escena inaugural y al barullo de múltiples voces abre las puertas para un arte y una estética que recicla mientras se refleja: los desperdicios de la ciudad letrada serán ahora proyectados en las pantallas de la ciudad que mira y es mirada. 

La medición y los cuerpos. Algunas notas sobre las Cartas de relación (1526-1534) de Hernán Cortés

*las notas son sobre la edición de Mario Hernández Sánchez-Barba de 1985.

“[…]y porque en este libro están agregadas y juntas todas o la mayor parte de las escrituras y relaciones de lo que al señor don Hernando Cortés, Gobernador y Capitán General de la Nueva España, ha sucedido en la conquista de aquellas tierras, por tanto acordé de poner aquí en el principio de todas ellas, el origen de cómo y cuándo y en qué manera el dicho señor gobernador comenzó a conquistar la dicha Nueva España, que es en la manera siguiente […]” (41). Así es como Hernán Cortés abre sus cartas de relación que después serán entregadas a Carlos V. La narración, desde el inicio no promete mucho, sólo una serie de cosas “agregadas y juntas”. Cortés escribe cuando la realidad se le ha acumulado, cuando aquello que está en la tierra es decible y escribible desde las letras de sangre y fuego que abren la puerta a la modernidad. Los motivos de Cortés son una maraña de enredos. Aún así, la voluntad del conquistador alcanza para saber que lo importante ya no era recoger el oro del suelo, “sino conquistar la tierra y ganarla y sujetarla a la Corona Real de Vuestra Alteza” (43), pues si los tantos secretos que Cortés percibe, una vez que se hace de lenguas en el “nuevo mundo”, son ciertos, entonces, para llegar al oro que se esconde, primero hay que hacerse de la tierra, despoblarla, poblarla y repoblarla. Las Cartas de relación de Hernán Cortés son menos la prolongación de la semiosfera de Colón y más la explosión y emergencia de muchas esferas. Cortés no mezcló dos mundos, mezcló una multitud de lenguas, desbarató con sinrazón iconoclasta y amistó con aquellos que muy pronto fueron amigos y luego a mayor velocidad se convirtieron en oprimidos.  

Desde lo molecular Cortés movió aquello que parecía ya fijo para él, para su tropa, para las tierras del valle de eso que todavía no se llamaba México y para aquella ciudad por la que tantos lloraron y lloran aún. Cortés carga el hierro y el pesar del ángel de la historia, tal como Orozco lo representara. Si hay una generalidad, entre tantas, que parece hilar aquello que aparentemente está ordenado y demanda la mirada de los ojos del soberano en las cartas que Cortés le escribe, es la necesaria tarea de Cortés por contarlo todo. La prosa de las cartas está profundamente preocupada por las formas en que ha de contar para dar testimonio, pero también para hacer el conteo de aquello que se suma en los afectos, pero no se registra ni en el habla ni en los hábitos por completo. La tarea del conquistador es luego de cortar cuerpos, contarlos, su hacer es el del tirano que inmediatamente contabiliza su botín y sus pérdidas. Para que el relato de relación pueda contarse, al conquistador no le bastaba con sobrevivir, sino con encontrar los instrumentos que pudieran medir la veracidad de sus palabras, pero también incitar la curiosidad del que escuchare o leyere. Sucede así, que las descripciones de aquellos cuerpos que expulsaban a Cortés de Tenochtitlan luego de comenzada la guerra se presentan casi siempre con una palabra que asusta por su desmesura. En una ocasión, como en muchas otras, se dice de los que expulsaban a Cortés que eran “tanta multitud de gente por todas partes, que ni las calles ni azoteas se parecían con la gente; la cual venía con los mayores alaridos y grita más espantable que en el mundo se puede pensar y eran tantas las piedras que nos echaban con hondas dentro de la fortaleza” (161). A su vez, están otros cuerpos contados, los de “nuestros amigos que estaban con ellos [las tropas de Pedro Álvarado], que eran infinitos, pelearon muy bien y se retrajeron aquel día sin recibir ningún daño” (251). En la guerra, los “naturales” no eran unos ni otros, tampoco enemigos, sólo unos que eran amigos y su número era infinito y otros que eran multitudes. Los amigos pueden ser infinitos porque aquello que no tiene fin incita a ser contado, aunque al contarse uno fracase en el intento. En cambio la multitud, o aquello que es múltiple, asusta porque su número no invita a la negación de ningún fin para contabilizarse, sino que el número de los cuerpos de la multitud es un “mucho” que se aglomera en un cuerpo abstracto. Los soberanos, después de todo, se consuelan en el infinito porque en esa negación de lo interminable se encuentra la repetición de aquello que ellos no son. No hay, a su vez, ningún soberano al que no aterren las multitudes, un sin “número” que asusta por su exceso y enormidad. 

Cortés no contabilizó con detalle muchas cosas en sus expediciones en los valles de Anáhuac y de Texcoco. Los cuerpos de quienes estuvieron en la guerra fácilmente se moldearon a las formas de cuantificar aquello que podría permitir la repetición de lo mismo (el infinito) y aquello que rehuía la contabilidad y la palabra del soberano (las multitudes). Otros cuerpos sí encontraron una gramática en el rotoso archivo del conquistador. De los primeros “regalos” que Cortés recibe de los señores de “Temixtitan” se dice que éstos fueron fundidos y “cupo a vuestra majestad del quinto, treinta y dos mil y cuatrocientos y tantos pesos de oro, sin todas las joyas de oro, plata, plumajes, piedras y otras muchas cosas de valor que para vuestra sacra majestad yo asigné y aparté, que podrían valer cien mil ducados y más suma; las cuales demás de su valor eran tales y tan maravillosas que consideradas por su novedad y extrañeza, no tenían precio ni es de creer que alguno de todos los príncipes del mundo de quien se tiene noticia las pudiese tener tales y de tal calidad” (132). Lo maravilloso no se funde pero por su singularidad, su “novedad y extrañeza” carecen de un peso y precio, son objetos únicos, algo que nadie más tiene y sin embargo, objetos que ya venían de otro territorio, que ya llevaban consigo una medida, una marca y una relación con un territorio. 

En las cartas de relación, al menos las primeras, se puede contar todo aquello que se puede fundir, todo aquello que se presente como maravilloso y todo aquello que sea infinito. La fascinación que el mercado de Tlatelolco generó en los conquistadores no sólo descansa en el hecho de que las semejanzas recibieran a aquellos que se veían a sí mismos diferentes, de que hubiera “hombres como los que llaman en Castilla ganapanes, para traer cargas” (135), ni tampoco de que algunas cosas aventajaran por mucho aquellas de la ya ahora tierra lejana, como esa “miel de unas plantas que llaman en las otras islas maguey [del algo de Texcoco], que es mucho mejor que arrope” (135). El mercado cautivó, sobretodo, porque “Cada genero de mercaduría se venden en su calle, sin que entremetan otra mercaduría ninguna, y en esto tienen mucha orden” (136). El mercado y su “cuadriculación” y orden iba también, a su vez, cargando con una supuesta falta: “Todo se vende por cuenta y medida, excepto que hasta ahora no se ha visto vender cosa alguna por peso” (136). Aquello que se ve como ausente es la medida absoluta, el peso de algo valuado por el ojo del soberano. La semejanza no alcanza para revelar que lo que se vende no sólo descansa en un mecanismo de cuenta y medida, pero que esa cuenta y medida en realidad es también aquello que puede ser “mucho” sólo en su condición y estado abstracto de ser ominoso. Lo que se cuenta y se mide no es el infinito, pero el ominoso peso de aquello excede, que por múltiple se mide en intensidad y por grande se cuenta por su medida. 

En el mercado de Tlatelolco se libró, tal vez, con mayor intensidad la guerra entre las multitudes de Tenochtitlan y los conquistadores y sus infinitos amigos. Alvarado apresuraba a Cortés para tomar el mercado, pues él se daba cuenta que “la gente de su real le importunaba que ganasen el mercado, porque aquel ganado, era casi toda la ciudad tomada, y toda su fuerza y esperanza de los indios tenían allí (261). Si el soberano murió por la propia mano de aquellos que lo miraban desde los pies de la pirámide, ahora que los amigos del soberano entraban con otros infinitos amigos, ¿qué habría que hacer para parar la debacle? Cortés dice ver la tristeza de la destrucción. Cuando la guerra ya es destrucción y exceso los conquistadores “hallábamos los montones de muertos, que no había persona que en otra cosa pudiese poner los pies; y como la gente de la ciudad se salía a nosotros, yo había proveído que por todas las calles estuviesen españoles para estorbar que nuestros amigos no matasen a aquellos tristes que salían, que eran sin cuento” (291). El suelo y las islas son ahora de carne y hueso y cada cuerpo que escapa, escapa ya no sólo de la destrucción, sino de la “decisión” de un soberano, que guarda a sus amigos de proseguir en la empresa de destrucción y muerte. Los que escapan van “sin cuento”, sin número, como estuvieron en multitud, pero ahora también, probablemente sin “cuento”, sin voz, sin historia. La misericordia del soberano radica en saber doblegar la voluntad, en asustar antes que en destruir por completo, pues viendo a los que resistían y no se rendían, Cortés dice que “mandé soltar la escopeta y en soltándola, luego fue tomado aquel rincón que tenían [los que resistían] y echados al agua los que en él estaban; otros que quedaban sin pelear se rindieron” (291). 

Con la destrucción de Tenochtitlan Cortés le puso letras y gramática al fuego y a la sangre de la historia de la modernidad. Igualmente, Cortés consiguió imponer una medida, un peso a lo múltiple (que se contaba y se medía), pues para ahora darle peso a su autoridad, todo aquel que dudara de esto sólo habría de ver y oír sobre la destrucción de la gran ciudad. A los primeros incrédulos el conquistador los hace “llevar a ver la destrucción de la ciudad de Temixtitan, que de verla, y de ver su fuerza y fortaleza, por estar en el agua, quedaron mucho más espantados” (298). Así fue que la destrucción se convirtió en moneda en boca de las lenguas de Cortés, así fue que su voz adquirió peso incluso en los oídos de Carlos V, y aún así, del mucho espanto de todos los que se escaparon, algunas veces más y otras veces menos, habría de volver siempre el espectro de lo múltiple. 

No tan nuevo orden. Notas sobre Nuevo Orden (2020) de Michel Franco

Nuevo orden (2020) de Michel Franco tiene tan mala reputación en México como en los Estados Unidos la tuvo American Dirt (2020) de Jeanine Cummins. De la película y de la novela se podrían decir las mismas cosas: refrito de situaciones estereotípicas, racismo, misoginia, mala representación, poca inclusión en el reparto, y al mismo tiempo un buen uso de figuras retóricas y cinematográficas, respectivamente. Todas las carencias que uno pueda encontrarle a Nuevo orden, en realidad tienen que ver precisamente con eso que el título evoca y con lo que en un par de ocasiones se nos dice en el filme desde el sonido de fondo de la televisión: la pretendida idea de que en México “hay un nuevo orden” controlando la vida diaria de todos. Así, aunque los créditos también se esfuercen en abrir una “nueva” forma de acomodar las letras, de darle un nuevo orden a las palabras y las cosas, lo cierto es que el nuevo orden de Franco es tan viejo como la idea de lo que ha sido “el orden” en México, al menos. Se cambia de orientación el signo, pero el sentido permanece.

Como las letras de los créditos intentan abrir un “nuevo orden”, así también lo hace la serie de montajes que forman la secuencia que inaugura la película. Cada elemento del montaje, desde un zoom-out de una pintura de Omar Rodríguez-Graham —que también colabora con toda la pintura que se usó en la producción—, hasta los recortes en que Marian —una de los personajes principales del filme— aparece recostada, van seguidos de fundidos. Así, con la cabeza de Rolando, que está despertando frente a su esposa que agoniza en silencio en una cama de hospital, comienza la historia de la película. Los eventos que siguen son un tanto como los recortes del inicio. En la Ciudad de México una “abrupta” insurgencia toma las calles. “Los manifestantes” arrojan pintura verde a los automóviles y también se enfrentan a la policía. Con el furor de la revuelta y la violencia desencadenada, el hospital debe recibir a cientos de personas que llegan heridas y, por tanto, Rolando y su agonizante esposa deben dejar el espacio para que el hospital pueda hacerle frente a la emergencia de malheridos que llegan a torrentes. La esposa de Rolando, que iba a ser operada próximamente —según se nos dice después—, ahora convalece en casa. Su esposo decide ir a pedirle ayuda a la acaudalada familia de Marian, familia para la que él y su esposa trabajaron en algún momento como empleados domésticos, se intuye. Al llegar a la casa, Rolando se topa con la celebración del matrimonio civil de Mariana. A pesar de que la madre de Marian le da algo de dinero a Rolando, pues éste necesita doscientos mil pesos para la operación de su esposa, que ahora será en un hospital privado, la suma no es suficiente. Marian entonces decide tomar su tarjeta de crédito, dejar la boda en suspenso, ir con uno de sus empleados domésticos (Cristian) a la casa de Rolando y así internar a la moribunda mujer. La “solidaridad” y “buenas intenciones” de Marian la sacan de su casa y, así, ella no ve cómo la manifestación irrumpe en su boda, su madre es asesinada, su padre baleado, su casa saqueada por los empleados domésticos y todos los demás invitados tomados como rehenes y luego extorsionados. Lo que sigue de ahí es la pesadilla de la democracia: la totalización del estado como remedio para apaciguar el terror, el caos de unos manifestantes cuyas razones nunca son evidentes. 

La distopía de Franco es menos un ejercicio de representación y más un reflejo. Con esto, el totalitarismo del estado en Nuevo orden no va nada alejado a la realidad del país. Como si el cine fuera un espejo, aquello que las luces, texturas y colores que inundan la película van reflejando una figura bastante familiar. Conforme los colores que todo el tiempo van inundando la pantalla, el verde (la pintura que arrojan los manifestantes, el color del logotipo del IMSS en el hospital, los uniformes del ejército), el blanco (las canas de Rolando, el vestido de novia que modela Marian en uno de los primeros montajes que aparecen en el incipit) y el rojo (la sangre, el traje sangre de Marian) se van a unir en la bandera que aparece en la penúltima secuencia de la película. La bandera que ondea en la pantalla y el travelling a manera de zoom-in vuelven ominosa la escena. Los reos vestidos de beige y los tambores que cierran la película marcan el cuadro de la imagen: dentro del rectángulo de la bandera todos los conciudadanos somos como reos. 

La monstruosidad del Leviatán radica no tanto en su poder para controlar o disciplinar, sino en que en sus mecanismos el monstruo sujeta, sostiene y también mantiene. Esto es, más que sólo decidir sobre el devenir de las vidas, el soberano coloca a sus “sujetos” en una posición desde la cual desarmar el nudo de su opresión equivale también a desarmar su propia existencia. La fuerza reactiva del estado se mete en la médula, como también se mete en la composición de Nuevo orden. Esto es, mientras que el filme sugeriría una crítica contra los pésimos manejos de la crisis de inseguridad, la violencia y la cada vez más notoria (si es que alguna vez estaba oculta) militarización del poder estatal en México, también la crítica revitaliza la urgencia de volver a maquillar la forma del poder. El sueño del estado es el Nuevo orden, y menos que una distopía, el filme es nuevo nacionalismo. 

No hay, entonces, una forma en que el filme, por más que se esfuerce, pueda registrar la siniestra violencia que se ha esparcido por México. Para Nuevo orden ver la violencia desde la estética, desde el cine, sería como alejarse, tomar una perspectiva para ver el marco que sostiene el cuadro. El zoom-out con que inicia la película sugiere que para encontrarle el marco a esa serie de líneas y flujos coloridos —la obra de Omar Rodríguez-Graham— también habría que buscar un marco. El problema es que como la violencia, la obra de Rodríguez-Graham elude la forma y también cualquier marco. El marco es, en realidad, el acto de violencia más fuerte que se hace contra la violencia constitutiva de las líneas que dejan los cuerpos en sus continuos choques entre sí. Desde esta perspectiva, el marco que corta al cuadro de la violencia social en el país, es el nacionalismo, y a su vez, los colores saturados que adornan el marco es Nuevo orden. Franco hace lo opuesto que Cuarón en sus películas ambientadas en México. El primero aparenta hacer un zoom-out de la pintura para denunciar el marco (al estado), pero presenta la violencia desde una perspectiva saturada, en zoom y esa denucnia se convierte en embellecimiento del marco. El segundo, como ya lo ha notado Slavoj Žižek, pone en el fondo de sus películas una violencia siempre dispersa, pero nunca ausente, sólo así es que Cuarón puede registrar de forma oblicua esa violencia siniestra que forma las paredes de la esfera política en México. Mientras que Cuarón desplaza del campo visual del primer plano aquello que sostiene, Franco satura la pantalla. Con todo esto, la única violencia siniestra que el filme, quizá sin proponérselo, registra es el silencio de los manifestantes que irrumpen en la casa de Marian. Ese silencio guarda, como siempre, el límite que expone la parte más constituyente del orden, la violencia, la novedad y el cambio. Sólo desde la fuerza del silencio, tal vez se pueda pensar otras formas de cine y, por su puesto, de país, formas que salgan más de las calles de Polanco y de la Roma. 

La noche de Tlatelolco

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One of the repeated chants of Mexico’s student movement in the 1960s, among the many reproduced in Elena Poniatowska’s La noche de Tlatelolco, is a demand for dialogue: “DIA-LOGUE-DIA-LOGUE-DIA-LOGUE-DIA-LOGUE-DIA-LOGUE.” As one of her informants puts it, this is because “the government’s been talking to itself for fifty years now” (30; 38); or as another puts it, “The PRI,” the ruling Institutional Revolutionary Party, “doesn’t go in for dialogues, just monologues” (86; 90). Hence no doubt the form of Poniatowska’s own book, composed as it is of a multitude of snippets (of interviews, pronouncements, chants, newspaper articles, and so on) from all sides. Dialogue proved impossible in the real world, on the streets or in council chambers, as it was cut short by the violent repression of the student movement, the imprisonment of its leaders, and particularly by the massacre at Tlatelolco, in the Plaza de las Tres Culturas, that gives this book its title. But it is as though that impossible dialogue were now (almost) realized on the page as slogans face headlines, and witnesses from a variety of backgrounds speak of their experiences, one after another. Moreover, as Poniatowska makes little overt effort to impose a unified narrative or reconcile disparities (though there is no doubt that there is artfulness and intention in the ordering and placement of the various fragments), it is almost as if we catch that dialogue in midstream, any conclusion endlessly postponed.

But I say that this fantasy of dialogue is only almost realized on the page, not merely because it is in the nature of testimonio (as we have seen for instance with Biografía de un cimarrón) that the written word betrays, by fixing and so deadening, oral expression. It is also that the extreme fragmentation here threatens to undermine any attempt to make sense at all, refusing not only the forced coherence of the authoritarian state but also any unity to which the student movement itself might aspire. Even the chant itself, as it is printed here, breaks down the demand for dialogue into its constituent syllables and no longer respects either the unity of the word or its separation from any other: “DIA-LO-GO-DIA-LO-GO-DIA-LO-GO-DIA-LO-GO-DIA-LO-GO-DIA-LO-GO.” In the frenetic repetition of the march, meaning slips away to be replaced by sheer sound, by elements that could be recombined in more than one way, to more than one end or effect. The onus then is on the reader to pick up and combine the pieces, but even so it is not clear that any single narrative could ever gather together all the fragments and make them cohere. But then surely this is part of the point: if ever there had once been a chance for dialogue, now not even literature (or testimonio) can bring that moment back.

Poniatowska does not claim to establish the truth of what happened at Tlatelolco. Even as she effectively undermines the official version of events, she makes little attempt to substitute it with a new, more authoritative, version. She wrests the monopoly of the truth from the state, without presuming to claim ownership of it herself.

For hers is less a fact-finding mission than a therapeutic howl that puts language to the ultimate test. As she says in one of her very few editorial interventions, halfway through the book, even to consider delving for the truth would be somehow offensive to the victims: “Grief is a very personal thing. Putting it into words is almost unbearable; hence asking questions, digging for facts, borders on an invasion of people’s privacy” (199; 164). Instead, what she aims to provide is a space for the expression of that inexpressive grief that makes the animal within us (bare, unqualified life) come to the fore, as with the mother that Poniatowska describes as “so stunned that for days and days she uttered scarcely a word, and then suddenly, like a wounded animal–an animal whose belly is being ripped apart–she let out a hoarse, heart-rending cry, from the very center of her life.” This is “the sort of wild keening that is the end of everything, the wail of ultimate pain from the wound that will never heal” (199; 164). As such, even to call La noche de Tlatelolco an exercise in therapy is to say too much, as it would imply that healing can someday come–a claim as offensive and intolerable as the high-handed notion that there is some relationship between truth and reconciliation, or even that either were ever desirable. No. What matters is less what these fragments say than what they can never say, or what they say only by revealing the insufficiency and arrogance of any claims to truth or certainty. These pages, if they express anything, are the place for “the mute cry that stuck in thousands of throats, the blind grief in thousands of horror-stricken eyes on October 2, 1968, the night of Tlatelolco” (199; 164).

See also: Testimonio and the Politics of Truth.