Honestidad compulsiva y la verdad de la compulsión. Notas sobre The Whale (2022)

A primera vista, The Whale (2022), dirigida por Darren Aronofsky y escrita por Samuel D.Hunter, parece una película poco preocupada por el cine, o más bien, por la reflexión cinematográfica. Ya sea porque Samuel D. Hunter adaptó el guion cinematográfico de una obra de teatro suya del 2012 con el mismo nombre, o porque la película se preocupa por la lectura y la escritura (Charlie, el personaje principal, es un profesor de inglés), o los medios de comunicación presentes en el filme (la televisión, el celular), The Whale parece estar alejada de la introspección y reflexividad cinematográfica. Sin embargo, el hecho de que la película acumula otros géneros y formas la vuelve en sí misma cine preocupado por sí mismo (auto-reflexivo). Tal vez es que esto siempre ha sido el cine, un cúmulo en el que concurren otras artes a través de la luz del proyector.

La historia de Charlie, un profesor con obesidad mórbida que nunca sale de su apartamento, incapaz de hacer el duelo por el suicidio de su pareja, Allan, es la crónica de una muerte anunciada. A sabiendas de que pronto morirá, pues Charlie sufre de una congestión cardiaca crónica, el profesor decide enmendar, en la medida de lo posible, la relación con su hija, Ellie, una adolescente triste y enojada con el mundo y su vida. Charlie tiene una semana para hacer algo por Ellie, pero ¿cómo reparar esta relación si Charlie abandonó a su familia cuando Ellie tenía ocho años? Para Charlie, arreglar su paternidad es como intentar resolver sus problemas de salud crónicos, o más aún, como parar su compulsivo desorden alimenticio. En este sentido, la película presenta a Charlie como un cuerpo en el que se acumula todo, desde el duelo, hasta la positividad y la amabilidad (los alumnos de la clase virtual de Charlie lo adoran por sus positivos y elocuentes consejos de escritura). Para The Whale, en el obeso mórbido no sólo se entrecruzan el placer y el dolor, sino que el cuerpo de Charlie está expuesto al completo morbo: todos sienten una complicada atracción por Charlie. Los alumnos de la clase en línea de escritura de Charlie están atraídos a su profesor, que como un agujero negro se les presenta con un rectángulo negro, pues Charlie no muestra su rostro en cámara. Liz, la hermana de Allan, la única persona que se preocupa por Charlie, cree que ella es la única que puede cuidar él. Pero, al mismo tiempo que le insiste ir al médico, también es la alcahueta de su obesidad: Liz siempre le lleva más comida al rechoncho profesor. Ellie y su madre, Mary, también tienen morbo por Charlie. Thomas, un chico cristiano que huyó de su hogar en Iowa y se hace pasar por misionero de la iglesia “New Light” en Idaho, se obsesiona con poder ayudar a Charlie, llevarle el mensaje de Cristo y salvar su alma, en lo que consigue dinero para resolver sus propios problemas. Hasta el repartidor de pizzas, con quien Charlie sólo interactúa a través del pago que deja en su buzón, siente el morbo de conocer al asiduo cliente. 

El morbo y el cine van de la mano. Y en este sentido, la película, a través del cuerpo de Charlie, resuena con el estado actual de la industria. ¿No es el estado del cine actualmente también una obesidad mórbida que se satura de efectos especiales y fantasías muchas veces innecesarias? ¿No es esto precisamente lo que sucede con Netflix o cualquier otra plataforma de “streaming” y consumo audiovisual? O más aún, ¿no será que todos, de una manera u otra, nos hemos vuelto obesos por una forma de hacer siempre compulsiva? En The Whale no sólo los personajes sienten morbo por Charlie, sino que su morbo es también una reacción de sus propias compulsiones. Desde Ellie, adicta a su celular y las redes sociales, hasta Thomas con la religión, todos los personajes son tan compulsivos como Charlie. La distinción mínima, pero fundamental, entre ellos y Charlie está en su imagen: la monstruosa obesidad del profesor. 

La compulsión no sólo implica que una acción se deba realizar inmediatamente, sino que esas acciones se convierten en un deber impostergable. En el caso de Charlie, su compulsión es un castigo, se castiga por aquello mismo que motivara alguna vez su vida. La obesidad mórbida de Charlie es su condena perpetua por el suicidio de Alan y su mala paternidad. Cerca del final de la película, Thomas confronta a Charlie. El joven creyente visita a Charlie para confesarle su verdad, estaba huyendo de casa por la vergüenza haberle robado dinero a su congregación religiosa. Thomas pensaba que sus padres no lo querían de vuelta, pero Ellie los contactó y les contó sobre el remordimiento y la vergüenza de Thomas. Contrario a lo que pensara el joven religioso, sus padres, como al hijo pródigo de las escrituras, lo perdonaron e invitaron de regreso a casa. Thomas siente, entonces, que debe hacer un último intento por “salvar” el espíritu de Charlie. Así que en su última visita, Thomas le lee a Charlie uno de los pasajes subrayados y destacados en la biblia de Alan, libro que el mismo Thomas tomara sin permiso de la casa de Charlie. “Through the spirit, you can put aside the deeds of the body and truly live” le lee Thomas a Charlie. Entonces, Charlie revela hasta qué punto su condena ha llegado. En una intervención in crescendo Charlie comienza a contar su historia con Alan, “I was never the best looking guy in the room, but Alan still loved me.” La belleza y el amor que Alan, un cristiano fervoroso, vio en Charlie, es la propia refutación del versículo de la biblia que Thomas usa para tratar de “salvar” a Charlie. Es decir, a través del espíritu, el amor, Alan y Charlie pusieron a un lado todos los males del cuerpo y del mundo. El amor les alcanzó para dejar sus vidas anteriores, más allá de los tabúes de la homosexualidad, Charlie y Alan eran puro espíritu, afecto y vida verdadera. El problema es que, como cualquier espíritu, la presencia de aquello que da verdadera vida es deambulatoria: los espíritus van y vienen, se desplazan. 

Charlie es el espíritu de su compulsión, de su castigo. Él vive en el dolor y el placer de su cuerpo, es desagradable, su espalda está llena de pus, no se puede mover, apesta, se corre encima. Y aún así, entre toda esa compulsión Charlie busca, al menos, dejar algo que confirme que en su vida, entre todo lo repulsivo y mórbido, algo quedó límpido y claro. El intento de reparar la relación con su hija no es sólo una preocupación de Charlie, sino de la película pensando el estado actual del cine. La secuencia final de la película, justamente, condensa lo anterior. A punto de morir, Charlie está con Liz, haciendo las paces luego de su última pelea (Charlie le mintió a Liz, siempre tuvo dinero para paliar sus males, pero nunca lo usó), Ellie irrumpe en el departamento. La chica está enfurecida, pues el ensayo que su padre escribió por ella, para redimir su pésimo periodo escolar, fue reprobado. Ellie y Charlie habían pactado que a cambio de pasar tiempo juntos, Charlie le escribiría a Ellie el ensayo final de su curso de lengua para poder graduarse. Como el ensayo fue reprobado, Ellie ahora confronta a su padre. Está furiosa. Siente que ha sido saboteada por su padre, una vez más. El hecho es que Charlie cree que ese ensayo es muy bueno, y que sí, él lo escribió, o más bien lo copió. El texto reprobado es una transcripción de un ensayo de que Ellie escribió cuando tenía catorce años sobre Moby Dick de Herman Meleville. El ensayo de su hija, para Charlie, posee una honestidad absoluta sobre la novela de Meleville. Esta novela, como dice el ensayo, es un texto sobrecargado de emociones. El capitán Ahab cree que matar a la gran ballena lo hará feliz, pero en realidad nada pasará. Sólo quedará, tal vez, la tristeza. Entre una álgida discusión, Charlie le pide a Ellie que lea el ensayo en voz alta. Conforme Ellie lee, Charlie intenta ponerse de pie. Cuando la hija llega a la parte climática del texto, cuando lee “And I felt saddest of all when I read the boring chapters that were only descriptions of whales, because I knew that the author was just trying to save us from his own sad story, just for a little while,” cuando por fin el ensayo anuncia lo mucho que la novela ha hecho pensar a la niña sobre lo agradecida y feliz que es ella en comparación de Ahab, se corta la escena. Luego, estamos en un recuerdo de Charlie, sus vacaciones en la playa con su esposa y su hija. Como la claridad de la ballena cegó a Ahab, cuando la encontró, o como el sol cegó a Meursault en El extranjero antes de asesinar a otro hombreen esa misma claridad y lucidez, Charlie se pone de pie y muere.

Al final, The Whale es una película compulsivamente triste y aburrida. La película nos mueve como a Ellie Moby Dick. Es decir, vemos el filme a sabiendas de que sólo se trata de una película sobre un hombre triste y solitario, un gordo asqueroso y sus últimos días en la tierra, y que el director, como el guionista, sólo estaba tratando de salvarnos de esa misma tristeza y morbo que rodean el cine y nuestra compulsiva y consumista sociedad. Nadie puede ser salvado, pero nuestra condena (¿la muerte?) puede ser solamente diferida. Al mismo tiempo, y más sugestivamente, la película es precisamente sobre eso que está en juego en cada película. Es decir, como el amor (el espíritu) que mueve a los cuerpos más allá de sus males, la película es sobre aquello, esa luz (¿brillantez?), que está en los libros, el cine, la música, el internet, y la vida ordinaria, pero que no es ni los libros, ni el cine, ni la música, ni el internet, ni la vida ordinaria. Un resplandor, tal vez, como la luz que ciega al final de la película. The Whale es un filme sobre esa parte luminosa que carga el cine, una honestidad compulsiva, la verdad de la compulsión, que nos desbarata y nos vuelve armar, que nos hace vivir, a veces, sin los males del mundo, pero también con las ganas de cambiarlo.

Notes on The Age of Surveillance Capitalism. The Fight for a Human Future at The New Frontier of Power (2019) Shoshana Zuboff (II)

The worst thing about Shoshana Zuboff’s The Age of Surveillance Capitalism. The Fight for a Human Future at The New Frontier of Power (2019) is not its essentialism considering capitalism inherent relationship with democracy; neither its simplistic comparisons between the Caribbean dwellers that encountered the Spaniard adelantados (Zuboff’s word) in the XVI century; not even its repetitive prose. The worst is the concluding remarks. For more than 500 pages of repeating the same concerns about how surveillance capitalism dispossesses humanity from its most essential feature, its “will to will;” how companies like google transform our behaviour in data and then manipulate us; how day by day we are more controlled, living in a mix between Skiner’s Waldern and Orwell’s 1984, we arrive at the final remarks waiting for something that, of course, is not offered by the book. As mentioned in the previous post, the book is, at best, moved by a reactionary will to separate “good capitalism” (the one identified with General Motors, or Ford, or even the “Foundation” of America [according to Zuboff]) and a “bad capitalism,” the rogue capitalism exercised by companies like Facebook and Google (Zuboff’s favourite strawmen). Precisely this, is what makes the final remarks so dull. Zuboff forgets that the monster behind all this mess, is not the individual “genius” of Zuckerberg, but the disperse talent of the multitudes that day by day feed the machines. 

For Zuboff, libertarian values like freedom are at the chore of the debate of The Age of Surveillance Capitalism. Since today the aim of Google, let’s say, “is not to dominate nature but rather human nature” (515), freedom, as a vague signifier that separates nature and humanity, is the object in dispute. Without freedom, then, there is no democracy. Perhaps the book, in a way, secretly influenced the masses that assaulted the capitol early in 2021. The protesters, after all, were all demanding freedom. The “Fake News,” “bad online habits,” and its consequences, that aided these rioters, are poorly discussed in the book. For Zuboff what is at stake is how we are forced to give our behaviour as surplus and how that is transformed into a voluntary servitude. 

The biggest fear of The Age is that America becomes China. The Cold War tone this book carries are well justified for Zuboff. She argues, “the bare facts of surveillance capitalism necessarily arouse my indignation because they demean human dignity. The future of this narrative depends upon the indignant citizens” (522). Indignant citizens fighting for democracy, fighting for the American dream, marching for their freedom and liberty. In front of books like this, one wonders why read them. But also, one can but feel sad and sorry. If, once again, the elite of the North American University (Zuboff is Emerita professor at Harvard) is looking for the monster outside, we sadly should be reminded that monstrosity beats at the heart of America.