Notas a Esferas II (2004) de Peter Sloterdijk

Capítulo 3

Si el fuego puede, al menos para Sloterdijk, asegurar la transferencia de solidaridades dentro de un espacio primigenio de inmunidad para las masas —dígase la aldea, la tribu—, el fuego también es vulnerable. Cuando la catástrofe natural aniquila a la aldea, las cenizas no son siquiera resto. La clave para sobrevivir a las desgracias estaría, entonces, en la sublimación del fuego y del agua, del calor y del frío. Un arca, sea la de Noé o la de cualquier mito, es un signo que da inmunidad y cobijo, es la condición de salvación y supervivencia. Para vencer a la catástrofe no hay sino que dejar la esfera primaria y expandirse en la técnica: armar a fuego, sudor y agua un casco protector. Para Sloterdijk, la idea de “arca” tiene una fuerte relación con la aparición de las primeras grandes metrópolis de la antigüedad (Nínive, Babilonia, Ur), pues sólo las arcas están destinadas a ser la prueba de que el suelo del ser puede darse por el ser mismo sin su yo-estar-en-el-mundo. “El arca no es tanto una estructura material cuanto una forma simbólica de cobijo de la vida rescatada, un receptáculo de esperanza” (289). Como los círculos alrededor del fuego inauguran los primeros asentamientos humanos (capítulo 2) luego del crimen originario que sacrifica a lo indeseable del centro (capítulo 1), así también la formación esferológica del arca comienza un nuevo capítulo de la macroesferológica de los seres humanos. 

El dilema de cualquier arca, como el de cualquier ciudad, es el mismo que el de la inclusión. Es decir, “en todos los fantasmas-arca se afirma como una imperiosidad sagrada la selección de los pocos; muchos son los llamados, pocos los que se embarcan” (295). Por consiguiente, se vuelve transparente que a la fiesta del fuego no todos son invitados. Todos sabrán de las danzas alrededor del templo, pero sólo unos pocos verán el desfile de brazos, caderas y pies. Como una ciudad, las arcas manifiestan que su razón de ser radica en una paradoja: “sólo si no entran todos, entran todos; pero si entran todos, no entran todos” (298). Los pocos, los elegidos, los que habrán de salvar, deben excluir para después erigir un milagro. No obstante, ciudades y arcas se diferencian. Mientras las segundas se entregan al impredecible devenir de la catástrofe, las primeras se empecinan obstinadamente a la superficie y también, de cierta manera, a inmunizarse en la llanura de otra imprevisibilidad, sea la del desierto, o la de la estepa. 

Las ciudades antiguas no son testimonios de megalomanías. Ni tampoco sitios de pecado, como las verían aquellos que recién salen de sus arcas. Para Sloterdijk, las ciudades antiguas sólo pueden sentirse “por una angustia especial iniciática” (302), un puente entre lo anterior y lo “de ahora”. Esa angustia es, a su vez, “un éxtasis que produce la sensación de seguridad y cobijo” (302). Habría, entonces, una guerra de afectos frente a los grandes muros de ciudades como las mesopotámicas: 1) asombro y seguridad, para los que viven dentro de los muros; 2) angustia, para los que piensan y saben que fuera del confort no existe nada; 3) recelo y fascinación, para aquellos que deambulan en el desierto y que, aunque saben del confort que hay del otro lado de los muros, no hacen sino pedirle a su dios que castigue a aquellos que se ufanan con alcanzarlo en obras (torres, murallas, estelas). Si el arca es el útero de la madre que nos vuelve a tragar para cargarnos y llevarnos hasta que termine la tormenta, la ciudad será la prostituta, que “está ahí para encandilar miradas, elevar miradas, humillar miradas” (303), un cuerpo que tiene que dejarlo ver todo y a la vez garantizar “el buen ambiente” y “la prosperidad del negocio”, de la mano siempre de una “seguridad con confort”. Mientras la madre sólo nos puede tragar para reconfortarnos, la prostituta promete reparación, como la que tuvo el espíritu del escritor José María Arguedas meses antes de su suicidio.

A diferencia de los círculos alrededor del fuego, las ciudades antiguas ahora se preocuparán por hacer visible y evidente que el calor del centro llega hasta los límites del inmenso poblado. Las grandes murallas no son delirios de paranoia ni nomos de la tierra para la mirada de los enemigos. Antes bien, son cuerpos que “ayudan a los habitantes de la ciudad en su intento de superar la inflamación anímica que les ha causado la asimilación interior del gran espacio” (342). Es decir, si ya todo lo que se puede se quiere y todo lo que se quiere se puede dentro de estas antiguas megalópolis, las murallas se convirtieron en la demostración para las masas de que esos muros son “receptáculos de funciones autorreceptivas” (344). Es decir, cualquiera se podía ver seguro en el sólido muro. La muralla era el retrato de perfil del centro. Con los muros, tanto las masas como los líderes encontraron que era posible “edificar un gran mundo como mundo propio e interior autoincubante” (352). Si el gemelo primigenio, muerto en el parto, nos había dejado solos en el mundo, el proyecto de las viejas megalópolis era hacerle justicia a los abandonados. Por otra parte, estos experimentos morfológicos sólo han cambiado para confundir la megalomanía, la paranoia y la inmunidad que brindan los muros. Hoy, en el mejor de los casos, una muralla es eso, confusión. A su vez, como se vio en estos primeros días del año, con la espectacular y risible alternancia democrática estadounidense, queda más que nunca evidente que los delirios de quienes construyen murallas están dictados para la incubación de lo “superior”. Sólo era posible “Make America Great Again” con muro que incubara, muro que hoy día ya ha sido detenido. Tal vez el loco tenía más de profeta babilónico que de tonto, pues hoy son más quienes aseguran que el mundo está mejor.

Notas a Esferas II (2004) de Peter Sloterdijk

Capítulos 1 y 2 de Esferas II (2004) Peter Sloterdijk [continuación]

“Las esferas son, por decirlo así, consifugraciones capaces de aprender, sistemas de inmunidad en ejercicio y recetáculos con parecedes recientes” (188). Esa es una de las definiciones que Peter Sloterdijk da a las esferas en el contexto de la macroesferología a desarrollarse en el segundo tomo de Esferas. Con esta definición, Sloterdijk direcciona su proyecto esferológico hacia el exterior. Si el primer tomo se ocupo de la condición del individuo, el segundo se ocupará de la relación del individuo con su exterior inmediato y absoluto: la macroesferología será la reflexión de las precondiciones de la política como una expansión de lo micro hacia lo macro. El motor de esta expansión se da por “la vacuna de la muerte” (189). Esto es que a esa terrible, pero también admirable, fuerza que los seres humanos tienen para superar la muerte del otro indispensable y llenar su hueco, es la única fuerza que permite afirmar la existencia del individuo. 

Al mundo de los “unos”, de los individuos, sólo se puede ingresar una vez que uno “queda marcado por la desaparición del otro insustituible” (190). Sólo en la medida que otro(s) muere(n) es que el sujeto individual existe. Para Sloterdijk, entonces, a diferencia de Lacan, “el yo no surge por un reflejo especular ilusorio [sino que] adopta, primero, una figura autorreferente por la anticipación de orfandad y viudedad; se afirma a sí mismo en tanto abandonado y abandonante” (193). El individuo es un ser que se balancea entre traicionar a su ser amado muerto con el olvido, o traicionar al mundo y serle fiel en el loco amor hacia el prójimo insustituible. La elección fundamental de la existencia, por tanto, está entre estos dos polos. Mientras la muerte loca del amor aísla a la pareja en un cobijo inmanente, siempre habrá un tercero que vuelva a confrontarse a la decisión: para parar la hemorragia, entonces, hay que trabajar el duelo, o como diría Sloterdijk, darle al duelo un “esfuerzo psíquico por llegar a un compromiso entre muertos y el deseo de mantenerlos en otra forma de proximidad, pero ‘allí’” (201). El duelo, como el deseo, no se pueden detener, sólo se pueden relocalizar. El ser humano vive en constante fuga, en movimiento hacia el éxodo, o hacia la distancia segura de sus muertos más amados y sus prójimos vivos más necesarios. 

Si la muerte es el motor de la vida y de las uniones, ¿por qué los muros circulares de las civilizaciones antiguas pueden evocar un “imperativo de forma existencial” (230)? Sloterdijk busca enlazar el proyecto microesferológico con el macro. Si en la “procreación” del individuo, el útero presenta el primer “estar-ahí” con la entidad placentaria, el mundo social, por extensión es la búsqueda desaforada de ese muro perdido, esa pared de carne que sostuvo al cuerpo antes de que el cuerpo se figurara a sí mismo fuera del vientre. La muerte sólo puede ser entendida a distancia y el trabajo del duelo como la lucha constante de estar dispuesto a mover el lugar del sujeto en relación de sus muertos y de sus vivos, ¿por qué empeñarse, entonces, en traer a todas partes al primer muerto radical y sacrificado (placenta)? Sloterdijk retomara el principio del espacio no como la emergencia de los objetos sobre la vida humana, sino como la transferencia de los cuerpos en su empeño por buscar la placenta perdida. De todos los elementos, el que mejor se asemeja al corazón de la madre es el fuego, pues éste aviva el reposicionamiento de los cuerpos en círculos alrededor de éste. Como el fuego abre la posibilidad de socialización y de solidaridad, también el fuego abre los delirios y los complejos de quienes nunca lo han visto porque los cuerpos en círculos de quienes los anteceden nunca les han permitido verlo. Años después de Sloterdijk y su esferología, Mariana Enríquez narrara estos complejos de Prometeo. Sólo en los círculos los seres persisten, el problema, claro está, es que aquello fuera de estos círculos, en realidad, nunca ha sido extraño a la parte más interna de los círculos. El fuego que cura la soledad, también es el fuego que señaló la expulsión primigenia de los expulsados que a las afueras del círculo buscan huir de su destino: ser muros de carne para cimentar un nuevo anillo del expansivo apetito del fuego y sus adoradores.

Notas a Esferas II (2004) de Peter Sloterdijk

Prefacio. Esferas II (2004) Peter Sloterdijk [continuación]

La larga introducción del tomo dos de Esferas de Peter Sloterdijk deja claro cuál es el rol de las macroesferas relacionadas con las microesferas. De la segunda a la primera se tiene que los seres humanos son, como el Atlas, “seres-no-punto-medio”. Esto quiere decir que el ser, al menos en su concepción clásica —según Sloterdijk—, se sabe siempre “exhalado e influido por el aliento de un centro supremo sin poder confundirse con él mismo” (117). De ahí que, como los filósofos que contemplaban la sphaira, descritos en las primeras páginas de la introducción, los seres humanos, episujetos, puedan concebirse no sólo “como una recepción pasiva de estímulos provenientes del centro, sino que ha de dejarse introducir en el proyecto central activamente como una especia de co-espontaneidad inteligente” (126). Desde esta perspectiva, como espontáneas fueron las microesferas y como éstas sólo se empeñaban en el mantenimiento de su ambiente subjetivo, también las macroesferas serán formaciones ambientales espontáneas. Si en lo micro es sujeto buscaba su cobijo, en lo macro sólo vendrá la extensión del primero. 

En ese punto ambivalente que ocupa el ser humano, las tensiones son regla. ¿Cómo hacer que lo micro se vuelva macro sin convertirse en un Atlas poderoso, pero sufriente, condenado a nunca poder levantar la mirada pero capaz de llevar en los hombros el peso del mundo? “Lo que era esfuerzo recalcitrante se convierte en impulso servicial” (133), y con esto, se tiene que aquello cargado por el Atlas, en realidad nunca descansó en sus hombros, sino que por la fuerza centrípeta de la macroesfera-mundo y su omnipotente poder central toda exterioridad se difumina (141). Bajo este esquema, “el ser, como la casa, no pierde nada” porque cada individuo que lleve el peso del mundo, en realidad puede incluirse en el perímetro de la esfera (142). Sólo desde este lugar se vuelven “discernibles satisfacción y coerción” (142). Por otra parte, Sloterdijk olvida que en esa misma distancia lo que satisface y casa coerción también sostiene y así también puede atar. El ser se intoxica de su soporte (sostén) y su horizonte se vuelve dependencia, adicción.

Sloterdijk entiende que las macroesferas consisten en una “relación vibrante en la que los cuerpos se aglutinan y se ven superados por esa relación” (173). La esfera sería una constelación de afectos, un fuego que atrae palomillas, existencia inmanente en la relación y muerte en caso de desbalancear la delicada distancia entre el aleteo y las llamas. Al final, como las palomillas, los seres humanos no saben muy bien qué hacer con esa fuerza que los atrae alrededor de un centro esférico. No podemos hablar de eso que nos mueve, ni tampoco producirlo. A estos procesos los precede una capacidad imaginativa, una necesidad por la imagen como índice de nuestras carencias y ausencias (177). Por eso es que, según Sloterdijk, nuestra historia sólo puede ser comprendida como “historia exitosa de excitabilidad nerviosa creciente y de auto-estímulos lujuriantes mediados de símbolos”, y así, “las líneas de éxitos de esas historias resaltan ante un trasfondo de fatalidades selectivas implacables, en las que la regla es el exterminio y el fracaso” (180). La macroesfera, entonces, tiene sobre todo una labor en oposición a la muerte, pero ¿habrá que confiar que estas esferas en expansión deban siempre intentar vencer a nuestra regla general (exterminio y fracaso)?