Mitad del cuento, atisbo otro. Notas sobre La cena (2006) de César Aira

La cena (2006) de César Aira pudiera ser corolario de otra de sus novelas. Mientras esto no sorprende, pues lo mismo se podría decir de buena parte de la obra de Aira, sí lo hace el tono sombrío y lacónico del relato. La cena cuenta la historia de un narrador deprimido, lleva ya siete años sin trabajo y se ha mudado al departamento de su madre en Pringles. Aunque la madre no hace sino amarlo, el narrador se siente fracasado. Así que, a miedo de dejar pasar su última oportunidad de alcanzar el éxito, el narrador lleva a su madre a cenar a casa de su único amigo, un tipo solitario pero sociable. Luego de la cena y de que madre y anfitrión entablaran una amable conversación, pues ambos tenían algo en común —la “pasión por los nombres” (pos. 6118)—, el amigo del narrador alarga la velada y les muestra a sus huéspedes una serie de juguetes viejos. La madre del narrador no soporta la exhibición, y es que madre y amigo “sólo se entendían cuando pronunciaban nombres (apellidos) del pueblo; en todo lo demás, ella se retraía enérgicamente” (pos. 6228). Después, el narrador regresa a casa con su madre y se pone a ver por la televisión un programa en vivo en el que se da seguimiento a un evento terrorífico local: cadáveres que se levantan de sus tumbas para succionar las endorfinas del cerebro de los habitantes del pueblo. La desgracia, que no logra sacar al narrador de su depresión y pasmo, dura poco. Finalmente, el narrador, al visitar al día siguiente a su amigo para proponerle formalmente su idea de negocios, se da cuenta de que la desgracia televisada no fue sino un “mal” programa de televisión, un refrito que ahora recibe los elocuentes comentarios de su amigo, para quien ese negocio televisivo debe cambiar, pues “la prosa de los negocios tiene que expresarse en la poesía de la vida” (pos. 7157). 

Mientras que la narración del programa de televisión concentra la mayor parte del relato, el meollo (o uno de los meollos) de la narrativa es la depresión del narrador y su fascinación por los juguetes antiguos que su amigo le mostrara el día de la cena. El narrador queda maravillado cuando ve el primer juguete de su anfitrión. “Era un verdadero milagro de la mecánica de precisión, si se tiene en cuenta que esas manitos de porcelana articulada no medían más de cinco milímetros” (pos. 6202). En cierto sentido, el juguete, como tantos objetos en la obra de Aira tiene un carácter atuorreferencial respecto a la novela en sí. Es decir, como el amigo guarda un montón de objetos inútiles pero “milagros de una mecánica precisa”, así también el mercado literario guarda las novelas de César Aira, obras de precisión milagrosa, pero que a los ojos de otros observadores, como los de la madre del narrador, no son más que objetos inútiles y chatarras, juegos de niños. Los juguetes, como las novelas del autor del relato, son objetos que se presentan en forma precisa y pura, hasta que uno empieza a ver que sucede otra cosa. A cambios de velocidad y fuerza la forma se expresa. Cuando el juguete en cuestión, el de las miguitas imaginarias, termina su funcionamiento, el narrador observa que tal vez “Los autores del juguete debían de haber querido significar la cercanía de la muerte de la anciana. Lo que me hizo pensar que toda la escena estaba representando una historia; hasta ese momento me había limitado a admirar el arte prodigioso de la máquina, sin preguntarme por su significado” (6206). El asunto es que ni la madre ni el anfitrión se esfuerzan en entender la “narración” del juguete, para la primera es una pérdida de tiempo y para el segundo es sólo un derroche de forma. 

El enredo que se teje entre las perspectivas del narrador, su madre y su amigo pone a unos en concordancia y a otros en discordia. La concordancia no puede englobar a las tres partes. Mientras que el amigo y la madre viven fascinados por los nombres (apellidos) que saben, el narrador no comparte esta emoción. Igualmente, a la vez que el narrador y el amigo tienen una fascinación similar por los juguetes y demás objetos lujosos —pero inútiles—, la madre del narrador no puede verle nada de especial a esos cachivaches. Aunado a esto, el narrador queda fuera de cualquier lugar de concordancia, pues ni los remedios del amigo (reformar la forma en que la televisión en Pringles trabaja, para expresar “la prosa de los negocios tiene que expresarse en la poesía de la vida” [pos. [7157]), ni las desconfianzas y preocupaciones de la madre sobre el futuro de su hijo, lo sacan del pasmo y tedio en el que vive.

Si a la mesa de una cena se sentaran arte, estado y mercado, éste último, al menos para nuestros días, sería el anfitrión. Mientras estado y mercado se atragantan de nombres para verificar sus narraciones, el arte no hace sino ver que, como el narrador al escuchar las razones por las que su madre desconfía de su amigo, “los nombres hacían verosímil la historia, aunque sobre mí provocaban más efecto de admiración que de verificación” (6347). El arte puede ver la verdad, pero no verificarla. No es su “deber”, pues la verificación y —en cierto sentido también— la verosimilitud pertenecen a un tiempo muerto, como el de la televisión y el programa que registra la catástrofe de los muertos vivientes y su resolución. Si al día siguiente de la cena, el estado, como la madre, queda con el estómago revuelto, y el mercado con las últimas palabras que no rehabilitan al arte, entonces, no habría más que la estetización de la máquina y el sistema como triunfo de un totalitarismo que sabe del pésimo, pero eficiente, funcionamiento de las viejas formas de narrar la vida cotidiana (como el programa sobre los muertos vivientes). No obstante, si la última palabra la tiene el mercado, su prosa de negocios no es más que una narración mal contada, pues como al amigo del narrador, al mercado “se le mezclaban los episodios, dejaba efectos sin causa, causas sin efecto, se salteaba partes importantes, dejaba un cuento por la mitad” (pos. 6076). En esa mitad que se abre al final de las últimas palabras del mercado, la poesía de la expresión abre camino para otra vida y su trabajo.

Notes on Marxism and Form. Twentieth-Century Dialectical Theories of Literature (1971) by Fredric Jameson

Some of the main ideas of Fredric Jameson’s Political Unconscious (1981), as we are reminded several times by Jameson himself, were already presented in Marxism and Form. Twentieth-Century Dialectical Theories of Literature (1971). To that extend, without Marxism and Form, we hardly would have read in The Political that the task of critique was to unmask “cultural artifacts as socially symbolic acts” (The Political 20). Marxism and Form introduces some of the main critical works of dialectical Marxism on the arts and culture of the XX century. Jameson presents his readings of T.W. Adorno, Walter Benjamin, Herbert Marcuse, Ernst Bloch, Georg (György) Lukács and Jean-Paul Sartre. While Adorno, Lukács and Sartre have chapters on their own, Benjamin, Marcuse (read along Schiller) and Bloch are grouped in a chapter called “Versions of a Marxist Hermeneutic” (Marxism 60). The book finishes with a chapter that could bridge Marxism and Form and The Political Unconscious, “Towards Dialectical Criticism”. In this chapter we read that our “estrangement” or fascination towards literature is an affect related directly to the way art form is worked, since what our senses experience are “but manifestations in aesthetic form and the aesthetic level of the movement of dialectical consciousness as an assault on our conventionalized life patterns […] an implicit critique and restructuration of our habitual consciousness” (374). The Adornean sense of this affirmation is the same frame that will circle the canvas where the political unconscious will seek its task for unveiling myths and to give back, at least, a glimmer to consciousness and the real substratum (the formless of existence) that moves the engines of history. 

Marxism and Form not only presents but also challenges some of the main postulates of the authors reunited in the book. Yet, the challenge is more a comparison. As it is written in the “Preface”, the book intension is to present to the American reader the fact that when analyzing German and French dialectical literature one cannot but “take yet a third national tradition into account, I mean our own: that mixture of political liberalism, empiricism and logical positivism which we know as Anglo-American philosophy” (x). Thus, more than three perspectives we face two, that of the Anglo-American philosophy and that of the Franco-German dialectics. It is not surprising that at the end of the book, Jameson illustrates the importance of a dialectical method for analyzing literature with an analogy of the missile development and atomic research competition between the Soviet Union and the United States. With this example Jameson makes transparent how useful and accurate may a dialectical hermeneutics be. If dialectics is the method that glimpses the dominant categories that trigger the movement of history, in the 70’s what a better way of making a living than to learn how to read the board and the clock of the twilight struggle. 

It is not that Jameson is capturing dialectics and then surrendering it to the “American Imperialism”, but his argument is that dialectics as a tool for understanding reality is already caught up in American Imperialism. If Academia as Jameson pictures it, following C.Wright, is a system who endorses pleasure under capitalism, as something that “is simply the sign of the consumption of an object: it is thus relatively extraneous to the object’s structure or use, since it can attach to any kind of object, and is at the same time gratuitous to the degree that it serves no collective function beyond that of encouraging further consumption and making the system operate at top capacity” (395). Jameson, then, agrees with Adorno that in order to stop/sabotage capitalism’s jouissance dialectics must be “unpleasurable in the commodity sense” (395).  Criticism becomes a task that, as Jameson puts it in the eloquent closing of Marxism and Form, must “compare the inside and the outside, existence and history, to continue to pass judgement on the abstract quality of life in the present, and to keep alive the idea of a concrete future” (416). While in 1971 the idea of a concrete future was still foreseeable, in the following years of that decade that idea melted and both concreteness and future dispersed in the air. Did dialectics did too? That is yet one of the questions to ask.

Notas a Esferas II (2004) de Peter Sloterdijk

Capítulo 3

Si el fuego puede, al menos para Sloterdijk, asegurar la transferencia de solidaridades dentro de un espacio primigenio de inmunidad para las masas —dígase la aldea, la tribu—, el fuego también es vulnerable. Cuando la catástrofe natural aniquila a la aldea, las cenizas no son siquiera resto. La clave para sobrevivir a las desgracias estaría, entonces, en la sublimación del fuego y del agua, del calor y del frío. Un arca, sea la de Noé o la de cualquier mito, es un signo que da inmunidad y cobijo, es la condición de salvación y supervivencia. Para vencer a la catástrofe no hay sino que dejar la esfera primaria y expandirse en la técnica: armar a fuego, sudor y agua un casco protector. Para Sloterdijk, la idea de “arca” tiene una fuerte relación con la aparición de las primeras grandes metrópolis de la antigüedad (Nínive, Babilonia, Ur), pues sólo las arcas están destinadas a ser la prueba de que el suelo del ser puede darse por el ser mismo sin su yo-estar-en-el-mundo. “El arca no es tanto una estructura material cuanto una forma simbólica de cobijo de la vida rescatada, un receptáculo de esperanza” (289). Como los círculos alrededor del fuego inauguran los primeros asentamientos humanos (capítulo 2) luego del crimen originario que sacrifica a lo indeseable del centro (capítulo 1), así también la formación esferológica del arca comienza un nuevo capítulo de la macroesferológica de los seres humanos. 

El dilema de cualquier arca, como el de cualquier ciudad, es el mismo que el de la inclusión. Es decir, “en todos los fantasmas-arca se afirma como una imperiosidad sagrada la selección de los pocos; muchos son los llamados, pocos los que se embarcan” (295). Por consiguiente, se vuelve transparente que a la fiesta del fuego no todos son invitados. Todos sabrán de las danzas alrededor del templo, pero sólo unos pocos verán el desfile de brazos, caderas y pies. Como una ciudad, las arcas manifiestan que su razón de ser radica en una paradoja: “sólo si no entran todos, entran todos; pero si entran todos, no entran todos” (298). Los pocos, los elegidos, los que habrán de salvar, deben excluir para después erigir un milagro. No obstante, ciudades y arcas se diferencian. Mientras las segundas se entregan al impredecible devenir de la catástrofe, las primeras se empecinan obstinadamente a la superficie y también, de cierta manera, a inmunizarse en la llanura de otra imprevisibilidad, sea la del desierto, o la de la estepa. 

Las ciudades antiguas no son testimonios de megalomanías. Ni tampoco sitios de pecado, como las verían aquellos que recién salen de sus arcas. Para Sloterdijk, las ciudades antiguas sólo pueden sentirse “por una angustia especial iniciática” (302), un puente entre lo anterior y lo “de ahora”. Esa angustia es, a su vez, “un éxtasis que produce la sensación de seguridad y cobijo” (302). Habría, entonces, una guerra de afectos frente a los grandes muros de ciudades como las mesopotámicas: 1) asombro y seguridad, para los que viven dentro de los muros; 2) angustia, para los que piensan y saben que fuera del confort no existe nada; 3) recelo y fascinación, para aquellos que deambulan en el desierto y que, aunque saben del confort que hay del otro lado de los muros, no hacen sino pedirle a su dios que castigue a aquellos que se ufanan con alcanzarlo en obras (torres, murallas, estelas). Si el arca es el útero de la madre que nos vuelve a tragar para cargarnos y llevarnos hasta que termine la tormenta, la ciudad será la prostituta, que “está ahí para encandilar miradas, elevar miradas, humillar miradas” (303), un cuerpo que tiene que dejarlo ver todo y a la vez garantizar “el buen ambiente” y “la prosperidad del negocio”, de la mano siempre de una “seguridad con confort”. Mientras la madre sólo nos puede tragar para reconfortarnos, la prostituta promete reparación, como la que tuvo el espíritu del escritor José María Arguedas meses antes de su suicidio.

A diferencia de los círculos alrededor del fuego, las ciudades antiguas ahora se preocuparán por hacer visible y evidente que el calor del centro llega hasta los límites del inmenso poblado. Las grandes murallas no son delirios de paranoia ni nomos de la tierra para la mirada de los enemigos. Antes bien, son cuerpos que “ayudan a los habitantes de la ciudad en su intento de superar la inflamación anímica que les ha causado la asimilación interior del gran espacio” (342). Es decir, si ya todo lo que se puede se quiere y todo lo que se quiere se puede dentro de estas antiguas megalópolis, las murallas se convirtieron en la demostración para las masas de que esos muros son “receptáculos de funciones autorreceptivas” (344). Es decir, cualquiera se podía ver seguro en el sólido muro. La muralla era el retrato de perfil del centro. Con los muros, tanto las masas como los líderes encontraron que era posible “edificar un gran mundo como mundo propio e interior autoincubante” (352). Si el gemelo primigenio, muerto en el parto, nos había dejado solos en el mundo, el proyecto de las viejas megalópolis era hacerle justicia a los abandonados. Por otra parte, estos experimentos morfológicos sólo han cambiado para confundir la megalomanía, la paranoia y la inmunidad que brindan los muros. Hoy, en el mejor de los casos, una muralla es eso, confusión. A su vez, como se vio en estos primeros días del año, con la espectacular y risible alternancia democrática estadounidense, queda más que nunca evidente que los delirios de quienes construyen murallas están dictados para la incubación de lo “superior”. Sólo era posible “Make America Great Again” con muro que incubara, muro que hoy día ya ha sido detenido. Tal vez el loco tenía más de profeta babilónico que de tonto, pues hoy son más quienes aseguran que el mundo está mejor.

Notes on The Political Unconscious. Narrative as a Socially Symbolic Act (1981) by Fredric Jameson

The influential The Political Unconscious. Narrative as a Socially Symbolic Act (1981) by Fredric Jameson in a way brings debates about Marxism during the second half of the 20th century to the North American Academy. It is not surprising to see how the book, as much as it is fighting to offer a post-goldmannian Marxist analysis of narrative (considering Le dieu cache as one of the most ambitious Marxist literary criticism enterprise at the very half of 20thcentury) it also offers a productive discussion with new-criticism ways of interpreting and commenting literature. For Jameson, as it is stated early in the “Preface”, the main duty of any Marxist approach is to “Always historicize!” (9). It is then the task of The Political Unconscious to historicize the ways literature depicts the sublimation of ideologemes, which are the raw material of history and ultimately of literature itself. 

While the book is distributed in six chapters there is not really, necessarily, a progression in this distribution. That is, as much as the book seeks to historicize its historicity is not teleological at all. From this perspective, the first chapter advances most of the topics that would be discussed in the following chapters. The first chapter, “On Interpretation”, while seeking to build the theorical Marxist foundation of the book, also advances the main preoccupation of it: that of pointing out how every attempt of narrativization, and ultimately of history itself, cannot be represented if not by the textuality of a certain structure. This means that while history remains, in Althuserian terms, “a process without telos or a subject”, what is at stake, according to Jameson, is to repudiate any master narrative “and their twin categories of narrative closure (telos) and of character (subject of history)” (29). Consequently, more than denying the Althuserian dictum, Jameson seeks to unveil all metaphorizations and fake problems that hide the political unconscious of social life in general. If Jameson is not interested in denying Althuser, it is because history, more than a process that needs a subject, it is precisely the process that makes the subject conscious of its own subjectivity, hence, history is “inaccessible to us except in textual form, and that our approach to it and to the Real itself necessarily passes through its prior textualization: its narrativization in the political unconscious” (35). While we won’t be able to know what happens to us, by reason and enlightment we can be able to retextualize history as it appears in the unconscious. As a symbolic act, fiction emerges as the field where the social speaks, and so do the ways into history has written its annals in letters of fire and blood. 

At times, the book comes and goes to its introduction. That is, it doesn’t matter (a lot) if we are dealing with Romanticism, the fictions of George Gissing, Honoré de Balzac or Joseph Conrad, what is at stake is to grab the raw materials of these works of fiction and propose a retextualization of them. That is, the tastk of any Marxist approach to literature would be to historicize the class fantasy of every work of art (87) as it is constantly emphasized throughout the book. While the analysis are relevant and in force until today —consider the fact that any literary form is likely just showing a struggle of diverse political unconscious while a leading fantasy attempts to capture and extenuate the potential of the other struggling fantasies—, it could be argued that the syntaxis of Jameson’s analysis (Romanticism, resentment in Gissing, subjecthood in Balzac and reification in Conrad) mystifies the way Romanic studies, or even, literary studies, has appropriated itself a political unconscious of domination over the rest of the world academia. In another front, the book also is more concerned in other challenges of contemporary (80’s) Marxist. For instance, Jameson mentions the problem of the “logic of collective dynamics, with categories that escape the taint of some mere application of terms drawn from individual experience” (294). Therefore, if everything must be rendered political, it is not only necessary to think history as an undecidable thing to be retextualized, but also to speculate the possibility of a politics without subject. This, of course, has been the task of many of the most relevant perspectives after Jameson’s Archimedean knowledge mover in The Political, and yet, these perspectives are more than an attempt to totalize the unconscious of the political, they are in fact the remainder of what Marxism is all about, as Jameson says when concluding his book. 

Notes on What do pictures want? (2005) by M.J.T Mitchell,

We do not talk about pictures as if they were alive because we idealize them. Pictures, as objects, do not behave as if they were alive but they are alive because they provoke us, because images, signs and symbols establish with us a second nature relationship. This is one of the premises that sustains the foundation of What do pictures want? The Lives and Loves of Images (2005) by M.J.T. Mitchell. From Mitchell’s perspective, pictures are like bodies. They are placeholders, bodies who desire something from other bodies. For Mitchell, a picture is the “reflection of the entire situation of the emergence of an image into a surface” (xiv). Thus, pictures show seeing, that is, they unfold and testify the moment when a likeness (images) in a medium is being supported (object) as a material practice that bonds both image and object (media). The broadness of this definition immediately tackles the Heideggerian understanding of the world picture. It is not that for Mitchell, Heidegger’s world picture is inaccurate, but that the world picture precedes modernity, since pictures and images have been with us for far too long. Knowing this, images, objects and media are things that build and have built our common sense, our being in the world. 

Images surpass words. As the common belief says. Scripture and imagination have a complicated relationship. Yet, from Mitchell’s perspective, images are less about determining ways of marking and more about ways into which those marks acquire life on their own. “Pictures are like life-forms driven by desire and appetites” (6). There’s always been a war on images and as the twenty first century started, we were reminded of this. Mitchell analyzes how two images have drastically affected postmodernity: the images of 9/11 and dolly the sheep. It is not that these images totalize the world’s experience, but in a way both of them summarize and condense to what extend images trigger affects and show desires. What is at stake when analyzing images, Mitchell remind us, is “to see the picture not just as an object of description or ekphrasis that comes alive in our perceptual, verbal, conceptual play around it” (49). Hence, the picture is not something that passively awaits to arise to existence by the power of our eyes, on the contrary, a picture is a “thing that is always already addressing us (potentially) as a subject with a life that has to be seen as ‘its own’ in order for our description to engage the picture’s life as well as our own lives as beholders” (49). Since there is not real definition of life, life is a logical conceptualization that moves the dialectical machine, pictures can have a life on their own, and of course desires and affects by themselves. 

At first glance, then, pictures would want the obvious: that we look at them. As a hole that desires both its life and its death, the relationship that images and subjects establish is like the relationship between Zarathustra and the abyss. The only thing that flows between two holes are affects and desires. However, desire does not serve as channel for communicating two staring at each other holes, but desire constructs, connects assembles, it is something that sustains the “dialectics of biding and unbidding” (63). All this assemblage is very well exemplified in the figure of cupid, for which desire must become a firing machine of line of flights, a machine that shots “the drawn line that leaps across a boundary at the same time that it defines it, producing a ‘living form’” (63). There is not image without desire and the other way around because “images both ‘express’ desires that we already have and teach us how to desire in the first place” (68). Pictures are knotted to their desires and so are we to that assemblage. Hence, for Mitchell, in the picture we don not only witness the intersection of images, objects and mediums, but a desiring production, where its grammar is dictated by an imperative of image producing. That is, for every part of the picture (image, object and media) there is always an “image” assemblage bonded by the encounter between the drive (proliferation, the binding reproduction) and the desire (the fixation, reification, mortification of the life-form, the bind reproducing). Images then, at the same time that they desire, they move us and move themselves, they insert us in the desiring production as they accompany us. 

Images do us as they desire not by brute force or direct aggression but by a “value transformed into vitality” (89). An image captures a potentia, they are ways of worldmaking that always “produce new arrangements and perception of the world” (93). The power of images, then, is similar to that of the Marxist surplus value. If “use value may keep us alive and nourished”, the only force capable of moving us beyond lack and hunger is an image, “it is the surplus value of images that makes history” (94) after all. From this perspective, our neurosis, our schizophrenia, or hysteria, are symptoms not only of a malaise in our culture, but of our second nature relationship with images. 

Idols, fetishes and totems, this are the three ways of image-object relationship that Mitchell identifies. It is not that these ways of relating us with our second nature images are poisoned but that the ways this relationships intoxicate themselves could drive us to death. While an idol, is the strongest and more powerful relation with an object, since it relates to the Lacanian imaginary, as the place where the image —because of its likeness— takes a supreme importance, almost as le nom du père, the fetish and the totem appear as object relations that don’t require us to immolate nothing but our desires. That is, while the idol demands, the fetish needs, and the totem wants. In the same order, the idol is the perversion and sublimation of desire, the fetish is the persistence of it and the totem is, ideally, its safe satisfaction. While Mitchell suggests that idolism, fetishism and totemism relate to world social formations (idolism to imperialism, fetishism to the capitalist world order and totemism to postmodernity) (161), it is unclear to what extend totemism is exercising its desire on us. One can think that Empire, a la Hardt and Negri, is the body without center whose affective strength ties cohesively the world because it exercises a totemic power. For the totem is a figure that controls and prohibits by the force of law (188). However, Empire would be a system that does not adhere to any object relation. That is, Empire would use idols, fetishes and totems as convenient and not only one of these.

Throughout What Do Pictures Want? Mitchell seeks for moments where the image both reflects its lack and attempts to surpass it. Whether it is in sculpture, photography, cinema, painting, caricatures or poetry, Mitchell shows how our world is sustained by image projection and production. More than offering a new metaphysics for images, in What Do Pictures Want? we face ourselves to “an other” that passively exposes to our limit. A picture might just want our look, but what would be that we want so desperately that we ask pictures first incisively without being able to posse us the same question. For one, images are not, necessarily, new ways of binding and unbinding desire, but ways into which desire has persisted. So the question we pose to images, pictures, objects and media, are questions that deep inside sake us. One, then, has the impression that the essays that form the book all finish in similar terms: with and exposure of a limit and an attempt to transgress it. Mitchell recognizes that images —or certain images— are, somehow, inexhaustible, that as much as their desires could be simply stated, it is not only what images want, but how do they want. Without a doubt, Mitchell’s arguments invite for continuing the investigation, for understanding what a theory of images does and is, but more importantly for what such theory might be (209). 

The Tyranny of Merit

Like Michael Young, Michael Sandel frames his critique of meritocracy in terms of a populist backlash against elite condescension but also (hot off the press and presumably added at the last minute) in terms of the botched response to the current global COVID pandemic. Focusing on the United States, he argues that the country was stymied not only by logistical issues or lack of political will to implement the required measures to combat infection. It was, furthermore and more importantly, “not morally prepared for the pandemic” (4). Whereas a coherent response to Coronavirus required solidarity, the USA was laid low by the discovery that this was a sentiment in short supply. Over decades, any sense of social solidarity has been eroded on the one hand by rising inequality fueled by neoliberal globalization and on the other hand by a “toxic mix of hubris and resentment” (5) that Sandel sees as the result of the entrenchment of meritocratic values throughout the body politic.

As such, seeking a culprit for the current woes of the United States, Sandel indicts less Trump than his liberal predecessors, such as Bill Clinton and, perhaps surprisingly, Barack Obama above all. Trump and Trumpism, he argues, are merely the unwelcome harvest of seeds sown long ago by a generation of center-left as well as center-right politicians who pushed equality of opportunity as the compensation for economic transformation, without considering those who, for whatever reason, were unable to take advantage of the opportunities they were given.

For, however level the playing field, meritocracy still envisages losers as well as winners. The difference is that the winners in a meritocratic system are told that they deserve their success, which is a result of their talents and hard work (rather than the accident of fortune). Conversely, the losers are told–and the more perfect the meritocracy, the more they are also likely to believe–that they, in turn, deserve their failures, which come from their lack of talent or their laziness. Rather than protesting the injustice of their lot, those at the bottom of the meritocratic pile tend to feel humiliated, left only to nurse their lack of self-esteem. Moreover, their misfortunes elicit little sympathy or solidarity from those who have done better in life. If everyone started with the same chances in life, the poor have nobody to blame but themselves.

This stigmatization of failure, and its psychological internalization by those who fail to rise to the opportunities they are offered, is the converse of the meritocratic faith that those who rise to the top should be those who deserve to do so. The losers in life’s race are doubly afflicted: not only are they left behind; they are also told they brought it on themselves. They are both victims and culprits of their own demise. Hence a politics of (sometimes violent) resentment, and the attraction of somebody like Trump, who tells them that he knows what it feels like to be called a loser, and how much it hurts. And hence, incidentally, how counter-productive it is for Trump’s foes to brand him a loser, or laugh at his mistakes: it is precisely thanks to that branding and that elite condescension that meritocracy’s underclass recognize Trump as one of their own.

Not that meritocracy’s victims are only those at the bottom of the pack. Sandel argues, especially in his discussion of higher education, that those on top are also afflicted, forever running to stand still as the stakes of every competition become higher and higher. Hence the way in which high school becomes an exercise in CV-building, with tutors and extra-curricular activities indulged in only to increase the ever-slimmer chances of making it to the elite universities that seem to hold the keys to future success. All this under the watchful eye of helicopter parents ready to fly in to ensure that their precious offspring really do fulfil their potential as surely as the meritocrats promise they can. Then at college itself, students have no time to rest on their laurels, as they dedicate their all to improving their GPAs, making the Dean’s List, and moving on to the most prestigious Law School or Medical Program. Especially at the most elite institutions (such as Harvard, where Sandel teaches), university has been transformed into “basic training for a competitive meritocracy. [. . .] The sorting and striving crowd out teaching and learning” (182). If anything, these are the last places to go if you want anything like an education, or the chance to reflect on what Sandel calls “the common good,” a concept long since abandoned in these bastions of excellence.

To remedy these ills, and to restore a lost sense of social solidarity, Sandel offers two proposals, one rather more concrete than the other. First, to give higher education back its meaning, and to rescue it from its fate as the key institution in the conveyer belt that is meritocratic sorting and measurement, he suggests that admission to college–especially its most elite echelons–should be determined by lottery rather than competition. He does admit that there should be some basic threshold, and allows some possible tweaks to the lottery system to enable (say) affirmative action or even the continuation of legacy privileges, but he argues that everyone stands to gain–those who are admitted, those who are not admitted, and the institutions themselves–if access to higher education were to be seen as a happy accident rather than the end-all and be-all of success to which the young dedicate all their time and their talents.

Second and somewhat more vaguely, Sandel insists on the need to accord due dignity to work. His point is that the contribution of the working class to fulfilling social needs is increasingly unrecognized. To add to the fact that ordinary, non-college-educated men and women are disparaged for their failures to measure up to meritocratic ideals, the value of what they do do is frequently ignored or taken for granted. Liberal programs (welfare, for instance) that attempt to enact a distributive justice frame the poor as simply recipients of state aid, passing over their myriad contributions to society. Sandel argues therefore for a what he terms a contributive justice that allows people to feel that they are part of a broader project on more or less equal terms.

The specific policy proposals that Sandel suggests might help shift our perspective on our fellow citizens from seeing them as simply consumers (whether of market goods or state hand-outs) to producers include changes in tax law–a Tobin tax on financial transactions that do not materially contribute to the economy, for instance, or a move from taxing payroll to higher taxes on consumption and capital gains–or perhaps a wage subsidy for low-paid workers. One might add to this list, for instance by suggesting that macroeconomic policy should be less blasé about structural unemployment, or that we might revive the type of public works projects and work programs that Roosevelt’s New Deal rolled out during the Great Depression. (Strangely, FDR doesn’t get much of a mention in this book, despite its attention to the rhetoric of US Presidents; if Obama is the surprise villain of the piece, if anything it’s the Kennedys who come closest to coming out as heroes.) Yet the mere mention of unemployment points to the fact that Sandel’s claim for the dignity of work is undoubtedly the weak point in his argument.

Do not, after all, the unemployed also contribute to society? What about the disabled? Or children, or pensioners? Moreover, putting work at the center of our notion of engaged citizenship is a strange move for an argument that claims to oppose meritocracy. For merit, after all, is not just a matter of talent or credentials, even under the current meritocratic dispensation; it is also a matter of effort. As the narrator of Michael Young’s The Rise of the Meritocracy puts it, “Intelligence and effort together make up merit (I+E=M). The lazy genius is not one” (84). Yet Sandel seems to want to cut away one pillar of the meritocracy–so-called intelligence–while leaving the other pillar intact. In the terms of the religious debates that he (quite interestingly) surveys, despite his attachment to the notion of grace as undeserved redemption, he ends up preaching a doctrine that sounds very much like salvation through work(s). If, as he notes, merit always has a tendency to creep back in through the side door to edge out grace, it is in his drive to accord dignity to labor that this process is repeated in his own argument.

In any case, the erosion of the “dignity of work” is not merely a matter of elite condescension. It might equally be seen as a nascent consciousness of the reality of alienation. Work is indeed often bullshit (as anthropologist David Graeber points out). And even when it is not, we seldom work on terms that we ourselves choose. The enthusiasm with which the contributions of so-called essential workers (from nurses and hospital porters to teachers and lorry drivers and supermarket shelf-stackers) have been belatedly recognized during the current pandemic, with the nightly cheers to their efforts marking the first lockdown last Spring, is poor compensation for the fact that they continue, on the whole, to be not only underpaid but also exploited, their labour power commodified and measured out in terms of socially-necessary labour time (to use the Marxist jargon). Merely noting, and even celebrating, the fact that their labour is indeed socially necessary does nothing to alter the ongoing reality of their exploitation.

Indirectly, however, Sandel’s book point to another argument: a claim made perhaps most famously by Marx’s son-in-law, the Cuban-born Frenchman Paul Lafargue, who in 1883 published the manifesto The Right to be Lazy. Lafargue urges the proletariat to “return to its natural instincts, it must proclaim the Rights of Laziness, a thousand times more noble and more sacred than the anaemic Rights of Man concocted by the metaphysical lawyers of the bourgeois revolution. It must accustom itself to working but three hours a day, reserving the rest of the day and night for leisure and feasting.” Do what you have to do, but do it fast and sloppily if needs be; reserve the rest of your time for enjoyment and relaxation. An entire tradition of the refusal of work has elaborated on this standpoint.

Sandel’s book (perhaps inadvertently) points to something similar in that it strikes this reader, at least, as rather hastily put together, and not simply in the rushed mentions of the current pandemic that top and tail it. Throughout, The Tyranny of Merit is full of repetitions with only minor (and sometimes absolutely minimal) variation; the same points are made over and again, the same figures and statistics reappear as though the author were trying to pad out what would otherwise be an incisive article so as to turn it into something acceptable to Farrar, Straus and Giroux. Moreover, the research on which the book is based seems to rely heavily on Google and other Internet search engines: not simply in that almost all its references are to online material, or the ways in which it uses rather simplistically Google Books Ngram statistics on word frequency, but also in the way it mines the public database of US presidential speeches compiled by UC Santa Barbara’s “American Presidency Project” rather than undertaking a more systematic or nuanced analysis of the ways in which historical discourses emerge and evolve.

At times all this is frustrating, and it is tempting to say that the book was more effective in its earlier incarnation as an eight-and-a-half-minute TED talk, itself a format perhaps more suited to a meritocratic age. But I like to think that Sandel is in fact winking at us, telling us that really the illusion of merit is all that matters, and that we should relax a little and not take our work all that seriously.

La distracción y el vuelo. Notas sobre Las conversaciones (2006) de César Aira

Las notas son a partir de la edición Diez novelas de César Aira (2019) de Literatura Random House

¿A quién leemos cuando leemos una historia? Por vana que sea la pregunta, el viejo tema sobre “la identidad del narrador”, de aquella voz que enuncia, es siempre un tema intrincado. No es que se trate, solamente, de distinguir los niveles narrativos, las voces y las diferencias entre narrador, autor, voz e instancia enunciativa. Más bien, sucede que cuando leemos novelas como Las conversaciones (2006), de César Aira, estos elementos se confunden entre sí y se vuelve difícil ubicar hasta el lugar desde donde se cuenta la historia. En el monólogo que inaugura la novela, se dice que “Ya no sé si duermo o no. Si duermo, es por afuera del sueño, en ese anillo de asteroides de hielo en constante movimiento que rodea el vacío oscuro e inmóvil del olvido. Es como si no entrar nunca a ese hueco de tinieblas […] No pierdo la conciencia. Sigo conmigo. Me acompaña el pensamiento. Tampoco sé si es un pensamiento distinto al de la vigilia plena; en todo caso, se le parece mucho” (pos. 1562). Esa voz que abre la novela se ubica entre un espacio que difícilmente diferencia entre el mundo onírico, la memoria, el pensamiento y la escritura. “Así se me va la noche”, afirma la misma voz. Después, nos enteramos de que quien escribe se entretiene recordando conversaciones con sus amigos, conversaciones que, de la palabra hablada, pasan a la memoria, luego a la ensoñación y finalmente a la novela que leemos. 

Conversaciones no es sólo un ejercicio que arriesga la estructura convencional de una novela. En el texto no sólo se experimenta, reflexiona e improvisa sobre los alcances del género, sino que también se cuenta algo. La anécdota del relato es simple: el registro de una de las conversaciones que “el narrador” del relato tiene con un amigo a propósito de una película transmitida por televisiónEsos amigos, la voz que abre la narración y “un otro”, son hombres de cultura, seres cuyos días consisten en pasarlo “en compañía de Hegel, Dostoievski” (pos. 1603), pero que también a veces, irremediablemente, consumen y son consumidos por el cristalino resplandor de la televisión. El desdén con el que se empieza a hablar sobre la película que ambos amigos vieran anuncia que los hombres cultos no tendrían por qué hablar del entretenimiento de masas, pues “esas producciones estereotipadas de Hollywood se adivinan a partir de una secuencia o dos, como los paleontólogos reconstruyen un dinosaurio a partir de una sola vértebra” (pos. 1607). El problema es que ni todas las películas hollywoodenses, ni todas las conversaciones son como la parte mínima y esencial que permite construir un todo, como la vértebra del dinosaurio. 

Lo simple no es lo simplificado, ni lo común es lo ordinario. O más bien, el sentido común de las formas dadas, sean de la conversación o del cine, es más complejo de lo que se piensa. Los dos amigos discuten en diferentes sus desencontradas opiniones. La película, ese objeto común, banal, desabrido y espectacular, los desconcierta. El momento que desata el desacuerdo entre los amigos es la aparición “descuidada” de un reloj rolex en la muñeca de un pastor ucraniano, el personaje principal del filme. Acto seguido, los amigos se centrarán en discutir los límites de la ficción en relación con la realidad. Así, son mencionados errores de verosimilitud, diferencias radicales entre ficción y realidad, niveles narrativos, historias insertadas, contexto socioculturales que explican las motivaciones del filme y hasta la proyección psicológica del “narrador principal del relato” —pues él desde siempre ha querido un reloj rolex. Todos estos elementos sirven al análisis, pero los conversadores no llegan a un acuerdo. Sin saberlo, los amigos en realidad están repitiendo la forma misma de la película, pues ésta logra condensar muchos temas y motivos pero de una forma acelerada y fragmentada (pos. 2368-9). De este modo, lo que se analiza no es la película, sino la forma en que la película es vista, esto es la forma en que se enuncia (la enunciación enunciva): los mecanismos de la televisión. 

Frente a la televisión, ni ante ningún medio, uno no es uno mismo, y paradójicamente, uno es más uno mismo. Como se dice en la novela, frente a la televisión “una parte de la conciencia se mantenía afuera, contemplando el juego de ficción y realidad, y entonces lo que era inevitable era que surgiera una consideración crítica” (pos. 2294). Ver cine por televisión “dejaba de ser un sueño que uno soñaba y se volvía el sueño que estaban soñando otros” (pos. 2296). Lo que pone en juego la narración de Aira, como la televisión, es la forma en que las cosas pasan y uno se puede dar el lujo de seguir siendo parte del proceso y a la vez estar distraído. Esto es que, como los amigos de la novela, nuestra atención frente a los medios siempre está en otra parte. La película, ambos amigos, la ven a medias, la atención de los dos había sido parcial, y aún así tenían los elementos para conversar e intercambiar ideas.

Estar frente la pantalla es dejarse ir para que la realidad siga y uno forme parte de ella a pedazos. Al final, los dos amigos se dan cuenta que ambos perdieron partes esenciales de la película, el narrador afirma “No habría caído en la confusión si me hubiera concentrado debidamente, pero uno no se concentra en esa clase de pasatiempos” (pos. 2430). Un simple artificio confundió a los amigos y aunque la realidad, a diferencia de la ficción, “no tenía niveles” (2454), muy probablemente la ficción tampoco. Darle niveles a la realidad es darle falsos problemas, igualmente a las narrativas artísticas. Por otra parte, darle análisis a la realidad o a las ficciones, aunque parezcan nuevos niveles —y por tanto falsos problemas—, es nuestra única forma de darle frente a cualquier producto cultural, pues frente a estos uno se encuentra con la marabunta del mercado. Sólo por la conversación, y el intercambio de desacuerdos y análisis, eso que era laberinto se convierte en meseta. Hablar a/con un otro, tan radical en su otredad como uno en su mismidad, sobre un tercero, ese producto que dispersa y fragmenta, sea el cine o la literatura, puede convertirse en otra cosa, ya no una conexión de flujos y escrituras monetarias, sino una constelación de palabras, de pensamientos, luciérnagas que en la noche del narrador y del pensamiento, se convierten en “insectos de oro, mensajeras de la amistad, del saber, más alto, más alto, hasta las zonas de cielo donde el día se volvía noche y la realidad sueño, palabras Reinas en su vuelo nupcial, siempre más alto hasta consumar sus bodas al fin con la cima del mundo” (pos. 2499). En la cima del mundo, la inmensidad absoluta eleva a las palabras, su vuelo es admirable, pero si no regresan a la tierra y sólo se elevan sin cesar, irán probablemente a parar al olvido, a ese hueco rodeado de recuerdos gélidos, desde donde la primera voz narrativa comenzara su relato.

Lujosa inutilidad. Notas sobre Baile con serpientes (1995) de Horacio Castellanos Moya

En dos días, un ocioso y desempleado egresado de sociología se convierte en el hombre más buscado de todo El Salvador. Contada en cuatro partes, Baile con serpientes (1995), de Horacio Castellanos Moya, cuenta la historia de Jacinto Bustillo desde la perspectiva de un sociólogo desempleado, un policía y una reportera. Luego de que un viejo y ruinoso Chevrolet amarillo se posicione frente a la tienda del barrio donde vive el narrador principal, el sociólogo, la vida de este personaje cambiará vertiginosamente. La llegada de la carcacha y su rotoso y taciturno conductor atraen la atención del desocupado narrador. Una vida “sin posibilidades reales de conseguir trabajo en estos nuevos tiempos” y el hecho de que, como afirma el narrador, la sociología no servía “para nada en lo relativo a la consecución de un empleo, pues había una sobreoferta de profesores, las empresas no necesitaban sociólogos y la política —último terreno en que hubiera podido aplicar mis conocimientos— era un oficio ajeno a mis virtudes” (pos. 15), se combinan como ingredientes para que el sociólogo desempleado comience su trabajo de campo con el “extraño visitante”. Por otra parte, salvo el narrador, nadie más parece tener especial simpatía por el rotoso viejo del Chevrolet amarillo. 

Luego de varios días de intentar entablar una conversación, el narrador finalmente triunfa en “su trabajo de campo”, y el extraño visitante revela su nombre, oficio, hábitos y vicios. Jacinto Bustillo, antes de ser un viejo sucio y errante, era contador. Ahora el excontador se dedica a recolectar objetos inútiles (pos. 60), revenderlos, comprar botellas de aguardiente y trasnochar en su destartalado automóvil. Después de que el narrador se gane la confianza de “su informante” y lo acompañe todo un día, un evento sórdido disloca la narración. Jacinto es mordido en su miembro por otro zarrapastroso llamado Coco. Jacinto apuñala a Coco con una botella rota y después, el narrador, que atestigua toda la escena, degüella a Jacinto. Con este evento el narrador deja de ser el desempleado sociólogo y se convierte en Jacinto. Se adueña así del Chevrolet amarillo, donde Jacinto guarda documentos sobre su pasado y además donde moran cuatro serpientes parlantes y lujuriosas.

La nueva vida del narrador consiste en vengarse de quienes arruinaron al excontador. Si la sociología no puede darle revancha a los desposeídos, un sociópata tal vez sí. De tal manera, el narrador y las serpientes emprenden una destructiva vida. Pronto, toda la ciudad se aterroriza. Así, la policía desde la perspectiva del subcomisionado Handal, que sólo quisiera terminar con esa historia sin entregarse a la paranoia, esquizofrenia y la histeria colectiva, intenta atrapar a un escurridizo sociópata a la vez de lidiar con las ansias de la prensa por la exclusividad de la incendiaria noticia. Conforme las serpientes y “el nuevo” Jacinto van esparciendo el pánico luego de sus atroces matanzas, Rita, la principal reportera del diario Ocho Columnas, se ve presa de un ataque colectivo de pánico. La reportera cree ver el automóvil de Jacinto afuera de la casa del presidente y las autoridades reaccionan de la peor manera: con un espectáculo de balas gastadas. Rita se ve en el ojo del huracán, pero es incapaz de escribir un artículo “en primera persona, confesar su terror ante el auto equivocado, relatar el desbarajuste que su confusión causó en la casona. Las dos cuartillas contienen apenas un recuento de los hechos relativos a la evacuación del presidente” (pos. 682). Como los objetos inútiles que recolectaba el Jacinto auténtico, la vida de todos los personajes es un despliegue lujoso de inutilidad: de hacer valiosa la sociología, de resolver un caso absurdo sin recurrir al espectacular ejercicio de la fuerza y de poder escribir un testimonio fidedigno que no exponga también las carencias y fallas de aquellas manos que teclean. 

El terror del nuevo Jacinto y sus serpientes asesinas no tiene explicación pero sí comparación. Toda la gente muy rápidamente comienza a recordar los pasados años de guerra y con ello las diversas formas en que la violencia era leída e interpretada. El despliegue de violencia excesiva del estado, como en otros tiempos, esquilma el terreno, pero también propulsa fugas. El narrador escapa con sus serpientes, pero al final éste se separa de ellas, “Caminaba tambaleándome, como si estuviera totalmente borracho, para despistar a los transeúntes que iban alarmados hacia sus casas, porque semejante estruendo recordaba los aciagos días de la guerra” (908). De regreso a su barrio, el narrador recuerda que como devino el viejo Jacinto en sólo unos días, también puede volver a ser aquel que él fue en unos instantes. Como si la violencia fuera el alcohol en una noche de farra, El Salvador de la posguerra en el modelo neoliberal habrá de acostumbrarse a la intoxicación y el exceso del orgiástico libre mercado, que inutiliza la fuerza laboral, intelectual, y se excita con los motores de los afectos, en los excesos orgiásticos del caos. 

Notas a Esferas II (2004) de Peter Sloterdijk

Capítulos 1 y 2 de Esferas II (2004) Peter Sloterdijk [continuación]

“Las esferas son, por decirlo así, consifugraciones capaces de aprender, sistemas de inmunidad en ejercicio y recetáculos con parecedes recientes” (188). Esa es una de las definiciones que Peter Sloterdijk da a las esferas en el contexto de la macroesferología a desarrollarse en el segundo tomo de Esferas. Con esta definición, Sloterdijk direcciona su proyecto esferológico hacia el exterior. Si el primer tomo se ocupo de la condición del individuo, el segundo se ocupará de la relación del individuo con su exterior inmediato y absoluto: la macroesferología será la reflexión de las precondiciones de la política como una expansión de lo micro hacia lo macro. El motor de esta expansión se da por “la vacuna de la muerte” (189). Esto es que a esa terrible, pero también admirable, fuerza que los seres humanos tienen para superar la muerte del otro indispensable y llenar su hueco, es la única fuerza que permite afirmar la existencia del individuo. 

Al mundo de los “unos”, de los individuos, sólo se puede ingresar una vez que uno “queda marcado por la desaparición del otro insustituible” (190). Sólo en la medida que otro(s) muere(n) es que el sujeto individual existe. Para Sloterdijk, entonces, a diferencia de Lacan, “el yo no surge por un reflejo especular ilusorio [sino que] adopta, primero, una figura autorreferente por la anticipación de orfandad y viudedad; se afirma a sí mismo en tanto abandonado y abandonante” (193). El individuo es un ser que se balancea entre traicionar a su ser amado muerto con el olvido, o traicionar al mundo y serle fiel en el loco amor hacia el prójimo insustituible. La elección fundamental de la existencia, por tanto, está entre estos dos polos. Mientras la muerte loca del amor aísla a la pareja en un cobijo inmanente, siempre habrá un tercero que vuelva a confrontarse a la decisión: para parar la hemorragia, entonces, hay que trabajar el duelo, o como diría Sloterdijk, darle al duelo un “esfuerzo psíquico por llegar a un compromiso entre muertos y el deseo de mantenerlos en otra forma de proximidad, pero ‘allí’” (201). El duelo, como el deseo, no se pueden detener, sólo se pueden relocalizar. El ser humano vive en constante fuga, en movimiento hacia el éxodo, o hacia la distancia segura de sus muertos más amados y sus prójimos vivos más necesarios. 

Si la muerte es el motor de la vida y de las uniones, ¿por qué los muros circulares de las civilizaciones antiguas pueden evocar un “imperativo de forma existencial” (230)? Sloterdijk busca enlazar el proyecto microesferológico con el macro. Si en la “procreación” del individuo, el útero presenta el primer “estar-ahí” con la entidad placentaria, el mundo social, por extensión es la búsqueda desaforada de ese muro perdido, esa pared de carne que sostuvo al cuerpo antes de que el cuerpo se figurara a sí mismo fuera del vientre. La muerte sólo puede ser entendida a distancia y el trabajo del duelo como la lucha constante de estar dispuesto a mover el lugar del sujeto en relación de sus muertos y de sus vivos, ¿por qué empeñarse, entonces, en traer a todas partes al primer muerto radical y sacrificado (placenta)? Sloterdijk retomara el principio del espacio no como la emergencia de los objetos sobre la vida humana, sino como la transferencia de los cuerpos en su empeño por buscar la placenta perdida. De todos los elementos, el que mejor se asemeja al corazón de la madre es el fuego, pues éste aviva el reposicionamiento de los cuerpos en círculos alrededor de éste. Como el fuego abre la posibilidad de socialización y de solidaridad, también el fuego abre los delirios y los complejos de quienes nunca lo han visto porque los cuerpos en círculos de quienes los anteceden nunca les han permitido verlo. Años después de Sloterdijk y su esferología, Mariana Enríquez narrara estos complejos de Prometeo. Sólo en los círculos los seres persisten, el problema, claro está, es que aquello fuera de estos círculos, en realidad, nunca ha sido extraño a la parte más interna de los círculos. El fuego que cura la soledad, también es el fuego que señaló la expulsión primigenia de los expulsados que a las afueras del círculo buscan huir de su destino: ser muros de carne para cimentar un nuevo anillo del expansivo apetito del fuego y sus adoradores.

Notas a Esferas II (2004) de Peter Sloterdijk

Prefacio. Esferas II (2004) Peter Sloterdijk [continuación]

La larga introducción del tomo dos de Esferas de Peter Sloterdijk deja claro cuál es el rol de las macroesferas relacionadas con las microesferas. De la segunda a la primera se tiene que los seres humanos son, como el Atlas, “seres-no-punto-medio”. Esto quiere decir que el ser, al menos en su concepción clásica —según Sloterdijk—, se sabe siempre “exhalado e influido por el aliento de un centro supremo sin poder confundirse con él mismo” (117). De ahí que, como los filósofos que contemplaban la sphaira, descritos en las primeras páginas de la introducción, los seres humanos, episujetos, puedan concebirse no sólo “como una recepción pasiva de estímulos provenientes del centro, sino que ha de dejarse introducir en el proyecto central activamente como una especia de co-espontaneidad inteligente” (126). Desde esta perspectiva, como espontáneas fueron las microesferas y como éstas sólo se empeñaban en el mantenimiento de su ambiente subjetivo, también las macroesferas serán formaciones ambientales espontáneas. Si en lo micro es sujeto buscaba su cobijo, en lo macro sólo vendrá la extensión del primero. 

En ese punto ambivalente que ocupa el ser humano, las tensiones son regla. ¿Cómo hacer que lo micro se vuelva macro sin convertirse en un Atlas poderoso, pero sufriente, condenado a nunca poder levantar la mirada pero capaz de llevar en los hombros el peso del mundo? “Lo que era esfuerzo recalcitrante se convierte en impulso servicial” (133), y con esto, se tiene que aquello cargado por el Atlas, en realidad nunca descansó en sus hombros, sino que por la fuerza centrípeta de la macroesfera-mundo y su omnipotente poder central toda exterioridad se difumina (141). Bajo este esquema, “el ser, como la casa, no pierde nada” porque cada individuo que lleve el peso del mundo, en realidad puede incluirse en el perímetro de la esfera (142). Sólo desde este lugar se vuelven “discernibles satisfacción y coerción” (142). Por otra parte, Sloterdijk olvida que en esa misma distancia lo que satisface y casa coerción también sostiene y así también puede atar. El ser se intoxica de su soporte (sostén) y su horizonte se vuelve dependencia, adicción.

Sloterdijk entiende que las macroesferas consisten en una “relación vibrante en la que los cuerpos se aglutinan y se ven superados por esa relación” (173). La esfera sería una constelación de afectos, un fuego que atrae palomillas, existencia inmanente en la relación y muerte en caso de desbalancear la delicada distancia entre el aleteo y las llamas. Al final, como las palomillas, los seres humanos no saben muy bien qué hacer con esa fuerza que los atrae alrededor de un centro esférico. No podemos hablar de eso que nos mueve, ni tampoco producirlo. A estos procesos los precede una capacidad imaginativa, una necesidad por la imagen como índice de nuestras carencias y ausencias (177). Por eso es que, según Sloterdijk, nuestra historia sólo puede ser comprendida como “historia exitosa de excitabilidad nerviosa creciente y de auto-estímulos lujuriantes mediados de símbolos”, y así, “las líneas de éxitos de esas historias resaltan ante un trasfondo de fatalidades selectivas implacables, en las que la regla es el exterminio y el fracaso” (180). La macroesfera, entonces, tiene sobre todo una labor en oposición a la muerte, pero ¿habrá que confiar que estas esferas en expansión deban siempre intentar vencer a nuestra regla general (exterminio y fracaso)?