Notes on Writing of the Formless. José Lezama Lima and the End of Time (2017) by Jaime Rodríguez Matos

If one were to take the risk to tackle the main purpose of Writing of the Formless. José Lezama Lima and the End of Time (2017) by Jaime Rodríguez Matos, one would say that the book opens the space for the possibility of a time that both precedes and exceeds teleology and the time of the eternal return. This time is, precisely, the time of the formless. The book is, somehow, an “anomaly” in the Latin American Studies field. As Rodríguez Matos acknowledges in the introduction. That is if “subalternism, along with other forms of Latinamericanism of the same historical moment, can manage to avoid the task of producing a political subject […] it nevertheless becomes entangled in the wider problem of how to represent such a heterogeneity: this is a problem that, paradoxically, is not endemic to its “field” of study.” (3). Writing of Formless is radical and effective attempt to think that “heterogeneity” mentioned above. The book touches the interrelations of arts, politics, theology and philosophy, while also offering an against the grain reading of José Lezama Lima and the context of the Cuban Revolution. For Rodríguez Matos this discussion is crucial today as it becomes clearer that there is no option outside of capital, and that both left and right tirelessly repeat their uncreative ways of time appropriation. In other words, Lezama Lima and Cuba are relevant today because in them we can clear the air for a thinking of a time to come, a time that does not cover the void of existence, a time where the non-subject of the political may roam. 

Divided in two parts, Writing of the Formless serves less as a manual and more as a fragmentary and illuminating constellation of reflections. The first part challenges canonical approaches to temporality and time. All the chapters of part one are, in a way, the deconstruction of teleology and alienation of time and also of eternity and the eternal return. For every chapter, Rodríguez Matos evaluates in detail how Lezama, Cuba and the Cuban Revolution, poetry and theory are intermingled in complex ways. For every chapter, the task, too, is to show how “a deconstruction of time does not entail only a reconfiguration of philosophical categories but also a retreat from the grand politics of liberation (which is always the politics of submission, of forced labor, of the mandate to care for the always already too decrepit foundations) and the attempt to think through a different politicity beyond the reversibility of the sovereignty of the master” (16). Through this lenses, for instance, it becomes visible that the diverse and vast appropriation that the poetry of Lezama has suffered by the left and the right clearly missed the point of what Lezama was all about: the writing of formless, the end of time. The second part of the book centers on this writing. 

Writing of the formless is writing “of” the void. This should be understood “not an aesthetic or imagined supplement; it is the first evidence of the modern political experience, particularly after the great political revolutions of the era.” (110). To this extend in the second part we witness via a series of passages how Lezama struggles with the romantic “spirit”, the aposiopesis as a mean of rendering silence a constituted part in the alienation of time, with the scribble as the embodiment and representation of the metaphorical subject. If the first part tested the limits of times, the second part testimonies of the way Lezama knew how to avoid every possibility of capture. Lezama is, then, not only a writer of the void, but on top of that, Rodríguez Matos invites us to see an infrapolitical Lezama. This infrapolitical Lezama is that one who knows that “There is no fall because of the very intensity of the fall (Lezama in Rodríguez Matos)” (134) and consequently this is a writing which “emerges by assuming that the void exists: absolute stasis and infinite speed together in one point” (134). Lezama is not part of “a collection of examples of how to do things and be in the world” (155). As an infrapolitical writing, the writing of formless is a writing of a time — “of” the void— that does not erase “the singularity that Lezama’s text brings to bear on our understanding of the history of politics: which is to say, not forgetting about those instances where politics is directly confronted with its shadow” (155). Lezama looked into the abyss “without covering it over and even giving symbolic frame” (172). This is how a writing of formless invites for “the aperture toward a time of life that is not directed toward caring for the enforcement of temporal organization in any way” (172). Maybe, as many times Rodríguez Matos suggest, it would be possible after Lezama to let the void resonate in all its force, to let the formless write the end of time for an infrapolitical passage to come. Or maybe, the void already has resonated enough and we are far beyond the possibility of imagining the end of time, but only maybe.

Desfacedor de entuertos y malas cuentas. Notas a Imperiofilia y el populismo nacional católico (2019) de José Luis Villacañas

Si José Luis Villacañas hubiera sabido que todo lo que trataba de prevenir y denunciar en Imperiofilia y el populismo nacional católico (2019) iba a reactualizarse, reforzarse y volverse el pan de todos los días en estos días de pandemia en España, quizás Villacañas hubiera escrito otro libro, o tal vez no. La importante tarea que motiva a Imperiofilia no es sólo la de responder a Imperiofobia y leyebda negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español de María Elvira Roca Barea, sino también reformar cierto “amor” por España. Esto es, si Roca Barea denuncia el miedo a “la grandeza española” por parte de otras naciones europeas, Villacañas denuncia el desmedido amor a España. Desde esta perspectiva, Imperiofilia es menos un libro de amor loco por la patria y más uno que procura modular y sopesar el amor nacional. Entre Imperliofilia Imperiofobia hay, entonces, dos polos afectivos, uno movido por el amor loco, otro por el miedo y la victimización. Roca Barea representa populismo “intelectual reaccionario” que actúa bajo criterios que clásicos del populismo (un necesario otro exterior constituyente, un enemigo para atacar y unir al grupo para marcar un nosotros y un ellos) pero también lleva al extremo la necesidad de destruir al enemigo, de demonizarlo y acabarlo (14). Las lecciones de Imperiofilia, entonces serían “desfacer” los entuertos de Imperiofobia, pues “su esencia reside en mezclarlo todo, confundirlo todo, y en ese maremágnum no ofrecer razón atendible, sino solo un tu quoque infinito” (14). Villacañas, entonces, apuesta por un populsimo intelectual mesurado y comprensivo, que no mezcla y no confunde, que da buenas razones y sobre todo trata de evitar el “fácil” tu quoque. El problema, por otra parte, radica en que dentro de la hegemonía todo a la larga es un tu quoque. 

Todo el libro de Imperiofilia es una corrección a Imperiofobia. Lejos de escribir como Roca Barea, que se excita con todo. Recorre los siglos, acumula noticias que le afectan y como el penitenciario en Semana Santa le duelen los latigazos sobre la espalda desnuda” (109-110), Villacañas escribe desde “la distancia adecuada” (como se repite varias veces en el libro). Así, saber bien de política, de historia y de cualquier cosa en general es saberse medir, saber calcular. Sin arriesgarse mucho, la lección de libro sería saber medir el miedo y el amor. Pues amobs no están mal, pero hay que tener dosis adecuadas de éstos. El asunto es que la medida de los afectos y su posterior cristalización en emociones o su devenir máquina en pasiones, no responden nunca a una fórmula adecuada. De hecho, el mismo Villacañas parece sugerir que no es tarea fácil determinar cómo es que ciertas cosas nos han afectado y luego éstas se cristalizan en la vida cotidiana. Cuando se escribe sobre la inquisición, se dice que lo necesario sobre esta institución: 

 “es que los españoles logremos un relato de la manera en que nos afectó esta institución y apreciemos lo específico de la misma, no que nos enrolemos en una guerra de cifras y de muertes, de pequeños detalles sin densidad significativa. Lo relevante es lo que significó para nosotros como pueblo y la manera en que afectó a la constitución de nuestra inteligencia y a la formación de elites; a la manera de ejercer la dirección y de lograr obediencia y confianza” (143) 

Si es tan difícil saber eso que la inquisición significó y cómo afectó a “la inteligencia y a la formación de élites”, ¿cómo presuponer que “el pueblo” (o un pueblo) estuvo ahí para recibir esos afectos?, ¿no es más bien, como se sugiere en otras secciones del libro, que en “los gloriosos años del imperio” la formación social de la península ibérica era múltiple y por tanto carente de una idea de pueblo?, ¿no es más bien que precisamente la inquisición afecto a “España y las colonias” al grado de convertirlas en pueblo? Consecuentemente, esos “detalles sin densidad significativa” se convertirían en los resabios de aquello que procuró la formación de pueblo. 

De hecho, las diferencias entre los enfoques de Villacañas y Roca Barea están en las formas de contar, ya sea la historia y/o los “detalles sin densidad significativa” que forman la historia. Para Villacañas, Roca Barea se la pasa contando, acumulando, para ella “todo reside en saber quién mató más” (111) entre la Inquisición y el Calvinismo. Al mismo tiempo, cuando se llega a discutir la lista de libros prohibidos por la inquisición, Villacañas comienza su conteo de detalles nimios. “No hace falta recorrer todo el índice del 1922 para darnos cuenta de que para la casta sacerdotal que guiaba con paso firme a la humanidad católica hacia la ciencia y el progreso, no se podía leer nada de la historia del pensamiento humano” (205). Desde esta perspectiva, se puede decir que la fobia y la filia del Imperio invitan a que a las masas, y a las élites conservadoras, los conmueven los muertos y a la “valiente” sociedad civil, la prohibición de libros. Si dentro de los “juegos” populistas todo es conteo y suma, espejo y reflexión para proyectar a y en un “otro” aquello que “uno” no quiere ser, ¿de qué le sirve a la política contar(se)? A su vez, sin la cuenta, ¿cómo saber que el “eterno retorno” y la línea progresiva de la historia han cambiado? Tal vez valga menos “desfacer” enredos y proyectar otros afectos, incluso, tal vez, desde la risa, como el cómico Ignatius Farray ya lo ha sugerido: más valdría jugar a una verdad y un conteo afectivo, que a una reparación emotiva, didáctica y empalagosa. 

Notes on From Lack to Excess. “Minor” Readings of Latin American Colonial Discourse (2008) by Yolanda Martínez-San Miguel

Yolanda Martínez-San Miguel’s From Lack to Excess. “Minor” Readings of Latin American Colonial Discourse (2008) departs from the understanding that writing in times of the Spanish Crown expansion in America in XVI is, in more than a way, a minor discourse. It is not that the Spanish “Empire” completely captured and controlled the ways writing was produced. This means that beyond any possibility of turning the Chronicles of indies a simple mirror that reflects the agendas of homogeneus/unitary nationalist ideas, understanding the writing of the Chronicles as a minor discourse “allows us to make the transition from the ambivalence of the colonial subject to the rhetorical ambiguity of a colonial discourse” (36). After this, it becomes visible that the Chronicles are “sites of intervention within the hegemonic discursive matrix that can still be effectively elucidated by the particular exercise of reading” (38) in a minor key. What the texts analyzed by Martínez-San Miguel offer is the description, or depiction, of a radical change between orality and writing, between “verbal” lack and “linguistic excess”. The Chronicles, as texts that mix both colonial discourses (“those textual moments in which the project of colonization and conquest is depicted from an Americanist perspective” [39]) and imperial discourses (“conceived from within a metropolitan perspective, and they endorse a European colonizing project” [39]) are knotted by the transition from lack to excess. The awe that emptied the conquistadors and colonizers soon was supplanted by a dominant control. 

Martínez-San Miguel revisits a vast collection of canonical texts. Her insights on Colón, Cortés, Las Casas, Cabeza de Vaca, el Inca Garcilaso de la Vega, Sigüenza y Góngora and Sorjuana Inés de la Cruz illustrate the stated progression from lack to excess. In other words, the depiction of an empty discourse in the chronicles is filled with a baroque overwhelming presence as a general teleology. At the same time, it seems that Martínez-San Miguel, suggests that the complete domination of the “imperial interpretative matrix/paradigm” of the Spanish Crown was never fully achieved. For instance, when closing her argument about Sor Juana’s silence, as something that brakes and “produce[s] an eccentric intellectual, a colonial and feminine subjectivity that attempts to correct, complete, and reconfigure interpretation of herself and her works produced in the metropolitan centers” (182), Martínez-San Miguel suggests that as much as writing was still “a response to a required dialogue to achieve a reinscription as a colonial subjectivity” (183) the imposed logic of the “empire” was incompetent. After all, as all minor writings, this serve, or have “an unsurmountable hermeneutic limit” (183) where the domination of the empire sees their deformed and fake idea of hegemony. It is, then, that minor discourses in colonial times sometimes were able to depict a voice “that incorporate itself but also ‘corrects’ its official representation within an hegemonic discursivity” (184). Martínez-San Miguel sees this as something that is “beginning to exhaust its capacity of capture [of the imperial hermeneutic matrix]” (184). With this, From Lack to Excess finishes its argument and its meaningful insights. Yet, the pretended progression insisted in the book, might suggest to reflection on some arguments of the beginning of the book.

If aphasia serves as the foundational moment where lack emerges as the necessary “void” of the expression of the conquistadors, excess would be a sort of “plug” that in an ominous way cancels the depth of the void. The thing is that as much as “aphasia signals the failure of language to apprehend or grasp the complexity of the American reality as a discursive strategy parallel to the lack of epistemic and material control over the newly discovery lands and subjects” (45), as it happens eminently to Colón, aphasia is already, and always in the Chronicles, a catachresis because the lack of epistemic-voice is already deposited writing. That is lack is always a conglomerate of writing, and this writing as the one of Sor Juana is already showing how “fast” the limit of the imperial hermeneutic is reached. If “the admiral” cannot fully capture all the marvelous things he sees, his aphasia is a stasis that turns to be active, an active passivity. The limit was not only reached by the imperial logic, but also by writing itself. After this, then, it might be possible to rethink how the transition from lack to excess is not a process that started and finished, but a constant strategy in Latin American temporality in general (and perhaps elsewhere). Lack is always a void but never a place that misses something. Lack does more than a silenced and fascinated face, lack writes. From this perspective, the lack in Cortés, or any other colonial writer, is a result of something that exceeds it, something that forces writing as emphasis, as repetition, as enumeration, as a list. If “what is visible cannot be contained by language” let the writing turned it form and content so that the yes might see it, so that at least the illusion of readability be achieved.

La inmersión de lo (pr)escrito y el acoso del cine. Notas sobre Nosotros los pobres (1948) de Ismael Rodríguez

En la época de oro del cine mexicano hay películas que de manera explícita dibujan una, o varias formas de, imagen nacional. Nosotros los pobres (1948) de Ismael Rodríguez, por su parte, es de las películas que sin ninguna mención explícita a algún símbolo nacional, contribuye fuertemente a la construcción de la imagen nacional mexicana. La película se centra en Pepe el Toro, un carpintero, y su “hija” Chachita. Al mismo tiempo, la película recupera una serie de personajes “tipo” y también un contexto vario. Esto es, como sucede desde el inicio, la película es, o intenta ser, un “retrato” de la realidad de “nosotros los pobres”. Por tanto, desde las voces dispersas que inauguran el filme, los transeúntes en la calle hasta los niños que sacan de un tambo de basura un libro que comparte su título con el de la película, todo queda dentro del mismo marco cinematográfico. 

La serie de los créditos que se despliega a la par de que los niños hojean (y ojean) el libro sacado del contenedor de basura hace una lista de los personajes con su respectivo retrato. Todos los personajes son identificados por un apodo o un epítome (Pepe el Toro, Chachita, la Tísica, la Romántica, etc.). Luego el libro anuncia una “Advertencia”. La historia que vamos a presenciar tiene “frases crudas, expresiones descaradas, situaciones audaces”, es decir, cosas que tal vez no valga la pena retratar. No obstante, el libro le pide a los que lo “vieren” (que lo leyeren) que sepan apreciar la intención de “presentar una fiel estampa de estos personajes de nuestros barrios pobres”, donde al lado de “los siete pegados capitales, florecen todas las virtudes y noblezas y el más grande los heroísmos: ¡el de la pobreza!” (2:29). La película, entonces, busca retratar la admirable lucha de aquellos que se enfrentan día a día a su ominoso destino. La pobreza es, entonces, un material admirable porque demuestra lo peor pero lo mejor “del espíritu humano”. Por eso es que Ismael Rodríguez cierra su “Advertencia” a manera de dedicatoria: “A todas estas gentes sencillas y buenas, cuyo único pecado es haber nacido pobres… va mi esfuerzo” (2:46).

La narración que comenzara como “novela de costumbres” se convierte en casi un musical. De la imagen que vemos ilustrada en el libro, un camión de redilas cargado de cajas vacías, se funden planos y del libro vamos al cine. El letrero que el camión lleva arriba de la matrícula (“Ahí les voy”) anuncia con “jocosidad” la llegada a un mundo donde precisamente esas frases van a servir de autorreferencia cinematográfica —señales que rompen la cuarta pared y reflexionan sobre su propia forma— y también de canal de comunicación con los espectadores del filme (no sólo los niños que ojean el libro, sino cualquier espectador, claro). Vemos, hasta este punto cine que es un libro y luego es cine una vez más. En este nivel doblemente plegado el bullicio del inicio de la película se transforma en música. El féretro que sale de uno de los planos del fondo no disminuye la intensidad de los músicos que rápidamente contagian a otros con su tonada. Quienes no cantan silban. Cada intervención de cada personaje despliega un saber “popular”: cómo es la vida, cómo es la bebida, cómo son las mujeres, cómo es el amor, cómo son los padres, cómo son “los cuates”, y a cada cantaleta el estribillo cierra ni hablar, mujer.

No es que haya en la canción ninguna directa evocación a ninguna mujer en el filme. Sin embargo, en Nosotros los pobres el rol de los personajes femeninos es central. De hecho, fuera de Pepe el Toro, las mujeres son las únicas que tienen un desarrollo, afectan e influencian más la narrativa que otros personajes. Incluso, hasta la madre paralítica de Pepe el Toro, “la Paralítica”, tiene una fuerza que mueve en sobremanera el devenir de varios personajes. La importancia de la madre de Pepe el Toro es tal que ella es la única que atestigua los grandes secretos del filme pero no puede comunicarlos. Estos secretos son catalizadores de la narración y también resoluciones que resuelven problemas intrínsecos de la narración. Así, el robo de los cuatrocientos pesos que el portero y rentero de la vecindad (“el Mariguano”) donde Pepe y sus amigos viven es presenciado por la Paralítica. De igual forma, también la identidad de la madre de Chachita se le revela a la Paralítica. En este sentido, la historia de Nosotros los pobres es menos el drama de Chachita y Pepe el Toro. Si bien, la primera sufre porque no sabe quién es su madre y el segundo porque tiene que guardar el secreto de su tísica hermana, cuya deshonra al concebir a Chachita le provocara la parálisis a la madre de Pepe, este drama no es nada sin la pasividad (activa) de la Paralítica (fig.1). Ella ve y sabe todo, pero no puede actuar, o más bien su mirada lo dice todo por ella, sus ojos buscan signos que los otros puedan entender, pero todo es en balde. 

fig. 1

La diégesis de la película, entonces, bien podría evitarse tantos enredos. El trabajo que Pepe el Toro recibe hubiera sido exitoso, hubiera cobrado bien por la cantina que iba a construir para el licenciado acaudalado que coquetea con la novia de Pepe, la Romántica. Chachita se hubiera enterado antes de la verdad de su origen. La madre y la hija se hubieran reconciliado antes de que la primera falleciera en el hospital, y sólo por “azar”, Chachita sí conociera a su tísica madre. La novia de Pepe el toro no hubiera tenido que acostarse con el licenciado desfalcado por el robo para ayudar a Pepe a salir de la cárcel. Pepe no hubiera terminado en la cárcel y tal vez su “sangrienta” lucha por limpiar su honra en la cárcel hubiera podido ahorrarse el despliegue de su fuerza singular (Pepe somete a los tres culpables del crimen que él no cometió y fuerza al líder del grupo a confesar al final de la novela). El asunto, por otra parte, es que sin los enredos, que la pasividad de la Paralítica permite, no habría película. 

fig. 2

¿Cómo o desde qué perspectiva darles a los pobres “el esfuerzo” cinematográfico al cual firma Ismael Rodríguez al final de la “Advertencia” en el fragmento introductorio al relato? Es decir, ¿cómo hacer, si es que se quiere, que “el esfuerzo” artístico haga algo más que una admiración por las fuerzas en que los pobres luchan por persistir en su existencia? Una vez que Pepe el toro está preso, Chachita es despojada de su casa y ella y su abuela son recogidas por la Romántica. En la casa de ésta, el Mariguano —el padrastro de la Romántica— un día regresa a casa bebido. Al entrar a la habitación donde la Paralítica está, la mirada de ésta perturba en sobremanera al Mariguano. Los ojos de la paralítica son el único testimonio y testigo del robo. El derroche y “malgasto” en los vicios del Mariguano son, entonces, recriminados por unos ojos que no cierran pero que tampoco comunican. El Mariaguno cubre a la paralítica con una cobija y en su alucinación la mirada persiste más allá del velo (fig 2). Los ojos cazan al ladrón. Incluso cuando el Mariguano se asegura de que la paralítica nada puede hacerle, cada figura circular se transfigura en los dos ojos de la Paralítica (fig. 3). Los ojos de la paralítica no son mirada hasta que son alucinación, no son mirada hasta que son cine. La forma en que los montajes entre los ojos y los objetos redondos atosigan y castigan al ladrón, parecieran sugerir que el cine puede hacer justicia de formas particulares. La mirada, gracias al cine, va a perseguir en sus fantasías y delirios a aquellos que obren mal. Casi se pudiera sugerir que Nosotros los pobres va a darle justicia a los pobres a partir de las miradas. Ante la dirección de Rodríguez se pudiera decir que si en la vida se ha de sufrir por ser pobre, al menos el cine será el acoso de las fantasías de aquellos que siendo pobres abusen de sus semejantes. El cine va a hacer justicia para lo que ya está prescrito: para que entre iguales no haya atropellos. 

fig. 3
fig. 4

Frente a la secuencia de la alucinación del Mariguano (aprox de 1:34:00  a 1:39:00), la secuencia de la sangrienta lucha de Pepe el Toro, casi al final del filme, para hacer confesar a los verdaderos culpables del crimen del que se le acusa, es más un ejercicio gratuito de brutalidad y fuerza que una acción justa. La justicia, si es que eso es posible en el cine, ha de venir por el silencio de los ojos, que castiga más que la fuerza de quienes escriben y prescriben las normas sociales, que pesan más que los puntapiés impotentes que el Mariguano le da a la Paralítica ordenándole que cierre los ojos (fig. 4). La confesión que provoca Pepe el Toro, por otra parte, no es disciplina, es tortura y casi un acto de gladiador. Pepe el Toro sale del coliseo difiriendo su muerte. Después de todo, el cementerio en el que termina el filme, con Chachita finalmente haciendo labor de duelo a la verdadera tumba de su madre, recuerda que todos habrán de encontrarse en ese lugar, unos llegan antes, otros sólo difieren la fecha de su llegada. Con esas acciones, los niños que abrieran el libro salido del contenedor de basura ven al cine convertirse en imagen otra vez. Los niños se miran, agitan la cabeza, cierran el libro y lo devuelven al basurero. Si el mensaje escrito del libro les resultó incomprensible o simplemente les provocó menear la cabeza en gesto de rechazo, la acción correspondiente es volver a poner a ese objeto raro en una cavidad llena de desperdicios, después de todo, de ahí salió el libro. La circularidad del cubo de basura ya no sugiere nada sino eso que es, no es mirada, ni es lente, es sólo un espacio hueco que ha de recibir, como el cementerio, los restos de aquello que tuvo vida. El cierre del filme que regresa a la escena inaugural y al barullo de múltiples voces abre las puertas para un arte y una estética que recicla mientras se refleja: los desperdicios de la ciudad letrada serán ahora proyectados en las pantallas de la ciudad que mira y es mirada. 

Notes on The Theory of the Novel. A Historico-Philosophical Essay on the Form of Great Epic Literature (1971) by György Lukács, trans. Anna Bostock

In the 1962 preface to his The Theory of the Novel (1971) György Lukács states his reasons and means of analyzing “the novel”. If “art becomes problematic precisely because reality has become non-problematic” (17) as Hegel suggested it, for Lukács, it happens the other way around. That is, the aesthetic form cannot fully be complex because reality has forsaken it. That is why the problems of the novel, as form, “are here the mirror-image of a world gone out of joint” (17). The novel is, then, something that reflects a deterritorialization, but also an abandonment. It is then, that as another part of the social tissue, the novel always is a symptom of something that changes in the material conditions that allow sociality to be. At the same time, the novel is a form that comes from another. There is an evolution, or better, a history and a philosophy that explains the unfolding change and persistence of a form whose ancestor is the Greek epic. 

The Greek world as depicted by the epic was a round and total world. This world where error “can only be a matter of too much or too little”, knowledge “the raising of a veil”, creation “the copying of visible and eternal essences”, virtue “a perfect knowledge of the paths” (32) is completely homogeneous. There is in the epic a certainty that things have their right place. The Greek epic is the grammar of totality, that is “the formative prime reality of every individual phenomenon” that “implies that something closed within itself can be completed” (34). There are no false ends, no wrong meanings in the epic, there is only a form whose main task is to question “how can life become essential?” (35). To answer this, the epic requires a question from the tragedy, “how can essence come alive?” (35). The epic’s bubble, its totality, is crashed when the tragedy’s globe rises. In other words, art is a sphere that holds and supplants the “natural unity of the metaphysical spheres [when these] have been destroyed forever” (37). While only the epic was able to completely carry the metaphysical homogeneous unity, “the totality of life”, drama (tragedy) testifies for the “intensive totality of essence” (46). That essence persisted because drama makes intelligible the “I of man”, but the totality of life of the epic vanished, the empirical “I” cannot find its correspondence in form. 

While it is easier to see the progression from tragedy to drama, it is harder to see the thread that connects the epic to the novel. At the same time, in the novel it persists the necessity to tie the empirical with the metaphysical, yet the novel cannot cover a totality it “succeeds only in mirroring a segment of the world” (53). The novel still thinks only about life as totality, but it fails and it succeeds at the same time: the novel is a contradiction that tries resolve the riddle of life. If the problem of life is “an abstraction”, in the novel tries to solve it by introducing and relating characters. At the same time “the relationship of a character to a problem can never absorb the whole fullness of that character’s life and every event in the sphere of life can relate only allegorically to the problem” (53-54). The novel is always fragmented, partial and incomplete, it shows a hole but not a lack. That is why “the epic gives form to a totality of life that is rounded from within; the novel seeks, by giving form, to uncover and construct the concealed totality of life” (60). The novel is always defined as something that it “cannot” something that differs in relation to the epic. At best, the novel appears as always that is “in the process of becoming” (73). 

With all these imperfections, the novel could be described as the summatory of the objective failure of maturity in comparison to childhood. The novel is an erasure and a (re)writing “the paradoxical fusion of heterogeneous and discrete components into an organic whole which is then abolished over and over again” (84). The task for the novelist is to master form so that failure after failure the novel finds a way to reaffirm its presence, its (lost) connection with the epic. In modernity a writer is someone in society that is “adopting and accustoming themselves to one another” finds a way to write as “a rich and enriching resignation, the crowning of a process of education, a maturity attained by struggle and effort” (133). All this, however, faints. At the same time the novel found a way to bloom and flourish in its imperfect form, at least for Lúkacs, in the twentieth century the novel is cracking up, it is losing its successful ability to fail. At the same time, perhaps, what Lúkacs witnessed was another beginning. 

La medición y los cuerpos. Algunas notas sobre las Cartas de relación (1526-1534) de Hernán Cortés

*las notas son sobre la edición de Mario Hernández Sánchez-Barba de 1985.

“[…]y porque en este libro están agregadas y juntas todas o la mayor parte de las escrituras y relaciones de lo que al señor don Hernando Cortés, Gobernador y Capitán General de la Nueva España, ha sucedido en la conquista de aquellas tierras, por tanto acordé de poner aquí en el principio de todas ellas, el origen de cómo y cuándo y en qué manera el dicho señor gobernador comenzó a conquistar la dicha Nueva España, que es en la manera siguiente […]” (41). Así es como Hernán Cortés abre sus cartas de relación que después serán entregadas a Carlos V. La narración, desde el inicio no promete mucho, sólo una serie de cosas “agregadas y juntas”. Cortés escribe cuando la realidad se le ha acumulado, cuando aquello que está en la tierra es decible y escribible desde las letras de sangre y fuego que abren la puerta a la modernidad. Los motivos de Cortés son una maraña de enredos. Aún así, la voluntad del conquistador alcanza para saber que lo importante ya no era recoger el oro del suelo, “sino conquistar la tierra y ganarla y sujetarla a la Corona Real de Vuestra Alteza” (43), pues si los tantos secretos que Cortés percibe, una vez que se hace de lenguas en el “nuevo mundo”, son ciertos, entonces, para llegar al oro que se esconde, primero hay que hacerse de la tierra, despoblarla, poblarla y repoblarla. Las Cartas de relación de Hernán Cortés son menos la prolongación de la semiosfera de Colón y más la explosión y emergencia de muchas esferas. Cortés no mezcló dos mundos, mezcló una multitud de lenguas, desbarató con sinrazón iconoclasta y amistó con aquellos que muy pronto fueron amigos y luego a mayor velocidad se convirtieron en oprimidos.  

Desde lo molecular Cortés movió aquello que parecía ya fijo para él, para su tropa, para las tierras del valle de eso que todavía no se llamaba México y para aquella ciudad por la que tantos lloraron y lloran aún. Cortés carga el hierro y el pesar del ángel de la historia, tal como Orozco lo representara. Si hay una generalidad, entre tantas, que parece hilar aquello que aparentemente está ordenado y demanda la mirada de los ojos del soberano en las cartas que Cortés le escribe, es la necesaria tarea de Cortés por contarlo todo. La prosa de las cartas está profundamente preocupada por las formas en que ha de contar para dar testimonio, pero también para hacer el conteo de aquello que se suma en los afectos, pero no se registra ni en el habla ni en los hábitos por completo. La tarea del conquistador es luego de cortar cuerpos, contarlos, su hacer es el del tirano que inmediatamente contabiliza su botín y sus pérdidas. Para que el relato de relación pueda contarse, al conquistador no le bastaba con sobrevivir, sino con encontrar los instrumentos que pudieran medir la veracidad de sus palabras, pero también incitar la curiosidad del que escuchare o leyere. Sucede así, que las descripciones de aquellos cuerpos que expulsaban a Cortés de Tenochtitlan luego de comenzada la guerra se presentan casi siempre con una palabra que asusta por su desmesura. En una ocasión, como en muchas otras, se dice de los que expulsaban a Cortés que eran “tanta multitud de gente por todas partes, que ni las calles ni azoteas se parecían con la gente; la cual venía con los mayores alaridos y grita más espantable que en el mundo se puede pensar y eran tantas las piedras que nos echaban con hondas dentro de la fortaleza” (161). A su vez, están otros cuerpos contados, los de “nuestros amigos que estaban con ellos [las tropas de Pedro Álvarado], que eran infinitos, pelearon muy bien y se retrajeron aquel día sin recibir ningún daño” (251). En la guerra, los “naturales” no eran unos ni otros, tampoco enemigos, sólo unos que eran amigos y su número era infinito y otros que eran multitudes. Los amigos pueden ser infinitos porque aquello que no tiene fin incita a ser contado, aunque al contarse uno fracase en el intento. En cambio la multitud, o aquello que es múltiple, asusta porque su número no invita a la negación de ningún fin para contabilizarse, sino que el número de los cuerpos de la multitud es un “mucho” que se aglomera en un cuerpo abstracto. Los soberanos, después de todo, se consuelan en el infinito porque en esa negación de lo interminable se encuentra la repetición de aquello que ellos no son. No hay, a su vez, ningún soberano al que no aterren las multitudes, un sin “número” que asusta por su exceso y enormidad. 

Cortés no contabilizó con detalle muchas cosas en sus expediciones en los valles de Anáhuac y de Texcoco. Los cuerpos de quienes estuvieron en la guerra fácilmente se moldearon a las formas de cuantificar aquello que podría permitir la repetición de lo mismo (el infinito) y aquello que rehuía la contabilidad y la palabra del soberano (las multitudes). Otros cuerpos sí encontraron una gramática en el rotoso archivo del conquistador. De los primeros “regalos” que Cortés recibe de los señores de “Temixtitan” se dice que éstos fueron fundidos y “cupo a vuestra majestad del quinto, treinta y dos mil y cuatrocientos y tantos pesos de oro, sin todas las joyas de oro, plata, plumajes, piedras y otras muchas cosas de valor que para vuestra sacra majestad yo asigné y aparté, que podrían valer cien mil ducados y más suma; las cuales demás de su valor eran tales y tan maravillosas que consideradas por su novedad y extrañeza, no tenían precio ni es de creer que alguno de todos los príncipes del mundo de quien se tiene noticia las pudiese tener tales y de tal calidad” (132). Lo maravilloso no se funde pero por su singularidad, su “novedad y extrañeza” carecen de un peso y precio, son objetos únicos, algo que nadie más tiene y sin embargo, objetos que ya venían de otro territorio, que ya llevaban consigo una medida, una marca y una relación con un territorio. 

En las cartas de relación, al menos las primeras, se puede contar todo aquello que se puede fundir, todo aquello que se presente como maravilloso y todo aquello que sea infinito. La fascinación que el mercado de Tlatelolco generó en los conquistadores no sólo descansa en el hecho de que las semejanzas recibieran a aquellos que se veían a sí mismos diferentes, de que hubiera “hombres como los que llaman en Castilla ganapanes, para traer cargas” (135), ni tampoco de que algunas cosas aventajaran por mucho aquellas de la ya ahora tierra lejana, como esa “miel de unas plantas que llaman en las otras islas maguey [del algo de Texcoco], que es mucho mejor que arrope” (135). El mercado cautivó, sobretodo, porque “Cada genero de mercaduría se venden en su calle, sin que entremetan otra mercaduría ninguna, y en esto tienen mucha orden” (136). El mercado y su “cuadriculación” y orden iba también, a su vez, cargando con una supuesta falta: “Todo se vende por cuenta y medida, excepto que hasta ahora no se ha visto vender cosa alguna por peso” (136). Aquello que se ve como ausente es la medida absoluta, el peso de algo valuado por el ojo del soberano. La semejanza no alcanza para revelar que lo que se vende no sólo descansa en un mecanismo de cuenta y medida, pero que esa cuenta y medida en realidad es también aquello que puede ser “mucho” sólo en su condición y estado abstracto de ser ominoso. Lo que se cuenta y se mide no es el infinito, pero el ominoso peso de aquello excede, que por múltiple se mide en intensidad y por grande se cuenta por su medida. 

En el mercado de Tlatelolco se libró, tal vez, con mayor intensidad la guerra entre las multitudes de Tenochtitlan y los conquistadores y sus infinitos amigos. Alvarado apresuraba a Cortés para tomar el mercado, pues él se daba cuenta que “la gente de su real le importunaba que ganasen el mercado, porque aquel ganado, era casi toda la ciudad tomada, y toda su fuerza y esperanza de los indios tenían allí (261). Si el soberano murió por la propia mano de aquellos que lo miraban desde los pies de la pirámide, ahora que los amigos del soberano entraban con otros infinitos amigos, ¿qué habría que hacer para parar la debacle? Cortés dice ver la tristeza de la destrucción. Cuando la guerra ya es destrucción y exceso los conquistadores “hallábamos los montones de muertos, que no había persona que en otra cosa pudiese poner los pies; y como la gente de la ciudad se salía a nosotros, yo había proveído que por todas las calles estuviesen españoles para estorbar que nuestros amigos no matasen a aquellos tristes que salían, que eran sin cuento” (291). El suelo y las islas son ahora de carne y hueso y cada cuerpo que escapa, escapa ya no sólo de la destrucción, sino de la “decisión” de un soberano, que guarda a sus amigos de proseguir en la empresa de destrucción y muerte. Los que escapan van “sin cuento”, sin número, como estuvieron en multitud, pero ahora también, probablemente sin “cuento”, sin voz, sin historia. La misericordia del soberano radica en saber doblegar la voluntad, en asustar antes que en destruir por completo, pues viendo a los que resistían y no se rendían, Cortés dice que “mandé soltar la escopeta y en soltándola, luego fue tomado aquel rincón que tenían [los que resistían] y echados al agua los que en él estaban; otros que quedaban sin pelear se rindieron” (291). 

Con la destrucción de Tenochtitlan Cortés le puso letras y gramática al fuego y a la sangre de la historia de la modernidad. Igualmente, Cortés consiguió imponer una medida, un peso a lo múltiple (que se contaba y se medía), pues para ahora darle peso a su autoridad, todo aquel que dudara de esto sólo habría de ver y oír sobre la destrucción de la gran ciudad. A los primeros incrédulos el conquistador los hace “llevar a ver la destrucción de la ciudad de Temixtitan, que de verla, y de ver su fuerza y fortaleza, por estar en el agua, quedaron mucho más espantados” (298). Así fue que la destrucción se convirtió en moneda en boca de las lenguas de Cortés, así fue que su voz adquirió peso incluso en los oídos de Carlos V, y aún así, del mucho espanto de todos los que se escaparon, algunas veces más y otras veces menos, habría de volver siempre el espectro de lo múltiple. 

The Mahogany Pod

“The past is another country; they do things differently there.” In her affecting memoir, The Mahogany Pod, my old friend Jill Hopper revisits a past that feels so close and yet so distant, half a lifetime ago, when she was in her early twenties and she fell in love with a man who would die within the year. Her narrative fluidly switches from now to then and back again as she unravels her memories and realizes that she still has lingering questions and loose ends to be resolved from all that time ago.

Things were different back then because Jill was young, and life is always different for the young: more dramatic, more intense, more involved, more highly strung; more of everything. As Jill puts it: “What does a twenty-four-year-old want? To be young, to live to the tips of his fingers, and the ends of his toes, to have wild nights out with friends and wild nights in with lovers, to get crazily drunk, to sing and dance, to travel and see new places” (104). At the same time, Jill and her friends feel like they are in the limbo at the very end of what has been an extended youth. Done with university, but still living like students (sleeping on mattresses on the floor, a collage of postcards decorating the walls), they are waiting for their careers to begin or to take off, and perhaps to settle down with husbands and wives rather than flatmates and flings. Hopper knows in some ways that she is only treading water (“typing, filing and catching moths” [49]), waiting for something to happen, when into her life walks Arif, who, it turns out, will forever be young, will never grow old.

Arif and Jill would never have got together if it were not for his disease. It is only because he has already had a lymphoma, now in remission, that he returns to his hometown of Oxford for treatment and becomes Jill’s housemate. Then when the cancer returns, she compares the situation to seeing a friend drowning: “Everyone else was watching Arif from the shore. But for me it wasn’t enough to stay on dry land, to shout encouragement or throw him a line. I had to be in the experience with him. I couldn’t stand to watch him suffering and now suffer myself. I didn’t want him to be along. I got into the water” (87). In the weeks and months that follow–all in all, Jill knows Arif for nine months, and he dies on the eve of his twenty-fifth birthday–the two of them experience the highs and the lows, joy and grief, hope and desperation. They open themselves up to each other, gambling everything on the moment as every moment is precious, overshadowed by Arif’s diagnosis. As Jill puts it in the wake of his death: “The sense of immortality, invincibility, that had swept me along all through my teens and early twenties, had vanished, and I knew I would never get it back. [. . .] My greatest fear was that I’d never again feel so intensely alive as I had with Arif. I had spent months at the highest pitch of existence, when every note of every song dropped right into the center of my heart, when every smell, every touch, penetrated so deeply it could never be forgotten” (67). Of course, you can’t live like that forever. And when Arif dies, in more ways than one Jill ends up saying goodbye to something of herself.

Things were different back then, too, because it was the mid-1990s and we weren’t yet always online, with everything mediated through the Internet or the ether. Hopper is a would-be writer, but has a typewriter rather than a laptop in her room. Nobody ever Googles or texts. A mobile phone features only once, going off inappropriately during a wedding, which “wasn’t exactly an advert for their virtues” (149). Instead, there are letters, post-it notes, mixtapes, which end up as an archive (in a shoebox, of course), alongside the eponymous mahogany pod, a present from Arif, that Jill can consult in the present. It is thanks to these material traces that she can unwind and relive her memories, struck once again by the physical intricacy of handwriting, or by the atmospheric sense of the mixtape, to which she listens finally, for the very first time, and through which she ultimately feels Arif speaks to her once more, as briefly she is can no longer distinguish between then and now: “How have I got from that doorstep [. . .] to this one? The intervening decades have gone; I’m jumped straight from there to here. It’s too much” (211). Could a Spotify playlist have had the same effect? What if the relationship had had to be reconstructed through text messages? Ironically, it’s the almost old-fashioned, time-incrusted materiality of the surviving memory prompts that allow them to come to life once more in the present.

This is a story about then, but it is also a story about now. In the end, Jill decides she has to go see Arif’s mother, to work through a tension she feels has always come between them. And thanks to their conversation, she comes to see her younger self in new light, through someone else’s eyes, doubly distanced by this change of perspective. She also comes to realize that, for all the intense intimacy of her brief time with Arif, he had held something back, perhaps even told her a lie: his father was not, as she had thought, from Sri Lanka, but Pakistan. In fact, much that she thought she knew for sure turns out to be wrong. Even the mahogany pod that gives this book its title transpires (an expert from Kew Gardens reveals) to come not from a Mahogany tree. “Nothing is quite what it was,” muses Jill. “Perhaps the past is no more fixed than the present” (207). Arif comes into focus through her memories, but also shimmers slightly, as if in a mirage.

But it’s in that shimmering, as with the uncertainty that shadows any memoir, all autofiction, that they may get something wrong, that they are somehow untrue, that one person’s story can take on meaning that can be shared, can travel like a river. Jill Hopper’s beautifully-written account takes us all back to our various pasts, even as it reminds us that we can never go back, that the past is something we can only ever reinvent, never truly re-live.

No tan nuevo orden. Notas sobre Nuevo Orden (2020) de Michel Franco

Nuevo orden (2020) de Michel Franco tiene tan mala reputación en México como en los Estados Unidos la tuvo American Dirt (2020) de Jeanine Cummins. De la película y de la novela se podrían decir las mismas cosas: refrito de situaciones estereotípicas, racismo, misoginia, mala representación, poca inclusión en el reparto, y al mismo tiempo un buen uso de figuras retóricas y cinematográficas, respectivamente. Todas las carencias que uno pueda encontrarle a Nuevo orden, en realidad tienen que ver precisamente con eso que el título evoca y con lo que en un par de ocasiones se nos dice en el filme desde el sonido de fondo de la televisión: la pretendida idea de que en México “hay un nuevo orden” controlando la vida diaria de todos. Así, aunque los créditos también se esfuercen en abrir una “nueva” forma de acomodar las letras, de darle un nuevo orden a las palabras y las cosas, lo cierto es que el nuevo orden de Franco es tan viejo como la idea de lo que ha sido “el orden” en México, al menos. Se cambia de orientación el signo, pero el sentido permanece.

Como las letras de los créditos intentan abrir un “nuevo orden”, así también lo hace la serie de montajes que forman la secuencia que inaugura la película. Cada elemento del montaje, desde un zoom-out de una pintura de Omar Rodríguez-Graham —que también colabora con toda la pintura que se usó en la producción—, hasta los recortes en que Marian —una de los personajes principales del filme— aparece recostada, van seguidos de fundidos. Así, con la cabeza de Rolando, que está despertando frente a su esposa que agoniza en silencio en una cama de hospital, comienza la historia de la película. Los eventos que siguen son un tanto como los recortes del inicio. En la Ciudad de México una “abrupta” insurgencia toma las calles. “Los manifestantes” arrojan pintura verde a los automóviles y también se enfrentan a la policía. Con el furor de la revuelta y la violencia desencadenada, el hospital debe recibir a cientos de personas que llegan heridas y, por tanto, Rolando y su agonizante esposa deben dejar el espacio para que el hospital pueda hacerle frente a la emergencia de malheridos que llegan a torrentes. La esposa de Rolando, que iba a ser operada próximamente —según se nos dice después—, ahora convalece en casa. Su esposo decide ir a pedirle ayuda a la acaudalada familia de Marian, familia para la que él y su esposa trabajaron en algún momento como empleados domésticos, se intuye. Al llegar a la casa, Rolando se topa con la celebración del matrimonio civil de Mariana. A pesar de que la madre de Marian le da algo de dinero a Rolando, pues éste necesita doscientos mil pesos para la operación de su esposa, que ahora será en un hospital privado, la suma no es suficiente. Marian entonces decide tomar su tarjeta de crédito, dejar la boda en suspenso, ir con uno de sus empleados domésticos (Cristian) a la casa de Rolando y así internar a la moribunda mujer. La “solidaridad” y “buenas intenciones” de Marian la sacan de su casa y, así, ella no ve cómo la manifestación irrumpe en su boda, su madre es asesinada, su padre baleado, su casa saqueada por los empleados domésticos y todos los demás invitados tomados como rehenes y luego extorsionados. Lo que sigue de ahí es la pesadilla de la democracia: la totalización del estado como remedio para apaciguar el terror, el caos de unos manifestantes cuyas razones nunca son evidentes. 

La distopía de Franco es menos un ejercicio de representación y más un reflejo. Con esto, el totalitarismo del estado en Nuevo orden no va nada alejado a la realidad del país. Como si el cine fuera un espejo, aquello que las luces, texturas y colores que inundan la película van reflejando una figura bastante familiar. Conforme los colores que todo el tiempo van inundando la pantalla, el verde (la pintura que arrojan los manifestantes, el color del logotipo del IMSS en el hospital, los uniformes del ejército), el blanco (las canas de Rolando, el vestido de novia que modela Marian en uno de los primeros montajes que aparecen en el incipit) y el rojo (la sangre, el traje sangre de Marian) se van a unir en la bandera que aparece en la penúltima secuencia de la película. La bandera que ondea en la pantalla y el travelling a manera de zoom-in vuelven ominosa la escena. Los reos vestidos de beige y los tambores que cierran la película marcan el cuadro de la imagen: dentro del rectángulo de la bandera todos los conciudadanos somos como reos. 

La monstruosidad del Leviatán radica no tanto en su poder para controlar o disciplinar, sino en que en sus mecanismos el monstruo sujeta, sostiene y también mantiene. Esto es, más que sólo decidir sobre el devenir de las vidas, el soberano coloca a sus “sujetos” en una posición desde la cual desarmar el nudo de su opresión equivale también a desarmar su propia existencia. La fuerza reactiva del estado se mete en la médula, como también se mete en la composición de Nuevo orden. Esto es, mientras que el filme sugeriría una crítica contra los pésimos manejos de la crisis de inseguridad, la violencia y la cada vez más notoria (si es que alguna vez estaba oculta) militarización del poder estatal en México, también la crítica revitaliza la urgencia de volver a maquillar la forma del poder. El sueño del estado es el Nuevo orden, y menos que una distopía, el filme es nuevo nacionalismo. 

No hay, entonces, una forma en que el filme, por más que se esfuerce, pueda registrar la siniestra violencia que se ha esparcido por México. Para Nuevo orden ver la violencia desde la estética, desde el cine, sería como alejarse, tomar una perspectiva para ver el marco que sostiene el cuadro. El zoom-out con que inicia la película sugiere que para encontrarle el marco a esa serie de líneas y flujos coloridos —la obra de Omar Rodríguez-Graham— también habría que buscar un marco. El problema es que como la violencia, la obra de Rodríguez-Graham elude la forma y también cualquier marco. El marco es, en realidad, el acto de violencia más fuerte que se hace contra la violencia constitutiva de las líneas que dejan los cuerpos en sus continuos choques entre sí. Desde esta perspectiva, el marco que corta al cuadro de la violencia social en el país, es el nacionalismo, y a su vez, los colores saturados que adornan el marco es Nuevo orden. Franco hace lo opuesto que Cuarón en sus películas ambientadas en México. El primero aparenta hacer un zoom-out de la pintura para denunciar el marco (al estado), pero presenta la violencia desde una perspectiva saturada, en zoom y esa denucnia se convierte en embellecimiento del marco. El segundo, como ya lo ha notado Slavoj Žižek, pone en el fondo de sus películas una violencia siempre dispersa, pero nunca ausente, sólo así es que Cuarón puede registrar de forma oblicua esa violencia siniestra que forma las paredes de la esfera política en México. Mientras que Cuarón desplaza del campo visual del primer plano aquello que sostiene, Franco satura la pantalla. Con todo esto, la única violencia siniestra que el filme, quizá sin proponérselo, registra es el silencio de los manifestantes que irrumpen en la casa de Marian. Ese silencio guarda, como siempre, el límite que expone la parte más constituyente del orden, la violencia, la novedad y el cambio. Sólo desde la fuerza del silencio, tal vez se pueda pensar otras formas de cine y, por su puesto, de país, formas que salgan más de las calles de Polanco y de la Roma.