Territorialidad. Notas sobre Perra brava (2010) de Orfa Alarcón 

De la misma manera que sin caballos no hubiera habido grandes imperios en las mesetas indoeuropeas, sin perros las ideas de territorio, propiedad y seguridad serían un chiste. Quizás, en un sentido radical, Perra brava (2010) invita a comparar la domesticación canina con el dominio masculino sobre las mujeres. Así, como sin perros no habría territorio, propiedad y seguridad, la dominación masculina no sería posible sin las mujeres. No sorprende, pues, que la historia de los abusos que sufre Fernanda Salas de su la pareja Julio, un narcotraficante de renombre en Monterrey, sean narrados con una ambivalencia que, cual torbellino, a veces transforma a Fernanda en perra, otras en mujer. Si bien, la novela, sugeriría la progresión de Fernanda, de pasar de dominada a dominadora, explotada a explotador, en Perro brava hay menos una progresión del personaje de Fernanda y más la convivencia heterogénea de progresión y retroceso, la interacción y simultaneidad de ser víctima y victimaria. Esta forma de entremezclar lo animal (perra) y la idea de mujer (Fernanda) conlleva a pensar en las transformaciones que no sólo sufren las relaciones de género, sino la forma en que el territorio, la propiedad y la seguridad son intervenidas por lo narco, pues después de todo, es Julio, en buena parte, el que animaliza y sexualiza a Fernanda. 

Desde el primer capítulo animalidad, sexualización, y territorialidad se entremezclan. La manera en que Julio sujeta a Fernanda, “Me había sujetado del cuello […] Puso su mano sobre mi boca y dijo algo que no alcancé a entender” (5); la llegada de Julio a la casa, “Había atravesado la casa sin encender ninguna luz ni hacer un solo ruido. No me asustó porque siempre llegaba sin avisar: dueño y señor” (5); y la iniciación del acto sexual, “Él comenzó a morderme los senos y me sujetó ambos brazos, como si yo fuera a resistirme” (5) se combinan para, en apariencia, mostrar un acto de violación. Que Fernanda no oponga resistencia, pues mansamente actúa “como si [ella] fuera a resistir[se],” indica que desde siempre, su relación está condicionada por su devenir perra. Julio toma a Fernanda como si fuera su mascota, del cuello, de la boca; entra al espacio de Fernanda sin provocarle miedo; e inicia un acto sexual, que es incluso deseado por Fernanda, “Nunca me opuse a esta clase de juegos. Me excitan las situaciones de poder en las que hay un sometido y un agresor” (5). El asunto es, pues, que la víctima no detesta a su victimario, sino que con lascivia lo adora. 

Fernanda deja pocas veces su casa. Si bien, hay indicios de que antes de salir con Julio su vida se desenvolvía en otros lugares, la mayor parte del relato pasa en lugares cerrados (la casa de la Purísima, los antros, los cuartos de hotel, la casa de la amante de Julio, la casa del presidente municipal). Fernanda, como perra fiel, se queda en casa siempre a la espera de su amo. El asunto es que luego del encuentro y beso con Mónica, la jefa de plaza de Sinaloa, en un antro, Fernanda deja la casa. Si en un inicio la dominación de Julio sobre Fernanda funciona de tal forma que “de la puerta para adentro Julio me tenía a mí, de la puerta para afuera Julio podía tener la que quisiera. Ahora Julio quería cambiar las cosas y yo no estaba segura de que fuera para bien” (108). En la narración se enfatiza que cuando Julio es descubierto en sus infidelidades dentro de la casa de otra mujer, la distinción entre dentro y fuera se anula

Yo pensaba tú me dijiste que esa casa era mía. Que adentro no iba a haber viejas más que yo, por eso hasta me habías cumplido el capricho de vivir en la Purísima cuando tenías más casas. Yo pensaba hijo de tu puta madre me dijiste que de la puerta para afuera la ciudad era tuya pero que de la puerta para adentro la señora ella yo pensaba soy tuya la casa las paredes toda mi piel es tuya. Nunca me dejaste ser tu casa (151) 

Si Julio tiene el mismo pacto en otros territorios, entonces, ningún territorio tiene un “adentro.” Desde esta perspectiva, Fernanda queda presa de un vertiginoso cambio de estado. Sin adentro y sin afuera, tampoco hay amo y esclava. En este sentido, el hecho de que lo narco desaparezca la distinción entre el adentro y el afuera, la fallida inmolación de Fernanda, al final de la novela, sería un acto conservador, más que transgresor. Inmolarse sería una reimposición de un espacio interior, pues Julio reafirmaría su posesión, su territorio. Así, en forma nihilista, el suicidio de Julio da la apariencia de libertad, de extenuación de la distinción entre afuera y adentro, y por consiguiente de su dominación sobre Fernanda. Sin embargo, la sangre que bebe Fernanda al final de la novela no es la primera que consume. Al inicio de la novela, después de todo, Fernanda había probado durante el coito con Julio, la sangre de otro más, “un cabrón con muchos huevos, y con todo y todo se lo cargó la chingada” (6). 

La serie y el corte. Notas sobre Rosario Tijeras (1998) de Jorge Franco

Tanto el título como la forma en que está contada Rosario Tijeras (1998) de Jorge Franco aluden a dos mecanismos: la serie y el corte. El nombre de la personaje principal concentra, precisamente, estos dos movimientos. Éste sugiere como una serie va acompañada de un corte: el rosario, una serie de oraciones entrelazadas se cortan por las tijeras. La historia contada por Antonio, un narrador personaje que revela su nombre hacia el final de la novela, recupera de forma fragmentaria y entrecortada por digresiones, prolepsis y analepsis (flashfordward y flashback) diversos pasajes de la vida de Rosario Tijeras, mientras ella agoniza en una sala de urgencias. Rosario, una mujer nacida en un barrio bravo de Medellín, eventualmente se integra al narcotráfico por su belleza y su sangre fría, cuando el narrador la conoce, por medio de su mejor amigo Emilio, se enamora perdidamente de ella. Si bien, la vida de Rosario es el centro de la historia, también el narrador cuenta sobre su relación con otros hombres, Emilio, novio de Rosario, Johnefe, hermano de Rosario, Ferney, pretendiente de Rosario, y otros más, como “los duros de los duros,” aludiendo a los grandes capos de la droga en Medellín. Con todo esto, parece incluso que como un rosario, un artefacto que supedita una serie de cuentas alrededor de una cruz, la narración supedita una serie de hombres alrededor de una mujer. 

El ambiguo final del relato, de cierta manera, alude al hecho de que Rosario siempre es una desconocida para todos. En realidad nadie sabe muy bien quién es ella. De hecho, del apellido de Rosario se dice que “Tijeras no era su nombre, sino más bien su historia” (6). Con esto, el narrador no sólo sugiere que el apellido (casi apodo) de Rosario explica la forma en que vivió, sino que su apellido, por su connotación y denotación, se contrapone al nombre propio de la protagonista. Las tijeras cortan la historia del sujeto, pues los cortes son los que hacen la historia. Si bien, la idea de corte está relacionada con la de castración, (después de todo a Rosario recibe su apellido luego de caparse a un tipo [7]), en el caso de Rosario, el corte no apunta hacia el lugar mítico en que las cosas se separan, sino al pasaje en el que la serie se reordena y comienza otra vez. Esto es, como Rosario “a veces parecía una niña, mucho menor de los [años] que solía decir, apenas una adolescente. Otras veces se veía muy mujer, mucho mayor que sus veintitantos, con más experiencia que todos nosotros” (8), los cortes que su aspecto registra, no cancelan el flujo de eso que Rosario es, o hace. En otras palabras, los cortes no privan al sujeto, no lo castran, pero sí lo alteran. Si los cortes no separan radicalmente las cosas, todo termina por contraponerse y confundirse, como esa sensación que se describe al inicio de la novela, “como a Rosario le pegaron un tiro a quemarropa mientras le daban un beso, confundió el dolor del amor con el de la muerte” (4). 

En repetidas ocasiones la novela enfatiza la imposibilidad de poder separar algunas cosas. Se repite muchas veces la afinidad, sino que maraña, que existe entre Rosario y la muerte: “Rosario y muerte eran dos ideas que no se podían separar. No sabía quién encarnaba a quién pero eran una sola” (53). Igualmente, al menos desde la perspectiva del narrador, separar adicción, veneno y amor es imposible, ya que “el problema del amor es ése, la adicción, la cadena, el cansancio que produce la esclavitud de nadar contra la corriente” (68) se disfruta. Desde esta perspectiva, pensar el fenómeno del narco tendría que ver con la misma imposibilidad que tiene el narrador de poder separar ciertas series, ciertos flujos. No sólo porque el narco y el estado parezcan estar enmarañados y que ambos se confundan entre sí, si no porque, como le sucede al narrador, todo su drama con Rosario es un amor histérico, y en los temas del amor, dice el narrador, todo se vale. 

Acumulaciones en la playa: efervescencia y memoria. Notas sobre Otra vez el mar (1982) de Reinaldo Arenas I

La primera parte de Otra vez el mar (1982), de Reinaldo Arenas, cuenta la historia de una pareja y su bebé en un viaje vacacional a una playa aledaña a La Habana en los años de la histórica Zafra de los diez millones en Cuba. La narradora y su esposo, Héctor, han dejado atrás los bríos del amor joven, y ahora, a pesar de que sus cuerpos aún no se encaran con las arrugas de la madurez, ambos viven en el tedio. Como el mar, el relato de la narradora va en ondas, ciclos, corrientes, marejadas y olas. Es decir, durante toda la primera parte, la narradora superpone el recuerdo de su viaje a la playa —una semana de vacaciones para después volver a los trabajos en el campo— con recuerdos de su infancia, de su embarazo, de las colas para conseguir víveres, de sus discusiones con Héctor, de los trabajos en el campo, sus sueños y sus lecturas de ocio. Mientras que el texto pudiera sugerir una crítica al gobierno castrista, el asunto no es tanto criticar, sino saber ¿cómo es que las cosas llegaron a ser lo que son? Para la narradora, entonces, es obvio que, como su matrimonio, los joviales primeros años de la Revolución Cubana fueron euforia efervescente, olas eufóricas que se volvieron espuma en la arena, “los días que no necesitábamos de las promesas para creer, de las palabras para esperar” (77). Lo peor de la revolución fue que la rutina se volvió eso “que tanto despreciábamos […] vemos ahora las mismas humillaciones” (71). 

El hombre nuevo, a la Guevara, no tendría nada de nuevo sin hábitos nuevos. El hombre nuevo tiene casa nueva, tiene ropa nueva, sabe que “los problemas, digamos fundamentales, están resueltos” (78), pero sin afectos nuevos, sin hábitos nuevos, sin el amor que se renueve, la narradora sabe que el matrimonio está para “dedicarnos plenamente a hacernos la vida intolerable” (78). Las grandes metas del gobierno en nada impactan a los esposos, pues “¿qué habremos resuelto nosotros cuando se hayan cumplido —si es que se cumplen algún día — todas las metas? ¿En qué proporción aumenta nuestra felicidad porque nos hayan aumentado la cuota de arroz?” (100-101). Mientras la producción crece, las sonrisas no, pero las hambres sí, y las enfermedades también. Todo el dolor se acumula, pero el miedo reina, y es que “¿qué se puede esperar de un pueblo que siempre ha vivido en la esclavitud y el chanchullo? ¿Qué puedes hacer tú para sobrevivir, para no señalarte, sino imitar a los otros? Tomar sus lenguajes, sus maneras, exagerarlo todo aún más para que no te descubran. ¿Qué puedes hacer? ¿Qué se puede hacer” (109). Con la vida dominada, pocos espacios quedan para la existencia.

Entre el “¿qué se puede hacer” y el “¿cómo es que las cosas llegaron a ser así?”, la narradora describe un espacio convulso. Los escapes están, de esta forma, en la retirada del pensamiento, en la acogida de la sinestesia, de ahí que la narradora pase horas frente al mar, adivinando sus formas, sus colores. En otro momento, al verse al espejo, la narradora escapa al ruido de las calles ella está “suspendida, en otro tiempo, al margen” (150). Desde esa suspensión se abre un espacio hacia otra parte, un espacio que sabe que la crítica, o la política, no están en la acumulación de desgracias y su enumeración, como obstinadamente Héctor hace. Contar las desgracias en “el tono resignado de quien clasifica, enumera o menciona mecánicamente una variedad de objetos insignificantes e impersonales” (176), es como contar toneladas de caña. Unas acumulaciones se regresan en ganancias y creces, otras en miedos acumulados y docilidad de las masas. 

La narradora deja ver que en la retirada del pensamiento, las revoluciones, como la poesía, o el amor de la narradora por su esposo e hijo parecen estar en una delgada franja de indecibilidad porque “lo que realmente [la narradora] quisiera conservar, tener, es precisamente lo que desaparece, el breve violeta del oscurecer sobre las aguas” (147). Por otra parte, si la experiencia queda supeditada a la indecibilidad, cuando pasen las cosas felices, o las revoluciones eufóricas, el placer sólo será de uno, pues los buenos recuerdos, como el amor y la sed de oscuridades a la que se entregan los esposos al final de la primera parte, “después será” para la narradora “aún mejor, después, cuando lo recuerde, será absolutamente mío todo el placer” (188). Si la felicidad de las grandes metas, como las 10 toneladas de caña de la zafra, no incrementan la felicidad de los brazos que se aman y las bocas que se besan, ¿cómo hacer para que el sentido de la producción deje de lado los campos de caña sin trastocar los recuerdos del placer de los que se aman? ¿Cómo reordenar las olas que se acumulan en la arena?