El suplemento de presidir. Notas sobre El presidente (2019) de César Aira

El presidente de la Argentina, que César Aira dibuja en El presidente (2019), está lejos de ser un déspota. Al mismo tiempo, algo hay en el anónimo presidente de esta novela de Aira que lo conecta con aquellas figuras infames retratadas por varios autores del Boom en el siglo XX. Sin ir muy lejos eso que une a dictadores y a este presidente es su relación con sus multitudes. Mientras que los primeros aparentan una sólida y marcada distinción entre soberano y masas, el presidente de Aira se confunde entre las muchedumbres. La historia cuenta, así, como por las noches el presidente se pasea por las calles de Buenos Aires, como a su paso “el mundo sobre el que presidía se abría para él” (7). Movido por el amor, “algo tan ajeno a la política” (8), el presidente busca ser común, dejar de presidir para poder ser otro más en las masas. Y aún así, las calles se le presentan siempre como posibilidades de intervenir en su ciudad, en su país. El problema es que aunque el presidente “estaba habilitado para intervenir … hacerlo privaría al destino de sus más bellas inminencias, por lo que se abstenía. Los argentinos tendrían que arreglárselas solos” (9). El problema del presidente, pues, está en presidir, sea ocupar el primer lugar en las responsabilidades del estado, o sea también en asistir a las masas, dejarlas ser, pero también cuidarlas.

El relato que ofrece El presidente no es, pues, una historia grandilocuente. De hecho, la prosa constantemente presenta a un presidente empeñado en vivir como cualquiera. Sus largas caminatas, movidas por el amor, no son sólo una forma de acercarse a las masas sino de acercarse a sí mismo, a ese que fuera antes de ser presidente. Así, los paseos le recuerdan, a tres personajes que marcaron su vida: el Pequeño Birrete, Xania y la Rabina. El primero es un amigo de la infancia, un niño pobre que perdiera el quicio cuando por vez primera entró a la casa de su amigo que años después de convertiría en presidente. El choque de clases traumaría al Birrete, como al futuro presidente. Igualmente, Xania y la Rabina también impactaron al presidente, una por su eficiencia (Xania) y la otra por su sensualidad. Las dos mujeres, luego, se le presentarán al presidente como armando una treta en su contra: construyendo un falso secuestro y pidiendo un rescate muy elevado. Confundiendo ensoñación, delirio e imaginación, el presidente es más un autómata que un agente del estado. Al final de su historia todo le parece ilusorio, transparente, sin consistencia, “Los personajes que lo acompañaban, los que atraía a su órbita para paliar esa soledad, eran imágenes fantasmales provenientes de su pensamiento. No tenían la consistencia que habría querido darles. Eran sólo funcionales a la trama que se había inventado para soportar la carga de la presidencia” (122). Pronto, la ciudad y el país, se le presentan al presidente como un mundo que conspira contra él, que sin motivo aparente lo odia. 

No se trata, pues, de que exista un “pueblo” imaginado por el presidente y que este pueblo deba ser disciplinado. De hecho, las ficciones que se hace el presidente no son impositivas, ni mucho menos resolutivas. Justamente, el final de la novela advierte sobre los peligros de la fabulación presidencial, y en buena medida recuerdan las mismas motivaciones que Benedict Spinoza diagnosticara en el siglo XVI para las cruentas y tensas relaciones político-religiosas en Los Países Bajos. Si hubiera que pensar el estado, o en este caso el presidente, Spinoza diría, habría que pensarlo como un bien contingente y relativo, y no como un mal necesario. Así, el bien contingente y relativo que el presidente de Aira ilustra radica en dejar su fabulación inconclusa, en dejar sin resolver el misterio que el Birrete, Xenia y la Rabina cargan. Dejar el caso abierto es precisamente dejar de presidir, pero al mismo tiempo la única razón por la cual valdría presidir, así la tarea del presidente “consistía en ocuparse de todo y no dar la puntada final a nada,” es que el presidente “Quería ser Presidente como la gota de agua quiere ser mar” (125). 

Notas sobre Capitalismo gore (2010) de Sayak Valencia

Capitalismo gore (2010) de Sayak Valencia presenta, quizá, una de las versiones más llamativas para leer el capitalismo contemporáneo. Recuperando una vasta serie de conceptos y propuestas teóricas de América Latina y otras latitudes, el libro propone “el término capitalismo gore, para hacer referencia a la reinterpretación dada a la economía hegemónica y global en los espacios (geográficamente fronterizos)” (15). Esto quiere decir, que las propuestas teóricas del “capitalismo gore” surgen a partir de un conocimiento situacional, pero no excluyente: las consecuencias y argumentos se piensan desde Tijuana, México, pero esto no quita que se puedan tender puentes con otras situaciones o lugares. Sujeto endriago, necroempoderamiento, capitalismo snuff, subjetividades queer, necromercado y varios conceptos más son presentados en el libro como herramientas para entender eso que Valencia llama capitalismo gore. 

Este concepto propone, entonces, leer el capitalismo como una serie de procesos con mutaciones. Por ejemplo, decir que conforme pasa el tiempo el capitalismo cambia y requiere ser reinterpretado y entendido para comprender precisamente los mecanismos de dominación y explotación mediante los cuales somete a las diferentes multitudes que fluyen en la historia. Si bien, salvo en notas al pie y unas secciones del libro, no se enfatiza en qué medida los grandes cambios de finales de siglo XX e inicios del XXI son también una regresión a las peores y más cruentas formas de acumulación capitalista tal como sucedió en los años del inicio de la modernidad (finales del siglo XIV). Es decir, Valencia, parece, propone que el capitalismo gore es una categoría novísima, nunca vista. El término se define como una exageración, por éste se entiende el “derramamiento de sangre explícito e injustificado (como precio a pagar por el tercer mundo que se aferra a seguir las lógicas del capitalismo cada vez más exigentes) … todo como herramienta de necroempoderamiento” (15). Capitalismo gore, entonces, es una suerte de alargada teoría de la dependencia. En otras palabras, si hay “un precio” que los países tercermundistas se aferran en pagar, entonces, hay una dependencia tal cual esto se entendía en los setenta y ochenta en Latinoamérica, así como en otras partes. El libro, igualmente, toca tangencialmente las razones por las cuales los países tercermundistas se aferran a ese excesivo pago. Sin embargo, nunca se formula el problema preciso que pudiera articular esa necesidad de aferrarse al pago capitalista. 

El binomio entre regresión y novedad, que se ilustran de forma muy adecuada entre el término que motiva el libro, capitalismo gore, y el de uno de los principales conceptos propuestos, sujeto endriago, proponen una manera interesante de leer el desastre causado por el narcotráfico, la violencia extrema y los malos gobiernos en México. Así, entre lo gore, (un término tomado del cine que designa un género en el que la violencia es regocijante y, sobre todo, se explicita excesivamente el derramamiento de sangre), y lo endriago (un monstruo, según la obra, original del Amadís de Gaula, en el que se mezcla la forma humana con la de diversas fieras) se describe un capitalismo hiperviolento, exagerado, arcaico y a la vez novedoso. El asunto es que esta forma de describir el capitalismo no es, en cierta medida, novedosa. Ya sea porque el modo de producción y acumulación capitalista siempre evoca previos modos de dominación y explotación a la vez ofrece nuevos, Capitalismo gore sugeriría que la fase más reciente del capitalismo no es sino un retruécano de sí mismo, “otra vez vivimos en un mundo de bandidos y piratas” (20), menciona el libro. Por otra parte, es bastante sugerente el uso que la palabra “gore” y “endriago” juegan en el libro. Si bien, estos dos sintagmas evocan el inacabable retruécano del capitalismo, también, como advierte Valencia, lo gore vuelve comodificable y espectacular la forma de acumulación y producción capitalista (16). Lo endriago, por su parte, conforma una subjetividad que “sigue a pie de juntillas los dictados más radicales del mercado” (80). Entre un espectáculo de afectos ambivalentes (gore), que, como en el cine está hecho para ser un mero entretenimiento que va de la repulsión a la risa (muchas películas del género gore son también consideradas parodias), y lo endriago, una monstruo cuya única función radica en probar la valía de un “héroe” (el estado), la forma de dominación capitalista que Valencia sugiere busca la anestesia al mismo tiempo que la reactivación explosiva de la violencia. Es decir, capitalismo gore sería una forma de producción que extrae valor y domina a partir de la rápida transformación de lo anestesiado (gore) en violentamente activo (endriago).

Para dejar atrás esto, Valencia propone una solución. Casi reelaborando la disputa entre multitud e imperio, elaborada por Michael Hardt y Toni Negri en Imperio, Valencia propone que para pensar algo que contrarreste lo gore y a los sujetos endriagos se debe pensar “una disidencia efectiva y no distópica y ésta debe estar emparentada con las cuestiones de desobediencias de género y con el transfeminismo; debe crear también alternativas comunes en las cuales pueda participar activamente la sociedad civil” (193). Esta solución es un “plano orientativo” (1994), que no busca ser prescriptivo, sino abierto. Si bien, no se explica a detalle cómo este remedio para contrarrestar los males del capitalismo gore deja de ser parte de las mismas opciones que el sistema da, es decir, que la diferencia entre endriago (como quimera) e identidades desobedientes emparentadas al transfeminismo no es clara. Más aún, si el capitalismo gore tiene un precio que se debe pagar para poder formar parte del modo de producción, ¿qué precio se deberá pagar para pensar esas disidencias que se sugieren al final de Capitalismo gore? ¿No será que se debería de pensar a contrapelo de una de las conclusiones y provocaciones más sugerentes del libro? Al finalizar el texto, a manera de testimonio y reflexión teórica, Valencia describe el momento en que un cadáver cayó frente a sus ojos mientras conducía por Tijuana. La terrible impresión se anuncia como lo peor del capitalismo gore, pues ésta no conmueve la sensibilidad de nadie, salvo la de la narradora. Hay que hacer algo al respecto de ese cadáver, dice Valencia. Y no es para menos, la desempeorada y anestesiada reacción de su acompañante es triste, grave y común. Todos nos hemos acostumbrado al espectáculo gore, descrito por Valencia. Sin embargo, mientras Capitalismo gore concluye que hay que hacer algo con esos muertos “porque si no eso hará algo [contigo]” (203), como si el cadáver se cobrara una revancha con los vivos, quizá habría que dejar hacer al cadáver y completamente dejarle que nos intervenga, que de nuevo nos afecte por sí, pues el cadáver no deja de ser cuerpo.