Las notas son a partir de la edición Diez novelas de César Aira (2019) de Literatura Random House
¿A quién leemos cuando leemos una historia? Por vana que sea la pregunta, el viejo tema sobre “la identidad del narrador”, de aquella voz que enuncia, es siempre un tema intrincado. No es que se trate, solamente, de distinguir los niveles narrativos, las voces y las diferencias entre narrador, autor, voz e instancia enunciativa. Más bien, sucede que cuando leemos novelas como Las conversaciones (2006), de César Aira, estos elementos se confunden entre sí y se vuelve difícil ubicar hasta el lugar desde donde se cuenta la historia. En el monólogo que inaugura la novela, se dice que “Ya no sé si duermo o no. Si duermo, es por afuera del sueño, en ese anillo de asteroides de hielo en constante movimiento que rodea el vacío oscuro e inmóvil del olvido. Es como si no entrar nunca a ese hueco de tinieblas […] No pierdo la conciencia. Sigo conmigo. Me acompaña el pensamiento. Tampoco sé si es un pensamiento distinto al de la vigilia plena; en todo caso, se le parece mucho” (pos. 1562). Esa voz que abre la novela se ubica entre un espacio que difícilmente diferencia entre el mundo onírico, la memoria, el pensamiento y la escritura. “Así se me va la noche”, afirma la misma voz. Después, nos enteramos de que quien escribe se entretiene recordando conversaciones con sus amigos, conversaciones que, de la palabra hablada, pasan a la memoria, luego a la ensoñación y finalmente a la novela que leemos.
Conversaciones no es sólo un ejercicio que arriesga la estructura convencional de una novela. En el texto no sólo se experimenta, reflexiona e improvisa sobre los alcances del género, sino que también se cuenta algo. La anécdota del relato es simple: el registro de una de las conversaciones que “el narrador” del relato tiene con un amigo a propósito de una película transmitida por televisión. Esos amigos, la voz que abre la narración y “un otro”, son hombres de cultura, seres cuyos días consisten en pasarlo “en compañía de Hegel, Dostoievski” (pos. 1603), pero que también a veces, irremediablemente, consumen y son consumidos por el cristalino resplandor de la televisión. El desdén con el que se empieza a hablar sobre la película que ambos amigos vieran anuncia que los hombres cultos no tendrían por qué hablar del entretenimiento de masas, pues “esas producciones estereotipadas de Hollywood se adivinan a partir de una secuencia o dos, como los paleontólogos reconstruyen un dinosaurio a partir de una sola vértebra” (pos. 1607). El problema es que ni todas las películas hollywoodenses, ni todas las conversaciones son como la parte mínima y esencial que permite construir un todo, como la vértebra del dinosaurio.
Lo simple no es lo simplificado, ni lo común es lo ordinario. O más bien, el sentido común de las formas dadas, sean de la conversación o del cine, es más complejo de lo que se piensa. Los dos amigos discuten en diferentes sus desencontradas opiniones. La película, ese objeto común, banal, desabrido y espectacular, los desconcierta. El momento que desata el desacuerdo entre los amigos es la aparición “descuidada” de un reloj rolex en la muñeca de un pastor ucraniano, el personaje principal del filme. Acto seguido, los amigos se centrarán en discutir los límites de la ficción en relación con la realidad. Así, son mencionados errores de verosimilitud, diferencias radicales entre ficción y realidad, niveles narrativos, historias insertadas, contexto socioculturales que explican las motivaciones del filme y hasta la proyección psicológica del “narrador principal del relato” —pues él desde siempre ha querido un reloj rolex. Todos estos elementos sirven al análisis, pero los conversadores no llegan a un acuerdo. Sin saberlo, los amigos en realidad están repitiendo la forma misma de la película, pues ésta logra condensar muchos temas y motivos pero de una forma acelerada y fragmentada (pos. 2368-9). De este modo, lo que se analiza no es la película, sino la forma en que la película es vista, esto es la forma en que se enuncia (la enunciación enunciva): los mecanismos de la televisión.
Frente a la televisión, ni ante ningún medio, uno no es uno mismo, y paradójicamente, uno es más uno mismo. Como se dice en la novela, frente a la televisión “una parte de la conciencia se mantenía afuera, contemplando el juego de ficción y realidad, y entonces lo que era inevitable era que surgiera una consideración crítica” (pos. 2294). Ver cine por televisión “dejaba de ser un sueño que uno soñaba y se volvía el sueño que estaban soñando otros” (pos. 2296). Lo que pone en juego la narración de Aira, como la televisión, es la forma en que las cosas pasan y uno se puede dar el lujo de seguir siendo parte del proceso y a la vez estar distraído. Esto es que, como los amigos de la novela, nuestra atención frente a los medios siempre está en otra parte. La película, ambos amigos, la ven a medias, la atención de los dos había sido parcial, y aún así tenían los elementos para conversar e intercambiar ideas.
Estar frente la pantalla es dejarse ir para que la realidad siga y uno forme parte de ella a pedazos. Al final, los dos amigos se dan cuenta que ambos perdieron partes esenciales de la película, el narrador afirma “No habría caído en la confusión si me hubiera concentrado debidamente, pero uno no se concentra en esa clase de pasatiempos” (pos. 2430). Un simple artificio confundió a los amigos y aunque la realidad, a diferencia de la ficción, “no tenía niveles” (2454), muy probablemente la ficción tampoco. Darle niveles a la realidad es darle falsos problemas, igualmente a las narrativas artísticas. Por otra parte, darle análisis a la realidad o a las ficciones, aunque parezcan nuevos niveles —y por tanto falsos problemas—, es nuestra única forma de darle frente a cualquier producto cultural, pues frente a estos uno se encuentra con la marabunta del mercado. Sólo por la conversación, y el intercambio de desacuerdos y análisis, eso que era laberinto se convierte en meseta. Hablar a/con un otro, tan radical en su otredad como uno en su mismidad, sobre un tercero, ese producto que dispersa y fragmenta, sea el cine o la literatura, puede convertirse en otra cosa, ya no una conexión de flujos y escrituras monetarias, sino una constelación de palabras, de pensamientos, luciérnagas que en la noche del narrador y del pensamiento, se convierten en “insectos de oro, mensajeras de la amistad, del saber, más alto, más alto, hasta las zonas de cielo donde el día se volvía noche y la realidad sueño, palabras Reinas en su vuelo nupcial, siempre más alto hasta consumar sus bodas al fin con la cima del mundo” (pos. 2499). En la cima del mundo, la inmensidad absoluta eleva a las palabras, su vuelo es admirable, pero si no regresan a la tierra y sólo se elevan sin cesar, irán probablemente a parar al olvido, a ese hueco rodeado de recuerdos gélidos, desde donde la primera voz narrativa comenzara su relato.