Personajes de carácter y de destino, y el (buen) uso de la garlopa. Notas sobre Soldados de Salamina (2001) de Javier Cercas

Si bien Soldados de Salamina (2001), de Javier Cercas, evoca directamente la batalla entre persas y helenos que “salvó a occidente de las garras de oriente” en la antigüedad, en la novela esta evocación es más ironía que hermenéutica. El relato comienza con un narrador fácil de confundir con el mismo Cercas, un periodista de mediana edad que ha publicado varias novelas y que lleva el mismo nombre del autor. Éste entrevista a Rafael Sánchez Ferlosio. Mientras que la entrevista va por un sendero incierto y rocoso, pues Ferlosio, como menciona el narrador, cuando se le pregunta algo responde con otra cosa, la charla entre ambos fluye hacia otra parte. En un momento, Ferlosio le cuenta a Cercas sobre su padre, Rafael Sánchez Mazas, uno de los fundadores de la Falange y luego ministro en la dictadura franquista. Cuando el gobierno republicano estaba por ser consumido por la cruenta guerra civil en España, y el avance de los nacionalistas, comandados por Franco, ya anunciaba su triunfo inevitable, muchos presos importantes para los republicanos fueron mandados a fusilar. Entre estos presos estaba Sánchez Mazas. La particularidad del asunto no es sólo que Sánchez Mazas sobreviviera al fusilamiento colectivo, sino que su escape está lleno de enigmas y traiciones. Si bien, él se mantiene fiel siempre a la Falange, y luego al Franquismo, su escape de la muerte depende de, primero, un soldado republicano y luego de unos desertores republicanos y campesinos catalanes. 

Con todo y que el texto enfatice en repetidas ocasiones que no se trata de una ficción, sino de un evento “real,” lo que está en juego en Soldados es la forma en que tanto “lo real,” como “lo ficticio” generan memoria. De hecho, el argumento del texto está dado desde las primeras páginas. El relato de Ferlosio sobre su padre es lo que se repite durante toda la novela. Más aún, la misma entrevista con Ferlosio da la pauta de la dinámica a seguir en todo el texto. Cuando el narrador recupera parte de la “entrevista” menciona: 

“El problema es que si yo, tratando de salvar mi entrevista le preguntaba (digamos) por la diferencia entre personajes de carácter y personajes de destino, él se las arreglaba para contestarme con una disquisición sobre (digamos) las causas de la derrota de las naves persas en la batalla de Salamina, mientras que cuando yo trataba extirparle su opinión sobre (digamos) los fastos del quinto centenario de la conquista de América, él me respondía ilustrándome con gran acopio de gesticulación y detalles acerca de (digamos) el uso correcto de la garlopa” (19) 

No sólo se trata de la imposibilidad de “extirparle” a Ferlosio algo de información, sino que cada respuesta de Ferlosio va, aparentemente, hacia un campo semántico y temático disperso. Como si no hubiera nada en común entre los héroes de carácter y destino, y los quinientos años de la conquista, con la batalla de Salamina y el buen uso de la garlopa, la narración pasa por alto estas respuestas. No obstante, lo que hay aquí es el borboteo de una embriaguez argumentativa que ya obedece una lógica de readymade: las respuestas de Ferlosio son imágenes analogables, objetos que se encuentran (“no fue hasta la última cerveza de aquella tarde cuando Ferlosio contó la historia del fusilamiento de su padre, la historia que me ha tenido en vilo durante los dos últimos años” [19]). Así, los héroes de carácter y de destino tienen todo que ver con las causas de la derrota persa, y los quinientos años de la conquista también tienen todo que ver con el uso apropiado de la garlopa. A la larga, también, estas respuestas son las mismas que explicarán la misteriosa manera en que Sánchez Mazas sobrevivió a la guerra civil. 

La distinción entre héroes de carácter y de destino es elaborada por Sánchez Ferlosio en varios ensayos. De forma muy escueta, la diferencia entre héroe de destino y héroe de carácter está en que el segundo es un manojo de repeticiones y el primero un nudo que siempre se resuelve. En otras palabras, el héroe de carácter tiene experiencias que siempre se repiten, es el héroe del hábito y del estoicismo. El héroe de destino, por otra parte, es el que actúa no por su experiencia, sino por otra fuerza, eso que el narrador de Soldados describe en la mirada del soldado que traiciona sus órdenes y deja ir con vida a Sánchez Mazas. El héroe del destino actúa por “una insondable alegría, algo que linda con la crueldad y se resiste a la razón pero tampoco es instinto, algo que vive en ella con la misma ciega obstinación con que la sangre persiste en sus conductos y la tierra en su órbita inamovible y todos los seres en su condición de seres” (104). Ese flujo, que puede ser entendido como el conatus spinozista, es aquello que antecede y precede a la acción, pero sólo puede ser expresable en eso mismo: acciones. 

Con esto en mente, Soldados de Salamina es una novela sobre la posibilidad de pensar que la guerra civil española fue más que sólo una lucha entre carácter y destino. Es decir, Sánchez Mazas es el héroe del carácter, al que siempre se le regresa su experiencia primordial (que puede ser la ceguera), pero que por más que se empeñe por hacer destino (fundar la Falange) nunca lo logrará. Y de esta manera, su presunto salvador, un soldado republicano que termina peleando por Francia en la Segunda Guerra Mundial llamado Miralles, es el soldado de destino. Miralles, como Ferlosio en la entrevista, siempre hace lo opuesto de lo que se le pide en el momento indicado. Ser personaje de destino, pues, es saberse ínfimo, reconocerse como un personaje, no más, pues como le dice Miralles a Cercas, el narrador, “Los héroes de verdad nacen en la guerra y mueren en la guerra. No hay héroes vivos, joven. Todos están muertos” (199). El asunto, pues, no es que el personaje de carácter y el personaje de destino se contrapongan, ni que alguno de los dos deba de volverse héroe. Lo que está en juego en Soldados es menos entender la historia como una dialéctica, y más como un posible buen uso de la garlopa (el instrumento que genera planicies entre dos junturas de madera), algo que, efectivamente, traiciona a la historia. Así, Soldados de Salamina triunfa como literatura y fracasa como historia (muchos datos son falsos en la novela). Este triunfo consiste en la transformación del evento repetido, y por tanto repetible, (la salvación de Sánchez Mazas) en un avance, en una larga acumulación. Esto es evidente en el último párrafo de la novela: una serie entrópica que va sólo hacia adelante, al afuera de las páginas, al lugar en el que, como la mirada del soldado anónimo que salva a Sánchez Mazas, el flujo encuentra y conecta a personajes de carácter y destino por igual, el acto de lectura.  

Escritura y vida: el punto impreciso entre la memoria y la experiencia. Notas sobre El entenado (1982) de Juan José Saer

“De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo” (13). Con esta aparente contradicción inicia El entenado (1982) de Juan José Saer. La novela contada en primera persona recupera los recuerdos de un huérfano español que en su juventud vivió por 10 años con un pueblo indígena antropófago en la recién “descubierta” América de inicios de siglo XVI. A su retorno a España, el anónimo narrador, que ahora escribe desde la senectud, recuenta cómo del miedo y la incomprensión a los indígenas ahora su memoria se los presenta con cariño, pues frente a los excesos, corruptelas, libertinaje y desasosiego de la vida en España, la vida en aquellas costas vacías no era mejor, pero sí más cercana al sosiego. Si bien, buena parte del relato se ocupa de la relación sobre la vida diaria con los antropófagos, la novela es menos una exaltación de una pretendida y “pura”otredad de los indígenas y más un ejercicio de memoria. Más bien, El entenado es, en gran medida, una exploración sobre el movimiento y la sensación del recuerdo de la existencia propia y del entorno: una novela sobre escritura y vida. Si entenado es el hijo que se aporta al nuevo matrimonio, el narrador no es sólo el hijo que llega a esa unión forzada y accidentada entre el nuevo y el viejo continente, sino también alguien cuya vida llega en doblez a sí mismo, alguien que llega por deseo propio o por azar al puerto de sí mismo. 

El narrador va de una costa a otra, de un extremo a otro. Criado entre prostitutas y marineros, cuando el puerto ya no le era suficiente, el narrador decide embarcarse hacia el lugar del que todos hablan en los puertos. “Lo importante era alejarme del lugar en donde estaba, hacia un punto cualquiera, hecho de intensidad y delicia, del horizonte circular” (14), dice el narrador. Si su origen es intrazable, por su orfandad, el destino del narrador también se presenta así. El punto cualquiera, hecho de intensidad y delicia, del horizonte circular es uno y cualquier punto. En ese siglo, desde las costas españolas cualquier línea hacia el nuevo mundo es de fuga. Si la tierra de origen es terrible, cualquier punto que se aleje de ahí, por su intensidad y su delicia, debería ser mejor. El mismo punto que el narrador busca fuera de las costas españolas parece ser el mismo que el capitán, una vez emprendido el viaje, observa obsesivamente, “miraba fijamente un punto invisible entre el mar y el cielo, sin parpadear, petrificado sobre el puente” (16). La petrificación del capitán seguirá así incluso al llegar a tierra. Mientras los demás miembros de la tripulación se convierten líneas erráticas que se desplazan “como animales en estampida” (19) al llegar a tierra firme, el capitán se abstiene de todo movimiento. No es sino hasta que al hacer el reconocimiento de tierra, el capitán abandona un poco su inmovilidad. Sin embargo, el poco movimiento del capitán disminuirá aún más. En tierra, sus ojos se quedaron “mirando sin duda sin pestañear, el mismo punto impreciso entre los árboles que se elevaba en el borde de la selva” (22). Ese punto impreciso eventualmente provoca “una estupefacción solidaria” (23) entre los marinos, hasta que el capitán “emitió un suspiro ruidoso, profundo y prolongado” (23). Luego del suspiro los marineros pasaron a un “principio de pánico” (23). 

El punto impreciso detona la estupefacción solidaria, el suspiro ruidoso y el principio de pánico. Este punto es mediación entre la memoria, o la imaginación, y la experiencia y a su vez el lugar ilocalizable entre escritura y vida. Algo hay de aterrador en el momento detonado por ese punto impreciso. Más allá del miedo y la diferencia que puedan generar luego los sucesos venideros en la narración, la muerte de todos los marineros excepto del narrador, la orgía y antropofagia de los indígenas, el regreso a España, la falsedad de la vida monacal y artística y el placer humilde de vivir en familia y escribir, algo hay que afecta en desmesura en las primeras páginas de El entenado. El terror, el miedo, o el afecto, está siempre en los huecos, en los agujeros, los puntos imprecisos que parecen alejar al que observa de sí mismo y al mismo tiempo acercarlo a otra cosa diferente de sí mismo. Estos puntos están por toda la narración. El capitán incluso luego de su resoplido continúa obsesionado, atosigado, casi, por estos puntos. Un día mientras cenaban, su mirada “permanecía fija en el pescado y, sobre todo, en el ojo único y redondo que la cocción había dejado intacto y que parecía atraerlo, como una espiral rojiza y giratoria capaz de ejercer sobre él, a pesar de la ausencia de vida, una fascinación desmesurada” (25). 

El punto impreciso tantas veces mencionado en la novela no es un vacío. Al menos no un vacío en el sentido en que aquello que es abismal es habitado por la nada. Este punto es precisamente el que regula el arco narrativo, es el lugar sin el que la escritura perdería su trazo y la vida su fuerza, su curva y progresión, un límite que garantiza el movimiento de las cosas. El narrador comenta luego de describir con nitidez los vaivenes de la orgía y la embriaguez de los indígenas “ahora, sesenta años después, en que la mano frágil de un viejo, a la luz de una vela, se empeña en materializar, con la punta de la pluma, las imágenes que le manda, no se sabe cómo, ni de dónde, ni por qué, autónoma, la memoria” (61). El punto impreciso es, entonces, el límite de la memoria frente a una experiencia desbordada que exige su materialización. Aquellos años que excedieron toda experiencia forzaron el nacimiento del narrador en el nuevo mundo (41). En esos años su memoria sobre el viejo mundo se borró, bastaba una acumulación de vida que desplazó la memoria para que el cuerpo se acostumbre a otras cosas. De regreso al viejo mundo el proceso se repite, pero ahora, la acumulación de memoria desplaza la experiencia. Las tardes que consagra el viejo narrador a su escritura son ahora un punto impreciso desde donde memoria y experiencia se desbordan mutuamente dejando trazos en las páginas que leemos. 

Si entre los indígenas, como pasa también, tal vez, en las costas de su tierra de origen del narrador, dominan los roles y los hábitos, el único hábito que le falta al narrador es alguno que le permita poner aquello que se escapa a la experiencia y también elude, de cierta forma, a la memoria. Es decir, la escritura y los libros, según dice el narrador, son un “un oficio que […] permitiera manipular algo más real que poses o que simulacros” (117) y sobre todo son un hábito que le permiten al narrador rodear el punto impreciso, que ahora es atiborrado por una acumulación de palabras, de los vacíos de la vida van quedando abundancia de intensidades y sensaciones. Si la experiencia alguna vez venció a la memoria y a la inversa, en la escritura el vaivén entre memoria y experiencia se intensifica y se acelera. El texto se vuelve repetición y religación. Las constantes repeticiones de la narración ejemplifican algo más que un inacabable ir y venir entre la memoria y la experiencia. La repetición no es su condena, sino una oportunidad precisa de cambio, o como el narrador dice sobre el mismo sabor del vino que ahora por las noches prueba y comprueba repetidamente, este era “el indicio de algo imposible pero verdadero, un orden interno propio del mundo y muy cercano a nuestra experiencia […] un momento luminoso que pasa, rápido, cada noche, a la hora de la cena y que después, durante unos momentos, me deja como adormecido” (118). El punto impreciso se vuelve momento luminoso. Si la vida es eso que le pasa de lado a cualquier cuerpo, la vida no es más que algo aterrador pero neutro, un lugar raro donde se cumplen. El narrador dice, así, que “nuestras vidas se cumplen en un lugar terrible y neutro que desconoce la virtud o el crimen y que, sin dispersarnos ni el bien ni el mal, nos aniquila, indiferente” (152). Como el pasmo del capitán de la expedición, que dejó entenado al narrador en aquellas costas del nuevo mundo, o como el canibalismo de los indígenas, o la vida monacal y la errante vida de cómico, toda vida pasa, casi siempre, fuera de nosotros, desde o hacia un punto impreciso, sólo cuando el punto impreciso nos toca, entonces es que algo se ilumina, entonces es que la intensidad en nosotros brilla. Todo lo tocado y todo lo sentido, lo recordado, olvidado y experimentado, lo que se escapa y lo que se queda, va a encontrarse en el balbuceo del final de la novela, el “encuentro casual entre, y con, también, a ciencia cierta, las estrellas” (161): el encuentro de la abundancia del cielo y el desierto de la vida grabado en letras.

Acumulaciones en la playa: efervescencia y memoria. Notas sobre Otra vez el mar (1982) de Reinaldo Arenas I

La primera parte de Otra vez el mar (1982), de Reinaldo Arenas, cuenta la historia de una pareja y su bebé en un viaje vacacional a una playa aledaña a La Habana en los años de la histórica Zafra de los diez millones en Cuba. La narradora y su esposo, Héctor, han dejado atrás los bríos del amor joven, y ahora, a pesar de que sus cuerpos aún no se encaran con las arrugas de la madurez, ambos viven en el tedio. Como el mar, el relato de la narradora va en ondas, ciclos, corrientes, marejadas y olas. Es decir, durante toda la primera parte, la narradora superpone el recuerdo de su viaje a la playa —una semana de vacaciones para después volver a los trabajos en el campo— con recuerdos de su infancia, de su embarazo, de las colas para conseguir víveres, de sus discusiones con Héctor, de los trabajos en el campo, sus sueños y sus lecturas de ocio. Mientras que el texto pudiera sugerir una crítica al gobierno castrista, el asunto no es tanto criticar, sino saber ¿cómo es que las cosas llegaron a ser lo que son? Para la narradora, entonces, es obvio que, como su matrimonio, los joviales primeros años de la Revolución Cubana fueron euforia efervescente, olas eufóricas que se volvieron espuma en la arena, “los días que no necesitábamos de las promesas para creer, de las palabras para esperar” (77). Lo peor de la revolución fue que la rutina se volvió eso “que tanto despreciábamos […] vemos ahora las mismas humillaciones” (71). 

El hombre nuevo, a la Guevara, no tendría nada de nuevo sin hábitos nuevos. El hombre nuevo tiene casa nueva, tiene ropa nueva, sabe que “los problemas, digamos fundamentales, están resueltos” (78), pero sin afectos nuevos, sin hábitos nuevos, sin el amor que se renueve, la narradora sabe que el matrimonio está para “dedicarnos plenamente a hacernos la vida intolerable” (78). Las grandes metas del gobierno en nada impactan a los esposos, pues “¿qué habremos resuelto nosotros cuando se hayan cumplido —si es que se cumplen algún día — todas las metas? ¿En qué proporción aumenta nuestra felicidad porque nos hayan aumentado la cuota de arroz?” (100-101). Mientras la producción crece, las sonrisas no, pero las hambres sí, y las enfermedades también. Todo el dolor se acumula, pero el miedo reina, y es que “¿qué se puede esperar de un pueblo que siempre ha vivido en la esclavitud y el chanchullo? ¿Qué puedes hacer tú para sobrevivir, para no señalarte, sino imitar a los otros? Tomar sus lenguajes, sus maneras, exagerarlo todo aún más para que no te descubran. ¿Qué puedes hacer? ¿Qué se puede hacer” (109). Con la vida dominada, pocos espacios quedan para la existencia.

Entre el “¿qué se puede hacer” y el “¿cómo es que las cosas llegaron a ser así?”, la narradora describe un espacio convulso. Los escapes están, de esta forma, en la retirada del pensamiento, en la acogida de la sinestesia, de ahí que la narradora pase horas frente al mar, adivinando sus formas, sus colores. En otro momento, al verse al espejo, la narradora escapa al ruido de las calles ella está “suspendida, en otro tiempo, al margen” (150). Desde esa suspensión se abre un espacio hacia otra parte, un espacio que sabe que la crítica, o la política, no están en la acumulación de desgracias y su enumeración, como obstinadamente Héctor hace. Contar las desgracias en “el tono resignado de quien clasifica, enumera o menciona mecánicamente una variedad de objetos insignificantes e impersonales” (176), es como contar toneladas de caña. Unas acumulaciones se regresan en ganancias y creces, otras en miedos acumulados y docilidad de las masas. 

La narradora deja ver que en la retirada del pensamiento, las revoluciones, como la poesía, o el amor de la narradora por su esposo e hijo parecen estar en una delgada franja de indecibilidad porque “lo que realmente [la narradora] quisiera conservar, tener, es precisamente lo que desaparece, el breve violeta del oscurecer sobre las aguas” (147). Por otra parte, si la experiencia queda supeditada a la indecibilidad, cuando pasen las cosas felices, o las revoluciones eufóricas, el placer sólo será de uno, pues los buenos recuerdos, como el amor y la sed de oscuridades a la que se entregan los esposos al final de la primera parte, “después será” para la narradora “aún mejor, después, cuando lo recuerde, será absolutamente mío todo el placer” (188). Si la felicidad de las grandes metas, como las 10 toneladas de caña de la zafra, no incrementan la felicidad de los brazos que se aman y las bocas que se besan, ¿cómo hacer para que el sentido de la producción deje de lado los campos de caña sin trastocar los recuerdos del placer de los que se aman? ¿Cómo reordenar las olas que se acumulan en la arena?

La distracción y el vuelo. Notas sobre Las conversaciones (2006) de César Aira

Las notas son a partir de la edición Diez novelas de César Aira (2019) de Literatura Random House

¿A quién leemos cuando leemos una historia? Por vana que sea la pregunta, el viejo tema sobre “la identidad del narrador”, de aquella voz que enuncia, es siempre un tema intrincado. No es que se trate, solamente, de distinguir los niveles narrativos, las voces y las diferencias entre narrador, autor, voz e instancia enunciativa. Más bien, sucede que cuando leemos novelas como Las conversaciones (2006), de César Aira, estos elementos se confunden entre sí y se vuelve difícil ubicar hasta el lugar desde donde se cuenta la historia. En el monólogo que inaugura la novela, se dice que “Ya no sé si duermo o no. Si duermo, es por afuera del sueño, en ese anillo de asteroides de hielo en constante movimiento que rodea el vacío oscuro e inmóvil del olvido. Es como si no entrar nunca a ese hueco de tinieblas […] No pierdo la conciencia. Sigo conmigo. Me acompaña el pensamiento. Tampoco sé si es un pensamiento distinto al de la vigilia plena; en todo caso, se le parece mucho” (pos. 1562). Esa voz que abre la novela se ubica entre un espacio que difícilmente diferencia entre el mundo onírico, la memoria, el pensamiento y la escritura. “Así se me va la noche”, afirma la misma voz. Después, nos enteramos de que quien escribe se entretiene recordando conversaciones con sus amigos, conversaciones que, de la palabra hablada, pasan a la memoria, luego a la ensoñación y finalmente a la novela que leemos. 

Conversaciones no es sólo un ejercicio que arriesga la estructura convencional de una novela. En el texto no sólo se experimenta, reflexiona e improvisa sobre los alcances del género, sino que también se cuenta algo. La anécdota del relato es simple: el registro de una de las conversaciones que “el narrador” del relato tiene con un amigo a propósito de una película transmitida por televisiónEsos amigos, la voz que abre la narración y “un otro”, son hombres de cultura, seres cuyos días consisten en pasarlo “en compañía de Hegel, Dostoievski” (pos. 1603), pero que también a veces, irremediablemente, consumen y son consumidos por el cristalino resplandor de la televisión. El desdén con el que se empieza a hablar sobre la película que ambos amigos vieran anuncia que los hombres cultos no tendrían por qué hablar del entretenimiento de masas, pues “esas producciones estereotipadas de Hollywood se adivinan a partir de una secuencia o dos, como los paleontólogos reconstruyen un dinosaurio a partir de una sola vértebra” (pos. 1607). El problema es que ni todas las películas hollywoodenses, ni todas las conversaciones son como la parte mínima y esencial que permite construir un todo, como la vértebra del dinosaurio. 

Lo simple no es lo simplificado, ni lo común es lo ordinario. O más bien, el sentido común de las formas dadas, sean de la conversación o del cine, es más complejo de lo que se piensa. Los dos amigos discuten en diferentes sus desencontradas opiniones. La película, ese objeto común, banal, desabrido y espectacular, los desconcierta. El momento que desata el desacuerdo entre los amigos es la aparición “descuidada” de un reloj rolex en la muñeca de un pastor ucraniano, el personaje principal del filme. Acto seguido, los amigos se centrarán en discutir los límites de la ficción en relación con la realidad. Así, son mencionados errores de verosimilitud, diferencias radicales entre ficción y realidad, niveles narrativos, historias insertadas, contexto socioculturales que explican las motivaciones del filme y hasta la proyección psicológica del “narrador principal del relato” —pues él desde siempre ha querido un reloj rolex. Todos estos elementos sirven al análisis, pero los conversadores no llegan a un acuerdo. Sin saberlo, los amigos en realidad están repitiendo la forma misma de la película, pues ésta logra condensar muchos temas y motivos pero de una forma acelerada y fragmentada (pos. 2368-9). De este modo, lo que se analiza no es la película, sino la forma en que la película es vista, esto es la forma en que se enuncia (la enunciación enunciva): los mecanismos de la televisión. 

Frente a la televisión, ni ante ningún medio, uno no es uno mismo, y paradójicamente, uno es más uno mismo. Como se dice en la novela, frente a la televisión “una parte de la conciencia se mantenía afuera, contemplando el juego de ficción y realidad, y entonces lo que era inevitable era que surgiera una consideración crítica” (pos. 2294). Ver cine por televisión “dejaba de ser un sueño que uno soñaba y se volvía el sueño que estaban soñando otros” (pos. 2296). Lo que pone en juego la narración de Aira, como la televisión, es la forma en que las cosas pasan y uno se puede dar el lujo de seguir siendo parte del proceso y a la vez estar distraído. Esto es que, como los amigos de la novela, nuestra atención frente a los medios siempre está en otra parte. La película, ambos amigos, la ven a medias, la atención de los dos había sido parcial, y aún así tenían los elementos para conversar e intercambiar ideas.

Estar frente la pantalla es dejarse ir para que la realidad siga y uno forme parte de ella a pedazos. Al final, los dos amigos se dan cuenta que ambos perdieron partes esenciales de la película, el narrador afirma “No habría caído en la confusión si me hubiera concentrado debidamente, pero uno no se concentra en esa clase de pasatiempos” (pos. 2430). Un simple artificio confundió a los amigos y aunque la realidad, a diferencia de la ficción, “no tenía niveles” (2454), muy probablemente la ficción tampoco. Darle niveles a la realidad es darle falsos problemas, igualmente a las narrativas artísticas. Por otra parte, darle análisis a la realidad o a las ficciones, aunque parezcan nuevos niveles —y por tanto falsos problemas—, es nuestra única forma de darle frente a cualquier producto cultural, pues frente a estos uno se encuentra con la marabunta del mercado. Sólo por la conversación, y el intercambio de desacuerdos y análisis, eso que era laberinto se convierte en meseta. Hablar a/con un otro, tan radical en su otredad como uno en su mismidad, sobre un tercero, ese producto que dispersa y fragmenta, sea el cine o la literatura, puede convertirse en otra cosa, ya no una conexión de flujos y escrituras monetarias, sino una constelación de palabras, de pensamientos, luciérnagas que en la noche del narrador y del pensamiento, se convierten en “insectos de oro, mensajeras de la amistad, del saber, más alto, más alto, hasta las zonas de cielo donde el día se volvía noche y la realidad sueño, palabras Reinas en su vuelo nupcial, siempre más alto hasta consumar sus bodas al fin con la cima del mundo” (pos. 2499). En la cima del mundo, la inmensidad absoluta eleva a las palabras, su vuelo es admirable, pero si no regresan a la tierra y sólo se elevan sin cesar, irán probablemente a parar al olvido, a ese hueco rodeado de recuerdos gélidos, desde donde la primera voz narrativa comenzara su relato.