Notas sobre Línea de sombra. El no sujeto de lo político (2021) de Alberto Moreiras

La reedición de Línea de sombra. El no sujeto de lo político (2021) de Alberto Moreiras comparte con Tercer espacio la importante tarea de revisar libros relevantes y que en su momento no fueron estudiados a detalle. Como en Tercer espacio, en Línea de sombra también se habla de cómo sistemáticamente la academia tradicional norteamericana ignoró los logros y análisis de este libro. En el prólogo de Sergio Villalobos-Ruminott se dice que Línea de sombra es uno de los primeros lugares desde donde se emprendió la ruta por la que ahora conceptos claves como infrapolítica y posthegenomía circulan. Estos conceptos son, ante todo, “un sostenido intento de pensamiento […] una práctica casi corporal de escritura y desacuerdo, que implica sostener el arrojo con una perseverancia orientada siempre hacia la liberad” (15). Aunque el prólogo no desarrolla esa idea sobre lo que implica sostener el arrojo, uno puede pensar que ya el título evoca sutilmente ese trabajo. Es decir, línea de sombra no es sólo una metáfora que evoca aquello que Moreiras ve como la línea que va figurando (y figura) nuestro horizonte de pensamiento, es decir, la línea de la dominación, cuya sombra somete a todo lo que caiga bajo ella, sino que también la línea de sombra vendría a ser eso que Villalobos sugiere, un intento de pensar que sostiene el arrojo pero no lo para. Es decir, si la sombra es la traza sin trazo de todo aquello que se expone a la luz, el pensar de la línea de sombra, en contra de la sombra de la dominación, es un pensar que no detiene el arrojo de lo que existe sino que guarda la sombra de su existencia, su residuo enigmático. 

En cierto sentido, el residuo enigmático es el tema principal del libro. Este término es otra forma de referir se al no sujeto de lo político. Si el sujeto es el que pide que su sombra sostenga y domine, el no sujeto de lo político eso que quiere exponer y exponerse eso que Moreiras dice que “hay en nosotros y más allá de nosotros”, una suerte de exceso y precedencia, “algo que excede abrumadoramente a la subjetividad, incluyendo la subjetividad del inconsciente” (21). Ahí, entonces, se ve que el no sujeto de lo político sería la sombra del inconsciente, algo ineludible y que a la vez elude sobre todas las cosas. Los siete capítulos del libro, y la coda, ofrecen a su manera aproximaciones a ese resto enigmático, a su lugar y a su existencia. A su vez, los primeros capítulos son, ante todo, una lectura de y con otros pensadores sobre el estado de la política a inicios de siglo XXI. Si luego del 9/11 las formas de la guerra, el estado y la política entraron en crisis, ¿cómo es que habría que leer un mundo que rehúsa toda idea de exterioridad y al mismo tiempo reclama la sistemática y comunitaria subjetivación de cualquier cosa que se mueva fuera de sus murallas? 

¿Cómo pensar política si la distinción de amigo y enemigo, donde según Carl Schmitt inicia la política, está completamente desbaratada en nuestro momento histórico? El punto clave de este “fin de la política” radica en la total crisis de la subjetividad. Por las formas de subjetivación es que amigos y enemigos dejan de importar, o más bien, por el sujeto es que se descubre que no hay amigos sino sólo enemigos. Si “el enemigo absoluto, no es el terrorista global, sino que es aquel de quien esperamos eventual sometimiento y colaboración, que en caso concreto significa colaboración con el régimen de acumulación global que mantiene a tantos habitantes de la tierra, en el nomos pero no del nomos, en miseria o precariedad profunda e injusta” (45), se debe a que vivimos en tiempos de política del partisano. Esto es que ahora (a inicios de siglo XXI) “la incorporación del enemigo absoluto dentro del orden moderno de lo político, por tanto ya [es] el síntoma de la descomposición de tal orden desde el siglo XIX” (60). No es gratuito, así, que, por ejemplo, los problemas del narcotráfico en México emulen, en buena medida, los problemas del terrorismo post 9/11. La guerra es indistinguible de su momento detonante, siempre se está en guerra, o en la amenaza, el espacio se hace cada vez el mismo. 

Al mismo tiempo que el nuevo nomos previene y destroza al enemigo, hay un registro salvaje, algo que queda en el doble registro que se queda en el umbral del nomos, fuera de lo que exterior mismo a este orden. Eso que queda es el no sujeto de lo político, “más allá de la sujeción, más allá de la conceptualización, más allá de la captura […] simplemente ahí” (80). Si la subjetividad de la modernidad es igual a la del sujeto del capital, “una totalidad vacía” (59), entonces el “no sujeto es lo que el sujeto debe constantemente abstraer, una especie de auto-fundación continuada en la virtud” (116). Hegemonía, subalternidad, decolonizalidad, multitud y demás avatares de la metafísica, diría Moreiras, se quedan siempre cortos y no son sino máquinas de restas, pues no sólo restan y abtraen al resto enigmático, sin que precisan falsamente restituir algo que de entrada está perdido e irrestituible, aquello que se le sustrae al no sujeto. Ahora bien, el problema del resto enigmático, del no sujeto, es que no se trata de pensar en la inclusión ni en la exclusión. Pensar el resto “no es pensar que traduce, sino cabalmente un pensar de exceso intraducible; no es un pensar ni hegemónico, ni contra-hegemónico, sino más bien parahegemónico o poshegemónico, en la medida en que apunta a las modadlidades de presencia/ausencia de todo aquello que la articulación hegemónica debe borrar para construirse en cuanto tal […] pensamiento de guerra neutra y oscura, capaz, quizá de resituir eventualmente lo político como nueva administración de soberanía” (134). Así, la aparente suma que pretende el capital, o cualquier forma subjetivizante, no es sino una resta, una resta que, parecería, captura la propia resta a la que el no sujeto tiende. Esto es, el no sujeto, para Moreiras, guarda necesariamente un carácter negativo, una forma de resta que abre en su doble escritura contra la suma camuflada de la subjetividad una posibilidad de extenuación de los mecanismos de resta forzada y controlada. 

El problema, por otra parte, es que si el no sujeto de lo político guarda una relación directa con la violencia divina, entonces, es probable que una de las operaciones fundamentales de no sujeto no sea la resta. Si la violencia divina es “la excepción, la substracción radical del regreso infinito, la afirmación de una suspensión no sangrienta pero de todas maneras letal de la cadena signifcante (218), entonces, la violencia divina es una suerte de cero exponencial. Como sólo el agotamiento de lo político puede ser liberado por la violencia, al liberar lo político de lo político mismo (subjetivación), de la misma forma, la totalidad vacía expuesta del sujeto, elevada por su exponente vacío (cero/ el no sujeto) regresa a un uno heterogéneo. Un uno de repetición divergente desde donde el conteo se abre siempre hacia otras partes, lejos tal vez del resto, incluso.

Notas sobre Tercer espacio y otros relatos (2021) de Alberto Moreiras

Esto que sigue, junto a un post anterior sobre Infrapolítica. Instrucciones de uso (2020) busca formar, a la larga, un bosquejo de un texto más largo sobre algunos de los libros de Alberto Moreiras. 

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La nueva edición de Tercer espacio y otros relatos (2021) de Alberto Moreiras agrega bastante a la edición de 1999. Todo esto, por supuesto, está comentado por Moreiras mismo. Se puede decir que Línea de sombra. El no sujeto de lo político (2021) y Tercer espacio son una reexposición de una herida. Si las cosas ya iban hace más de veinte años, como Moreiras escribe, analiza, tematiza y comenta en ambos libros, ahora las cosas van peor. De ahí que, el testimonio de Moreiras, “testimonio de una vida parcialmente dedicada a la observación y estudio de formas de escritura salvaje y subversiva” (Tercer espacio 10) valga mucho la pena. Reeditar Tercer espacio no sólo muestra una necesidad de volver a algo que ya estaba antes de las elaboraciones sobre la infrapolítica, la poshegemonía, la desnarrativización u otros conceptos claves de y para Moreiras, sino que también, quizás, aquello que precede también excede. Esto es, “la acumulación de intereses puntuales que seguían su propia lógica” (10) y que formó a ambas ediciones de Tercer espacio siga en expansión, que la acumulación de escritura salvaje y subversiva antecede y precede al tercer espacio y a la posibilidad misma de relatar. Más aún, esa acumulación es el testimonio de una vida que late por esa herida expuesta. Así, la nueva edición de Tercer espacio invita a la lectura, al diálogo y a la discusión. Si hace 20 años el libro “herético” de Moreiras, como lo llama Gareth Williams en el “Prólogo,” no encontró nicho y resonancia en el mundo académico tradicional, quizás esta vez sea diferente. Quizás. 

Las dos partes en que se divide Tercer espacio ofrecen ensayos sobre diversos autores latinoamericanos, mayormente. La primera parte es la reedición de la edición de 1999 y la segunda son los otros relatos que anuncia el título del libro, artículos que aparecieron en diversas revistas académicas. A su vez, hay una “Nota preliminar,” un “Prólogo” escrito por Gareth Williams, una “Coda” y “Apéndices.” En el “Prólogo,” Williams recupera una cita clave para entender cómo está escrito Tercer espacio. El libro está escrito a partir de tres registros que siguen un plan para llegar a “una meditación concreta sobre la mímesis o práctica del duelo.” Los tres registros son: “el registro de la literatura latinoamericana a ser estudiada, el registro teórico propiamente dicho, y el otro registro, más difícil de verbalizar o presentar, registro afectivo del que depende al tiempo la singularidad de la inscripción autográfica y su forma específica de articulación trans-autográfica, es decir, su forma política” (25). Literatura, teoría y afecto supondrían también pensar en tres espacios. El tercer espacio es el espacio del afecto, del duelo. Tal vez, sin que el libro se preocupe mucho de ello, no queda suficientemente claro por qué es el duelo el principal afecto que mueve la “práctica del residuo o del resto ontológico en la escritura” (32). Si todos los textos analizados en Tercer espacio cargan con “una experiencia básica o extrema de pérdida del fundamento” (33), esto no quiere decir que el duelo sea suficiente para entender cómo los textos hacen “de la pérdida el lugar de cierta recuperación, siempre precaria e inestable, pues siempre constituida sobre un abismo” (33). Es decir, si ese resto enigmático (término que se usa en Línea de sombra para hablar del no sujeto de lo político) que persiste luego de la pérdida se expone al mundo y se engancha a la existencia de forma precaria e inestable, difícilmente el duelo puede atraparlo, pues más que resistencia, la persistencia del residuo duele tanto como alegra cualquier otro afecto de valencia positiva.

En el tercer espacio habitan los restos, los residuos, aquello que se escapa. Como en la foto del niño y su madre (Fig. 1), en la dualidad y la repetición algo se escapa a la posibilidad reflejante del espejo, sólo la cámara “capta desde detrás la escena de este cruce de miradas que no se cruzan” (41). Una traza sin cruce, eso sería una posible definición del tercer espacio. En palabras de Moreiras al respecto de la foto, “hay un tercer espacio, definido por la fisura que separa las dos miradas y que bloquean su encuentro, definido por la fisura que, al postergar en ansiedad paciente la posibilidad de encuentro, vincula, pero sólo tentativa, hipotéticamente, el espacio primero y el espacio segundo —los vincula al tiempo que los separa tenue e infinitamente” (40). Esa fisura demanda explicación, pero no admite resolución explicativa. A la vez, por esa fisura y esa serie de reflejos, el vinculo hipotético que también separa tenue e infinitamente deja ver el residuo de los ojos y de lo que estos comprueban. Así, aquello que las manos de la madre y del niño sostuvieron, ya no se puede sostener más, sino por la mirada. En ese sostenerse mutuo se aviva “un oscuro goce” (42). 

Con esto, se insiste en que, a pesar de que el libro enfatice la labor del duelo como producción negativa para salvaguardar el residuo de aquello que persiste, el duelo no puede cargar con todo lo que el residuo desborda. Si el duelo es otra cosa cuando se duele de sí mismo, pues “el verdadero odio está en la narrativa, porque la narrativa no es aquí más que pretexto para buscar en ella momentos constituyentes de desnarrativización, los momentos en los que la historia y las historias se hacen indistinguibles de su propio desastre” (42). El duelo en su momento de desnarrativización, en el que su dolor se hace indistinguible de su propio sufrimiento, libera aquello que le aquejaba. Todo esto, parecería contraproducente, pues el libro siempre regresa a la necesaria labor negativa que el duelo precisa y, de cierta manera, a la imposibilidad de que otros afectos puedan dejar resonar aquello que el residuo enigmático guarda. Sin embargo, en casi todas las lecturas a los textos literarios, se tiene prueba de lo contrario. En la lectura de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” de Jorge Luis Borges (“Capítulo segundo”), la escritura postsimbólica sirve para plantear eso que precede y excede al duelo. El cuento de Borges, al final, se trata de cómo “los epitafios traducen la muerte y así articulan una especie de supervivencia” (68). Esa supervivencia esta directamente relacionada con la escritura postsimbólica. Esta forma de escritura sucede porque en Tlön no hay forma de substantivación, porque el mundo “ha de ser entendido antirrepresentacional y antisimbólicamente” (71). Así, la escritura postsimbólica “vive en el duelo de sí misma. Sobrevive en una indecisa labor de traducción cuya precariedad sin embargo acoge la alegría de saberse fiel a sí misma, siguiendo su propia ley” (73). Esa alegría que se acoge es la que precisamente nunca puede llegar a afirmarse (74). Borges es un escritor del tercer espacio, como se verá en otros capítulos del libroporque su escritura no es exterior ni interior, “su espacio es el espacio tercero de una extraña posibilidad de traducción del mundo” (74). En esa extraña posibilidad no hay ya duelo, pero sí una inafirmable alegría, tal vez. Si la aflicción busca aquello que deja traza y murmura, aquello que deja sólo un rumor, ¿por qué se duele tanto la aflicción por no ver pero seguir oyendo, seguir sintiendo?

La negatividad es inescapable, tal vez. Se dice sobre la negatividad, al respecto de “Funes el memorioso” que:

funciona como instancia crítica e irónica: la nostalgia de presencia, si bien no puede presentar sus propios resultados positivos, articula al menos bajo el modo de la alusión el proyecto de una posición privilegiada donde coincidirían racionalidad y creación, y en la que sería posible asentar la relevancia emancipatoria del arte. No importa que esa posición no pueda ser más que proyectada. El vacío que crea la acción misma de proyectar es un vacío activo (116). 

Todo esto va de acuerdo con el carácter funesto de Funes, su inescapable vida de “auto-coincidencia instantánea.” Desde esta perspectiva, Funes se escribe desde la crítica y la ironía, desde una irresolvible ambivalencia entre recordar y olvidar, entre “la reconstrucción ontoteológica y su ruptura” (126). Funes proyecta un vacío y este no es una imposibilidad, ni una falta, sino una traza de actividad. Sólo por ese hueco se hace posible una distancia que nos separa y acerca a la catástrofe de un mundo de imposible deferencia, de mismidad y cambio absoluto en estado heterogéneo. Funes, aunque esto no lo sugiere del todo Moreiras, dejaría ver que la angustia de la negatividad dialéctica por evitar “la parálisis, el desastre apocalíptico del pensamiento” (129), no es sino un juego arriesgado de crítica e ironía, algo más cercano a un chascarrillo que a un acertijo filosófico. Con esto, la crítica y la ironía de Borges en Funes afirman, sin poderlo, la relevancia de la vida común, o del hueco que late en la vida infame y funesta de aquellos que “vivimos postergando todo lo postergable porque igual que Funes no podríamos vivir en la auto-coincidencia instantánea” (123). De ahí que sólo al replantear el problema de lo común vuelva a latir la necesidad de romper o reconstruir la ontoteología.

Quizás el lugar de lo común sea un flanco también sugerido por Moreiras pero no explorado en Tercer espacio. La única mención explícita al problema de lo común en el libro está ubicada en un momento en que se hace crítica a las predecibles formas en que la academia ha leído a Borges. Para Moreiras, la academia sólo sabe mostrar un Borges “chato, nihilista, falsamente subversivo, funcionalista, metafísico, y en última instancia, trivial” (291). La diferencia entre estas lecturas y las de Moreiras está en que para el segundo el problema de lo banal, lo común, yace en la propia experiencia existencial y vivencial. Es decir, que lo común es perder cosas, saber que tarde o temprano todo lo que vive un día reventará, se acabará, y que, por tanto, hay que mantener siempre una diada viva que invoque a un tercer espacio en el que se cancela por extenuación y repetición la mímesis subjetivante de la narrativa. Es decir, que el problema no es que en Borges no haya momentos banales, metafísicos y subversivos, sino que la crítica convencional domestica la prosa salvaje de Borges y vuelve simplificado lo que es simple, lo que es común. El ensayo que abre la segunda parte y que discute las insuficiencias de la crítica tradicional al discutir la obra de Borges ya deja ver cierta diferencia entre primera y segunda parte. Mientras que en la primera parte no hay una mención explícita a la noción de infrapolítica, en la segunda parte el concepto aparece. 

La infrapolítica sería la necesaria intromisión de aquello sin lo que política ni la escritura pueden ser. Ya sea en Castellanos Moya, en Aguilar Camín, en Roa Bastos, o incluso en algunos de los autores analizados en la primera parte, sobre todo en Borges y en Lezama, la infrapolítica funcionaría como aquello “extrahumano que interrumpe la interrupción [del orden de la representación] y la aniqila, la arruina,” así “ya no hay recurso al arte, vivimos en la fijeza de ese algo, en esa interrupción de segundo orden” (379). Con esto, queda enfatizada la tarea de Tercer espacio por buscar textos no miméticos, sino mejor textos de segunda ruptura, textos de ruptura de la ruptura. La cita anterior, ubicada en el corazón de las reflexiones sobre Yo el supremo, de Roa Bastos, sirve como como puente para una apertura, la llegada a un umbral. Desde ahí se manifiesta que en Yo el supremo ya no está “la liberación de la escritura por la política, sino la interrupción infrapolítica de la historia en nombre de un nuevo horizonte de libertad” (392). En Yo el supremo la escritura se expone a ser interrupción de la política y la política se expone a ser interrupción de la escritura, lo que queda, el resto enigmático, es un horizonte de libertad, una línea de fuga. 

Casi al final del libro se vuelve necesario, tal vez, preguntar qué diferencia habría entre tercer espacio e infrapolítica. La estela de pensamiento por la que Moreiras apuesta en esta reedición trazaría un arco de intensidades que va de lo espacial a lo posicional. La infrapolítica es la desterritorialización del tercer espacio, pues si la infrapolítica “te fuerza a desbrozar aquello que te describe, aquello que te des-cribe, te fuerza a destruirlo, para que una cierta cercanía —la cercanía de tu ahí a tu-ahí emerja” (486), ¿qué lugar ocuparía el duelo sin ninguna descripción? En otras palabras, la infrapolítica es la exposición y redoble del duelo del tercer espacio. Al mismo tiempo, el tercer espacio ya es el umbral de exposición hacia la ambivalente afectividad de la infrapolítica, a ese afecto que provoca desbroce, esa fuerza que des-cribe. No extraña así, que de Tercer espacio. Literatura y duelo en América Latina, la nueva edición diga ahora Tercer espacio y otros relatos. De la cesura del punto, la y congrega y prosigue, persiste. A su vez, del duelo y el lugar (América Latina), el tercer espacio ahora se sigue de lo esencial del duelo, su relato y su inespecífica fuerza otra (otros relatos). La diferencia entre tercer espacio e infrapolítica no se sutura, se expone y se exhibe en una “y” sin juxtaposición pero en conjunción, como las miradas de la madre y del niño del “Exergo”. A su vez, lo que acerca al tercer espacio y a la infrapolítica es el impulso por el éxodo, por la fuga. Si la infrapolítica fue pensada primero como “descriptor existencial” (486), la existencia que desborda lo común del acontecer se abre hacia la infrafilosofía, una posición desde y sobre lo que es inoperante. La infrafilosofía sería la traza que confunde, aleja y acerca, a la infrapolítica y al tercer espacio, un pensamiento de un mundo que requiere existencia antes que sometimiento. Es ver el gozo de ver sin narración, de no permitir que la ficción viva por ti. Sin embargo, sin ficción, ¿dónde habrá de guarnecerse aquello que a veces vibra en la ficción?, ¿dónde? Aquello que dice Mario Levrero:

Aquello que hay en mí, que no soy yo, y que busco.

Aquello que hay en mí, y que a veces pienso que también soy yo, y no encuentro.  

Aquello que aparece porque sí, brilla un instante y /luego 

Se va por años 

Y años. (El discurso vacío 9)

Sin nada de ficción no habría, tal vez, relato y sin otros relatos, no habría tercer espacio. O tal vez sí, pero éste regresaría una vez más al duelo. 

Un comentario a “Somos.” (2021) de Netflix. Dir. Alvaro Curiel y Mariana Chenillo

La masacre del 18 de marzo de 2011 perpetrada por el cártel de los Zetas en el poblado de Allende, Coahuila, no fue noticia nacional en su momento. Somos., una serie mexicanoamericana de Netflix sobre el narco y la violencia en el corredor Centroamérica-Estados Unidos, intenta revertir los descalabros históricos que silenciaron la masacre. Basada en el artículo “How The U.S. Triggered a Massacre in Mexico” de Ginger Thompson, para ProPublica y copublicada por National Geographic, la serie no sólo busca hacer justicia por las víctimas y visibilizarlas, sino que también se busca divulgar un hecho escalofriante en la ya larga lista de matanzas del México contemporáneo. Menos que una labor de testimonio —a diferencia del artículo de Thompson— y más que un drama televisivo —como Narcos— la serie intenta representar sin volver a traumatizar. Esto es, los hechos retratados en Somos. se alejan de la historia de la masacre y, a su vez, lo que menos busca la serie es darle foco narrativo a los narcotraficantes. El problema es que los seis capítulos están todos englobados por eso tan común y escurridizo que queda siempre inatrapable en eso que “somos.”

No es, pues, que la serie pierda fuerza al caer en la imposible encrucijada que todo acto de representación conlleva. Esto es, en la medida en que Somos. es una serie más para saciar la imparable maquinaria de consumo audiovisual por streaming, la serie no hace mucha justicia de la que se propone. Aunque se busque una historia reivindicativa, que disipe el olvido al que se ha sumido a las víctimas de la amsacre, la serie ya está en una precondición por otro olvido, uno que vuelve a la serie en cuadro más naufragado en el mar de contenidos que el scrolling de Netflix permite ver. Con todo esto, pareciera que por más que se intente ir en contra de la corriente de contenidos que “romantizan” o banalizan al narco y a la violencia en Latinoamérica, todos los esfuerzos son en vano. En vano, también, es definirse, no indetificarse, y aún así siempre parece necesario saber sobre eso que somos. 

La serie de créditos y secuencia de inicio que abre los capítulos de Somos. anuncia que llegamos a un mundo que carga con la terrible tarea del informante. Somos. viene a informarnos de un evento atroz, silenciado y que queda condenado, como todo acto testimonia, a una doble tarea, la de evadir la reproducción de abyección cuando al mismo tiempo la abyección es lo que permite la acción testimonial y documental. Todo testimonio es un acto abierto a sus propios límites. Una serie, por otra parte, parecería ser lo opuesto a un testimonio, una serie es la contención de los límites y aperturas del testimonio. La secuencia de apertura, luego de avisar que la serie está basada en acontecimientos reales, muestra en blanco y negro una serie de retratos. Rostros impávidos con expresiones tristes, fotografías que tienen una fuerte semejanza con retratos de cartilla de identificación. Los retratos pasan uno tras otro y finalmente la pantalla se cuadricula con cada uno de los retratos. El título de la serie se superpone a la cuadrícula de caras y así se inicia el despliegue narrativo. Los rostros quedan determinados por el Somos. del título. Esa cuadrícula deja el anonimato y cual enrejado, adquiere su letrero de identidad. El punto al final del título de la serie sugiere una pausa, una cesura y una clausura. La apertura de la serie pareciera satisfacer eso que el título evoca. Los que son nos dicen “somos.” La música solemne y el fundido nos dejan ahora ver aquello que esos retratos son, aquello que la palabra impone a su imagen. 

El punto en el título de la serie cancela cualquier otra versión de aquello que Somos. pudiera evocar. El problema es que, como título de la serie, la oración (Somos.) no es sino la primera. Lo que viene no es, entonces, clausura, sino apertura: la posibilidad de retribuir el olvido impuesto y sistemático en el que se sumergió a las víctimas de la masacre de Allende. Cada capítulo ofrece una progresión que regresará al primer momento de la serie, cuando la cárcel de Allende se amotina, los zetas sacan de la cárcel a los presos y los transforman en máquinas de guerra. En el pueblo se avecina una catástrofe, y sólo presenciamos en inicio. Hombres reciben armas y se montan en camionetas, uno de los reos rechaza la metralleta que le ofrecen, se le da un machete. Todos habrán de matar en nombre den narco. En las primeras secuencias se muestran secuestros y asesinatos. La euforia de los reos y narcotraficantes es febril. De ahí, la secuencia se corta y la narración del capítulo y los subsiguientes se concentrará en mapear la vida diaria de los habitantes de Allende. No hace falta mucha imaginación para pensar las masacres del narco, tan comunes en México y en otras partes, pero sí hace falta para pensar la vida cotidiana, la forma común en que se vivía en Allende y eso es, en buena medida a lo que se dedican los siguientes capítulos con excepción del sexto. 

Allende es un pueblo como cualquier otro. Hay una familia adinerada. Hay una veterinaria con problemas con su pareja. Hay un cuerpo de bomberos con dos miembros que luchan por su sobriedad. Hay un equipo de fútbol americano y adolescentes que comienzan a descubrir el calor y el frío de sus cuerpos en contacto con otros. Hay una madre preocupada por su hija y su yerno. Hay un joven entusiasta y optimista, pero naif y testarudo. Hay, incluso, un narco que, aunque agresivo, no causa gran alboroto en el pueblo, es gritón es grosero, pero no irradia terror. Las cosas cambian cuando, sin razón aparente, los cabecillas del cártel de los zetas se mudan a Allende. Luego, la intervención de la DEA en las operaciones de este grupo delictivo disparará la paranoia y el miedo de los “nuevos soberanos” del pueblo. No se trata sólo de decir, como Ginger Thompson, que los Estados Unidos dispararon una masacre en México, sino más bien que aquello que parecía apacible estaba en un momento donde cualquier mínimo cambio aceleraría las cosas hacia su destrucción. Como los bomberos que luchan por su sobriedad, cualquier recaída o tropiezo llevaría, como sucedió, a un momento de intoxicación y desenfreno. 

Quizá, la tragedia más grande de la serie no es la incapacidad de reivindicar el olvido histórico, sino la incapacidad de poder rehusarse a ser informante. Todos en el pueblo terminan interactuando con los nuevos narcos, y los que piensan escapar del narcocontrol terminan siendo informantes de la DEA (una empresa igual de sangrienta que la de los narcos, pero al menos subsanada por la dominación norteamericana y la fuerte burocracia de las policías de ese país, como parece sugerirse varias veces en la serie). Todos somos informantes. ¿Qué hacer, pues? 

El hecho de que los diálogos muchas veces estén forzados y, que, por ejemplo, el final de la serie resuelva a manera de deus ex machina la suerte de unos niños que sobreviven la masacre, luego de que un par de “narcos” los saquen de Allende y los dejen en el kiosko de otro pueblo, funciona más a favor de la serie que en su contra. Es decir, si todo lo que el narco toca es exagerado, excesivo y poco comprensible, de la misma manera, la forma en que los narcotraficantes en la serie son representados, excepto el narco local de Allende, es escurridiza. Los narcotraficantes, sobre todo los zetas, aparecen como figuras acartonadas pero que irradian excesos, son los personajes que no saben detenerse, que abusan de todo, que no conocen límites ni formas suaves, son fuerzas desterritorializadas que destruyen por sobre todas las cosas. En contra punto de esta fuerza, pareciera que Somos., como serie y título, intenta oponer cierta contención. Sin embargo, esto no es así. 

La decisión arbitraria y destructiva de los narcos no es, necesariamente, opuesta pero es diferente de la decisión de aquello que somos. El problema, claro está, que mientras la decisión narco es un flujo destitutivo, desterritorializado y destructivo, la decisión de definirse sin identificarse de “somos” es también un flujo escurridizo, pero no un destructivo, sino abierto a su creación y recreación. Por esos huecos que la palabra en español evoca, se dejan abiertos dos círculos. Somos no es sólo la afirmación de lo que uno es en colectivo en un momento presente, sino también los binoculares desde donde uno se ve dentro de un grupo, y al mismo tiempo el espacio hueco de la definición de grupo pero nunca su identificación. El hueco no es de nadie, lo que se sale de la boca, lo que se ve, lo que se folla, lo que se toma, lo que se respira y se come, no es de nadie, o más bien, nadie hace esas acciones, un nadie tan escurridizo como un somos. Si nadie es la persona que se elude incluso cuando se nombra, somos es la persona que se desagrupa en cuanto se agrupa, que se desvanece en cuanto se identifica. Un nadie es el común y un somos es un común de nadies. Lo más sugerente de la serie, insospechadamente, está en esos huecos abiertos a la intemperie, huecos ruinosos como el labio leporino de Paquito, el reo que rehúsa el fusil y se le es entregado un machete, que deja ir siempre suspiros pero sabe callarse para mantener su vida un poco más de tiempo y poder despedirse de su novia. Los huecos están por todas partes en la serie, como están por todas partes los huecos de las balas en el poblado de Allende y en general por toda Latinoamérica, y otras partes. El hueco es la impotencia de la bala, pero también la certeza de que todo lo que vive, respira, siente y muere lo hace por sus agujeros. 

Notes on Crack Capitalism (2010) by John Holloway

Crack Capitalism (2010), in a way, completes most of the reflections John Holloway started in Change the World Without Taking Power. While the first volume worries the most about the description of doing, a constituent force captured by labour that generates our common sense and our normal way of being into the world of capitalism. The second volume offers 32 thesis about the ways we, ourselves, build but also crack the system that oppresses us, how we are screaming and creating cracks in the system, how doing cannot be fully appropriate by labour. In another, perhaps, less obvios reading, the 32 thesis are, somehow, 32 steps into sobriety, into a life free of capitalism, but, would that addiction be easy to resolve?

As much as Crack Capitalism offers an inspiring and optimistic way of understanding doing, as something inherent to the way human beings do things for the sake of doing them, because we like doing things, perhaps today one should hesitate to accept Holloway’s optimism. The hesitation is understandable, as Holloway hesitates himself, about considering that with our cracks we are but realigning our struggle back to the terms that provoke the struggle in the first place. That is, Holloway asks, “how do we avoid our cracks becoming simply a means for resolving the tensions or contradictions of capitalism, just an element of crisis resolution for the system?” (53). Today we probably saw the worst of this predicament. We have seen how contemporary struggles, contemporary cracks, have been turned into solutions for capitalism’s crisis. We have witnessed a pretended liberation of “labour” through a massification of part-time online platform jobs (I.e. uber, ubereats, etc); a liberation of sexuality and imagination through streaming services that reterritorialize sexual and imaginary expression, among many. If a crack is “the perfectly ordinary creation of a space or moment in which we assert a different type of doing” (21), why is it that most of these different types of doing are still feeding and serving the tyrant, why is it that we are still weaving our self-oppression and self-destruction? Why is it, that perhaps, more than ever, we are unable to resolve Etienne de la Boétie’s riddle, why are we fighting for our oppression and voluntary servitude? This is the starting point for Holloway, and, to a certain extent, the place where his argument finishes too. Why is it that we are running in circles when trying to solve La Boétie’s riddle? 

There might be hesitation when reading Holloway, but for sure, even in the worst scenario, one should acknowledge that more than resolving things a crack is the proposition of question. A crack asks. To that extend, the territorialization and domination of spare time by social media, for example, is a two-edged sword, a delicate terrain where an always unprepared “wake up to other possibilities” (32) haunt the way doing is constantly fighting against the domination, the abstraction of labour. Wasn’t this what happened with Donald Trump and the tiktokers? But also, wasn’t this what gave the place for the affect of the masses that entered the US Capitol early this year? A crack is an ambivalent movement, a touch yet not a touch. From cracks we just know that they break a surface and that they desperately seek for the lines of other cracks. In that sense, while the right seeks to cover the rifts of the struggle of doing, the left should should find where one crack begins and where another ends, where the “lines of continuity that are often so submerged” (35) that are about to touch themselves, but they don’t. To understand the crack is to understand that certain struggles need only to keep pushing until their cracks touch other’s crack’s rifts. To explain how these lines work, how the rifts and cracks communicate, Holloway elaborates a strict distinction between labour and doing, alienated labour and conscious life-activity, and abstract time and concrete time of life. 

All these dichotomies coincide in the understanding of the concrete doing as a “flow of life” (111). This flow is something that is always moving beyond and going through the rigid and oppressive shape of power, of labour. While capitalism wants labourers, “mutilated personification[s] of abstract labour” (122), the other world possible struggles for the dignity, the fragility and sacredness of everything that beats, of everything that lives. Doing, the flow of life, is the struggle of existence against its own conditions and possibilities of existence. That is, doing wants to desperately stop serving the tyrant, capitalism, without being able to completely abandon and refusing most of the tyrant’s structures, means, things. Doing is the praxis of knowing that we build our own tragedy, and our only way out is to “attack [and crack] time itself” (166). Only when time is broken, cracked, it will come to surface how the masks that capitalism via abstraction has given us, are but an empty container that oppresses the “shadowy figure (or figures) behind the character mask” (217). Once it all cracks there will not be, perhaps, distinctions, differences or the necessity to differentiate the multiplicity of ways of being that there is. Once it all cracks it will become obvious that radicalness starts by refusing, by a refusal of keep creating the weave that oppresses us and sustain us. Once it all cracks to what would we hang our anxiety to? How would we recover from that overdose of capitalism?