The worst thing about Shoshana Zuboff’s The Age of Surveillance Capitalism. The Fight for a Human Future at The New Frontier of Power (2019) is not its essentialism considering capitalism inherent relationship with democracy; neither its simplistic comparisons between the Caribbean dwellers that encountered the Spaniard adelantados (Zuboff’s word) in the XVI century; not even its repetitive prose. The worst is the concluding remarks. For more than 500 pages of repeating the same concerns about how surveillance capitalism dispossesses humanity from its most essential feature, its “will to will;” how companies like google transform our behaviour in data and then manipulate us; how day by day we are more controlled, living in a mix between Skiner’s Waldern and Orwell’s 1984, we arrive at the final remarks waiting for something that, of course, is not offered by the book. As mentioned in the previous post, the book is, at best, moved by a reactionary will to separate “good capitalism” (the one identified with General Motors, or Ford, or even the “Foundation” of America [according to Zuboff]) and a “bad capitalism,” the rogue capitalism exercised by companies like Facebook and Google (Zuboff’s favourite strawmen). Precisely this, is what makes the final remarks so dull. Zuboff forgets that the monster behind all this mess, is not the individual “genius” of Zuckerberg, but the disperse talent of the multitudes that day by day feed the machines.
For Zuboff, libertarian values like freedom are at the chore of the debate of The Age of Surveillance Capitalism. Since today the aim of Google, let’s say, “is not to dominate nature but rather human nature” (515), freedom, as a vague signifier that separates nature and humanity, is the object in dispute. Without freedom, then, there is no democracy. Perhaps the book, in a way, secretly influenced the masses that assaulted the capitol early in 2021. The protesters, after all, were all demanding freedom. The “Fake News,” “bad online habits,” and its consequences, that aided these rioters, are poorly discussed in the book. For Zuboff what is at stake is how we are forced to give our behaviour as surplus and how that is transformed into a voluntary servitude.
The biggest fear of The Age is that America becomes China. The Cold War tone this book carries are well justified for Zuboff. She argues, “the bare facts of surveillance capitalism necessarily arouse my indignation because they demean human dignity. The future of this narrative depends upon the indignant citizens” (522). Indignant citizens fighting for democracy, fighting for the American dream, marching for their freedom and liberty. In front of books like this, one wonders why read them. But also, one can but feel sad and sorry. If, once again, the elite of the North American University (Zuboff is Emerita professor at Harvard) is looking for the monster outside, we sadly should be reminded that monstrosity beats at the heart of America.
Si bien Soldados de Salamina (2001), de Javier Cercas,evoca directamente la batalla entre persas y helenos que “salvó a occidente de las garras de oriente” en la antigüedad, en la novela esta evocación es más ironía que hermenéutica. El relato comienza con un narrador fácil de confundir con el mismo Cercas, un periodista de mediana edad que ha publicado varias novelas y que lleva el mismo nombre del autor. Éste entrevista a Rafael Sánchez Ferlosio. Mientras que la entrevista va por un sendero incierto y rocoso, pues Ferlosio, como menciona el narrador, cuando se le pregunta algo responde con otra cosa, la charla entre ambos fluye hacia otra parte. En un momento, Ferlosio le cuenta a Cercas sobre su padre, Rafael Sánchez Mazas, uno de los fundadores de la Falange y luego ministro en la dictadura franquista. Cuando el gobierno republicano estaba por ser consumido por la cruenta guerra civil en España, y el avance de los nacionalistas, comandados por Franco, ya anunciaba su triunfo inevitable, muchos presos importantes para los republicanos fueron mandados a fusilar. Entre estos presos estaba Sánchez Mazas. La particularidad del asunto no es sólo que Sánchez Mazas sobreviviera al fusilamiento colectivo, sino que su escape está lleno de enigmas y traiciones. Si bien, él se mantiene fiel siempre a la Falange, y luego al Franquismo, su escape de la muerte depende de, primero, un soldado republicano y luego de unos desertores republicanos y campesinos catalanes.
Con todo y que el texto enfatice en repetidas ocasiones que no se trata de una ficción, sino de un evento “real,” lo que está en juego en Soldados es la forma en que tanto “lo real,” como “lo ficticio” generan memoria. De hecho, el argumento del texto está dado desde las primeras páginas. El relato de Ferlosio sobre su padre es lo que se repite durante toda la novela. Más aún, la misma entrevista con Ferlosio da la pauta de la dinámica a seguir en todo el texto. Cuando el narrador recupera parte de la “entrevista” menciona:
“El problema es que si yo, tratando de salvar mi entrevista le preguntaba (digamos) por la diferencia entre personajes de carácter y personajes de destino, él se las arreglaba para contestarme con una disquisición sobre (digamos) las causas de la derrota de las naves persas en la batalla de Salamina, mientras que cuando yo trataba extirparle su opinión sobre (digamos) los fastos del quinto centenario de la conquista de América, él me respondía ilustrándome con gran acopio de gesticulación y detalles acerca de (digamos) el uso correcto de la garlopa” (19)
No sólo se trata de la imposibilidad de “extirparle” a Ferlosio algo de información, sino que cada respuesta de Ferlosio va, aparentemente, hacia un campo semántico y temático disperso. Como si no hubiera nada en común entre los héroes de carácter y destino, y los quinientos años de la conquista, con la batalla de Salamina y el buen uso de la garlopa, la narración pasa por alto estas respuestas. No obstante, lo que hay aquí es el borboteo de una embriaguez argumentativa que ya obedece una lógica de readymade:las respuestas de Ferlosio son imágenes analogables, objetos que se encuentran (“no fue hasta la última cerveza de aquella tarde cuando Ferlosio contó la historia del fusilamiento de su padre, la historia que me ha tenido en vilo durante los dos últimos años” [19]). Así, los héroes de carácter y de destino tienen todo que ver con las causas de la derrota persa, y los quinientos años de la conquista también tienen todo que ver con el uso apropiado de la garlopa. A la larga, también, estas respuestas son las mismas que explicarán la misteriosa manera en que Sánchez Mazas sobrevivió a la guerra civil.
La distinción entre héroes de carácter y de destino es elaborada por Sánchez Ferlosio en varios ensayos. De forma muy escueta, la diferencia entre héroe de destino y héroe de carácter está en que el segundo es un manojo de repeticiones y el primero un nudo que siempre se resuelve. En otras palabras, el héroe de carácter tiene experiencias que siempre se repiten, es el héroe del hábito y del estoicismo. El héroe de destino, por otra parte, es el que actúa no por su experiencia, sino por otra fuerza, eso que el narrador de Soldados describe en la mirada del soldado que traiciona sus órdenes y deja ir con vida a Sánchez Mazas. El héroe del destino actúa por “una insondable alegría, algo que linda con la crueldad y se resiste a la razón pero tampoco es instinto, algo que vive en ella con la misma ciega obstinación con que la sangre persiste en sus conductos y la tierra en su órbita inamovible y todos los seres en su condición de seres” (104). Ese flujo, que puede ser entendido como el conatus spinozista, es aquello que antecede y precede a la acción, pero sólo puede ser expresable en eso mismo: acciones.
Con esto en mente, Soldados de Salamina es una novela sobre la posibilidad de pensar que la guerra civil española fue más que sólo una lucha entre carácter y destino. Es decir, Sánchez Mazas es el héroe del carácter, al que siempre se le regresa su experiencia primordial (que puede ser la ceguera), pero que por más que se empeñe por hacer destino (fundar la Falange) nunca lo logrará. Y de esta manera, su presunto salvador, un soldado republicano que termina peleando por Francia en la Segunda Guerra Mundial llamado Miralles, es el soldado de destino. Miralles, como Ferlosio en la entrevista, siempre hace lo opuesto de lo que se le pide en el momento indicado. Ser personaje de destino, pues, es saberse ínfimo, reconocerse como un personaje, no más, pues como le dice Miralles a Cercas, el narrador, “Los héroes de verdad nacen en la guerra y mueren en la guerra. No hay héroes vivos, joven. Todos están muertos” (199). El asunto, pues, no es que el personaje de carácter y el personaje de destino se contrapongan, ni que alguno de los dos deba de volverse héroe. Lo que está en juego en Soldados es menos entender la historia como una dialéctica, y más como un posible buen uso de la garlopa (el instrumento que genera planicies entre dos junturas de madera), algo que, efectivamente, traiciona a la historia. Así, Soldados de Salamina triunfa como literatura y fracasa como historia (muchos datos son falsos en la novela). Este triunfo consiste en la transformación del evento repetido, y por tanto repetible, (la salvación de Sánchez Mazas) en un avance, en una larga acumulación. Esto es evidente en el último párrafo de la novela: una serie entrópica que va sólo hacia adelante, al afuera de las páginas, al lugar en el que, como la mirada del soldado anónimo que salva a Sánchez Mazas, el flujo encuentra y conecta a personajes de carácter y destino por igual, el acto de lectura.
“The Great Disaster,” there is, perhaps, no better title to address the years that the armed conflict of the first world war lasted. The war was, indeed, a disaster for everyone. For Kershaw this event marked the beginning of European twentieth century (44). Indeed, this ferocious and terrible event was only the beginning of what later was going to be continued only 20 years after. While the first chapter identified 4 drives that motivated the clash, this chapter abandons any possible categorization, or reading, that can possibly capture what this war was. Weather it is understood as a “war of industrialized mass slaughter” (45), or as a total war (45), what any history of the armed conflict of the first world can only recount deaths, lands lost, people displaced.
The task that Kershaw proposes, then, is less to try to make sense of that which precisely escapes sense, and more to simply give numbers and dates the main stage. At the same time, this recount of the chaos also trims what the image of Europe was at the beginning of the war. When discussing the situations of each front, it is noteworthy how in some cases the war was not only between “nations,” but between ethnicities. The case of the Ottoman Empire, for instance, offers a clear example on the ways the war transformed too internally the way the country functioned. The Armenians, first supported by the Russians to proclaim their independence from the Ottoman Empire, were left alone in an ethnic conflict with Turks and Kurds. Though these atrocities happened in 1913, their consequences were present for the war period (50). Same case, also told briefly, but with larger consequences, was the Russian Revolution of October. The changes of the Bolshevik revolution not only aided to finish the war but will later prove to have deep influence for Europe. What conflicts like this one prove is that the war was many wars in one.
The will to war present at the beginning of the conflict vanished too. While in certain latitudes, like Verdun, in France, war was understood as a necessary patriotic sacrifice, this formula soon found its exhaustion. For many soldiers of all ranks it became clear that “it was probable unclear just what they were fighting for” (52). Terror propagated in all fronts, and with this many affective responses bloomed. There were soldiers who thought still on winning at all costs, others that surrendered to terror, and other who kept fighting by inertia. The war drastically changed many habits, but the old habit of warfare, for those soldiers well trained, prevailed. The days of war were for many just like any other day (63-64). There are testimonies for all tastes, and even if for Kershaw, literary accounts “can at best be impressionistic” (63), perhaps these accounts do something other than merely exaggerate or lie.
More than ending the war, the cease of fire was the beginning of an intense period of reform. The transformation happened in all fronts. But perhaps were these transformations had stronger implications was in the figure of the state. With most of Woodrow Wilson’s 14 points to build a durable peace in Europe being applied, the state found itself at a threshold were its development relied not only in the creation of a nation, but in the creation of a market. The state at the end of the first world war found itself changing its governmental reason, not only arms needed to be mass produced, but also research in general and health institutions. With the end of the Habsburg rule, after 500 years (85), “ethnic nationalism was one of the war’s main legacies” (91): the capture of the sad and happy passions that guard the unsayable affect that the the great war brought.
It would be hard to disagree with the diagnosis that Shoshana Zuboff does in The Age of Surveillance Capitalism. The Fight for a Human Future at The New Frontier of Power (2019) on the way the new technologies are extracting a “new surplus” from us. For Zuboff, what companies like Google, Facebook, Amazon, and to a larger extent, all companies who profit on the illegal use of data extracted without the consent of the users, are all part of what she calls “Surveillance Capitalism.” Early on in the book we are provided with a tentative definition for this “new” phenomenon. There are 8 entries in this definition. From being “a new economic order that claims human experience as free raw material for hidden commercial practices of extraction, prediction, and sales” (v), or a “parasitic economic logic,” or even “A movement that aims to impose a new collective order based on total certainty” (v), Surveillance Capitalism appears as the biggest threat to humanity. The book offers a history and analysis of this economic system. It also explains in detail how does most, if not all, of tech companies are currently making their profits.
The intentions of the book are, in a way, easy to understand. Something very odd is happening with the way we interact with our devices, and more importantly, something is happening to us as we are living in a fully integrated world to the “internet” (whatever vague idea one could have of this). Zuboff focuses on the way Surveillance Capitalism is extracting something from us, our experience, and then creating scenarios that manipulate us. It is that “search engines do not retain, but surveillance capitalism does” (15). These companies are using all that we feed them with. What happens then is that, since most of the things can be obtained remotely, online, Surveillance Capitalism is capturing “all aspects of human experience,” all online experiences “are claimed as raw-material supplies and targeted for rendering into behavioral data” (19). Eventually, this data is sold to third parties, and eventually this intervenes our experience, we are shaped based on what we have previously chosen or experienced, but this time Surveillance Capitalism has prefigured our choice. We are captured by their doing, as we think we are freeing ourselves by sailing in the web.
With Surveillance Capitalism “Your body is reimagined as a behaving object to be tracked and calculated for indexing and search” (241). Truth, but also, why would this be so different from regular capitalism? In Zuboff’s account, what separates this “Third Modernity,” that of S.C, is that the second modernity, (Fordism and Postfordism), was good and bad, it created jobs and “progress,” whereas the Silicon Valley modernity is all wrong. From this perspective the whole argument of The Age of Surveillance Capitalism seems to be a reactionary take on the way the new bourgeoise is destroying what their predecessors “built.” What is concerning, then, is less the fact that we are being put into a voluntary servitude state, and more the fact that this state does not differentiate or discriminate: everyone is a voluntary serf these days. Zuboff’s argument, then, relies on the drama of being willing to suffer a pitiful existence, because Surveillance Capitalism controls “all our decisions.” As she puts it, in this parasitic capitalism companies the profit from our experience and data “they stress that customers can opt in to data sharing. On the other hand, customers who refuse to opt in face limited product functionality and data security. In these Requerimiento-style relationships, instead of the adelantados’ message, ‘Bend the knee or we destroy you,’ the message here is ‘Bend the knee or we degrade your purchase’” (235). Death is preferable, it seems, than a life where our purchases are degraded and yet we don’t choose death.
-This term I’m TAing a course on European History from 1900 to 1950. This book is the “textbook” for the course. These series of blog posts are notes for the discussion groups I organize for the course-
Chapter 1
Historiography is, to a certain extent, a delicate game to play. One can make connections to the present, or comment on the events that happened, but what one should always be careful of is to imply that our relations with the historical events is free of any layer that separates the event from us. History is a rotten archive. And, for sure, we always arrive to late when things have happened. In this tone, Ian Kershaw’s To Hell and Back (2015) acknowledges its own limitations. The book is, as we are told in the first pages, tries to offer an image of a time in history “dominated by war” (xxiii). Since war is, at its core, illegible, Kershaw argues that “a history of Europe cannot, of course, be a sum of national histories. What is at stake are the driving forces that shaped the continent as a whole in all or at least most of its constituent parts” (xxiv). Flows and forces are what move history, not a sum of events. And yet, the flows too add to one another, they come and go, shape things and dissolve them.
What the first chapter of To Hell and Back is trying to do is to detect the flows that shaped the turbulent years previous to the first world war. As the epigraph of the paragraph tells us, “the wars of peoples will be more terrible than those of kings” (1), the things that happened at the beginning of the twentieth century are, in a way, beyond the solid and monolithic figure of the monarch. We are, as the chapter tells us repeatedly, in the age of the masses. So far, then, Kershaw has two main characters in his history of Europe: the masses, and their flows, their affects. To understand how masses and affects came together Kershaw proposes 4 interlocking motives. 1.- An explosion of ethnic-racist-nationalism. 2.- Bitter and irreconcilable demands for territorial division. 3.- Acute class conflict. 4.- Protracted crisis of capitalism. The adjectives chosen could not be better, all of them are circling an idea of excess and lack, what explodes, what is irreconcilable, what is acute and what is protracted. History is not a sum of events, but it is a sum of affects.
The first world war, from this perspective, was crisscrossed between two forms of war, the war of kings and the war of the masses. What can possibly distinguish both is the way that in a world of masses all social figures are involved, somehow, in the armed conflict. From “Eugenics” (20) as a project to exercise a power capable of expelling all negativity from “progress,” to the enthusiasm of the masses for war (39), the driving forces of history are revealing themselves to be ambivalent and yet to be willing to fight for an imagined community. The array of emotions that the war provoked (39) depicts not only that the idea of monarchy, as the main form of politics was being vanished from Europe, but also that politics was going to be a dependant aspect of what the will of the masses. As the “armies that went to war in 1914 were nineteenth-century armies [and] they were about to fight a twentieth-century war” (43), the governements that went to war in 1914 were about to witness a twentieth century politics.
Al menos dos de los detonantes de la trama de Everything Everywhere All at Once (2022), escrita y dirigida por Dan Kwan y Daniel Scheinert, coinciden en un mismo imaginario: la tormentosa y a veces placentera vida en los Estados Unidos de una familia migrante. Ya sea por el engorroso pago de impuestos al que se enfrenta la familia de Evelyn, o por la peculiar, pero común, historia de su familia, Everything es una película que se preocupa de aquello que alguna vez se llamara “sueño americano.” Al mismo tiempo, la película pareciera sugerir, desde su inicio, que ese sueño siempre fue eso nada más, algo irreal y que sólo podía pasar mientras se duerme, o con base en una serie de supuestos científico-metafísicos sobre la existencia de multiversos. De hecho, el multiverso, en sí, es quizá la mejor analogía para entender lo que el sueño americano significaba. Esto es, si la idea de multiverso, de forma muy escueta, depende de la coexistencia e interrelación de diferentes líneas temporales todas engarzadas bajo la divergencia que el acto más azaroso y más consciente, a la vez, puedan generar, el sueño americano, como promesa, era el multiverso en sí. El multiverso es como la fantasía del sueño americano, cualquier migrante puede soñar con tener una vida mejor y diferente, todo depende de suerte, del azar y de la decisión.
Dividida en tres partes, “Everything,” “Everywhere,” y “All At Once,” la película se centra en la historia de la familia Wang, migrantes de una región china en la que se habla cantonés, en los Estados Unidos. La película inicia con Evelyn sumergida en el papeleo de una auditoría fiscal, pues su negocio familiar, una lavandería, se ve en problemas de impuestos. El mismo día de la auditoría, ella y su esposo, Waymond, planean la fiesta de cumpleaños del padre de Evelyn, Gong Gong, un viejo conservador. Como colofón, Evelyn y su hija, Joy, tienen una complicada y conflictiva relación: la madre no acepta la orientación sexual de su hija ni sus gustos. La vida de Evelyn está sobrecargada. Todo está en un terrible punto de tensión. Todo está por reventar. La relación con su padre está en el abismo, el viejo le guarda rencor y recelo desde que dejó su pueblo natal para irse con Waymond a Estados Unidos. Waymond planea divorciarse de Evelyn porque no se siente feliz y siente a su esposa distante de él. El negocio está por ser clausurado pues las faltas fiscales son irremediables. Y Joy está por irse de su casa y alejarse por completo de sus padres. Evelyn es la que mantiene todo unido, pero también por la que todo podría desintegrarse. Por otra parte, esta tensión extrema no es única para Evelyn. Desde momentos tempranos en el filme, se sugiere que un tiempo alterno en el multiverso comienza a minar el tiempo de Evelyn. En el edificio fiscal todo se revela cuando un Waymond (Alfa) de otro universo se posesiona del Waymond del universo de Evelyn. El Waymond Alfa le explica a Evelyn la terrible situación a la que se enfrentan: Jobu Tupaki, un ser capaz de estar en cualquier parte en cualquier momento y desafiar todas las reglas de todo el multiverso, quiere exterminar a Evelyn y llevar al multiverso a su aniquilación. Conforme progresa la narración, se revela que Jobu Tupaki es la hija de la Evelyn del universo del Waymond Alfa. Al exigirle tanto a su hija, Evelyn la conviritó en Jobu Tupaki. El resentimiento de Joy hacia su madre, en este sentido, es una explosión de afectos que derivan en el nihilismo. La resolución de la película para este problema consiste, entonces, en la construcción de una respuesta empática por parte de Evelyn hacia su hija. Esto es, Evelyn debe reafirmar su condición como madre para poder sanar las heridas que ha hecho a su hija. Everything es una película sobre la posibilidad de reconciliarse con la familia, con el pasado y el futuro de una tradición.
La película de Kwan y Scheinert contrapone así dos formas de enfrentarse a un mismo problema. Por una parte está el nihilismo de entregarse al vacío y desaparecer, y por otra parte está la posibilidad de subsanar los errores, de ver el vacío y tratar de mejorar la situación propia. Así, el nihilismo y la responsabilidad por la existencia propia son dos formas de enfrentarse ante la disolución del sueño americano. No es gratuito que el filme regrese constantemente a la montaña de papeles a la que se enfrentan Evelyn y su familia. Esa montaña de papeles son los fragmentos de un orden económico y político que intenta capturar la vitalidad de migrantes como los Wang. Si el sueño americano consistía en abrir la posibilidad de poder ser y hacer lo que uno quisiera, siempre y cuando uno trabajara siguiendo las reglas del juego americano (pagando impuestos, integrándose a la comunidad, etc), en Everything el sueño americano no es sino papeles que constriñen la vida. Cuando Evelyn va con su esposo y su padre a la oficina de la agente fiscal, Deirdre, ésta le reclama la cantidad de gastos imposibles de cuadricular dentro del esquema fiscal de una lavandería. Esto es, Deirdre no se explica cómo puede ser justificable que la lavandería compre una máquina de karaoke, y otros objetos más que guardan una relación con las pasiones creativas de los miembros de la familia. Igualmente, Deirdre le reclama a Evelyn por no haber llevado a su hija “que habla inglés,” para que ella pueda traducirle todo y darse a entender mejor. El sueño americano, entonces, está condicionado por el cumplimiento de deberes fiscales, manejo de inglés, y conformidad con el trabajo que a cada uno le toca hacer.
Por la cantidad de personajes que intervienen en la película, uno esperaría que cada uno tuviera alguna relevancia dentro de la trama principal, pero no es así. Cada personaje que se agrega a la historia existe sólo para demostrar que, como Evelyn, ellos también tienen otras personalidades en diversos universos, todos han sido y pueden ser lo que quieran, desde rocas hasta piñatas, cocineros, maestras de kung-fu, actores, etc. Justamente, esta es una falsa diversidad, pues todos los personajes, salvo los miembros de la familia Wang y la agente fiscal, son meros avatares desechables para el filme, son personajes que sirven para reafirmar los roles tradicionales de la familia Wang. En este sentido, todos los personajes son los personajes del sueño americano, seres desechables en una trama que no les pertenece. Al final de la película, cuando Evelyn se reconcilia con todos los miembros de su familia, también se reconcilia con la agente fiscal Deirdre. De regreso a la oficina de ésta, la familia está ahora completa. Deirdre les anuncia que han hecho todo bien, pero que aún han fallado, hay un pequeño error aún. La reestructuración de la familia Wang es un gesto conservador, pues cada uno vuelve a su rol tradicional. Esto a su vez permite rearticular de nuevo el sueño americano. Ante el miedo al vacío de una existencia en la que todo es posible, hay que salvar a la familia para volver a convivir bien con el orden, para volver al sueño americano. Esta parece ser la lección principal de la película. Sin embargo, mientras que el filme sugiere que el vitalismo migrante ha sido de nuevo capturado en la fantasía norteamericana, como queda claro en la secuencia que inaugura los créditos finales —en la que aparece el nombre en caracteres del filme y luego sobre éstos caen como barrotes el nombre en inglés de la película—, también hay una fuga. El error que han hecho los Wang en el papeleo al final de la película es una línea de fuga ante su nueva captura. Así los Wang escapan al nuevo sueño americano. De hecho, en la última secuencia narrativa de la película, Evelyn se ve distraída, soñando despierta, ignorando las palabras de Deirdre. A la vez que el vitalismo de su familia ha sido capturado de nuevo, la distracción de Evelyn y el nuevo error en su declaración de impuestos la dejan soñar ahora a ella, y ese sueño se escapa del filme y del papeleo.
Contrario a lo que pudiera pensarse, Crimes of The Future (2021)de David Cronenberg no es una película sobre la humanidad, o aquello que llamamos humano. La película, que lleva el mismo nombre de una película 1970 del mismo autor, cuenta la historia de una pareja de artistas de performance en el futuro. Crimes of The Future es, desde cierta perspectiva, una distopía: la gente ha perdido la capacidad de sentir dolor y, como le dice Timlin (Kristen Stewart) a Saul Tenser (Vigo Mortensen) la cirugía —y el dolor— son el nuevo sexo. El performance de Saul Tenser y Caprice (Léa Seydoux) consiste en la extirpación en vivo de órganos, previamente tatuados, que el propio Tenser genera en su cuerpo como consecuencia creativa de sus sueños. Es decir, los sueños de Tenser se vuelven órganos sin función aparente en su cuerpo. Si bien, el mundo en el que viven Tenser y Caprice es distópico, por el hecho de que el dolor ya sea irreconocible en el cuerpo de la gente, la película, más bien, apuesta por una ciencia ficción thriller sobrecargada de ironía, con ciertas notas de humor negro. De tal forma, Crimes contrapone cuerpos insensibles al dolor con los cuerpos de nuestra sociedad contemporánea, hastiados de placer, narcotizados e insensibles, quizá, al goce.
En la película nunca se hace mención precisa a las condiciones sociales que imperan. De hecho, simplemente se entiende que los grupos políticos del poder, como “New Vice,” están apenas conformándose luego de un cataclismo mayor. Si las cosas están en orden, aparentemente, esto es gracias a que todos los personajes viven en un ruinoso lujo. Los edificios, casi ruinas, del filme están habitados por artistas, burócratas, doctores, y demás profesionistas que se dan, en ocasiones, el lujo de tener máquinas que los asisten en las tareas más elementales, como dormir y comer. La corporación “LifeFormWare,” encargada de la producción y mantenimiento de estas máquinas, es la única institución que parece haber sobrevivido al cataclismo. De hecho, su influencia en el filme es más operativa y pragmática que el rol de “New Vice,” una suerte de organización estatal, o simplemente policial, representada por del detective Cope y los archivistas de órganos, Timlin y Wippet. Igualmente, está un grupo de rebeldes “come-plástico,” gente que se ha modificado los órganos para poder alimentarse de barras de plástico sintético. Y como colofón, están los espectadores y los artistas. Todos estos personajes dependen en mayor o menor medida de “New Vice” y de “LifeFormWare.”
Con todo esto, lo que está en juego en la película con esta serie de instituciones, corporaciones, grupos rebeldes y artistas es cómo la idea de humanidad no es sino dependiente de una forma de orden social (la policía, “New Vice”), una forma de poder económico y simbólico (la corporación “LifeFormWare”) y una actividad cautivadora, el goce estético que modifica el paisaje natural (los artistas de performance como Tenser y Caprice). Al mismo tiempo, la película exhibe cómo la idea de “humanidad” está en completa crisis, o mejor aún, que aquello que llamamos “humano” nunca existió, que fue siempre una ficción impuesta sobre el misterio y el horror que el cuerpo siempre ha sido. En el clímax del filme, cuando Caprice y Tenser realizan una autopsia a un niño capaz de alimentarse de plástico sin que sus órganos hayan sido alterados quirúrgicamente, Caprice recita un monólogo en el performance. “We wanted to confirm that the body was empty of meaning, so that we could fill it with meaning,” declama Caprice, y agrega que cual profesores de literatura, buscando el significado de los poemas, el cuerpo del niño será el poema que revelará en la autopsia el enigma de su cuerpo, y la esperanza de la especie. Ahora bien, la autopsia no revela ningún secreto sino que exhibe una treta: “New Vice” y “LifeFormWare” han conspirado contra Tenser y Caprice, y los órganos “originales” del niño han sido reemplazados previamente por otros.
Esta escena es el momento preciso en que el arte, la política, y la economía se tocan. Con la autopsia del cadáver del niño, el performance de Tenser y Caprice iba a llegar a su límite constitutivo: la revelación de un cuerpo nuevo, uno capaz de comer plástico y volver a sentir dolor. El asunto es que el cuerpo del niño ponía en riesgo el estado normal en que la vida sucede en Crimes. Con este nuevo cuerpo los rebeldes iban a, finalmente, desestabilizar el ubicuo orden de “New Vice,” y de la misma manera, gracias a la posibilidad de poder consumir plástico y sentir dolor de nuevo, las máquinas de “LifreFormWare” iban a convertirse obsoletas. Todo estaba destinado a cambiar gracias al cuerpo de ese niño. El niño era el futuro, y para poder llegar a él había que extirparlo de su parte más íntima (sus órganos) y exhibirla. Por otra parte, ese futuro terminó prematuramente, después de todo el cuerpo ya era un cadáver, el niño fue asesinado por su madre al inicio de la película. En este sentido, el arte no puede aventajar a, ni separarse de, la política y la economía. El futuro está muerto, parece.
Al mismo tiempo que la película pinta un panorama pesimista, también late una lección sobre las consecuencias radicales del cine y del arte. Crimes of The Future propone, a manera de imagen, si se quiere, que el arte, o el cine, es aquello que en sueños se vuelve un excedente en el cuerpo, algo extirpable, algo cuya interacción depende del contacto con otro fuera del cuerpo que carga el excedente. Extirpar al excedente es transformarlo en un objeto de contemplación, fascinación y goce a esa materia sin función. Con esto en mente, la lección radical de la película está en la renuncia a la extirpación del excedente del cuerpo. Durante todo el filme Tenser tiene dificultades para hablar y para tragar, algo en su garganta no está funcionando bien, a pesar de las máquinas que lo ayudan a tragar cuando come. Luego de que, casi por desidia, Tenser no se extirpe los nuevos órganos que le están creciendo, y el líder de la rebelión (el padre del niño de la autopsia) sea asesinado por las representantes de la compañía “LifeFormWare,” el dolor regresa a su cuerpo. Tenser vuelve a sufrir y, por añadidura, su cuerpo ahora puede alimentarse de plástico. Caprice filma este nuevo descubrimiento. En un zoom al rostro de Tenser su expresión es de éxtasis, y una lágrima corre por su rostro. La imagen está en blanco y negro. El futuro murió con el niño “comeplástico,” pero el futuro ya estaba desde antes dentro de Tenser (“Tense,” aquello que muestra el tiempo en que una acción es enunciada y hecha). La secuencia final del filme es un retorno al cine en blanco y negro, y también al arte representativo del renacimiento, por el rostro en éxtasis de Tenser. Este retorno es también al cuerpo. Como una lágrima, aquello que ya no salía de los cuerpos insensibles de Crimes of The Future, cuerpos sangrantes, el cine se convierte en el flujo que habita el cuerpo y duele, un excedente que se queda adentro del cuerpo, pero siempre sigue manifestando su presencia ominosa fuera del cuerpo.
Michael Hardt and Antonio Negri’s Multitude. War and Democracy in The Age of Empire (2004) is the volume that follows Empire (2000). While the first volume offered a description of the reactive regime that followed the years after the end of the Cold War, that is, the formation of Empire, the second volume offers the project of the multitude, the active agent of change, that which precedes and presupposes Empire. If empire works by a flexible regime that expands like a network, but also that eludes easy clear-cut definitions, the multitude is the active collective subject that can dismantle Empire. The biggest challenge is, then, face “the global state of war” (xi) that beats at the heart of Empire. In a way, the book was thought to reflect on events that reply shook the world during the first years of the millennium. While, perhaps, somethings depicted by the book did not aged well —like the prediction that algorithm knowledge production would enable new forms of collective identities or freedoms— some of the main ideas of Multitude are still relevant and important.
The book’s main project is to describe the “multitude.” This concept was, in a way described in the previous book. But what makes different Multitude from Empire is that the first will focus exclusively on the challenges that the concept of multitude faces today, from both right and left, from war and democracy. This collective subject, early in the book, is defined as an “open and expansive network in which all differences can be expressed freely and equally, a network that provides the means of encounter so that we can work and live in common” (xiv). What this concept offers, then, is openness and expansiveness as means to counter the closure and exclusion present in a world divided in an undividable war of all against all. That is, the multitude is the virtual promise for a world that is in stasis, in a civil war, in perpetual terror. It is not that difference is erased under the multitude, but what is at stake is the possibility of imagining a collectivity that does not serve identitarian means (like the political subject of the “people”) or like the unified collective subject of the “masses,” widely used and abused by work unions and so on.
In a way, the book offers a radical way out from the politics of the twentieth century. The multitude truly is the way out of the politics of the party, of hegemony (even if the book does not mention this). But, at the same time the book does not go far enough. By focusing exclusively on democracy, as the only mean through which the multitude can expand its project, the book seems limit its own powerful concept. In fact, democracy is also tied to its own diseases, like representation. If as we are told, repeatedly, after the second half of the book, that representation is a mechanism that connects and separates (242-244), then, to what extent does the multitude needs representation? Or to put it differently, why does the politics of desire and positive affects of the multitude still needs a mechanism that, itself, is a trap? To a certain extent, this would imply that politics is unescapable from representation, but to another extent, the book could also suggest that the multitude errs. That is, since the multitude is “a diffuse set of singularities that produce a common life; it is a kind of social flesh that organizes itself into a new social body” (349), and consequently, representation is just one of the toys of the playful and creative forms of politics that the multitude is capable of creating. Then, as any other toy, representation will be no longer fun, but only time and the multitude would tell.
Mugre rosa (2021), de Fernanda Trías, está escrita movida, casi, por las mismas fuerzas que mantienen las letras encendidas del ruinoso y ocupado hotel descrito al inicio de la novela. Mientras que los habitantes del inmueble mantenían el viejo letrero del hotel encendido “para recordar que estaban vivos,” pues ellos, “Aún podían hacer algo caprichoso, meramente estético, aún podían modificar el paisaje” (13), la novela se pregunta si aún se puede modificar el paisaje, si aún el goce estético es posible en nuestros tiempos de antropoceno (o cualquier otro término en uso y moda para describir nuestra crisis de cambio climático). Y es que, aunque no haya ninguna mención explícita, el distópico escenario dibujado por la novela es ya la realidad de varias ciudades. Así, la historia de la narradora, cuyo nombre nunca se menciona, y sus relaciones afectivas con su madre, Mauro, un niño con capacidades diferentes del que cuida, y Max, su expareja, giran entorno a una crisis ambiental en una ciudad portuaria. Mientras que los que pueden huyen de la ciudad, pues una neblina rosa, “la mugre rosa,” daña y enferma todo lo que toca, aquellas personas que se quedan en la ciudad viven en completa suspensión y crisis, difiriendo su muerte, su enfermedad, o su mermada supervivencia cada día más precaria.
La novela, en cierta medida, recuerda a “El matadero”(1838?) de Esteban Echeverría. La diferencia radical entre ambos textos está en que, en Echeverría, el culpable de los mares de sangre derramados en Buenos Aires es señalado, Juan Manuel de Rosas, mientras que en Trías, la mugre rosa elude un culpable singular. Los culpables pueden ser la fábrica procesadora de carne, el gobierno, pero también toda la gente que consume los productos de la procesadora, que también es la empresa más importante de la ciudad sin nombre y de país también sin nombre.
La novela es menos un ejercicio de crítica social y más un ejercicio por regresar a una pregunta fundamental en momentos de crisis: ¿a qué se ata la voluntad para que las cosas cambien? Mientras que todos los personajes, con excepción de Mauro, que parece sólo preocuparse por devorar y jugar, atosigan a la narradora preguntándole los motivos por los que no se ha ido aún de la ciudad, la narradora parece tampoco saber muy bien las razones que la atan a la ciudad. “Ya tenía la plata para irme. Tenía más de lo que cualquiera en el puerto podía tener…Pero yo, igual que los pescadores, tampoco era capaz de imaginarme en otra parte” (27). El hecho de que la narradora no pueda irse de la ciudad, aunque esté trabajando en ello, indica algo que desde las primeras páginas de la novela se dice. Para los demás personajes, como para Max, el exesposo de la narradora, la voluntad era independiente al cuerpo, “Yo, al contrario que Max, no creía que la voluntad fuera algo independiente del cuerpo…. lo que Max buscaba era otra cosa: separarse de su cuerpo, esa máquina indomable del deseo, sin consecuencia ni límites, repugnante y al mismo tiempo inocente, pura” (16). Así, la pregunta no es si es posible “separarse” de la máquina, sino aceptar que nuestra relación con todo lo que nos rodea siempre tiene algo de “maquínico.”
Así, la novela sugeriría que para que las cosas cambien no hace falta separarse de la máquina, que no se puede separar la voluntad del cuerpo, como no se puede limpiar toda la mugre del cuerpo tampoco. Ante este horizonte queda la desazón de no saberse eterno, que nada trasciende a nuestros cuerpos, ni tampoco a nuestra existencia. Como la narradora al final de su relato dibuja una lenta salida del mundo ficcional, pues “Lento, se irá cerrando todo. Nos alejaremos despacio, con los focos fantasmales perforando la noche. La ciudad también quedará vaciada, como un cuerpo sin entrañas, una carcasa limpia que a lo lejos brillará con su luz mala. Eso será la ciudad, un fuego fatuo en el horizonte” (276), en el horizonte también nos confundiremos de nuevo con el paisaje, y aquello que llamábamos un día humanidad se borrará, a la Foucault, como un trazo en la arena. El problema con esto, claro está, es que nadie aún ha podido calcular ese pasaje, ese momento que separa el espacio intermedio entre dejar de modificar el paisaje y difuminarse en éste. En este intermedio abundan más que sólo dos opciones, (desconectarse del cuerpo, o abrazarse a su cuerpo y nada más). Como la mugre, que se cuela siempre en espacios intermedios, quizá en esos recovecos aún pululen una miríada de posibilidades para habitar el mundo y su paisaje.
El mármol (2011) de César Aira es una novela sobre la plasticidad de la forma. El mármol propone que la modelación (la plasticidad, si se quiere) depende precisamente de aquello que rehúye la forma, que se le escapa. Así, desde el primer capítulo de la novela, el narrador se empeña en atrapar aquello que pudiera dar forma a su relato, pero también explicar sus recientes acciones. “Cuando me bajé los pantalones incliné la cabeza y miré mis piernas, los genitales, los muslos, un conjunto tridimensional, sólido, algo levantado por presión de la superficie sobre la que estaba sentado” (7). Si bien, para el narrador, su desnudez no le provoca congoja, antes bien, esto le recordaba “que lo animal en mí seguía vivo, lo biológico, la representación individual de la especie” (7), aquello que verdaderamente lo afecta es una sensación relacionada a su propio estado, sentado con los pantalones bajados sobre un mármol. Esa sensación está más relacionada al mármol que a su desnudez “No tengo dudas de que era mármol porque el mármol, o al menos la palabra, quedó adherido, no sé por qué, a la sensación original. No tiene nada que ver con la felicidad que me produjo esta, pero ahí está: mármol” (10). Significante, significado y referente se confunden en la sensación escurridiza que ahora evidencia entre las piernas desnudas de narrador y la superficie del mármol. Mientras que la sensación “dichosa… no se extingue,” ahora al mármol “viene a sumarse una perplejidad que en sí misma es gratificante” (10). Así, la novela reconstruye la serie de decisiones que llevó al narrador a quitarse los pantalones a pleno día y sentarse sobre un mármol.
Como tantas otras novelas de Aira, El mármol es un texto propulsado por la digresión y la deferencia. La novela se basa en posponer aquello que se presenta como enigma al inicio del texto. Esto es, al final de la novela se revelarán las “sencillas” circunstancias que llevaron al narrador a bajarse los pantalones y sentarse. Luego de una serie de “disparatadas” aventuras, comenzadas en un supermercado “chino” en el que el narrador recibe una serie de objetos varios a manera de cambio, (incluyendo baterías; y varios objetos, una lupa, una cámara, una hebilla dorada; y demás objetos), el narrador se encuentra solo con Jonathan, un joven chino que lo observaba fuera del supermercado, ambos recién aterrizados de una nave espacial. Jonathan se retuerce del dolor y el narrador intuitivamente saca su cámara miniatura y extrae de ella un bálsamo sanador. Casi como si el dolor de Jonathan se tratara de un quiebre en la imagen narrativa, el bálsamo funciona y ahora el narrador se pregunta si él no estará igual de afectado.
¿Me había sacrificado? Si lo había hecho, había sido involuntariamente. Me cruzaron por la imaginación las distintas alteraciones que podía haber sufrido, por ejemplo las partes del cuerpo que me podían estar faltando. Alcé las dos manos, abriendo los dedos; estaban todos. Pero me inquietó, no sé por qué, otra posibilidad. Así que bajé las manos tal como las había subido, las llevé a la hebilla del cinturón, lo aflojé apenas lo necesario y con un movimiento discreto me bajé los pantalones hasta medio muslo, siempre sentado en el mármol, cuyo frío sintieron brevemente mis nalgas. Tuve la intensa satisfacción de ver que todo estaba en su lugar… En fin. Era eso. Me dio trabajo, pero terminé recordándolo” (146-147)
Con esto queda redondeada la historia y el enigmático punto de partida queda resuelto. El narrador se encuentra con los pantalones bajados y sentado encima de un mármol porque deseaba comprobar que ninguna parte de su cuerpo se hubiera afectado luego de un peculiar día de peripecias.
La historia pudo haberse resuelto en menor tiempo, pero el narrador desde un inicio declara que “en realidad, no quiero recordar. Lo que hace un momento me parecía que merecía un esfuerzo ahora me parece que merece un esfuerzo en contra. Quiero pensar en otra cosa, para preservar el olvido; pero recuerdo que lo más eficaz para traer algo. La memoria es no esforzarse en recordarlo sino evitarlo porque me viene a la cabeza con algo más” (11). Entre prolongar la historia, pues ésta ya ha comenzado, o más bien postergarla, el narrador prefiere prolongarla al postergar, y terminar justo cuando el olvido se desvanece. La postergación, entonces, aparece excesiva. Algo sobra a toda la historia, y ese algo es la historia misma. Con esto, a la vez que El mármol es un readymade de El pensador (ca. 1904) de Auguste Rodin, la novela también explora el carácter informe del suplemento, la suplementaridad de la forma, aquello que da forma a la forma, pero que también la rehúye.
Lo formal tiene causa y, en cierto sentido, El mármol es una novela fuertemente causal: el narrador tiene una razón para haberse sentado en el mármol; la serie de aventuras con Jonathan también tienen una causa; y sobre todo, los objetos recibidos como cambio en el supermercado chino también tienen una razón y un propósito, luego serán claves para terminar la historia y para sacar al narrador de diversos apuros. Ahora bien, en los mismos objetos, esos cachivaches que recibe el narrador como suplemento del cambio que no alcanza a completar el dependiente del supermercado, se encuentra también un objeto sin causalidad: unos glóbulos de mármol, un suplemento cuyo valor es difícil de sopesar. No sólo los glóbulos de mármol eran baratísimos (24), sino que al funcionar como relleno de los espacios mínimos, los glóbulos son los encargados de capturar hasta la más nimia cantidad, pues “no había cantidad pequeña tan caprichosa que no pudiera cubrirse con ellos. Pero los usaban solo como último recurso para el resto más irreductible. No querían “quemarlos” abusando de su servicio” (25). Los glóbulos de mármol suturan el “resto más irreductible” resultado de los intercambios. Su función, entonces, no es parte del ciclo de cambios e intercambios, pero es, a la vez, la parte mínima y necesaria para que los intercambios se completen cuando la diferencia entre cambio y gasto sea irreparable. En cierto sentido, los glóbulos son como los restos del mármol tallado cuando se esculpe. Aquello que sobra, y no puede ser medido, pero que es a la vez la medida precisa que requiere la forma para ser aquello que el tallado escarpa en el mármol. No hay forma sin ese resto, esa suplementaridad. Y es que la escultura, en mármol, o en cualquier otro soporte, es ya como el cuerpo del narrador, al inicio de la novela, “un recordatorio de potencia de acción, una promesa de tiempo y movimiento” (8). Sólo, entonces, por lo que no se mide, pero es medida, resto y exceso, suplemento, es que la forma se conforma. El mármol es, así, una novela de restitución del residuo.