Honestidad compulsiva y la verdad de la compulsión. Notas sobre The Whale (2022)

A primera vista, The Whale (2022), dirigida por Darren Aronofsky y escrita por Samuel D.Hunter, parece una película poco preocupada por el cine, o más bien, por la reflexión cinematográfica. Ya sea porque Samuel D. Hunter adaptó el guion cinematográfico de una obra de teatro suya del 2012 con el mismo nombre, o porque la película se preocupa por la lectura y la escritura (Charlie, el personaje principal, es un profesor de inglés), o los medios de comunicación presentes en el filme (la televisión, el celular), The Whale parece estar alejada de la introspección y reflexividad cinematográfica. Sin embargo, el hecho de que la película acumula otros géneros y formas la vuelve en sí misma cine preocupado por sí mismo (auto-reflexivo). Tal vez es que esto siempre ha sido el cine, un cúmulo en el que concurren otras artes a través de la luz del proyector.

La historia de Charlie, un profesor con obesidad mórbida que nunca sale de su apartamento, incapaz de hacer el duelo por el suicidio de su pareja, Allan, es la crónica de una muerte anunciada. A sabiendas de que pronto morirá, pues Charlie sufre de una congestión cardiaca crónica, el profesor decide enmendar, en la medida de lo posible, la relación con su hija, Ellie, una adolescente triste y enojada con el mundo y su vida. Charlie tiene una semana para hacer algo por Ellie, pero ¿cómo reparar esta relación si Charlie abandonó a su familia cuando Ellie tenía ocho años? Para Charlie, arreglar su paternidad es como intentar resolver sus problemas de salud crónicos, o más aún, como parar su compulsivo desorden alimenticio. En este sentido, la película presenta a Charlie como un cuerpo en el que se acumula todo, desde el duelo, hasta la positividad y la amabilidad (los alumnos de la clase virtual de Charlie lo adoran por sus positivos y elocuentes consejos de escritura). Para The Whale, en el obeso mórbido no sólo se entrecruzan el placer y el dolor, sino que el cuerpo de Charlie está expuesto al completo morbo: todos sienten una complicada atracción por Charlie. Los alumnos de la clase en línea de escritura de Charlie están atraídos a su profesor, que como un agujero negro se les presenta con un rectángulo negro, pues Charlie no muestra su rostro en cámara. Liz, la hermana de Allan, la única persona que se preocupa por Charlie, cree que ella es la única que puede cuidar él. Pero, al mismo tiempo que le insiste ir al médico, también es la alcahueta de su obesidad: Liz siempre le lleva más comida al rechoncho profesor. Ellie y su madre, Mary, también tienen morbo por Charlie. Thomas, un chico cristiano que huyó de su hogar en Iowa y se hace pasar por misionero de la iglesia “New Light” en Idaho, se obsesiona con poder ayudar a Charlie, llevarle el mensaje de Cristo y salvar su alma, en lo que consigue dinero para resolver sus propios problemas. Hasta el repartidor de pizzas, con quien Charlie sólo interactúa a través del pago que deja en su buzón, siente el morbo de conocer al asiduo cliente. 

El morbo y el cine van de la mano. Y en este sentido, la película, a través del cuerpo de Charlie, resuena con el estado actual de la industria. ¿No es el estado del cine actualmente también una obesidad mórbida que se satura de efectos especiales y fantasías muchas veces innecesarias? ¿No es esto precisamente lo que sucede con Netflix o cualquier otra plataforma de “streaming” y consumo audiovisual? O más aún, ¿no será que todos, de una manera u otra, nos hemos vuelto obesos por una forma de hacer siempre compulsiva? En The Whale no sólo los personajes sienten morbo por Charlie, sino que su morbo es también una reacción de sus propias compulsiones. Desde Ellie, adicta a su celular y las redes sociales, hasta Thomas con la religión, todos los personajes son tan compulsivos como Charlie. La distinción mínima, pero fundamental, entre ellos y Charlie está en su imagen: la monstruosa obesidad del profesor. 

La compulsión no sólo implica que una acción se deba realizar inmediatamente, sino que esas acciones se convierten en un deber impostergable. En el caso de Charlie, su compulsión es un castigo, se castiga por aquello mismo que motivara alguna vez su vida. La obesidad mórbida de Charlie es su condena perpetua por el suicidio de Alan y su mala paternidad. Cerca del final de la película, Thomas confronta a Charlie. El joven creyente visita a Charlie para confesarle su verdad, estaba huyendo de casa por la vergüenza haberle robado dinero a su congregación religiosa. Thomas pensaba que sus padres no lo querían de vuelta, pero Ellie los contactó y les contó sobre el remordimiento y la vergüenza de Thomas. Contrario a lo que pensara el joven religioso, sus padres, como al hijo pródigo de las escrituras, lo perdonaron e invitaron de regreso a casa. Thomas siente, entonces, que debe hacer un último intento por “salvar” el espíritu de Charlie. Así que en su última visita, Thomas le lee a Charlie uno de los pasajes subrayados y destacados en la biblia de Alan, libro que el mismo Thomas tomara sin permiso de la casa de Charlie. “Through the spirit, you can put aside the deeds of the body and truly live” le lee Thomas a Charlie. Entonces, Charlie revela hasta qué punto su condena ha llegado. En una intervención in crescendo Charlie comienza a contar su historia con Alan, “I was never the best looking guy in the room, but Alan still loved me.” La belleza y el amor que Alan, un cristiano fervoroso, vio en Charlie, es la propia refutación del versículo de la biblia que Thomas usa para tratar de “salvar” a Charlie. Es decir, a través del espíritu, el amor, Alan y Charlie pusieron a un lado todos los males del cuerpo y del mundo. El amor les alcanzó para dejar sus vidas anteriores, más allá de los tabúes de la homosexualidad, Charlie y Alan eran puro espíritu, afecto y vida verdadera. El problema es que, como cualquier espíritu, la presencia de aquello que da verdadera vida es deambulatoria: los espíritus van y vienen, se desplazan. 

Charlie es el espíritu de su compulsión, de su castigo. Él vive en el dolor y el placer de su cuerpo, es desagradable, su espalda está llena de pus, no se puede mover, apesta, se corre encima. Y aún así, entre toda esa compulsión Charlie busca, al menos, dejar algo que confirme que en su vida, entre todo lo repulsivo y mórbido, algo quedó límpido y claro. El intento de reparar la relación con su hija no es sólo una preocupación de Charlie, sino de la película pensando el estado actual del cine. La secuencia final de la película, justamente, condensa lo anterior. A punto de morir, Charlie está con Liz, haciendo las paces luego de su última pelea (Charlie le mintió a Liz, siempre tuvo dinero para paliar sus males, pero nunca lo usó), Ellie irrumpe en el departamento. La chica está enfurecida, pues el ensayo que su padre escribió por ella, para redimir su pésimo periodo escolar, fue reprobado. Ellie y Charlie habían pactado que a cambio de pasar tiempo juntos, Charlie le escribiría a Ellie el ensayo final de su curso de lengua para poder graduarse. Como el ensayo fue reprobado, Ellie ahora confronta a su padre. Está furiosa. Siente que ha sido saboteada por su padre, una vez más. El hecho es que Charlie cree que ese ensayo es muy bueno, y que sí, él lo escribió, o más bien lo copió. El texto reprobado es una transcripción de un ensayo de que Ellie escribió cuando tenía catorce años sobre Moby Dick de Herman Meleville. El ensayo de su hija, para Charlie, posee una honestidad absoluta sobre la novela de Meleville. Esta novela, como dice el ensayo, es un texto sobrecargado de emociones. El capitán Ahab cree que matar a la gran ballena lo hará feliz, pero en realidad nada pasará. Sólo quedará, tal vez, la tristeza. Entre una álgida discusión, Charlie le pide a Ellie que lea el ensayo en voz alta. Conforme Ellie lee, Charlie intenta ponerse de pie. Cuando la hija llega a la parte climática del texto, cuando lee “And I felt saddest of all when I read the boring chapters that were only descriptions of whales, because I knew that the author was just trying to save us from his own sad story, just for a little while,” cuando por fin el ensayo anuncia lo mucho que la novela ha hecho pensar a la niña sobre lo agradecida y feliz que es ella en comparación de Ahab, se corta la escena. Luego, estamos en un recuerdo de Charlie, sus vacaciones en la playa con su esposa y su hija. Como la claridad de la ballena cegó a Ahab, cuando la encontró, o como el sol cegó a Meursault en El extranjero antes de asesinar a otro hombreen esa misma claridad y lucidez, Charlie se pone de pie y muere.

Al final, The Whale es una película compulsivamente triste y aburrida. La película nos mueve como a Ellie Moby Dick. Es decir, vemos el filme a sabiendas de que sólo se trata de una película sobre un hombre triste y solitario, un gordo asqueroso y sus últimos días en la tierra, y que el director, como el guionista, sólo estaba tratando de salvarnos de esa misma tristeza y morbo que rodean el cine y nuestra compulsiva y consumista sociedad. Nadie puede ser salvado, pero nuestra condena (¿la muerte?) puede ser solamente diferida. Al mismo tiempo, y más sugestivamente, la película es precisamente sobre eso que está en juego en cada película. Es decir, como el amor (el espíritu) que mueve a los cuerpos más allá de sus males, la película es sobre aquello, esa luz (¿brillantez?), que está en los libros, el cine, la música, el internet, y la vida ordinaria, pero que no es ni los libros, ni el cine, ni la música, ni el internet, ni la vida ordinaria. Un resplandor, tal vez, como la luz que ciega al final de la película. The Whale es un filme sobre esa parte luminosa que carga el cine, una honestidad compulsiva, la verdad de la compulsión, que nos desbarata y nos vuelve armar, que nos hace vivir, a veces, sin los males del mundo, pero también con las ganas de cambiarlo.

¿Libertad de qué y para qué? Notas sobre Páradais (2021) de Fernanda Melchor

Páradais (2021) de Fernanda Melchor cuenta la historia de cómo Polo y Franco, dos adolescentes, planean un crimen “liberador,” irrumpir en la casa de la familia Maroña un día de madrugada. Cuando al fin cumplen sus respectivas fantasías, mientras Polo carga la camioneta de los Maroño con varios objetos de valor, el “gordo” Franco asesina al padre de familia y luego viola y mata a la madre, Marián Maroño, la mujer de sus sueños. Sin embargo, la fechoría fracasa para Polo, pues Franco ha sido apuñalado por Marián y muere cuando están por huir en la camioneta cargada. Así que Polo escapa de milagro y su crimen queda impune. Su vida regresa al punto de partida que lo motivara a fantasear con el atraco: barrer incasablemente las hojas de las banquetas y calles del fraccionamiento Paradise, o como Polo aprende que se dice “Páradais.” 

En cierto sentido, la novela es acerca del peligro que representan las fantasías. Así, el texto invita a preguntar por ese escurridizo momento en que de la fantasía se pasa a la acción. No sorprende, entonces, que el título de la novela aluda al paraíso: un sitio perfecto, pero carente de libertad. De hecho, el mito de la expulsión del paraíso es también una evocación al pasaje de la fantasía a la acción (la tentación de la serpiente es, después de todo, una fantasía que luego se realiza). En Páradais, específicamente, lo que hay es un pasaje de idioma, de realidad y de sumisión. Cuando Polo rememora las circunstancias que lo llevaron a trabajar a Páradais, recuerda que fue corregido “Páradais, lo corrigió Urquiza, con una media sonrisa de burla, la segunda vez que Polo trató de pronunciar esa gringada. Se dice Páradais, no Paradise; a ver, repítelo: Páradais” (53). El anglicismo y su repetición, en una cáscara de nuez, sintetiza en buena medida lo que ha sido el proyecto modernizador en América Latina, y, sobre todo, en las regiones favoritas de la prosa de Melchor, la franja sureste de Veracruz: una adaptación forzada de un pasaje de la fantasía a la acción. La modernidad, como el nombre del fraccionamiento, es algo vivido a partir de una fantasía ajena, significando inadecuadamente aquello que no es: un paraíso. 

Con esto en mente, la novela también plantea la tentativa de preguntarse por un afuera del opresivo pasaje a la acción que la racionalidad de la modernidad plantea. Es decir, la novela se pregunta por la posibilidad de que el pasaje al acto deje de ser un pasaje a la opresión, la disciplina y el control. Y es que Polo aspira a algo más que ser el jardinero del fraccionamiento, pues, “¿Qué tenía de malo querer ganar más varo, tener más libertad y adquirir un sentido de utilidad, de finalidad, lo más parecido a una meta en la vida que alguna vez había sentido?” (103). Y justo por eso, busca ser como su primo, Milton. Polo quería “abrirse a la chingada, conseguir una lana, ser libre, carajo, ser libre por una pinche vez,” pero su primo, “no quería ayudarlo” (105). Milton, como se explica a detalle en la novela, pasa de vendedor de coches robados en Chiapas y Guatemala, a agente de aquellos, los narcos. Milton es como la mayoría de los niños de Progreso, lacayo de aquellos. 

La fantasía de Polo, de ser libre, entonces, queda suspendida a un acto que expone tanto la posibilidad de pensar un afuera como el, casi, inescapable determinismo de la novela. Dado que la novela es una confesión deferida, que comienza con el proyecto de contarle a alguien tal cual pasaron las cosas: “Todo fue culpa del gordo, eso iba a decirles” (11), la novela en sí es un ejercicio fracasado de liberación. Esto es más evidente al final de la novela. Aunque Polo está “harto de todo, harto de aquel pueblo, de su trabajo, de los gritos de su madre, de las burlas de su prima, harto de la vida que llevaba, [y] quería ser libre,” (158), y está también convencido de confesarlo todo, su deseo de libertad, (pues él “les diría,”) él también es el que “les alzaría la flecha a las patrullas que arribarían más tarde, con las sirenas apagadas pero al sobres, como perros mudos en pos de su presa” (158). Polo se convierte en sujeto de la dominación justo cuando más clara está la posibilidad de articular la transferencia (la decibidilidad) de su deseo de ser libre. La contrariedad de todo esto está la fantasía compartida por Polo y Franco. Cuando ambos comienzan a planear juntos, lo que los une es “algo como una corriente, pero subterránea, una cosa palpitante y viva que no tenía nombre” (115), y lo que al final de la novela une a Polo con su propia fantasía no es sólo la obediencia y la sumisión, el volver a desempeñar su rol como empleado en el fraccionamiento Páradais, sino también su propia fantaseada confesión. En últimas, la novela sugiere que la libertad pensada para uno no es sino la afirmación del pasaje al acto de ser sujeto, de ser dominado. Y así, la libertad pensada en común, desde lo indecible “como una corriente, pero subterránea, una cosa palpitante y viva que no tenía nombre,” quizá tenga más chances de ser más que una línea de muerte, un despliegue de pulsión de muerte exacerbada. 

Maternidad y tiempo. Notas sobre Precoz (2016) de Ariana Harwicz

Precoz (2016) de Ariana Harwicz está hecho, de cierta manera, para leerse y no leerse. Y vaya, esto es sin duda el dilema de cualquier libro. No obstante, es el buen diseño y la edición tan cuidadosa de :Rata_, la casa editorial que publica la novela, la que precisamente cuestiona seriamente si el acto de lectura vale la pena o no. Al final del libro, luego del recuento de halagos que la obra de Harwicz ha recibido se nos dice que “:Rata_es el tiempo que has pasado leyendo este libro” (s/p). Más allá del cinismo y la obviedad, el enunciado no sólo habla de la casa editorial, sino también de la obra leída que, efectivamente, también tiene una sugerente invitación a repensar el tiempo en el relato novelado. 

Desde sus primeras palabras en Precoz escasea el pasado. La ausencia del tiempo narrativo por excelencia lleva al texto hacia un límite que casi lo aleja de aquello que lo vuelve relato. “Me despierto con la boca abierta como el pato cuando le sacan el hígado para el foie gras. Mi cuerpo está acá, mi cabeza más allá, afuera una cosa golpea como una arcada” (7). Aquello que va a ser extirpado y consumido, y aquello que está afuera son demarcaciones que siempre laten en cualquier texto. Una novela es, después de todo, un texto al cual se le saca algo de provecho, pero también un montón de páginas que esperan el movimiento de pasar las páginas, golpes o construcciones. Precoz está escrito, precisamente, simulando el movimiento de lectura, haciendo eco de esa voz (enunciación enunciativa) que se convierte en eco en la cabeza del lector (enunciación enunciada). Con esto en mente, el relato es como el título de la obra, contingente y precoz. La historia (¿?) de la madre narradora es vertiginosa. Los días que pasa con su hijo, un adolescente con problemas de actitud y en la escuela, son sórdidos. Conforme progresa la narración en un estridente espiral de eventos entrecortados se superponen y amontonan diversos personajes (otras madres, los compañeros del colegio del adolescente, una trabajadora social, la policía, un vendedor de scooters, parias en las calles, un amante de la madre, entre otros). En el torrente de este cumulo narrativo casi todo se enuncia en presente, como si el único tiempo decible y enunciable para una madre fuera el presente. 

Y claro, hay pasado narrado en el relato, como también hay futuro y otros tiempos. Pero uno de los temas principales de Precoz es la forma en que la maternidad interviene al tiempo. Con esto, la novela no sólo evoca aquello que el título ya sugiere, sino que la idea de maternidad se revela como el cúmulo y el nudo de lo precoz de la temporalidad. Esto es, para una madre el tiempo siempre es precoz: éste pasa antes de que la acción se sitúe, de ahí que la narración se empeñe a usar el presente. “¿Cuánto tiempo va a durar esto? Cuánto dura este sentimiento. Tengo muy lleno el sistema nervioso pero hago frente. Qué sentís hijo por mí, ¿por drías sentir lo mismo que yo?” (75). Más que sólo expresar y luego consumar el insesto (100), Precoz se pregunta por aquellos momentos que vuelven al tiempo presente siempre tan precoz. Es decir, la novela invita a preguntar, ¿qué hace el cuerpo de la madre que vuelve al presente siempre escurridizo, que vuelve al pasado siempre difícil de articular, y a la vez más necesario de formular? En otro nivel, el incesto también es la cancelación del pasado y del futuro, la ruptura de la línea teleológica del tiempo. No obstante, el ambiguo final del relato cancela la posibilidad de otras líneas temporales. Una vez consumado el incesto, madre e hijo luchan y se aman en un ciclo que parece interminable. El fin, igualmente, llega, “Esto es amar, me digo, y él viene y me arranca la cabeza” (101). De estar boca-abierta, al inicio de la novela, lista para que le extirpen el hígado, la madre ahora es decapitada. El gesto es radical, por una parte, sin cabeza, como nodo de la enunciación, ya no hay tiempo, y esto es liberador, pero también, sin cabeza, uno queda frente a una acumulación de eventos en el presente, solamente el tiempo que uno pasó leyendo el libro y nada más, un tiempo descabezado, una lectura más. 

Miedo al vacío conservadurismo, y lo que se escapa del “nuevo sueño americano” en Everything Everywhere All at Once (2022)

Al menos dos de los detonantes de la trama de Everything Everywhere All at Once (2022), escrita y dirigida por Dan Kwan y Daniel Scheinert, coinciden en un mismo imaginario: la tormentosa y a veces placentera vida en los Estados Unidos de una familia migrante. Ya sea por el engorroso pago de impuestos al que se enfrenta la familia de Evelyn, o por la peculiar, pero común, historia de su familia, Everything es una película que se preocupa de aquello que alguna vez se llamara “sueño americano.” Al mismo tiempo, la película pareciera sugerir, desde su inicio, que ese sueño siempre fue eso nada más, algo irreal y que sólo podía pasar mientras se duerme, o con base en una serie de supuestos científico-metafísicos sobre la existencia de multiversos. De hecho, el multiverso, en sí, es quizá la mejor analogía para entender lo que el sueño americano significaba. Esto es, si la idea de multiverso, de forma muy escueta, depende de la coexistencia e interrelación de diferentes líneas temporales todas engarzadas bajo la divergencia que el acto más azaroso y más consciente, a la vez, puedan generar, el sueño americano, como promesa, era el multiverso en sí. El multiverso es como la fantasía del sueño americano, cualquier migrante puede soñar con tener una vida mejor y diferente, todo depende de suerte, del azar y de la decisión. 

Dividida en tres partes, “Everything,” “Everywhere,” y “All At Once,” la película se centra en la historia de la familia Wang, migrantes de una región china en la que se habla cantonés, en los Estados Unidos. La película inicia con Evelyn sumergida en el papeleo de una auditoría fiscal, pues su negocio familiar, una lavandería, se ve en problemas de impuestos. El mismo día de la auditoría, ella y su esposo, Waymond, planean la fiesta de cumpleaños del padre de Evelyn, Gong Gong, un viejo conservador. Como colofón, Evelyn y su hija, Joy, tienen una complicada y conflictiva relación: la madre no acepta la orientación sexual de su hija ni sus gustos. La vida de Evelyn está sobrecargada. Todo está en un terrible punto de tensión. Todo está por reventar. La relación con su padre está en el abismo, el viejo le guarda rencor y recelo desde que dejó su pueblo natal para irse con Waymond a Estados Unidos. Waymond planea divorciarse de Evelyn porque no se siente feliz y siente a su esposa distante de él. El negocio está por ser clausurado pues las faltas fiscales son irremediables. Y Joy está por irse de su casa y alejarse por completo de sus padres. Evelyn es la que mantiene todo unido, pero también por la que todo podría desintegrarse. Por otra parte, esta tensión extrema no es única para Evelyn. Desde momentos tempranos en el filme, se sugiere que un tiempo alterno en el multiverso comienza a minar el tiempo de Evelyn. En el edificio fiscal todo se revela cuando un Waymond (Alfa) de otro universo se posesiona del Waymond del universo de Evelyn. El Waymond Alfa le explica a Evelyn la terrible situación a la que se enfrentan: Jobu Tupaki, un ser capaz de estar en cualquier parte en cualquier momento y desafiar todas las reglas de todo el multiverso, quiere exterminar a Evelyn y llevar al multiverso a su aniquilación. Conforme progresa la narración, se revela que Jobu Tupaki es la hija de la Evelyn del universo del Waymond Alfa. Al exigirle tanto a su hija, Evelyn la conviritó en Jobu Tupaki. El resentimiento de Joy hacia su madre, en este sentido, es una explosión de afectos que derivan en el nihilismo. La resolución de la película para este problema consiste, entonces, en la construcción de una respuesta empática por parte de Evelyn hacia su hija. Esto es, Evelyn debe reafirmar su condición como madre para poder sanar las heridas que ha hecho a su hija. Everything es una película sobre la posibilidad de reconciliarse con la familia, con el pasado y el futuro de una tradición. 

La película de Kwan y Scheinert contrapone así dos formas de enfrentarse a un mismo problema. Por una parte está el nihilismo de entregarse al vacío y desaparecer, y por otra parte está la posibilidad de subsanar los errores, de ver el vacío y tratar de mejorar la situación propia. Así, el nihilismo y la responsabilidad por la existencia propia son dos formas de enfrentarse ante la disolución del sueño americano. No es gratuito que el filme regrese constantemente a la montaña de papeles a la que se enfrentan Evelyn y su familia. Esa montaña de papeles son los fragmentos de un orden económico y político que intenta capturar la vitalidad de migrantes como los Wang. Si el sueño americano consistía en abrir la posibilidad de poder ser y hacer lo que uno quisiera, siempre y cuando uno trabajara siguiendo las reglas del juego americano (pagando impuestos, integrándose a la comunidad, etc), en Everything el sueño americano no es sino papeles que constriñen la vida. Cuando Evelyn va con su esposo y su padre a la oficina de la agente fiscal, Deirdre, ésta le reclama la cantidad de gastos imposibles de cuadricular dentro del esquema fiscal de una lavandería. Esto es, Deirdre no se explica cómo puede ser justificable que la lavandería compre una máquina de karaoke, y otros objetos más que guardan una relación con las pasiones creativas de los miembros de la familia. Igualmente, Deirdre le reclama a Evelyn por no haber llevado a su hija “que habla inglés,” para que ella pueda traducirle todo y darse a entender mejor. El sueño americano, entonces, está condicionado por el cumplimiento de deberes fiscales, manejo de inglés, y conformidad con el trabajo que a cada uno le toca hacer. 

Por la cantidad de personajes que intervienen en la película, uno esperaría que cada uno tuviera alguna relevancia dentro de la trama principal, pero no es así. Cada personaje que se agrega a la historia existe sólo para demostrar que, como Evelyn, ellos también tienen otras personalidades en diversos universos, todos han sido y pueden ser lo que quieran, desde rocas hasta piñatas, cocineros, maestras de kung-fu, actores, etc. Justamente, esta es una falsa diversidad, pues todos los personajes, salvo los miembros de la familia Wang y la agente fiscal, son meros avatares desechables para el filme, son personajes que sirven para reafirmar los roles tradicionales de la familia Wang. En este sentido, todos los personajes son los personajes del sueño americano, seres desechables en una trama que no les pertenece. Al final de la película, cuando Evelyn se reconcilia con todos los miembros de su familia, también se reconcilia con la agente fiscal Deirdre. De regreso a la oficina de ésta, la familia está ahora completa. Deirdre les anuncia que han hecho todo bien, pero que aún han fallado, hay un pequeño error aún. La reestructuración de la familia Wang es un gesto conservador, pues cada uno vuelve a su rol tradicional. Esto a su vez permite rearticular de nuevo el sueño americano. Ante el miedo al vacío de una existencia en la que todo es posible, hay que salvar a la familia para volver a convivir bien con el orden, para volver al sueño americano. Esta parece ser la lección principal de la película. Sin embargo, mientras que el filme sugiere que el vitalismo migrante ha sido de nuevo capturado en la fantasía norteamericana, como queda claro en la secuencia que inaugura los créditos finales —en la que aparece el nombre en caracteres del filme y luego sobre éstos caen como barrotes el nombre en inglés de la película—, también hay una fuga. El error que han hecho los Wang en el papeleo al final de la película es una línea de fuga ante su nueva captura. Así los Wang escapan al nuevo sueño americano. De hecho, en la última secuencia narrativa de la película, Evelyn se ve distraída, soñando despierta, ignorando las palabras de Deirdre. A la vez que el vitalismo de su familia ha sido capturado de nuevo, la distracción de Evelyn y el nuevo error en su declaración de impuestos la dejan soñar ahora a ella, y ese sueño se escapa del filme y del papeleo. 

Escritura y vida: el punto impreciso entre la memoria y la experiencia. Notas sobre El entenado (1982) de Juan José Saer

“De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo” (13). Con esta aparente contradicción inicia El entenado (1982) de Juan José Saer. La novela contada en primera persona recupera los recuerdos de un huérfano español que en su juventud vivió por 10 años con un pueblo indígena antropófago en la recién “descubierta” América de inicios de siglo XVI. A su retorno a España, el anónimo narrador, que ahora escribe desde la senectud, recuenta cómo del miedo y la incomprensión a los indígenas ahora su memoria se los presenta con cariño, pues frente a los excesos, corruptelas, libertinaje y desasosiego de la vida en España, la vida en aquellas costas vacías no era mejor, pero sí más cercana al sosiego. Si bien, buena parte del relato se ocupa de la relación sobre la vida diaria con los antropófagos, la novela es menos una exaltación de una pretendida y “pura”otredad de los indígenas y más un ejercicio de memoria. Más bien, El entenado es, en gran medida, una exploración sobre el movimiento y la sensación del recuerdo de la existencia propia y del entorno: una novela sobre escritura y vida. Si entenado es el hijo que se aporta al nuevo matrimonio, el narrador no es sólo el hijo que llega a esa unión forzada y accidentada entre el nuevo y el viejo continente, sino también alguien cuya vida llega en doblez a sí mismo, alguien que llega por deseo propio o por azar al puerto de sí mismo. 

El narrador va de una costa a otra, de un extremo a otro. Criado entre prostitutas y marineros, cuando el puerto ya no le era suficiente, el narrador decide embarcarse hacia el lugar del que todos hablan en los puertos. “Lo importante era alejarme del lugar en donde estaba, hacia un punto cualquiera, hecho de intensidad y delicia, del horizonte circular” (14), dice el narrador. Si su origen es intrazable, por su orfandad, el destino del narrador también se presenta así. El punto cualquiera, hecho de intensidad y delicia, del horizonte circular es uno y cualquier punto. En ese siglo, desde las costas españolas cualquier línea hacia el nuevo mundo es de fuga. Si la tierra de origen es terrible, cualquier punto que se aleje de ahí, por su intensidad y su delicia, debería ser mejor. El mismo punto que el narrador busca fuera de las costas españolas parece ser el mismo que el capitán, una vez emprendido el viaje, observa obsesivamente, “miraba fijamente un punto invisible entre el mar y el cielo, sin parpadear, petrificado sobre el puente” (16). La petrificación del capitán seguirá así incluso al llegar a tierra. Mientras los demás miembros de la tripulación se convierten líneas erráticas que se desplazan “como animales en estampida” (19) al llegar a tierra firme, el capitán se abstiene de todo movimiento. No es sino hasta que al hacer el reconocimiento de tierra, el capitán abandona un poco su inmovilidad. Sin embargo, el poco movimiento del capitán disminuirá aún más. En tierra, sus ojos se quedaron “mirando sin duda sin pestañear, el mismo punto impreciso entre los árboles que se elevaba en el borde de la selva” (22). Ese punto impreciso eventualmente provoca “una estupefacción solidaria” (23) entre los marinos, hasta que el capitán “emitió un suspiro ruidoso, profundo y prolongado” (23). Luego del suspiro los marineros pasaron a un “principio de pánico” (23). 

El punto impreciso detona la estupefacción solidaria, el suspiro ruidoso y el principio de pánico. Este punto es mediación entre la memoria, o la imaginación, y la experiencia y a su vez el lugar ilocalizable entre escritura y vida. Algo hay de aterrador en el momento detonado por ese punto impreciso. Más allá del miedo y la diferencia que puedan generar luego los sucesos venideros en la narración, la muerte de todos los marineros excepto del narrador, la orgía y antropofagia de los indígenas, el regreso a España, la falsedad de la vida monacal y artística y el placer humilde de vivir en familia y escribir, algo hay que afecta en desmesura en las primeras páginas de El entenado. El terror, el miedo, o el afecto, está siempre en los huecos, en los agujeros, los puntos imprecisos que parecen alejar al que observa de sí mismo y al mismo tiempo acercarlo a otra cosa diferente de sí mismo. Estos puntos están por toda la narración. El capitán incluso luego de su resoplido continúa obsesionado, atosigado, casi, por estos puntos. Un día mientras cenaban, su mirada “permanecía fija en el pescado y, sobre todo, en el ojo único y redondo que la cocción había dejado intacto y que parecía atraerlo, como una espiral rojiza y giratoria capaz de ejercer sobre él, a pesar de la ausencia de vida, una fascinación desmesurada” (25). 

El punto impreciso tantas veces mencionado en la novela no es un vacío. Al menos no un vacío en el sentido en que aquello que es abismal es habitado por la nada. Este punto es precisamente el que regula el arco narrativo, es el lugar sin el que la escritura perdería su trazo y la vida su fuerza, su curva y progresión, un límite que garantiza el movimiento de las cosas. El narrador comenta luego de describir con nitidez los vaivenes de la orgía y la embriaguez de los indígenas “ahora, sesenta años después, en que la mano frágil de un viejo, a la luz de una vela, se empeña en materializar, con la punta de la pluma, las imágenes que le manda, no se sabe cómo, ni de dónde, ni por qué, autónoma, la memoria” (61). El punto impreciso es, entonces, el límite de la memoria frente a una experiencia desbordada que exige su materialización. Aquellos años que excedieron toda experiencia forzaron el nacimiento del narrador en el nuevo mundo (41). En esos años su memoria sobre el viejo mundo se borró, bastaba una acumulación de vida que desplazó la memoria para que el cuerpo se acostumbre a otras cosas. De regreso al viejo mundo el proceso se repite, pero ahora, la acumulación de memoria desplaza la experiencia. Las tardes que consagra el viejo narrador a su escritura son ahora un punto impreciso desde donde memoria y experiencia se desbordan mutuamente dejando trazos en las páginas que leemos. 

Si entre los indígenas, como pasa también, tal vez, en las costas de su tierra de origen del narrador, dominan los roles y los hábitos, el único hábito que le falta al narrador es alguno que le permita poner aquello que se escapa a la experiencia y también elude, de cierta forma, a la memoria. Es decir, la escritura y los libros, según dice el narrador, son un “un oficio que […] permitiera manipular algo más real que poses o que simulacros” (117) y sobre todo son un hábito que le permiten al narrador rodear el punto impreciso, que ahora es atiborrado por una acumulación de palabras, de los vacíos de la vida van quedando abundancia de intensidades y sensaciones. Si la experiencia alguna vez venció a la memoria y a la inversa, en la escritura el vaivén entre memoria y experiencia se intensifica y se acelera. El texto se vuelve repetición y religación. Las constantes repeticiones de la narración ejemplifican algo más que un inacabable ir y venir entre la memoria y la experiencia. La repetición no es su condena, sino una oportunidad precisa de cambio, o como el narrador dice sobre el mismo sabor del vino que ahora por las noches prueba y comprueba repetidamente, este era “el indicio de algo imposible pero verdadero, un orden interno propio del mundo y muy cercano a nuestra experiencia […] un momento luminoso que pasa, rápido, cada noche, a la hora de la cena y que después, durante unos momentos, me deja como adormecido” (118). El punto impreciso se vuelve momento luminoso. Si la vida es eso que le pasa de lado a cualquier cuerpo, la vida no es más que algo aterrador pero neutro, un lugar raro donde se cumplen. El narrador dice, así, que “nuestras vidas se cumplen en un lugar terrible y neutro que desconoce la virtud o el crimen y que, sin dispersarnos ni el bien ni el mal, nos aniquila, indiferente” (152). Como el pasmo del capitán de la expedición, que dejó entenado al narrador en aquellas costas del nuevo mundo, o como el canibalismo de los indígenas, o la vida monacal y la errante vida de cómico, toda vida pasa, casi siempre, fuera de nosotros, desde o hacia un punto impreciso, sólo cuando el punto impreciso nos toca, entonces es que algo se ilumina, entonces es que la intensidad en nosotros brilla. Todo lo tocado y todo lo sentido, lo recordado, olvidado y experimentado, lo que se escapa y lo que se queda, va a encontrarse en el balbuceo del final de la novela, el “encuentro casual entre, y con, también, a ciencia cierta, las estrellas” (161): el encuentro de la abundancia del cielo y el desierto de la vida grabado en letras.

The Voluntary (Happy) Submission of Collecting. Notes on The Collector [Koleksiyoncu] (2002) by Pelin Esmer

Pelin Esmer’s documentary The Collector [Koleksiyoncu] (2002) follows an individual with a very particular pastime through the busy streets of Istanbul. The main character and narrator, an old man whose name is never revealed, is a collector of all kinds of objects. Shake powered flashlights, newspapers, rosaries, stickers from fruits, lists of the names of dead friends, glasses, fish bones, magazines, books, miniature kitchen utensils, among many, are some of the objects that the collector hosts in his apartment. While the house of the Collector could be easily associated with a hoarding disorder, the documentary does not focus entirely in the malaise of collecting objects, but rather in the unexpected happiness of gathering and piling objects.

“My interest in the collectable objects goes back to my childhood. Whenever I saw something small or interesting, I would keep it. For example, when my father bought lots of tomatoes for my mom to make tomato paste, I would choose the nice and small ones and hide them in a drawer. Soon they would rot and my mom would get very angry at me. As I grew older, this interest got wider and wider…” says the main character and narrator of the documentary, and so does the poster that promotions the documentary. While tomatoes go bad after being kept, the objects that the mature collector keeps in his apartment are all things whose damage, or malaise, comes from the space they use. As the Collector acknowledges, he only keeps things that won’t damage other things. The piling of objects day by day grows and it is harder to live or move in the apartment. With the hope of finding a place for all his precious newspapers, the main character finds a university who might receive them all without having to recycle them or dispose them. The Collector does not recycle, does not throw away, does not forget any object, does not lend any piece, he sometimes gives away what he has, but besides he keeps his collection as if he were nurturing a son, so says the Collector himself. 

The noise and vividness of the streets of Istanbul don’t stop. As the Collector wanders the camera follows him to all kind of markets, bazars, corner stores, restaurants, coffeehouses. Everyone buys, everyone consumes. In a way, the Collector is like any other consumer, he buys what he thinks he wants and tries to outsmart the market by buying always in pairs: one for the collection and one to use. Collecting becomes more than piling objects but less than archiving. “To be honest, I cannot claim that this is the aim behind my collections, being a bridge between yesterday and tomorrow is not the overriding idea for me. I see collections as a hobby not as a mission” (41:30). It is not a work, and yet occupies the Collector’s day completely. It is a hobby that looks like a job. 

Collecting, in a way, is an addiction, as put it by the old man himself, “Making collection is a sickness without a cure.” Like an addict, the one who collects is also like a slave. “We can call this a ‘voluntary submission’, or even a ‘mandatory submission’” says again the old man. His duty consists in keeping things in a safe place, things that, like the newspapers, will paradoxically sabotage the very basis of his daily life in his apartment. At the same time, says the old man “the worst thing is, I don’t really feel like fighting against it. I know it is necessary, I need to find a solution but, I just let it take its course” (42:35). 

What would happen with the collections after the Collector’s death? If the objects kept would find a way, ideally, they’ll be the trace of a particular existence. However, it seems the opposite. All that could happen to the collections after their keeper’s death is beyond the keeper’s power. “Collections are a way of clinging to life” says the old man in the final sequence of the documentary. If collecting was the mean that allowed existence to cling itself to life, then without collections life would be like the empty house of the Collector, as he imagines it, “a very dull place.” Without objects, life loses its liveliness. Without collections, where would liveliness find its colours? Without addiction how would existence cling to life and the other way around?

La adición, la serie y la suspensión de la acumulación. Notas sobre La cadena del desánimo (2013) de Pablo Karchadjian

El libro La cadena del desánimo (2013), de Pablo Karchadjian, invitaría a leerlo a la manera en que se leen los sueños. Esto es, como dice una nota que antecede la sección principal del libro, si “el contenido del sueño está armado de restos de la vida diurna y el sueño mismo podría ser un epifenómeno del trabajo nocturno del cerebro organizando lo vivido” (7), entonces las cerca de 150 páginas que uno lee de La cadena del desánimo no sólo serían recortes o restos agrupados de la lectura de Karchadjian entre el lunes 12 de marzo y el jueves 6 de diciembre de 2012 de las primeras páginas de los diaros La Nación, Clarín, Página/12 Perfil, ni tampoco un mero epifenómeno de lectura, sino que serían “el trabajo nocturno de la escritura organizando lo social”. No obstante, el libro sólo tiene un orden: el que se anuncia que sigue la lectura de Karchadjian, del 12 de marzo al 6 de diciembre de 2012. 

No se trata, entonces, de que para poder “comprender” La cadena del desánimo uno tenga que saber todo, de antemano, todo lo que sucedió entre los días que se recuperan en el libro. Ni tampoco se trata de que uno siga como sabueso las referencias que se mencionan en la nota ya mencionada. De hecho, Karchadjian lo deja claro, su libro, en contraste con los álgidos momentos del 2012 en Argentina (como en otras partes), “no está hecho para convencer a nadie de nada” (7). Un libro que hable de nada, casi el sueño de Flaubert. No obstante, se nos dice igual que tal vez el libro, de una u otra manera, “podría resultar útil” (7). No hay significados ocultos en el libro, todo ocurre luego de que un lector recolectara notas y simplemente las copiara en un orden “en general […] de recolección, y el nivel de composición es mínimo” (7). Todo se lee una vez más, pero también todo se lee fuera del tabloide, leemos ahora sabiendo que alguien dijo la cita escrita que otras manos leyeron y luego copiaron. 

Si en realidad no hay nada que leer o interpretar sobre los sueños, tampoco habría gastar mucho tiempo interpretando La cadena. Lo único, entonces, que habría que hacer es seguir la serie, el propio encadenamiento y los eslabones de cada parte de la prosa del libro. Sin embargo, de una u otra manera, cada recorte pareciera estar asociado con la propia razón de escritura que ordena el libro “‘Es un sistema caótico, pero no totalmente caótico’, dijo Celeste Saulo, Doctora en Ciencias de la Atmosfera e investigadora del Conicet” (24). El orden de esa escritura no es eso que diría que “ ‘Gran parte de nuestras conductas están conducidas por procesos cerebrales que operan por debajo de nuestra conciencia’ dijo Gemma Calvert, neurocientífica de la Universidad de Warwick” (76), sino que la escritura de La cadena del desánimo se escribe desde un lugar infra, pues escribir, antes que leer, es poner las cosas abajo (“to write down”), de la mano al papel, de los dedos al teclado; y en el papel, o en la pantalla, lo que mueve la conciencia no es sino unos dedos que teclean, unas manos que escriben: que lo infra son los afectos de los dedos, los hábitos de las manos. Lo que está en juego en el libro de Karchadjian es la sucesión, la serie, la cuenta (que no contabiliza) pero adiciona fragmentos que a veces suspenden una acumulación incesante de gestos que afirman que “ ‘Queríamos una prueba de amor, y no la hubo”, dijo un barrio nuevista de la primera hora” (153). Y es que del neoliberalismo, tema tocado muchas veces en el libro, no nos queda sino una acumulación desempoderada de las cosas, tal vez todo siempre fue así antes, pero si el gesto de amor precedía la acumulación, entonces las suspensiones en ésta son más latidos que paros. De esos latidos, lo que queda es su adición, su serie y su paso (tiempo), como de los signos y los trazos, de las palabras y de las cosas.

Acumulaciones en la playa: efervescencia y memoria. Notas sobre Otra vez el mar (1982) de Reinaldo Arenas II

El narrador de la segunda parte de Otra vez el mar (1982) de Reinaldo Arenas poco, parece, tiene que ver con la narradora de la primera parte. Hay, en la novela, dos formas de escribir, pero también dos formas de leer. En la primera parte, cuando los esposos desempacan, ante los libros de su esposa, Héctor comenta que “esos libros no solamente son falsos, sino ridículos […] yo te conseguiré otras novelas que te entretengan sin que pierdas el tiempo” (22). Mientras que la narradora busca encontrar un tiempo fuera de la rutina en toda la primera parte, en la segunda parte, Héctor sucumbe ante la inutilidad de su vida y asume un tono nihilista. Si la vida no puede encontrar nada que la sostenga, y si su voluntad de poder carece de propósito, todos los afectos del cuerpo se decantan hacia la muerte. 

Los seis cantos que componen la segunda parte son, desde cierta perspectiva, los textos que Héctor no le muestra a su esposa, eso que finge leer en la primera parte como excusa para escaparse de su vida. En un mundo donde todo está censurado, donde cada rebeldía es capturada, incluso las llamadas empresas nobles, como las artes o la literatura, son actos de cobardía. Escribir es carecer del valor para expresar lo que se siente. Desde esta perspectiva el ser humano, “si tuviese la valentía de expresar sus desgracias como expresa la necesidad de tomarse un refresco, no hubiese tenido que refugiarse, ampararse, justificarse, tras la confesión secreta, desgarradora y falsa que es siempre un libro” (231). La literatura, así, es una empresa que fetichiza la expresión de las necesidades y de los deseos. Escribir es saber que el texto debe circunscribirse a ciertas relaciones, sólo así, el circuito del libro (y de la empresa literaria) estará completo, sólo así el libro, “puede publicarse o censurarse, que puede quemarse o venderse, catalogarse, clasificarse o postergarse” (231). De ahí, entonces, que si hay una necesidad y un(os) deseo(s) de escritura estos tengan que ver con la fuerza de quien escribe de “dejar testimonio de que no fuera una sombra más que asfixió con sus suspiros, parloteos o sensaciones elementales su antigua inquietud y su sensibilidad” (231). El arte es una estafa, sí, pero es donde los “desconsolados de siempre/ intentaron justificar su desconcierto”, o en otras palabras, “el acogedor, inexistente sitio inventado siempre por los que aborrecen el sitio existente” (232). 

Aunque son claras las diferencias entre la primera y segunda parte (la primera escrita completamente en prosa y la segunda mezclando formas de verso libre y metro), ambas partes se preocupan por la insospechada pero persistente labor del tiempo. Ahí mismo es donde, también, las dos partes se diferencian: la primera parte en la búsqueda de un tiempo que suspenda el conteo incesante de la vida que se acumula, la segunda parte en la construcción de una válvula de escape. 

Para Héctor las salidas se van reduciendo, no van quedando muchas opciones. No obstante, al final del sexto canto ya no es la historia la que irremediablemente se acumula y ominosamente oprime a la desempoderada voz narrativa que la registra. En un momento, los personajes del sexto canto “salen del papel” y se le revela al narrador el “secreto” de su figura. Los personajes le dicen, “Pobre diablo. Él perecerá y nosotros permaneceremos. Enloquecerá y nosotros continuaremos. Dentro de muy poco habrá desaparecido y nosotros seguiremos. Con el tiempo ni siquiera se sabrá qué tuvo que ver con nosotros” (397). Como la vida que pasa y las palabras también se le pasan al narrador. A Héctor se le escapa aquello que ordenaba y acumulaba su relato, su poema y sus cantos. Si el escritor piensa que los signos lo obedecen, esto no es más que un truco, pues son los múltiples fragmentos los que le dan ritmo a la prosa y, en cierto sentido, a la vida. La vida puede ser una broma, “una inmensa cantidad de palabras palabreadas” (248), cúmulos dispersos, que se agregan a eso que somos, “un terror pasajero, una importancia airada/ una llama insaciable y efímera” (259). Sin embargo, como los personajes salidos del papel, y como el mismo Héctor, devorado por su propio texto, si una “descomunal impotencia amordaza tu vital rebeldía” (417), en la sumatoria de los signos, cada pasiva línea remecanografiada resquebraja la mordaza para dejarnos como Héctor frente al mar, “desatado, furioso y estallado” (418). 

Acumulaciones en la playa: efervescencia y memoria. Notas sobre Otra vez el mar (1982) de Reinaldo Arenas I

La primera parte de Otra vez el mar (1982), de Reinaldo Arenas, cuenta la historia de una pareja y su bebé en un viaje vacacional a una playa aledaña a La Habana en los años de la histórica Zafra de los diez millones en Cuba. La narradora y su esposo, Héctor, han dejado atrás los bríos del amor joven, y ahora, a pesar de que sus cuerpos aún no se encaran con las arrugas de la madurez, ambos viven en el tedio. Como el mar, el relato de la narradora va en ondas, ciclos, corrientes, marejadas y olas. Es decir, durante toda la primera parte, la narradora superpone el recuerdo de su viaje a la playa —una semana de vacaciones para después volver a los trabajos en el campo— con recuerdos de su infancia, de su embarazo, de las colas para conseguir víveres, de sus discusiones con Héctor, de los trabajos en el campo, sus sueños y sus lecturas de ocio. Mientras que el texto pudiera sugerir una crítica al gobierno castrista, el asunto no es tanto criticar, sino saber ¿cómo es que las cosas llegaron a ser lo que son? Para la narradora, entonces, es obvio que, como su matrimonio, los joviales primeros años de la Revolución Cubana fueron euforia efervescente, olas eufóricas que se volvieron espuma en la arena, “los días que no necesitábamos de las promesas para creer, de las palabras para esperar” (77). Lo peor de la revolución fue que la rutina se volvió eso “que tanto despreciábamos […] vemos ahora las mismas humillaciones” (71). 

El hombre nuevo, a la Guevara, no tendría nada de nuevo sin hábitos nuevos. El hombre nuevo tiene casa nueva, tiene ropa nueva, sabe que “los problemas, digamos fundamentales, están resueltos” (78), pero sin afectos nuevos, sin hábitos nuevos, sin el amor que se renueve, la narradora sabe que el matrimonio está para “dedicarnos plenamente a hacernos la vida intolerable” (78). Las grandes metas del gobierno en nada impactan a los esposos, pues “¿qué habremos resuelto nosotros cuando se hayan cumplido —si es que se cumplen algún día — todas las metas? ¿En qué proporción aumenta nuestra felicidad porque nos hayan aumentado la cuota de arroz?” (100-101). Mientras la producción crece, las sonrisas no, pero las hambres sí, y las enfermedades también. Todo el dolor se acumula, pero el miedo reina, y es que “¿qué se puede esperar de un pueblo que siempre ha vivido en la esclavitud y el chanchullo? ¿Qué puedes hacer tú para sobrevivir, para no señalarte, sino imitar a los otros? Tomar sus lenguajes, sus maneras, exagerarlo todo aún más para que no te descubran. ¿Qué puedes hacer? ¿Qué se puede hacer” (109). Con la vida dominada, pocos espacios quedan para la existencia.

Entre el “¿qué se puede hacer” y el “¿cómo es que las cosas llegaron a ser así?”, la narradora describe un espacio convulso. Los escapes están, de esta forma, en la retirada del pensamiento, en la acogida de la sinestesia, de ahí que la narradora pase horas frente al mar, adivinando sus formas, sus colores. En otro momento, al verse al espejo, la narradora escapa al ruido de las calles ella está “suspendida, en otro tiempo, al margen” (150). Desde esa suspensión se abre un espacio hacia otra parte, un espacio que sabe que la crítica, o la política, no están en la acumulación de desgracias y su enumeración, como obstinadamente Héctor hace. Contar las desgracias en “el tono resignado de quien clasifica, enumera o menciona mecánicamente una variedad de objetos insignificantes e impersonales” (176), es como contar toneladas de caña. Unas acumulaciones se regresan en ganancias y creces, otras en miedos acumulados y docilidad de las masas. 

La narradora deja ver que en la retirada del pensamiento, las revoluciones, como la poesía, o el amor de la narradora por su esposo e hijo parecen estar en una delgada franja de indecibilidad porque “lo que realmente [la narradora] quisiera conservar, tener, es precisamente lo que desaparece, el breve violeta del oscurecer sobre las aguas” (147). Por otra parte, si la experiencia queda supeditada a la indecibilidad, cuando pasen las cosas felices, o las revoluciones eufóricas, el placer sólo será de uno, pues los buenos recuerdos, como el amor y la sed de oscuridades a la que se entregan los esposos al final de la primera parte, “después será” para la narradora “aún mejor, después, cuando lo recuerde, será absolutamente mío todo el placer” (188). Si la felicidad de las grandes metas, como las 10 toneladas de caña de la zafra, no incrementan la felicidad de los brazos que se aman y las bocas que se besan, ¿cómo hacer para que el sentido de la producción deje de lado los campos de caña sin trastocar los recuerdos del placer de los que se aman? ¿Cómo reordenar las olas que se acumulan en la arena?