Males que duran mil años: determinismo y acumulación originaria. Notas sobre Juan Justino Judicial (1996) de Gerardo Cornejo M

Como anuncia la portada y contraportada de Juan Justino Judicial (1996) el texto está escrito a manera de corrido y novela. A esto se suma, según dice la contraportada, que la historia de Juan Justino Altata Sagrario “está narrada por tres voces imbricadas que se alternan y complementan” (s/p). De ahí, pues, que la mayoría de los capítulos impares estén narrados en un tono “impersonal,” que la contraportada identifica como la voz colectiva, la voz del corrido; los capítulos pares sean, en su mayoría, narrados por Juan Justino; y una voz narrativa, a manera de un narrador en segunda persona, intervenga en varios capítulos del texto, como si esta voz fuera, según la contraportada, el primer muerto de Justino Altata, su conciencia. Juan Justino Judicial es una obra donde diversas voces confluyen, sin embargo esa confluencia no cambia el monótono determinismo del relato. En otras palabras, este es un texto en el que muchas voces narrativas convergen, pero los cambios radicales dentro del mismo relato son mínimos. Se cuenta de muchas formas un determinismo melodramático ya sabido de antemano. 

Juan Justino Altata fracasa en componer su vida, como también fracasa en recomponer su corrido. El relato, contado a manera de novela picaresca, narra la vida de Juan Justino Altata, un campesino de la sierra del noroeste de México. La vida de Altata está sujeta a una doble marginalidad, pues, además de pobre, todo el mundo, en especial otros hombres, se burla de él, ya que “le falta la mitad de la varonía” (8). Expuesto, pues, al acoso y a la miseria, Justino va guardando odio y rencor contra sus semejantes. Años después, luego de probar suerte por toda la costa del Pacífico norte en México y de intentar cruzar al otro lado, Justino y otros peones roban al ingeniero de la plantación donde trabajan, pues el robo era “su oportunidad para salir de una vida que él no había escogido” (76). El problema es que luego del efervescente éxito, Justino es capturado por la policía judicial y luego convertido en miembro de la “corpo,” como él mismo llama al grupo policial. De ahí, Justino Altata deja de ser quien era y se convierte en el teniente Rodrigo Rodarte. Si el robo al ingeniero se le presentó a Justino como la posibilidad de mejorar su vida, pero cayó preso, ahora su incorporación a las fuerzas policiales parece abrir la posibilidad de finalmente mejorar. El problema es que no lo logra. 

Ya sea que se le conozca por su nombre de pila, Justino, por su nombre de judicial, o por su apodo, teniente Castro, debido a un cruel método de tortura que practica a sus detenidos (castrar y colgar de los genitales a sus víctimas), Justino Altata se hace de renombre y fama. Esa urgencia que tenía de “ser alguien” (63), se trastorna cuando Justino se da cuenta de que su fama se la debe a un corrido y este va contando eventos que él quisiera cambiar. “Así lo que yo cuento, uste recompone, porque quiero que vaya poco a poco poniendo de moda el nuevo corrido hasta que borre de la memoria de toda esa zarandaja que se anda contando por ái” (23). Como cada cambio que Justino da para mejorar su vida, la corrección del corrido, que es también la narración del texto, pareciera ser la última capa de cambio, el punto de cúspide que pudiera asegurar un cambio radical en la vida de Justino Altata. Sin embargo, recomponer un corrido es como recomponer una vida, un acto casi imposible. Mientras que la autoría del corrido subyace en una masa que no necesariamente busca la cristalización de una sola versión de la canción, una vida no subyace en las condiciones que le son propias: la vida del individuo descansa en las condiciones que lo presuponen y también en la manera habitual en que reacciona ante las cosas. Como Justino no mejora su vida, tampoco el corrido recompuesto le hace justicia, antes bien, esta nueva canción reprende las decisiones de Altata: “si uno nace incompleto/ hay que darse por sevido” (150). 

El origen de la familia de Justino no aparece sino hasta muy tarde en el relato. Sólo entonces se descubre que su estirpe es la de los últimos “Altata de los alzados” (133), de los últimos grupos indígenas que se alzaron en tiempos coloniales en la región norte del país. Este grupo, que resistió hasta el final, fue maldecido por un sacerdote español, y así, por cinco generaciones los descendientes de los Altatas procrearían varones como Justino, incompletos de su varonía, pero también, tal vez, condenados a repetir un proceso de acumulación originaria, a vivir “con la pura mitad de las potencias” (9), como diría el padre de Justino. La acumulación originaria es el proceso descrito por Karl Marx como presuposición general a la acumulación capitalista. Los orígenes del capitalismo, Marx afirma, son todo menos idílicos, son momentos como los que vive la familia de Marcial Campero (41), el amigo jornalero de Justino, tiempos en que a base de desposesiones de tierra, asesinatos, robo y legislaciones sanguinarias, la burguesía nace y el estado refuerza su condición de “dominador,” tiempos en que “multitudes son de repente y a la fuerza separadas de sus medios de subsistencia, luego son forzadas a formar parte del mercado laboral como aves sin nido [vogelfrei en el original]” (Capital Vol I. 876). Con esto, Juan Justino Judicial sugeriría que la larga maldición que el proceso de acumulación originaria trajo a los Altata llegaría a su fin con Justino. Aquejado por un cáncer y de regreso a su pueblo natal, Justino muere en un delirio permanente, “sus arranques de palabras entrecortadas parecían confundirse ya con las otras que le venían de otra parte” (148). La voz narrativa enunciada en segunda persona se reúne por fin con Justino y le recuerda lo vano de su empresa, “tratando de componer un pasado que no podía modificarse un pasado que era tu vida misma porque desde entonces estabas condenado por tu primera muerte” (149). El problema es que esa primera muerte no era sólo de Justino, sino también la de todos sus antepasados. Para cuando Justino termina la maldición colonial, al ser parte de la quinta generación de Altatas, otra maldición comienza. Si a Justino Altata, como castigo, “Dios lo volvió judicial” (150), el nuevo castigo divino, como el que sufre Marcial Campero, parece una maldición inacabable, pues una vez vuelto narco ni él ni su familia se salvan. 

¿Quién leerá el sumario? Notas sobre La virgen de los sicarios (1994/2015) de Fernando Vallejo

“Los mejores escritores de Colombia son los jueces y los secretarios de juzgado, y no hay mejor novela que un sumario” (123), afirma el misántropo narrador de La virgen de los sicarios (1999) de Fernando Vallejo. Sin que necesariamente se trate de un sumario, ni, tal vez, tampoco de una novela tradicional, el libro recupera en soliloquio las peripecias que un gramático misántropo en edad madura vive al lado de sus jóvenes amantes sicarios en una ciudad de Medellín envuelta en los resabios de la muerte de Pablo Escobar. La muerte del capo pareciera ser el evento que presupone al relato de la narración, pues Fernando, el narrador, conoce a Alexis, su primer amante, luego del “exterminio de su banda” (64). Así, desposeído de sus “medios tradicionales de subsistencia,” Alexis trabaja ahora en “La casa de las mariposas,” una casa de citas. El relato, por otra parte, comienza con el regreso a casa del narrador y los recuerdos que los lugares de su infancia le provocan (“Había en las afueras de Medellín un pueblo silencioso y apacible que se llamaba Sabaneta” [5]). A la vez que la muerte del capo tiene una relación directa con la vida del narrador, ya que “los acontecimientos nacionales están ligados a los personales” (64), el estado general y desordenado que luego de la muerte de Escobar impera en Medellín parece análogo a la forma del texto.

Del recuerdo personal, al momento “presente,” y luego hacia digresiones que terminan criticando al estado general de la vida en Medellín, a la iglesia, al gobierno o explicando palabras a sus “lectores,” el narrador arma un sumario desordenado. La virgen de los sicarios inicia como novela y termina como otra cosa: una despedida y un pastiche hecho con los versos de una canción. El mismo narrador admite que la trama de su vida, y de su relato, “es la de un libro absurdo en el que lo que debería ir primero va luego” (16). El orden de la narración es difícil de seguir. Hay, así, una tensión entre el afán del narrador por explicar a sus lectores algunos detalles de su narración y el hecho de contar su propio relato. Mientras que los lectores son identificados como extranjeros, o desentendidos de lo que sucede en Medellín (“le voy a explicar a usted porque es turista extranjero” [39]; “Ahí están todavía esperándome, a mí con mis dudosos lectores” [45]; “y lo digo por mis lectores japoneses y servo-croatas” [113]) y la narración misma parece desentenderse de sí (“Nada hay que entender. Si todo tiene explicación, todo tiene justificación y así acabamos alcahuetiando el delito” [105]). Con todo esto, pareciera que el narrador no se interesara mucho por el acto mismo de leer. Es decir, parece que La virgen de los sicarios busca escribirse como un sumario para “no-lectores.”

Leer no hace a nadie mejor persona. Al mismo tiempo, la lectura es una herramienta más que lo mismo libera y oprime, un ejercicio, un hábito. El narrador enfatiza, por su parte, los beneficios de que Alexis no lea: 

Pero esta criatura en eso era tan drástico como el gran presidente Reagan, que en su larga vida un solo libro no leyó. Esta pureza incontaminada de letra impresa, además, era de lo que más me gustaba de mi niño. ¡Para libros los que yo he leído!, y mírenme, véanme. ¿Pero sabía acaso firmar el niño? Claro que sí sabía. Tenía la letra más excitante y arrevesada que he conocido: alucinante que es como en última instancia escriben los ángeles que son demonios. Aquí guardo una foto suya dedicada a mí por el reverso. Me dice simplemente así: ‘Tuyo, para toda la vida,’ y basta. ¿Para qué quería más? Mi vida entera se agota en eso” (46). 

Al menos desde la perspectiva del narrador, el narco elude la lectura. Para el narco todo es escritura, parquedad y pragmatismo que no puede darse tiempo para comprender, o leer. No obstante, como sucede Contrabando ante la incapacidad de diferenciar quién es quién, el narco también es el inicio de la lectura. Si la lectura es siempre una acción ambivalente y cargada de errores y malentendidos, ¿por qué habría que expulsar de la narración al acto de leer y comprender? ¿O será, tal vez, que La virgen de los sicarios busca no-lectores? Si la figura del lector, al menos desde una perspectiva tradicional, es un mero agente que reproduce gustos heredados en la medida que participa de productos culturales hechos por quienes validan su propio estatus de lector, entonces, el lector es siempre un agente cargado de un aura de “autoridad,” pues al lector hay que complacerle. Sin embargo, también hay otras formas de extrañar al lector, de sacarlo de quicio, como desearle “que le vaya bien, que le pise un carro o que le estripe un tren” (transcripción modificada 127).

¿Cuál es cuál? Un texto para después: Narco y producción textual. Notas sobre Contrabando (1991/2008) de Víctor Hugo Rascón Banda

Contrabando (1991/2008), de Víctor Hugo Rascón Banda, bien pudiera ser catalogado bajo lo que Nicolas Bourriaud llama textos de postproducción. Esto es, textos que no necesariamente buscan “superar” las técnicas ya usadas por sus predecesores, sino hacer uso de “todo aquello que se ha apilado en el almacén de la historia para hacer realidad y presente” (Postproduction 17). La observación de Bourriaud parte del supuesto de que hoy en día los artistas programan (o modulan) más que componer materiales de arte. Con esto, aunque Bourriaud no lo vea así, la posición de aquellos que alguna vez tuvieron el “dominio” de las formas artísticas cambia. En el campo literario, el escritor deja por completo atrás la figura del “hombre de letras” y ahora no es más, tal vez, que un copista, un agente responsable de lo que su escritura modula, pero desempoderado ante la oportunidad de transferirle a su escritura un rol trascedente y de primer orden en el entramado social e histórico de la vida diaria. Justo esta posición es la que el narrador de Contrabando dibuja para sí y su entorno. 

Luego de que Antonio Aguilar, “el último charro cantor,” le encomiende a un ficticio Víctor Hugo Rascón Banda la escritura de un guion cinematográfico, el escritor emprende un viaje del Distrito Federal, hoy Ciudad de México, hasta Santa Rosa, Chihuahua, su pueblo natal, para inspirarse y poder así escribir la historia que el ídolo de la canción popular le solicita. “Usted es de un pueblo serrano del norte y debe saber cómo siente la gente del campo, cómo quiere de verdad y cómo es capaz de morir por un amor. Quiero una película como aquellas que hacía el Indio Fernández” (pos. 38.1), le dice Antonio Aguilar a Rascón Banda. La tarea de escribir el guion, desde esta perspectiva, es vista como la transcripción del sentir “popular” en la producción cinematográfica del México de finales de los años noventa. Contrabando puede ser visto, así, como un texto que cuenta las peripecias que derivan de la encomienda de Antonio Aguilar. El texto se dejaría ver una suerte de bitácora sobre un proyecto de escritura. No obstante, las páginas de Contrabando son más y menos que una bitácora. Si el proyecto original consiste en escribir el proceso mismo de la escritura, el texto traiciona esta motivación. De hecho, por su propia forma el texto elude una clasificación tajante dentro de algún género literario. Las páginas de Contrabando son más una pila de artificios, una acumulación que ratifica y resume todo lo que la producción escrita en buena parte del siglo XX en México ha hecho para dar cabida a los espacios que comúnmente representan al país, y también a la literatura misma. En otras palabras, las representaciones de la época de oro del cine mexicano, como las que popularizara Emilio el Indio Fernández, han llegado a su punto de extenuación. O esto, al menos, es lo que sugiere el narrador cuando desde su llegada al aeropuerto de Chihuahua se encuentra con una atmósfera intervenida por una presencia ominosa. El narcotráfico, o contrabando, se deja ver en cualquier tipo de situación, pero siempre con el mismo resultado: muertes, terror, miedo y sentimientos encontrados entre la imposibilidad de hacer justicia y la indignación de no poder hacer nada al respecto. 

El problema del narcotráfico retratado en Contrabando no es, necesariamente, que la violencia inunde hasta las realidades más “pacíficas.” Antes bien, la violencia subyace en el nivel local y fluye entre lo que entonces, en 1991, el año en que Contrabando recibió el premio de novela Juan Rulfo, era un país y un mundo que se desentendía de estos conflictos. El mundo no sabe de estos conflictos, o más bien, vive como si no supiera. Faltaría conocer esta realidad, como sugiere Damiana Caraveo, una de las tantas sobrevivientes que el narrador se encuentra en su viaje, “para que el mundo lo sepa” (15.9). Por otra parte, no es que no haya visibilidad de estos conflictos, sino que las versiones son muchas, variadas y corruptas. Sobre la masacre de Yepachi, la masacre a la que Damiana Caraveo sobrevivió, la prensa escribe “Enfrentamiento entre narcos y la Policía Federal. Masacre en el Rancho de Yepachi […] Judiciales federales contra Judiciales del Estado: ganaron los federales” (pos. 32.6). Las versiones oficiales polarizan y a la vez nublan la distinción entre aquello que es difícil de separar. Es decir, mientras que la nota sobre la masacre de Yepachi anuncia primero un enfrentamiento entre los enemigos del estado (los narcos) y las fuerzas del estado (la policía federal), luego anuncia que el conflicto sucede dentro del mismo estado (entre policías federal y estatal). Con esto, el contrabando y su violencia evidencian la imposibilidad de distinguir, diferenciar y separar. Más aún, ya sea en la masacre de Yepachi, o en otros de los enfrentamientos narrados, los conflictos demarcan el desgaste y extenuación del sentido de la guerra. No se trata de una guerra civil, ni tampoco de una guerra partisana, pues no se puede diferenciar entre amigos ni enemigos, siempre es ambiguo quién está fuera o dentro del nomos, del estado. No extraña entonces que muchas veces en el texto se enfatice la imposibilidad de distinguir entre narco y policía, o que “judiciales y narcos no distinguen” (pos. 71.0) entre los que asesinan. En últimas, en Santa Rosa “no se distinguen ni el bien ni el mal” (pos. 41.6), “no se sabe quién es quién” (pos. 353), y todo lo que alguna vez fue sagrado es profano, y aquellos hábitos que parecían tan sólidos se vuelven espuma. 

El hecho de que no se pueda distinguir entre narco y federal está directamente relacionado a la forma misma del texto. Si el narco termina donde inicia el estado, y el estado inicia donde termina el narco, ambos están en una banda de Moebious. No sorprende así que el último sintagma de una sección del texto sea siempre el título del siguiente apartado. Este recurso es llevado hasta las últimas consecuencias cuando al final de la novela se comprueba que la última palabra del libro es también la que le da título a la obra. A su vez, la imposibilidad de distinción evoca directamente aquello que hace el contrabando: integrar lo que no está autorizado (legal) dentro del orden común de las cosas, en el mercado y la producción social. Una mercancía de contrabando es igual a una mercancía legal, su mínima diferencia está en la sanción dada por las autoridades (el estado). Contrabandear es introducir un ciclo de producción ajeno al propio sin recibir una sanción oficial, es volver cotidiano lo que no lo es. El contrabando informa de la presencia de lo propio y de lo interno al introducir lo mismo desde lo ajeno y lo externo. Esto es, por el contrabando uno se entera de aquello que está afuera, pero que, paradójicamente, también sucede adentro. 

No se trata de que Contrabando tense las relaciones entre realidad y ficción, sino que la novela deja ver como la mayoría de los textos semióticos (contradicciones) que articularon buena parte de la modernidad han llegado a develarse como simples pliegues sobre una misma superficie. Ahora bien, ya sea por la imposibilidad de catalogar la obra dentro de un género, o la imposibilidad de distinguir entre narco y federal en la narración, el texto da cuenta de un mecanismo narrativo que apila y concentra una breve historia del cambio radical que el contrabando trae para finales de siglo XX. Esto es, Contrabando es un resumen desordenado de diversas formas de producción, ya sean económicas (se menciona la industria minera, el campo, el acaparamiento de tierras, la ganadería) o intelectuales (a la par que se escribe Contrabando se escribe una obra de teatro y un guion cinematográfico, también abundan las notas periodísticas, las canciones y hasta grabaciones transcritas en el texto). “Esto es como un barril sin fondo, como una mina que se traga el dinero” (pos. 68), le dice su padre al narrador para entender el secuestro del presidente municipal de Santa Rosa. Como una mina también es el propio proceso de escritura del guion cinematográfico, pues el narrador está convencido de que “los muertos del aeropuerto y la masacre de Yepachi no pueden ser una película de canciones, pero de Santa Rosa surgirá la historia” (pos. 40.4). Así, el viaje a Santa Rosa es un viaje extractivo. El guion, incluso, se escribe a sabiendas de que “los personajes tendrán el mismo final que tuvieron en Santa Rosa, para no cambiar la realidad, que sobrepasa en acción dramática a cualquier ficción” (pos. 301). El narrador, entonces, escribe a partir de que copia la “realidad.” Copiar es, así, una forma de extraer. 

Que el narco reavive a la vez que destruye viejas formas de producción, viejas tradiciones, sugiere que los cambios sociales presentes en Contrabando se pueden leer como un proceso más de acumulación primitiva (u originaria). Igualmente, a la par que unos son desposeídos y otros comienzan a acumular riqueza, la producción queda supeditada a extracción y no reproducción. Ya sea porque Santa Rosa antes fuera centro minero y ahora sea “el centro del narcotráfico serrano” (pos. 193.9), la producción por extracción parece ser la única forma de articulación social. La extracción es una forma sui generis de producción, como afirma Karl Marx, “porque ningún proceso de reproducción sucede, o al menos ninguno que esté cabalmente bajo nuestro control o sepamos a ciencia cierta cómo funciona” (Grundrisse 726). Si la reproducción es la forma de producción que permite la duplicación de un ciclo de trabajo, entonces, dada la imposibilidad de representar al estado como un agente que domina la violencia, y por extensión, el trabajo, en Contrabando no hay reproducción sino mera extracción, un proceso que produce, pero cuyos mecanismos se nos escapan. Como a ciencia cierta no sabemos aún qué hace provechoso a las minas, ya sea porque al extraer todo un yacimiento se implica, muchas veces, la destrucción total del ecosistema, o porque simplemente, a veces, las minas se secan, de la misma manera, Contrabando se escribe, se produce, a partir de un mecanismo que no sabemos cómo funciona a ciencia cierta, se escribe desde lo que nos escapa, lo que nos presupone, pero también nos excede.

La propuesta literaria de Contrabando consiste en proponer un texto para después. Es decir, la obra de Rascón Banda apuesta por pensar una diferencia luego de un proceso de extenuantes repeticiones que esquilman formas de expresión tradicionales en el ámbito literario. La forma novela, por ejemplo, parece insuficiente para encasillar al texto, pues aunque hay elementos propios del género, como el dialogismo, la polifonía y el uso de cronotopos, también el texto excede las funciones canónicas de la novela, pues los personajes no se desarrollan y sus apariciones son dispersas y contingentes. Consecuentemente, Contrabando invita a pensar una forma otra de escribir, de hacer literatura, e incluso una invitación hacia la posibilidad de una política otra, una infrapolítica, tal vez. Al menos respecto a la literatura, la propuesta de Rascón Banda consistiría en ubicar lo literario en el contrabando que se escapa a la tarea de escribir, al deber escribir, como se evidencia al final del texto. Luego de que el narrador prometa “quemar todo lo que [escribió] en Santa Rosa” (pos. 356), que el guion cinematográfico sea rechazado porque éste es una traición al pueblo y una ofensa a “estos amigos, que van a ver [a Antonio Aguilar] a los palenques o […] espectáculos en ferias y rodeos” (pos. 356), y que la obra de teatro del narrador, Guerrero Negro, parezca tener un futuro prometedor en los círculos literarios del Distrito Federal, el narrador se dibuja a sí mismo escribiendo, exhibe como su proceso de escritura queda a solas frente a su deber y su deseo.

Para olvidarme de Santa Rosa y darle la vuelta a estas páginas de contrabando y traición, sólo me falta pasar a máquina la letra de los corridos que estoy oyendo, porque para el montaje de Guerrero Negro se necesitan, me dijo el director, cuando menos veintiún corridos de contrabando (pos. 358).

Por contrabando y traición, entonces, Contrabando es escrito. Esto es, hay una correspondencia entre los 23 apartados del texto de Rascón Banda y las 21 transcripciones de corridos que el narrador necesita para el montaje de su obra. Los otros dos apartados que no corresponden con las transcripciones son, respectivamente, la obra de teatro Guerrero Negro, y el guion cinematográfico, pues ambos también forman parte del texto. Contrabando, como entramado textual, exhibe su propia producción basada en un acto perpetuo de copia (extracción). Con todo esto, el texto mismo que leemos sería un apartado número 24, un numeral a manera de plusvalor, aunque quizá esta palabra sea deficiente para describirlo. El valor extra que Contrabando aporta está por encima y por debajo de la producción textual, como un número siempre en exponencial n, o un fantasma que a veces regresa, a veces se va, pero siempre persiste para un después. 

Obsesión, manía y escritura. Notas sobre Diario de un narcotraficante (1967) de Ángelo Nacaveva

Hay un cierto enigma que circula entorno a Diario de un narcotraficante de Ángelo Nacaveva y los detalles de su publicación. Al hecho de que el nombre de autor sea un pseudónimo, se agrega el carácter fundacional de la obra, como una de las notas que acompaña la edición de Kindle dice, el libro “es un hito en la escritura del tema, ya que fue el primero que lo abordó y aún hoy sigue habiendo pocas discrepancias al respecto” (pos. 2). Esto es, antes de Nacaveva, eso que hoy se conoce como narconovela, o narcoliteratura, no existía. Como texto fundacional, entonces, la novela cargaría con un concentrado de temas y motivos que aparecen en otros relatos de este género. No obstante, quizá la novela de Nacaveva sea sólo fundacional del género de la narcoliteratura en la medida en que los textos predecesores son completamente distintos a esta novela en la forma en que las “emociones fuertes” son narradas. A pesar de que la advertencia de autor anuncie “emociones fuertes,” esta novela traiciona su propia promesa. 

Contada a manera de diario que va desde un día de abril en la década de los cincuenta, hasta septiembre del año venidero, la novela recupera las experiencias de Ángelo Nacaveva, un periodista que vive atosigado por el tedio y la rutina en Culiacán, Sinaloa. Un día, el narrador se dice a sí mismo, “no es posible que pase me vida entre el trabajo y las cuatro paredes de mi casa […] Necesito algo más fuerte” (pos. 54). Esa fuerza la encontrará al pedirle a su amigo Arturo que lo incluya en su nueva empresa, meterse de “gomero,” traficante de heroína. “Quisiera dedicarme a otra cosa, algo que en realidad se pueda hacer dinero, fácil y rápido” (198), le dice Ángelo a Arturo, pero la promesa de aventura y dinero rápido se desvanece. Nacaveva pronto se da cuenta de que la vida de gomero es como cualquier otra, hay que someterse “a una disciplina completa [se] debe ser obediente y todo” (pos. 259). Pronto incluso, el proyecto del diario se tambalea, pues “de los días anteriores, nada se ha reportado en este diario porque todo es rutinario” (pos. 31396). Por más que Nacaveva no lo quiera quiera, el tedio siempre lo alcanza, y aún así, sigue escribiendo.  

¿Por qué Nacaveva se empeña en escribir su diario y convertirlo en novela? El diario es leído por diversos personajes en el relato. Para la mayoría de éstos el diario es genial y muchas veces las páginas escritas actúan a favor del narrador. No obstante, a cambio de escribirlo todo, es decir, a cambio de dar una versión global sobre el tráfico de drogas y “todos” sus matices, Nacaveva arriesga su vida, pues para escribir, primero hay que vivir, o eso sugiere el narrador. “Tú por hacer un libro eres capaz de todo” (pos. 5644), le dice Arturo a Nacaveva antes de que éste último emprenda una serie de malas decisiones que lo llevarán a caer preso del FBI, en California, para luego ser extraditado a México y volver en condición deplorable a Culiacán. Nacaveva termina, entonces, con pocas ganancias y algunas heridas, no obstante, conserva su vida y su diario. “¿Qué mayor riqueza quiero?,” (pos. 7481) se pregunta el narrador en las últimas páginas del relato. Diario de un narcotraficante sugiere, así, que la obsesión y manía que mueven a los adictos, y al tráfico de drogas, es análoga a la manía y la obsesión que impulsa al escritor a escribir, a vivir. Por otra parte, vida y escritura no necesariamente están encadenadas entre sí, pues Nacaveva mismo reconoce que a su diario se le escapan cosas, “cuántas cosas se me escapan. Es lo único que me puede de mi aventura” (pos. 7495). Esas experiencias no escritas, sin duda, son las que mejor resguardan la vida del narrador al tiempo que también dejan incompleto su relato. Como el enigma que circula a la novela, el relato guarda así otro misterio.

Un comentario a “Somos.” (2021) de Netflix. Dir. Alvaro Curiel y Mariana Chenillo

La masacre del 18 de marzo de 2011 perpetrada por el cártel de los Zetas en el poblado de Allende, Coahuila, no fue noticia nacional en su momento. Somos., una serie mexicanoamericana de Netflix sobre el narco y la violencia en el corredor Centroamérica-Estados Unidos, intenta revertir los descalabros históricos que silenciaron la masacre. Basada en el artículo “How The U.S. Triggered a Massacre in Mexico” de Ginger Thompson, para ProPublica y copublicada por National Geographic, la serie no sólo busca hacer justicia por las víctimas y visibilizarlas, sino que también se busca divulgar un hecho escalofriante en la ya larga lista de matanzas del México contemporáneo. Menos que una labor de testimonio —a diferencia del artículo de Thompson— y más que un drama televisivo —como Narcos— la serie intenta representar sin volver a traumatizar. Esto es, los hechos retratados en Somos. se alejan de la historia de la masacre y, a su vez, lo que menos busca la serie es darle foco narrativo a los narcotraficantes. El problema es que los seis capítulos están todos englobados por eso tan común y escurridizo que queda siempre inatrapable en eso que “somos.”

No es, pues, que la serie pierda fuerza al caer en la imposible encrucijada que todo acto de representación conlleva. Esto es, en la medida en que Somos. es una serie más para saciar la imparable maquinaria de consumo audiovisual por streaming, la serie no hace mucha justicia de la que se propone. Aunque se busque una historia reivindicativa, que disipe el olvido al que se ha sumido a las víctimas de la amsacre, la serie ya está en una precondición por otro olvido, uno que vuelve a la serie en cuadro más naufragado en el mar de contenidos que el scrolling de Netflix permite ver. Con todo esto, pareciera que por más que se intente ir en contra de la corriente de contenidos que “romantizan” o banalizan al narco y a la violencia en Latinoamérica, todos los esfuerzos son en vano. En vano, también, es definirse, no indetificarse, y aún así siempre parece necesario saber sobre eso que somos. 

La serie de créditos y secuencia de inicio que abre los capítulos de Somos. anuncia que llegamos a un mundo que carga con la terrible tarea del informante. Somos. viene a informarnos de un evento atroz, silenciado y que queda condenado, como todo acto testimonia, a una doble tarea, la de evadir la reproducción de abyección cuando al mismo tiempo la abyección es lo que permite la acción testimonial y documental. Todo testimonio es un acto abierto a sus propios límites. Una serie, por otra parte, parecería ser lo opuesto a un testimonio, una serie es la contención de los límites y aperturas del testimonio. La secuencia de apertura, luego de avisar que la serie está basada en acontecimientos reales, muestra en blanco y negro una serie de retratos. Rostros impávidos con expresiones tristes, fotografías que tienen una fuerte semejanza con retratos de cartilla de identificación. Los retratos pasan uno tras otro y finalmente la pantalla se cuadricula con cada uno de los retratos. El título de la serie se superpone a la cuadrícula de caras y así se inicia el despliegue narrativo. Los rostros quedan determinados por el Somos. del título. Esa cuadrícula deja el anonimato y cual enrejado, adquiere su letrero de identidad. El punto al final del título de la serie sugiere una pausa, una cesura y una clausura. La apertura de la serie pareciera satisfacer eso que el título evoca. Los que son nos dicen “somos.” La música solemne y el fundido nos dejan ahora ver aquello que esos retratos son, aquello que la palabra impone a su imagen. 

El punto en el título de la serie cancela cualquier otra versión de aquello que Somos. pudiera evocar. El problema es que, como título de la serie, la oración (Somos.) no es sino la primera. Lo que viene no es, entonces, clausura, sino apertura: la posibilidad de retribuir el olvido impuesto y sistemático en el que se sumergió a las víctimas de la masacre de Allende. Cada capítulo ofrece una progresión que regresará al primer momento de la serie, cuando la cárcel de Allende se amotina, los zetas sacan de la cárcel a los presos y los transforman en máquinas de guerra. En el pueblo se avecina una catástrofe, y sólo presenciamos en inicio. Hombres reciben armas y se montan en camionetas, uno de los reos rechaza la metralleta que le ofrecen, se le da un machete. Todos habrán de matar en nombre den narco. En las primeras secuencias se muestran secuestros y asesinatos. La euforia de los reos y narcotraficantes es febril. De ahí, la secuencia se corta y la narración del capítulo y los subsiguientes se concentrará en mapear la vida diaria de los habitantes de Allende. No hace falta mucha imaginación para pensar las masacres del narco, tan comunes en México y en otras partes, pero sí hace falta para pensar la vida cotidiana, la forma común en que se vivía en Allende y eso es, en buena medida a lo que se dedican los siguientes capítulos con excepción del sexto. 

Allende es un pueblo como cualquier otro. Hay una familia adinerada. Hay una veterinaria con problemas con su pareja. Hay un cuerpo de bomberos con dos miembros que luchan por su sobriedad. Hay un equipo de fútbol americano y adolescentes que comienzan a descubrir el calor y el frío de sus cuerpos en contacto con otros. Hay una madre preocupada por su hija y su yerno. Hay un joven entusiasta y optimista, pero naif y testarudo. Hay, incluso, un narco que, aunque agresivo, no causa gran alboroto en el pueblo, es gritón es grosero, pero no irradia terror. Las cosas cambian cuando, sin razón aparente, los cabecillas del cártel de los zetas se mudan a Allende. Luego, la intervención de la DEA en las operaciones de este grupo delictivo disparará la paranoia y el miedo de los “nuevos soberanos” del pueblo. No se trata sólo de decir, como Ginger Thompson, que los Estados Unidos dispararon una masacre en México, sino más bien que aquello que parecía apacible estaba en un momento donde cualquier mínimo cambio aceleraría las cosas hacia su destrucción. Como los bomberos que luchan por su sobriedad, cualquier recaída o tropiezo llevaría, como sucedió, a un momento de intoxicación y desenfreno. 

Quizá, la tragedia más grande de la serie no es la incapacidad de reivindicar el olvido histórico, sino la incapacidad de poder rehusarse a ser informante. Todos en el pueblo terminan interactuando con los nuevos narcos, y los que piensan escapar del narcocontrol terminan siendo informantes de la DEA (una empresa igual de sangrienta que la de los narcos, pero al menos subsanada por la dominación norteamericana y la fuerte burocracia de las policías de ese país, como parece sugerirse varias veces en la serie). Todos somos informantes. ¿Qué hacer, pues? 

El hecho de que los diálogos muchas veces estén forzados y, que, por ejemplo, el final de la serie resuelva a manera de deus ex machina la suerte de unos niños que sobreviven la masacre, luego de que un par de “narcos” los saquen de Allende y los dejen en el kiosko de otro pueblo, funciona más a favor de la serie que en su contra. Es decir, si todo lo que el narco toca es exagerado, excesivo y poco comprensible, de la misma manera, la forma en que los narcotraficantes en la serie son representados, excepto el narco local de Allende, es escurridiza. Los narcotraficantes, sobre todo los zetas, aparecen como figuras acartonadas pero que irradian excesos, son los personajes que no saben detenerse, que abusan de todo, que no conocen límites ni formas suaves, son fuerzas desterritorializadas que destruyen por sobre todas las cosas. En contra punto de esta fuerza, pareciera que Somos., como serie y título, intenta oponer cierta contención. Sin embargo, esto no es así. 

La decisión arbitraria y destructiva de los narcos no es, necesariamente, opuesta pero es diferente de la decisión de aquello que somos. El problema, claro está, que mientras la decisión narco es un flujo destitutivo, desterritorializado y destructivo, la decisión de definirse sin identificarse de “somos” es también un flujo escurridizo, pero no un destructivo, sino abierto a su creación y recreación. Por esos huecos que la palabra en español evoca, se dejan abiertos dos círculos. Somos no es sólo la afirmación de lo que uno es en colectivo en un momento presente, sino también los binoculares desde donde uno se ve dentro de un grupo, y al mismo tiempo el espacio hueco de la definición de grupo pero nunca su identificación. El hueco no es de nadie, lo que se sale de la boca, lo que se ve, lo que se folla, lo que se toma, lo que se respira y se come, no es de nadie, o más bien, nadie hace esas acciones, un nadie tan escurridizo como un somos. Si nadie es la persona que se elude incluso cuando se nombra, somos es la persona que se desagrupa en cuanto se agrupa, que se desvanece en cuanto se identifica. Un nadie es el común y un somos es un común de nadies. Lo más sugerente de la serie, insospechadamente, está en esos huecos abiertos a la intemperie, huecos ruinosos como el labio leporino de Paquito, el reo que rehúsa el fusil y se le es entregado un machete, que deja ir siempre suspiros pero sabe callarse para mantener su vida un poco más de tiempo y poder despedirse de su novia. Los huecos están por todas partes en la serie, como están por todas partes los huecos de las balas en el poblado de Allende y en general por toda Latinoamérica, y otras partes. El hueco es la impotencia de la bala, pero también la certeza de que todo lo que vive, respira, siente y muere lo hace por sus agujeros. 

Notes on Infrapolitical Passages. Global Turmoil, Narco-Accumulation, and the Post-Sovereign State (2021) by Gareth Williams

In spite of one of the comments at the back of Gareth Williams’ Infrapolitical Passages. Global Turmoil, Narco-Accumulation, and the Post-Sovereign State (2021) that praises William’s ability for “announcing problems”, after reading the book one sees that Infrapolitical Passages doesn’t really announce anything. That is, the problems that the book “announces” are already lost causes. And more than an announcing, at the end of the book, after we’ve witnessed one of the most accurate, pessimistic and well explained analysis of our current times of crisis, we read about the “advent of the infrapolitical decision of existence” (190). 

Divided in two parts, the book’s main task is to clear the surface of knowledge so that an infrapolitical register may resound. How is it that things ended up like this? Whatever could have happened? These are some of the questions that the book suggests. The thing is that the book is not very interested in knowing why things are how they are, but rather to know how one should confront the uncanniness of our times. This logic is then, as Williams writes following Alberto Moreiras, that the infrapolitical seeks not to “fantazise about the possibility of freeing oneself from nihilism but to confront the consequences of actively skimming over nihilism in the name of a transcendent, messianic counterpolitics” (22). As a result, the first part of the book is the deep analysis on why most (if not all) of contemporary thought self congratulates in the search for palliative solutions while embracing an unfavorable messianic counterpolitics. In response to all the failures of both the right and the left, Williams bets on “what remains unaccounted for, and what the tradition has concealed”, this is the register of infrapolitics, the writing, or trace, that “regulatory representation cannot capture or domesticate” (95). If all politics have attempted to surrender existence, the truth is that existence always presupposes and exceeds politics. At the same time, the problems yet to analyze are not only those of the world of techne but of the uncanny register of everyday existence in times of post- katechon, decontainment and narco-accumulation. 

These three terms are fully engaged in the second part of the book. If the katechon was (is) the figure that decides, the sovereign, today we have already past the “heyday” of politics of decision (if there ever were). Today we have a general state of decointanment, which is not the contraposition between polemos and stasis but the “becoming other” of stasis, the bipartition of a process of “glocal” civil war. Finally narco-accumulation would be the process that instals commodification in anything at a nihilo level. That is, death becomes a business as much as it is drug smuggling, money laundry, corporate capital and so on. Narco-accumulation is what goes hand in hand with the exhaustion of monetary capital (currency) that switches to crypto-currency capital, wealth that extracts the immediate plus-value of existence. No art, no culture, no theory, in brief no subjectivity can save us, “for in the face of death it is always too late for more subjectivity” (162). Or another way to put it, there is no time anymore to look for one’s face at the void of the abyss. 

The pessimistic reality that Williams depicts should be taken as it is. It is now the time where the void resonates, and “this nihil cannot be grasped, restrained, and administered into inexistence by a modern sovereign state form or by the contemporary market-state duopoly that displaces it, since the latter is no longer interested in the fabrication of functional sutures between state and population but in their perennial splitting, differentiation, and positing as subjects and objects” (166). In decointainment there is no “restrainer” and therefore there is no place for mourning, nor for existence, just a flux of infrapower. In the face of all this there is no other option, Williams suggests, but a radical difference, a step back. What is needed, then, are steps back out of diegesis, like the ones Williams analyzes à propos the film La jaula de oro (2013). Away from metaphysics, infrapolitics seeks care, facticity and world (the way we encounter the world everyday [172]). Away from narco-accumulation it becomes evident that “the infrapolitical turn to existence is the a-principal care for the freedom and worldhood whose wherefrom, out of which, and on the basis of which is the ownlessness that underlines being-with itself” (188). That is, infrapolitics would be the common ground of a fugitive thought that shelters existence when all other spheres are desperately hunting it. Being with is the mode of infrapolitics. After this, “perhaps […] it is still not too late for the advent of the infrapolitical decision of existence” (190), but as in The Other Side of Popular (2002)all of this is only a possibility, a perhaps.