Notes on Parables for the Virtual. Movement, Affect, Sensation (2002) by Brian Massumi

There is no way that the virtual will reveal itself to us. There is no property of the virtual, hence no “of” can come out of it. Our direction to the virtual, then, is only “for.” These statements could be a way of approaching to Parables for the Virtual. Movement, Affect, Sensation (2002) by Brian Massumi. The book has not a progression in its argument. It is a work of experience and about experience, a radical empiricism based on affect. The 9 chapters that integrate the book are parables. It is not that every chapter tells a story with an expected lesson to be learn, but rather every chapter depicts a narrative arc like a parabola. That is, every chapter is an open narrative curve, a depiction that wish to explore the conceptual displacement “body –(movement/sensation)- change” (1) without attempting any closure, without canceling the movement of the parabola. The objective of Massumi is not an easy task. If the concept of body is as open as the ones of movement, sensation, and change, then what is at stake in every parable is to accompany the movement of a body. Put it differently, if in “motion, a body is in an immediate, unfolding relation to its own nonpresent potential to vary” (4), what is at stake is to turn theory as “abstract enough to grasp the real incorporeality of the concrete” (5). Theory has to travel at the same phase as the “bodies” it attemps to describe. In a world where “the problem is no longer to explain how there can be change given positionings”, now “the problem is to explain the wonder that there can be stasis given the primary of process” (7-8). Our reality, as simple, or complex as one could put it, has to much potential, that is an immanence of things, the total “indeterminate variation” (9). 

A narration matters but also is not what really matters. This aporia could summarize what happens in the 9 parables of Massumi. There are stories about Reagan, the performance art of STELARC, football, the internet, color, and science. But these stories have no real characters. They all build a net where movement, affect and sensation are at the center of the stage. Evasive characters are these. If movement is part of the whole mechanism of self-regulation of a body (its habit), affect and sensation are the inner mechanisms of movement. As a body in movement only is capable of finding itself, sensation is also self-referential (13). Movement and rest are the two relations that tie what a body can do and affect is what hinges the displacement between rest and movement, “a bifurcation point, or singular point in chaos theory” (32), where “the multiple is dispersed, when only one is ‘selected’” (33). Affect is the two-open sidedness of the virtual and the actual, it is also the “virtual synesthetic perspectives anchored in (functionally limited by) the actually existing, particular things that embody them” (35). That two-open sidedness is a remainder, something that escapes emotions (captures of affects), but also that is only perceived as emotion when it becomes memory. At the same time, there is no clear point where affect emerges, it is a “sudden interruption of functioning of actual connection” (36). Once that sudden moment abates the body only perceives its own vitality, its own source of aliveness, of changeability (36). Here is the beginning of movement, the heart of sensation. 

Movement and sensation depend on affect. But at the same time seem to be everything but affect. A movement cannot be sensed if it does not starts and stops, or at least that is what sensation does, it breaks what seems immovable or what is always in movement. “Sensation is the registering of the multiplicity of potential connection in the singularity of a connection actually under way” (93) and this register is best exemplified with the analysis of the body suspension of STELARC that Massumi analyses. Here in this particular suspension, we also witness the “that inventive limit-state is a pre-past suspended present. The suspension of the present without a past fills each actual conjunction along the way with unpossibilized futurity: pure potential. Each present is along the way with sensation: felt tending, pending” (103). Hence “movement is in between the intensive vacuum activation and extended, object action perception” (129). A body waits, stands, move, feels, but only when sensation is triggered by affect. It all goes back to the parabola that the title of the book suggests. If affect is the limit point of movement and sensation, that is, what both exceeds and presupposes both, this limit point “does not-exist on the curve [of the parabola]. It is abstract. It exists not on the but rather for the curve. Or rather almost exists so that the curve may exist” (147). Massumi’s task then is turning empiricism into an infraempiricism, the study of what happens to bodies in a level where things are felt in a queer way. This radical empiricism sees only potentials, sees, cares, and keeps the remainder and excess of both movement and sensation: affect. 

Escritura y vida: el punto impreciso entre la memoria y la experiencia. Notas sobre El entenado (1982) de Juan José Saer

“De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo” (13). Con esta aparente contradicción inicia El entenado (1982) de Juan José Saer. La novela contada en primera persona recupera los recuerdos de un huérfano español que en su juventud vivió por 10 años con un pueblo indígena antropófago en la recién “descubierta” América de inicios de siglo XVI. A su retorno a España, el anónimo narrador, que ahora escribe desde la senectud, recuenta cómo del miedo y la incomprensión a los indígenas ahora su memoria se los presenta con cariño, pues frente a los excesos, corruptelas, libertinaje y desasosiego de la vida en España, la vida en aquellas costas vacías no era mejor, pero sí más cercana al sosiego. Si bien, buena parte del relato se ocupa de la relación sobre la vida diaria con los antropófagos, la novela es menos una exaltación de una pretendida y “pura”otredad de los indígenas y más un ejercicio de memoria. Más bien, El entenado es, en gran medida, una exploración sobre el movimiento y la sensación del recuerdo de la existencia propia y del entorno: una novela sobre escritura y vida. Si entenado es el hijo que se aporta al nuevo matrimonio, el narrador no es sólo el hijo que llega a esa unión forzada y accidentada entre el nuevo y el viejo continente, sino también alguien cuya vida llega en doblez a sí mismo, alguien que llega por deseo propio o por azar al puerto de sí mismo. 

El narrador va de una costa a otra, de un extremo a otro. Criado entre prostitutas y marineros, cuando el puerto ya no le era suficiente, el narrador decide embarcarse hacia el lugar del que todos hablan en los puertos. “Lo importante era alejarme del lugar en donde estaba, hacia un punto cualquiera, hecho de intensidad y delicia, del horizonte circular” (14), dice el narrador. Si su origen es intrazable, por su orfandad, el destino del narrador también se presenta así. El punto cualquiera, hecho de intensidad y delicia, del horizonte circular es uno y cualquier punto. En ese siglo, desde las costas españolas cualquier línea hacia el nuevo mundo es de fuga. Si la tierra de origen es terrible, cualquier punto que se aleje de ahí, por su intensidad y su delicia, debería ser mejor. El mismo punto que el narrador busca fuera de las costas españolas parece ser el mismo que el capitán, una vez emprendido el viaje, observa obsesivamente, “miraba fijamente un punto invisible entre el mar y el cielo, sin parpadear, petrificado sobre el puente” (16). La petrificación del capitán seguirá así incluso al llegar a tierra. Mientras los demás miembros de la tripulación se convierten líneas erráticas que se desplazan “como animales en estampida” (19) al llegar a tierra firme, el capitán se abstiene de todo movimiento. No es sino hasta que al hacer el reconocimiento de tierra, el capitán abandona un poco su inmovilidad. Sin embargo, el poco movimiento del capitán disminuirá aún más. En tierra, sus ojos se quedaron “mirando sin duda sin pestañear, el mismo punto impreciso entre los árboles que se elevaba en el borde de la selva” (22). Ese punto impreciso eventualmente provoca “una estupefacción solidaria” (23) entre los marinos, hasta que el capitán “emitió un suspiro ruidoso, profundo y prolongado” (23). Luego del suspiro los marineros pasaron a un “principio de pánico” (23). 

El punto impreciso detona la estupefacción solidaria, el suspiro ruidoso y el principio de pánico. Este punto es mediación entre la memoria, o la imaginación, y la experiencia y a su vez el lugar ilocalizable entre escritura y vida. Algo hay de aterrador en el momento detonado por ese punto impreciso. Más allá del miedo y la diferencia que puedan generar luego los sucesos venideros en la narración, la muerte de todos los marineros excepto del narrador, la orgía y antropofagia de los indígenas, el regreso a España, la falsedad de la vida monacal y artística y el placer humilde de vivir en familia y escribir, algo hay que afecta en desmesura en las primeras páginas de El entenado. El terror, el miedo, o el afecto, está siempre en los huecos, en los agujeros, los puntos imprecisos que parecen alejar al que observa de sí mismo y al mismo tiempo acercarlo a otra cosa diferente de sí mismo. Estos puntos están por toda la narración. El capitán incluso luego de su resoplido continúa obsesionado, atosigado, casi, por estos puntos. Un día mientras cenaban, su mirada “permanecía fija en el pescado y, sobre todo, en el ojo único y redondo que la cocción había dejado intacto y que parecía atraerlo, como una espiral rojiza y giratoria capaz de ejercer sobre él, a pesar de la ausencia de vida, una fascinación desmesurada” (25). 

El punto impreciso tantas veces mencionado en la novela no es un vacío. Al menos no un vacío en el sentido en que aquello que es abismal es habitado por la nada. Este punto es precisamente el que regula el arco narrativo, es el lugar sin el que la escritura perdería su trazo y la vida su fuerza, su curva y progresión, un límite que garantiza el movimiento de las cosas. El narrador comenta luego de describir con nitidez los vaivenes de la orgía y la embriaguez de los indígenas “ahora, sesenta años después, en que la mano frágil de un viejo, a la luz de una vela, se empeña en materializar, con la punta de la pluma, las imágenes que le manda, no se sabe cómo, ni de dónde, ni por qué, autónoma, la memoria” (61). El punto impreciso es, entonces, el límite de la memoria frente a una experiencia desbordada que exige su materialización. Aquellos años que excedieron toda experiencia forzaron el nacimiento del narrador en el nuevo mundo (41). En esos años su memoria sobre el viejo mundo se borró, bastaba una acumulación de vida que desplazó la memoria para que el cuerpo se acostumbre a otras cosas. De regreso al viejo mundo el proceso se repite, pero ahora, la acumulación de memoria desplaza la experiencia. Las tardes que consagra el viejo narrador a su escritura son ahora un punto impreciso desde donde memoria y experiencia se desbordan mutuamente dejando trazos en las páginas que leemos. 

Si entre los indígenas, como pasa también, tal vez, en las costas de su tierra de origen del narrador, dominan los roles y los hábitos, el único hábito que le falta al narrador es alguno que le permita poner aquello que se escapa a la experiencia y también elude, de cierta forma, a la memoria. Es decir, la escritura y los libros, según dice el narrador, son un “un oficio que […] permitiera manipular algo más real que poses o que simulacros” (117) y sobre todo son un hábito que le permiten al narrador rodear el punto impreciso, que ahora es atiborrado por una acumulación de palabras, de los vacíos de la vida van quedando abundancia de intensidades y sensaciones. Si la experiencia alguna vez venció a la memoria y a la inversa, en la escritura el vaivén entre memoria y experiencia se intensifica y se acelera. El texto se vuelve repetición y religación. Las constantes repeticiones de la narración ejemplifican algo más que un inacabable ir y venir entre la memoria y la experiencia. La repetición no es su condena, sino una oportunidad precisa de cambio, o como el narrador dice sobre el mismo sabor del vino que ahora por las noches prueba y comprueba repetidamente, este era “el indicio de algo imposible pero verdadero, un orden interno propio del mundo y muy cercano a nuestra experiencia […] un momento luminoso que pasa, rápido, cada noche, a la hora de la cena y que después, durante unos momentos, me deja como adormecido” (118). El punto impreciso se vuelve momento luminoso. Si la vida es eso que le pasa de lado a cualquier cuerpo, la vida no es más que algo aterrador pero neutro, un lugar raro donde se cumplen. El narrador dice, así, que “nuestras vidas se cumplen en un lugar terrible y neutro que desconoce la virtud o el crimen y que, sin dispersarnos ni el bien ni el mal, nos aniquila, indiferente” (152). Como el pasmo del capitán de la expedición, que dejó entenado al narrador en aquellas costas del nuevo mundo, o como el canibalismo de los indígenas, o la vida monacal y la errante vida de cómico, toda vida pasa, casi siempre, fuera de nosotros, desde o hacia un punto impreciso, sólo cuando el punto impreciso nos toca, entonces es que algo se ilumina, entonces es que la intensidad en nosotros brilla. Todo lo tocado y todo lo sentido, lo recordado, olvidado y experimentado, lo que se escapa y lo que se queda, va a encontrarse en el balbuceo del final de la novela, el “encuentro casual entre, y con, también, a ciencia cierta, las estrellas” (161): el encuentro de la abundancia del cielo y el desierto de la vida grabado en letras.

Notas sobre Línea de sombra. El no sujeto de lo político (2021) de Alberto Moreiras

La reedición de Línea de sombra. El no sujeto de lo político (2021) de Alberto Moreiras comparte con Tercer espacio la importante tarea de revisar libros relevantes y que en su momento no fueron estudiados a detalle. Como en Tercer espacio, en Línea de sombra también se habla de cómo sistemáticamente la academia tradicional norteamericana ignoró los logros y análisis de este libro. En el prólogo de Sergio Villalobos-Ruminott se dice que Línea de sombra es uno de los primeros lugares desde donde se emprendió la ruta por la que ahora conceptos claves como infrapolítica y posthegenomía circulan. Estos conceptos son, ante todo, “un sostenido intento de pensamiento […] una práctica casi corporal de escritura y desacuerdo, que implica sostener el arrojo con una perseverancia orientada siempre hacia la liberad” (15). Aunque el prólogo no desarrolla esa idea sobre lo que implica sostener el arrojo, uno puede pensar que ya el título evoca sutilmente ese trabajo. Es decir, línea de sombra no es sólo una metáfora que evoca aquello que Moreiras ve como la línea que va figurando (y figura) nuestro horizonte de pensamiento, es decir, la línea de la dominación, cuya sombra somete a todo lo que caiga bajo ella, sino que también la línea de sombra vendría a ser eso que Villalobos sugiere, un intento de pensar que sostiene el arrojo pero no lo para. Es decir, si la sombra es la traza sin trazo de todo aquello que se expone a la luz, el pensar de la línea de sombra, en contra de la sombra de la dominación, es un pensar que no detiene el arrojo de lo que existe sino que guarda la sombra de su existencia, su residuo enigmático. 

En cierto sentido, el residuo enigmático es el tema principal del libro. Este término es otra forma de referir se al no sujeto de lo político. Si el sujeto es el que pide que su sombra sostenga y domine, el no sujeto de lo político eso que quiere exponer y exponerse eso que Moreiras dice que “hay en nosotros y más allá de nosotros”, una suerte de exceso y precedencia, “algo que excede abrumadoramente a la subjetividad, incluyendo la subjetividad del inconsciente” (21). Ahí, entonces, se ve que el no sujeto de lo político sería la sombra del inconsciente, algo ineludible y que a la vez elude sobre todas las cosas. Los siete capítulos del libro, y la coda, ofrecen a su manera aproximaciones a ese resto enigmático, a su lugar y a su existencia. A su vez, los primeros capítulos son, ante todo, una lectura de y con otros pensadores sobre el estado de la política a inicios de siglo XXI. Si luego del 9/11 las formas de la guerra, el estado y la política entraron en crisis, ¿cómo es que habría que leer un mundo que rehúsa toda idea de exterioridad y al mismo tiempo reclama la sistemática y comunitaria subjetivación de cualquier cosa que se mueva fuera de sus murallas? 

¿Cómo pensar política si la distinción de amigo y enemigo, donde según Carl Schmitt inicia la política, está completamente desbaratada en nuestro momento histórico? El punto clave de este “fin de la política” radica en la total crisis de la subjetividad. Por las formas de subjetivación es que amigos y enemigos dejan de importar, o más bien, por el sujeto es que se descubre que no hay amigos sino sólo enemigos. Si “el enemigo absoluto, no es el terrorista global, sino que es aquel de quien esperamos eventual sometimiento y colaboración, que en caso concreto significa colaboración con el régimen de acumulación global que mantiene a tantos habitantes de la tierra, en el nomos pero no del nomos, en miseria o precariedad profunda e injusta” (45), se debe a que vivimos en tiempos de política del partisano. Esto es que ahora (a inicios de siglo XXI) “la incorporación del enemigo absoluto dentro del orden moderno de lo político, por tanto ya [es] el síntoma de la descomposición de tal orden desde el siglo XIX” (60). No es gratuito, así, que, por ejemplo, los problemas del narcotráfico en México emulen, en buena medida, los problemas del terrorismo post 9/11. La guerra es indistinguible de su momento detonante, siempre se está en guerra, o en la amenaza, el espacio se hace cada vez el mismo. 

Al mismo tiempo que el nuevo nomos previene y destroza al enemigo, hay un registro salvaje, algo que queda en el doble registro que se queda en el umbral del nomos, fuera de lo que exterior mismo a este orden. Eso que queda es el no sujeto de lo político, “más allá de la sujeción, más allá de la conceptualización, más allá de la captura […] simplemente ahí” (80). Si la subjetividad de la modernidad es igual a la del sujeto del capital, “una totalidad vacía” (59), entonces el “no sujeto es lo que el sujeto debe constantemente abstraer, una especie de auto-fundación continuada en la virtud” (116). Hegemonía, subalternidad, decolonizalidad, multitud y demás avatares de la metafísica, diría Moreiras, se quedan siempre cortos y no son sino máquinas de restas, pues no sólo restan y abtraen al resto enigmático, sin que precisan falsamente restituir algo que de entrada está perdido e irrestituible, aquello que se le sustrae al no sujeto. Ahora bien, el problema del resto enigmático, del no sujeto, es que no se trata de pensar en la inclusión ni en la exclusión. Pensar el resto “no es pensar que traduce, sino cabalmente un pensar de exceso intraducible; no es un pensar ni hegemónico, ni contra-hegemónico, sino más bien parahegemónico o poshegemónico, en la medida en que apunta a las modadlidades de presencia/ausencia de todo aquello que la articulación hegemónica debe borrar para construirse en cuanto tal […] pensamiento de guerra neutra y oscura, capaz, quizá de resituir eventualmente lo político como nueva administración de soberanía” (134). Así, la aparente suma que pretende el capital, o cualquier forma subjetivizante, no es sino una resta, una resta que, parecería, captura la propia resta a la que el no sujeto tiende. Esto es, el no sujeto, para Moreiras, guarda necesariamente un carácter negativo, una forma de resta que abre en su doble escritura contra la suma camuflada de la subjetividad una posibilidad de extenuación de los mecanismos de resta forzada y controlada. 

El problema, por otra parte, es que si el no sujeto de lo político guarda una relación directa con la violencia divina, entonces, es probable que una de las operaciones fundamentales de no sujeto no sea la resta. Si la violencia divina es “la excepción, la substracción radical del regreso infinito, la afirmación de una suspensión no sangrienta pero de todas maneras letal de la cadena signifcante (218), entonces, la violencia divina es una suerte de cero exponencial. Como sólo el agotamiento de lo político puede ser liberado por la violencia, al liberar lo político de lo político mismo (subjetivación), de la misma forma, la totalidad vacía expuesta del sujeto, elevada por su exponente vacío (cero/ el no sujeto) regresa a un uno heterogéneo. Un uno de repetición divergente desde donde el conteo se abre siempre hacia otras partes, lejos tal vez del resto, incluso.

Notas sobre Tercer espacio y otros relatos (2021) de Alberto Moreiras

Esto que sigue, junto a un post anterior sobre Infrapolítica. Instrucciones de uso (2020) busca formar, a la larga, un bosquejo de un texto más largo sobre algunos de los libros de Alberto Moreiras. 

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La nueva edición de Tercer espacio y otros relatos (2021) de Alberto Moreiras agrega bastante a la edición de 1999. Todo esto, por supuesto, está comentado por Moreiras mismo. Se puede decir que Línea de sombra. El no sujeto de lo político (2021) y Tercer espacio son una reexposición de una herida. Si las cosas ya iban hace más de veinte años, como Moreiras escribe, analiza, tematiza y comenta en ambos libros, ahora las cosas van peor. De ahí que, el testimonio de Moreiras, “testimonio de una vida parcialmente dedicada a la observación y estudio de formas de escritura salvaje y subversiva” (Tercer espacio 10) valga mucho la pena. Reeditar Tercer espacio no sólo muestra una necesidad de volver a algo que ya estaba antes de las elaboraciones sobre la infrapolítica, la poshegemonía, la desnarrativización u otros conceptos claves de y para Moreiras, sino que también, quizás, aquello que precede también excede. Esto es, “la acumulación de intereses puntuales que seguían su propia lógica” (10) y que formó a ambas ediciones de Tercer espacio siga en expansión, que la acumulación de escritura salvaje y subversiva antecede y precede al tercer espacio y a la posibilidad misma de relatar. Más aún, esa acumulación es el testimonio de una vida que late por esa herida expuesta. Así, la nueva edición de Tercer espacio invita a la lectura, al diálogo y a la discusión. Si hace 20 años el libro “herético” de Moreiras, como lo llama Gareth Williams en el “Prólogo,” no encontró nicho y resonancia en el mundo académico tradicional, quizás esta vez sea diferente. Quizás. 

Las dos partes en que se divide Tercer espacio ofrecen ensayos sobre diversos autores latinoamericanos, mayormente. La primera parte es la reedición de la edición de 1999 y la segunda son los otros relatos que anuncia el título del libro, artículos que aparecieron en diversas revistas académicas. A su vez, hay una “Nota preliminar,” un “Prólogo” escrito por Gareth Williams, una “Coda” y “Apéndices.” En el “Prólogo,” Williams recupera una cita clave para entender cómo está escrito Tercer espacio. El libro está escrito a partir de tres registros que siguen un plan para llegar a “una meditación concreta sobre la mímesis o práctica del duelo.” Los tres registros son: “el registro de la literatura latinoamericana a ser estudiada, el registro teórico propiamente dicho, y el otro registro, más difícil de verbalizar o presentar, registro afectivo del que depende al tiempo la singularidad de la inscripción autográfica y su forma específica de articulación trans-autográfica, es decir, su forma política” (25). Literatura, teoría y afecto supondrían también pensar en tres espacios. El tercer espacio es el espacio del afecto, del duelo. Tal vez, sin que el libro se preocupe mucho de ello, no queda suficientemente claro por qué es el duelo el principal afecto que mueve la “práctica del residuo o del resto ontológico en la escritura” (32). Si todos los textos analizados en Tercer espacio cargan con “una experiencia básica o extrema de pérdida del fundamento” (33), esto no quiere decir que el duelo sea suficiente para entender cómo los textos hacen “de la pérdida el lugar de cierta recuperación, siempre precaria e inestable, pues siempre constituida sobre un abismo” (33). Es decir, si ese resto enigmático (término que se usa en Línea de sombra para hablar del no sujeto de lo político) que persiste luego de la pérdida se expone al mundo y se engancha a la existencia de forma precaria e inestable, difícilmente el duelo puede atraparlo, pues más que resistencia, la persistencia del residuo duele tanto como alegra cualquier otro afecto de valencia positiva.

En el tercer espacio habitan los restos, los residuos, aquello que se escapa. Como en la foto del niño y su madre (Fig. 1), en la dualidad y la repetición algo se escapa a la posibilidad reflejante del espejo, sólo la cámara “capta desde detrás la escena de este cruce de miradas que no se cruzan” (41). Una traza sin cruce, eso sería una posible definición del tercer espacio. En palabras de Moreiras al respecto de la foto, “hay un tercer espacio, definido por la fisura que separa las dos miradas y que bloquean su encuentro, definido por la fisura que, al postergar en ansiedad paciente la posibilidad de encuentro, vincula, pero sólo tentativa, hipotéticamente, el espacio primero y el espacio segundo —los vincula al tiempo que los separa tenue e infinitamente” (40). Esa fisura demanda explicación, pero no admite resolución explicativa. A la vez, por esa fisura y esa serie de reflejos, el vinculo hipotético que también separa tenue e infinitamente deja ver el residuo de los ojos y de lo que estos comprueban. Así, aquello que las manos de la madre y del niño sostuvieron, ya no se puede sostener más, sino por la mirada. En ese sostenerse mutuo se aviva “un oscuro goce” (42). 

Con esto, se insiste en que, a pesar de que el libro enfatice la labor del duelo como producción negativa para salvaguardar el residuo de aquello que persiste, el duelo no puede cargar con todo lo que el residuo desborda. Si el duelo es otra cosa cuando se duele de sí mismo, pues “el verdadero odio está en la narrativa, porque la narrativa no es aquí más que pretexto para buscar en ella momentos constituyentes de desnarrativización, los momentos en los que la historia y las historias se hacen indistinguibles de su propio desastre” (42). El duelo en su momento de desnarrativización, en el que su dolor se hace indistinguible de su propio sufrimiento, libera aquello que le aquejaba. Todo esto, parecería contraproducente, pues el libro siempre regresa a la necesaria labor negativa que el duelo precisa y, de cierta manera, a la imposibilidad de que otros afectos puedan dejar resonar aquello que el residuo enigmático guarda. Sin embargo, en casi todas las lecturas a los textos literarios, se tiene prueba de lo contrario. En la lectura de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” de Jorge Luis Borges (“Capítulo segundo”), la escritura postsimbólica sirve para plantear eso que precede y excede al duelo. El cuento de Borges, al final, se trata de cómo “los epitafios traducen la muerte y así articulan una especie de supervivencia” (68). Esa supervivencia esta directamente relacionada con la escritura postsimbólica. Esta forma de escritura sucede porque en Tlön no hay forma de substantivación, porque el mundo “ha de ser entendido antirrepresentacional y antisimbólicamente” (71). Así, la escritura postsimbólica “vive en el duelo de sí misma. Sobrevive en una indecisa labor de traducción cuya precariedad sin embargo acoge la alegría de saberse fiel a sí misma, siguiendo su propia ley” (73). Esa alegría que se acoge es la que precisamente nunca puede llegar a afirmarse (74). Borges es un escritor del tercer espacio, como se verá en otros capítulos del libroporque su escritura no es exterior ni interior, “su espacio es el espacio tercero de una extraña posibilidad de traducción del mundo” (74). En esa extraña posibilidad no hay ya duelo, pero sí una inafirmable alegría, tal vez. Si la aflicción busca aquello que deja traza y murmura, aquello que deja sólo un rumor, ¿por qué se duele tanto la aflicción por no ver pero seguir oyendo, seguir sintiendo?

La negatividad es inescapable, tal vez. Se dice sobre la negatividad, al respecto de “Funes el memorioso” que:

funciona como instancia crítica e irónica: la nostalgia de presencia, si bien no puede presentar sus propios resultados positivos, articula al menos bajo el modo de la alusión el proyecto de una posición privilegiada donde coincidirían racionalidad y creación, y en la que sería posible asentar la relevancia emancipatoria del arte. No importa que esa posición no pueda ser más que proyectada. El vacío que crea la acción misma de proyectar es un vacío activo (116). 

Todo esto va de acuerdo con el carácter funesto de Funes, su inescapable vida de “auto-coincidencia instantánea.” Desde esta perspectiva, Funes se escribe desde la crítica y la ironía, desde una irresolvible ambivalencia entre recordar y olvidar, entre “la reconstrucción ontoteológica y su ruptura” (126). Funes proyecta un vacío y este no es una imposibilidad, ni una falta, sino una traza de actividad. Sólo por ese hueco se hace posible una distancia que nos separa y acerca a la catástrofe de un mundo de imposible deferencia, de mismidad y cambio absoluto en estado heterogéneo. Funes, aunque esto no lo sugiere del todo Moreiras, dejaría ver que la angustia de la negatividad dialéctica por evitar “la parálisis, el desastre apocalíptico del pensamiento” (129), no es sino un juego arriesgado de crítica e ironía, algo más cercano a un chascarrillo que a un acertijo filosófico. Con esto, la crítica y la ironía de Borges en Funes afirman, sin poderlo, la relevancia de la vida común, o del hueco que late en la vida infame y funesta de aquellos que “vivimos postergando todo lo postergable porque igual que Funes no podríamos vivir en la auto-coincidencia instantánea” (123). De ahí que sólo al replantear el problema de lo común vuelva a latir la necesidad de romper o reconstruir la ontoteología.

Quizás el lugar de lo común sea un flanco también sugerido por Moreiras pero no explorado en Tercer espacio. La única mención explícita al problema de lo común en el libro está ubicada en un momento en que se hace crítica a las predecibles formas en que la academia ha leído a Borges. Para Moreiras, la academia sólo sabe mostrar un Borges “chato, nihilista, falsamente subversivo, funcionalista, metafísico, y en última instancia, trivial” (291). La diferencia entre estas lecturas y las de Moreiras está en que para el segundo el problema de lo banal, lo común, yace en la propia experiencia existencial y vivencial. Es decir, que lo común es perder cosas, saber que tarde o temprano todo lo que vive un día reventará, se acabará, y que, por tanto, hay que mantener siempre una diada viva que invoque a un tercer espacio en el que se cancela por extenuación y repetición la mímesis subjetivante de la narrativa. Es decir, que el problema no es que en Borges no haya momentos banales, metafísicos y subversivos, sino que la crítica convencional domestica la prosa salvaje de Borges y vuelve simplificado lo que es simple, lo que es común. El ensayo que abre la segunda parte y que discute las insuficiencias de la crítica tradicional al discutir la obra de Borges ya deja ver cierta diferencia entre primera y segunda parte. Mientras que en la primera parte no hay una mención explícita a la noción de infrapolítica, en la segunda parte el concepto aparece. 

La infrapolítica sería la necesaria intromisión de aquello sin lo que política ni la escritura pueden ser. Ya sea en Castellanos Moya, en Aguilar Camín, en Roa Bastos, o incluso en algunos de los autores analizados en la primera parte, sobre todo en Borges y en Lezama, la infrapolítica funcionaría como aquello “extrahumano que interrumpe la interrupción [del orden de la representación] y la aniqila, la arruina,” así “ya no hay recurso al arte, vivimos en la fijeza de ese algo, en esa interrupción de segundo orden” (379). Con esto, queda enfatizada la tarea de Tercer espacio por buscar textos no miméticos, sino mejor textos de segunda ruptura, textos de ruptura de la ruptura. La cita anterior, ubicada en el corazón de las reflexiones sobre Yo el supremo, de Roa Bastos, sirve como como puente para una apertura, la llegada a un umbral. Desde ahí se manifiesta que en Yo el supremo ya no está “la liberación de la escritura por la política, sino la interrupción infrapolítica de la historia en nombre de un nuevo horizonte de libertad” (392). En Yo el supremo la escritura se expone a ser interrupción de la política y la política se expone a ser interrupción de la escritura, lo que queda, el resto enigmático, es un horizonte de libertad, una línea de fuga. 

Casi al final del libro se vuelve necesario, tal vez, preguntar qué diferencia habría entre tercer espacio e infrapolítica. La estela de pensamiento por la que Moreiras apuesta en esta reedición trazaría un arco de intensidades que va de lo espacial a lo posicional. La infrapolítica es la desterritorialización del tercer espacio, pues si la infrapolítica “te fuerza a desbrozar aquello que te describe, aquello que te des-cribe, te fuerza a destruirlo, para que una cierta cercanía —la cercanía de tu ahí a tu-ahí emerja” (486), ¿qué lugar ocuparía el duelo sin ninguna descripción? En otras palabras, la infrapolítica es la exposición y redoble del duelo del tercer espacio. Al mismo tiempo, el tercer espacio ya es el umbral de exposición hacia la ambivalente afectividad de la infrapolítica, a ese afecto que provoca desbroce, esa fuerza que des-cribe. No extraña así, que de Tercer espacio. Literatura y duelo en América Latina, la nueva edición diga ahora Tercer espacio y otros relatos. De la cesura del punto, la y congrega y prosigue, persiste. A su vez, del duelo y el lugar (América Latina), el tercer espacio ahora se sigue de lo esencial del duelo, su relato y su inespecífica fuerza otra (otros relatos). La diferencia entre tercer espacio e infrapolítica no se sutura, se expone y se exhibe en una “y” sin juxtaposición pero en conjunción, como las miradas de la madre y del niño del “Exergo”. A su vez, lo que acerca al tercer espacio y a la infrapolítica es el impulso por el éxodo, por la fuga. Si la infrapolítica fue pensada primero como “descriptor existencial” (486), la existencia que desborda lo común del acontecer se abre hacia la infrafilosofía, una posición desde y sobre lo que es inoperante. La infrafilosofía sería la traza que confunde, aleja y acerca, a la infrapolítica y al tercer espacio, un pensamiento de un mundo que requiere existencia antes que sometimiento. Es ver el gozo de ver sin narración, de no permitir que la ficción viva por ti. Sin embargo, sin ficción, ¿dónde habrá de guarnecerse aquello que a veces vibra en la ficción?, ¿dónde? Aquello que dice Mario Levrero:

Aquello que hay en mí, que no soy yo, y que busco.

Aquello que hay en mí, y que a veces pienso que también soy yo, y no encuentro.  

Aquello que aparece porque sí, brilla un instante y /luego 

Se va por años 

Y años. (El discurso vacío 9)

Sin nada de ficción no habría, tal vez, relato y sin otros relatos, no habría tercer espacio. O tal vez sí, pero éste regresaría una vez más al duelo. 

Un comentario a “Somos.” (2021) de Netflix. Dir. Alvaro Curiel y Mariana Chenillo

La masacre del 18 de marzo de 2011 perpetrada por el cártel de los Zetas en el poblado de Allende, Coahuila, no fue noticia nacional en su momento. Somos., una serie mexicanoamericana de Netflix sobre el narco y la violencia en el corredor Centroamérica-Estados Unidos, intenta revertir los descalabros históricos que silenciaron la masacre. Basada en el artículo “How The U.S. Triggered a Massacre in Mexico” de Ginger Thompson, para ProPublica y copublicada por National Geographic, la serie no sólo busca hacer justicia por las víctimas y visibilizarlas, sino que también se busca divulgar un hecho escalofriante en la ya larga lista de matanzas del México contemporáneo. Menos que una labor de testimonio —a diferencia del artículo de Thompson— y más que un drama televisivo —como Narcos— la serie intenta representar sin volver a traumatizar. Esto es, los hechos retratados en Somos. se alejan de la historia de la masacre y, a su vez, lo que menos busca la serie es darle foco narrativo a los narcotraficantes. El problema es que los seis capítulos están todos englobados por eso tan común y escurridizo que queda siempre inatrapable en eso que “somos.”

No es, pues, que la serie pierda fuerza al caer en la imposible encrucijada que todo acto de representación conlleva. Esto es, en la medida en que Somos. es una serie más para saciar la imparable maquinaria de consumo audiovisual por streaming, la serie no hace mucha justicia de la que se propone. Aunque se busque una historia reivindicativa, que disipe el olvido al que se ha sumido a las víctimas de la amsacre, la serie ya está en una precondición por otro olvido, uno que vuelve a la serie en cuadro más naufragado en el mar de contenidos que el scrolling de Netflix permite ver. Con todo esto, pareciera que por más que se intente ir en contra de la corriente de contenidos que “romantizan” o banalizan al narco y a la violencia en Latinoamérica, todos los esfuerzos son en vano. En vano, también, es definirse, no indetificarse, y aún así siempre parece necesario saber sobre eso que somos. 

La serie de créditos y secuencia de inicio que abre los capítulos de Somos. anuncia que llegamos a un mundo que carga con la terrible tarea del informante. Somos. viene a informarnos de un evento atroz, silenciado y que queda condenado, como todo acto testimonia, a una doble tarea, la de evadir la reproducción de abyección cuando al mismo tiempo la abyección es lo que permite la acción testimonial y documental. Todo testimonio es un acto abierto a sus propios límites. Una serie, por otra parte, parecería ser lo opuesto a un testimonio, una serie es la contención de los límites y aperturas del testimonio. La secuencia de apertura, luego de avisar que la serie está basada en acontecimientos reales, muestra en blanco y negro una serie de retratos. Rostros impávidos con expresiones tristes, fotografías que tienen una fuerte semejanza con retratos de cartilla de identificación. Los retratos pasan uno tras otro y finalmente la pantalla se cuadricula con cada uno de los retratos. El título de la serie se superpone a la cuadrícula de caras y así se inicia el despliegue narrativo. Los rostros quedan determinados por el Somos. del título. Esa cuadrícula deja el anonimato y cual enrejado, adquiere su letrero de identidad. El punto al final del título de la serie sugiere una pausa, una cesura y una clausura. La apertura de la serie pareciera satisfacer eso que el título evoca. Los que son nos dicen “somos.” La música solemne y el fundido nos dejan ahora ver aquello que esos retratos son, aquello que la palabra impone a su imagen. 

El punto en el título de la serie cancela cualquier otra versión de aquello que Somos. pudiera evocar. El problema es que, como título de la serie, la oración (Somos.) no es sino la primera. Lo que viene no es, entonces, clausura, sino apertura: la posibilidad de retribuir el olvido impuesto y sistemático en el que se sumergió a las víctimas de la masacre de Allende. Cada capítulo ofrece una progresión que regresará al primer momento de la serie, cuando la cárcel de Allende se amotina, los zetas sacan de la cárcel a los presos y los transforman en máquinas de guerra. En el pueblo se avecina una catástrofe, y sólo presenciamos en inicio. Hombres reciben armas y se montan en camionetas, uno de los reos rechaza la metralleta que le ofrecen, se le da un machete. Todos habrán de matar en nombre den narco. En las primeras secuencias se muestran secuestros y asesinatos. La euforia de los reos y narcotraficantes es febril. De ahí, la secuencia se corta y la narración del capítulo y los subsiguientes se concentrará en mapear la vida diaria de los habitantes de Allende. No hace falta mucha imaginación para pensar las masacres del narco, tan comunes en México y en otras partes, pero sí hace falta para pensar la vida cotidiana, la forma común en que se vivía en Allende y eso es, en buena medida a lo que se dedican los siguientes capítulos con excepción del sexto. 

Allende es un pueblo como cualquier otro. Hay una familia adinerada. Hay una veterinaria con problemas con su pareja. Hay un cuerpo de bomberos con dos miembros que luchan por su sobriedad. Hay un equipo de fútbol americano y adolescentes que comienzan a descubrir el calor y el frío de sus cuerpos en contacto con otros. Hay una madre preocupada por su hija y su yerno. Hay un joven entusiasta y optimista, pero naif y testarudo. Hay, incluso, un narco que, aunque agresivo, no causa gran alboroto en el pueblo, es gritón es grosero, pero no irradia terror. Las cosas cambian cuando, sin razón aparente, los cabecillas del cártel de los zetas se mudan a Allende. Luego, la intervención de la DEA en las operaciones de este grupo delictivo disparará la paranoia y el miedo de los “nuevos soberanos” del pueblo. No se trata sólo de decir, como Ginger Thompson, que los Estados Unidos dispararon una masacre en México, sino más bien que aquello que parecía apacible estaba en un momento donde cualquier mínimo cambio aceleraría las cosas hacia su destrucción. Como los bomberos que luchan por su sobriedad, cualquier recaída o tropiezo llevaría, como sucedió, a un momento de intoxicación y desenfreno. 

Quizá, la tragedia más grande de la serie no es la incapacidad de reivindicar el olvido histórico, sino la incapacidad de poder rehusarse a ser informante. Todos en el pueblo terminan interactuando con los nuevos narcos, y los que piensan escapar del narcocontrol terminan siendo informantes de la DEA (una empresa igual de sangrienta que la de los narcos, pero al menos subsanada por la dominación norteamericana y la fuerte burocracia de las policías de ese país, como parece sugerirse varias veces en la serie). Todos somos informantes. ¿Qué hacer, pues? 

El hecho de que los diálogos muchas veces estén forzados y, que, por ejemplo, el final de la serie resuelva a manera de deus ex machina la suerte de unos niños que sobreviven la masacre, luego de que un par de “narcos” los saquen de Allende y los dejen en el kiosko de otro pueblo, funciona más a favor de la serie que en su contra. Es decir, si todo lo que el narco toca es exagerado, excesivo y poco comprensible, de la misma manera, la forma en que los narcotraficantes en la serie son representados, excepto el narco local de Allende, es escurridiza. Los narcotraficantes, sobre todo los zetas, aparecen como figuras acartonadas pero que irradian excesos, son los personajes que no saben detenerse, que abusan de todo, que no conocen límites ni formas suaves, son fuerzas desterritorializadas que destruyen por sobre todas las cosas. En contra punto de esta fuerza, pareciera que Somos., como serie y título, intenta oponer cierta contención. Sin embargo, esto no es así. 

La decisión arbitraria y destructiva de los narcos no es, necesariamente, opuesta pero es diferente de la decisión de aquello que somos. El problema, claro está, que mientras la decisión narco es un flujo destitutivo, desterritorializado y destructivo, la decisión de definirse sin identificarse de “somos” es también un flujo escurridizo, pero no un destructivo, sino abierto a su creación y recreación. Por esos huecos que la palabra en español evoca, se dejan abiertos dos círculos. Somos no es sólo la afirmación de lo que uno es en colectivo en un momento presente, sino también los binoculares desde donde uno se ve dentro de un grupo, y al mismo tiempo el espacio hueco de la definición de grupo pero nunca su identificación. El hueco no es de nadie, lo que se sale de la boca, lo que se ve, lo que se folla, lo que se toma, lo que se respira y se come, no es de nadie, o más bien, nadie hace esas acciones, un nadie tan escurridizo como un somos. Si nadie es la persona que se elude incluso cuando se nombra, somos es la persona que se desagrupa en cuanto se agrupa, que se desvanece en cuanto se identifica. Un nadie es el común y un somos es un común de nadies. Lo más sugerente de la serie, insospechadamente, está en esos huecos abiertos a la intemperie, huecos ruinosos como el labio leporino de Paquito, el reo que rehúsa el fusil y se le es entregado un machete, que deja ir siempre suspiros pero sabe callarse para mantener su vida un poco más de tiempo y poder despedirse de su novia. Los huecos están por todas partes en la serie, como están por todas partes los huecos de las balas en el poblado de Allende y en general por toda Latinoamérica, y otras partes. El hueco es la impotencia de la bala, pero también la certeza de que todo lo que vive, respira, siente y muere lo hace por sus agujeros. 

Notes on Crack Capitalism (2010) by John Holloway

Crack Capitalism (2010), in a way, completes most of the reflections John Holloway started in Change the World Without Taking Power. While the first volume worries the most about the description of doing, a constituent force captured by labour that generates our common sense and our normal way of being into the world of capitalism. The second volume offers 32 thesis about the ways we, ourselves, build but also crack the system that oppresses us, how we are screaming and creating cracks in the system, how doing cannot be fully appropriate by labour. In another, perhaps, less obvios reading, the 32 thesis are, somehow, 32 steps into sobriety, into a life free of capitalism, but, would that addiction be easy to resolve?

As much as Crack Capitalism offers an inspiring and optimistic way of understanding doing, as something inherent to the way human beings do things for the sake of doing them, because we like doing things, perhaps today one should hesitate to accept Holloway’s optimism. The hesitation is understandable, as Holloway hesitates himself, about considering that with our cracks we are but realigning our struggle back to the terms that provoke the struggle in the first place. That is, Holloway asks, “how do we avoid our cracks becoming simply a means for resolving the tensions or contradictions of capitalism, just an element of crisis resolution for the system?” (53). Today we probably saw the worst of this predicament. We have seen how contemporary struggles, contemporary cracks, have been turned into solutions for capitalism’s crisis. We have witnessed a pretended liberation of “labour” through a massification of part-time online platform jobs (I.e. uber, ubereats, etc); a liberation of sexuality and imagination through streaming services that reterritorialize sexual and imaginary expression, among many. If a crack is “the perfectly ordinary creation of a space or moment in which we assert a different type of doing” (21), why is it that most of these different types of doing are still feeding and serving the tyrant, why is it that we are still weaving our self-oppression and self-destruction? Why is it, that perhaps, more than ever, we are unable to resolve Etienne de la Boétie’s riddle, why are we fighting for our oppression and voluntary servitude? This is the starting point for Holloway, and, to a certain extent, the place where his argument finishes too. Why is it that we are running in circles when trying to solve La Boétie’s riddle? 

There might be hesitation when reading Holloway, but for sure, even in the worst scenario, one should acknowledge that more than resolving things a crack is the proposition of question. A crack asks. To that extend, the territorialization and domination of spare time by social media, for example, is a two-edged sword, a delicate terrain where an always unprepared “wake up to other possibilities” (32) haunt the way doing is constantly fighting against the domination, the abstraction of labour. Wasn’t this what happened with Donald Trump and the tiktokers? But also, wasn’t this what gave the place for the affect of the masses that entered the US Capitol early this year? A crack is an ambivalent movement, a touch yet not a touch. From cracks we just know that they break a surface and that they desperately seek for the lines of other cracks. In that sense, while the right seeks to cover the rifts of the struggle of doing, the left should should find where one crack begins and where another ends, where the “lines of continuity that are often so submerged” (35) that are about to touch themselves, but they don’t. To understand the crack is to understand that certain struggles need only to keep pushing until their cracks touch other’s crack’s rifts. To explain how these lines work, how the rifts and cracks communicate, Holloway elaborates a strict distinction between labour and doing, alienated labour and conscious life-activity, and abstract time and concrete time of life. 

All these dichotomies coincide in the understanding of the concrete doing as a “flow of life” (111). This flow is something that is always moving beyond and going through the rigid and oppressive shape of power, of labour. While capitalism wants labourers, “mutilated personification[s] of abstract labour” (122), the other world possible struggles for the dignity, the fragility and sacredness of everything that beats, of everything that lives. Doing, the flow of life, is the struggle of existence against its own conditions and possibilities of existence. That is, doing wants to desperately stop serving the tyrant, capitalism, without being able to completely abandon and refusing most of the tyrant’s structures, means, things. Doing is the praxis of knowing that we build our own tragedy, and our only way out is to “attack [and crack] time itself” (166). Only when time is broken, cracked, it will come to surface how the masks that capitalism via abstraction has given us, are but an empty container that oppresses the “shadowy figure (or figures) behind the character mask” (217). Once it all cracks there will not be, perhaps, distinctions, differences or the necessity to differentiate the multiplicity of ways of being that there is. Once it all cracks it will become obvious that radicalness starts by refusing, by a refusal of keep creating the weave that oppresses us and sustain us. Once it all cracks to what would we hang our anxiety to? How would we recover from that overdose of capitalism? 

Una nota a Infrapolítica. Instrucciones de uso (2020) de Alberto Moreiras

Las instrucciones de uso son, casi por antonomasia, el texto que siempre se difiere para luego deferirse. Es decir, uno revisa las instrucciones de uso de la máquina que siempre ha funcionado bien cuando ésta misteriosamente deja de hacerlo. Como último recurso, se espera a que alguien mejor capacitado repase las instrucciones y componga el desarreglo de la máquina. Infrapolítica. Instrucciones de uso (2020) de Alberto Moreiras está, de alguna manera, en el mismo espacio que ocupa cualquier manual de usuario, siempre como texto de uso último. Sin embargo, por su cercanía con la noción de escritura, según Jacques Derrida, uno puede decir que la máquina que “arregla” la infrapolítica es siempre una que desplaza lo significante y en su movimiento abre la posibilidad a un retorno sin retorno. Las instrucciones de uso de la infrapolítica no son maneras de reparar a la diezmada política convencional, sino la posibilidad de abrir un retorno sin retorno a la política. Esto es, proseguir la búsqueda derrideana de “un extraño deseo sin sentido, un deseo y un goce al margen de cualquier posible captura ontológica” (Derrida en Moreiras 17). ¿Por dónde habría que empezar? 

Vida sin textura, aporía de lo político, distancia de la distancia, segunda militancia, des-narrativización, comparecencia en substracción, pensamiento reaccionario, apotropeia, poshegemonía, y otros conceptos más sacuden las páginas del instructivo que deja pasmado al lector común que poca o muy contadas veces decide reparar la máquina descompuesta en vez de comprar otra. Y es que, en cierto sentido, la infrapolítica, como se dice varias veces, no espera ser un avatar más en el mercado académico. La infrapolítica abandona toda idea de salvación, pues “si llega a haber salvación es porque habrá más desastre” (27). Tampoco por eso habría que deshacerse de la máquina del pensar, sino comenzar por uno de los mecanismos base de la infrapolítica: separar y diferenciar el ser de el pensar. Una vez que estos dos se separan los demás conceptos poco a poco dan a ver que la infrapolítica no es un concepto “sino un proyecto de un pensar sobre  un cierto afuera de la política” (80). Como el famoso ça se déconstruit de Derrida, la infrapolítica guarda ese “se” como residuo único de una fuerza de algo afuera que ejerce en el adentro de la frase su reflexión, reflexividad, énfasis, impersonalidad y su pasividad. Sólo en el se es que la infrapolítica reúne a todas esas cosas de no agotamiento, todo eso que la política no agota de la existencia, todo lo que la hegemonía no agota de la política (87). Todo eso que la infrapolítica deja resonar en montones es un rechazo radical al uno. 

Una de las definiciones posibles que se da a infrapolítica es la “diferencia absoluta entre vida y política, también por lo tanto, entre ser y pensar. De la que ningún experto puede hablar. De la que sólo se puede hablar sin hablar” (105). Con esto, queda claro que la tarea de toda labor de pensamiento está en pensar fuera del equivalente general del capitalismo. Así, para desmantelar el equivalente general habría que buscar “siempre en cada caso pensar qué es excepciona al equivalente general” (107), pues no hay totalidad que aguante montones de excepciones. De cierto modo, si la máquina se ha descompuesto es por la fuerza del equivalente general que no admite la diferencia. La infrapolítica, entonces, apostaría por un amontonamiento de “singularidades radicales”, singularidades inconmensurables, en las que “nadie es más que nadie” y también “nada es más que nada” (111). La instrucción general del manual sería la práctica de un cierto modo de ejercicio existencial, pues la existencia es el referente absoluto de la infrapolítica. Al final, de cierto modo, el manual sugiere un completo arrojamiento del ser, un dejar de ser, un dejamiento existencial “en favor de un prendimiento radical a la singularidad libre de la existencia, que es por lo tanto también no-prendimiento o desprendimiento con respecto a todo lo demás” (205). La infrapolítica restituye lo insistente de la existencia y la existencia insistente. Sólo así, tal vez, pueda ser posible una nueva apotropaia (“tomar un mal, una pieza de mal para protegerse del mal y transformarlo en acción fecunda” [236]), que permita suspender la extracción y la producción de informantes del mundo contemporáneo. Llegados a las últimas páginas del manual, uno llega a un comienzo “para otros comienzos” (226) para pensar, tal vez, fuera de la máquina que se pretendía reparar en un inicio, o hacer máquinas sin mecanismos y hacer mecanismos sin máquina desde donde late la incospicua y honrada infrapolítica. 

Nostalgia del soberano. Notas a 499 (2020) de Rodrigo Reyes

Un conquistador sin nombre naufraga en las costas de Veracruz y repite los mismos actos que en 1519 llevaron a cabo Hernán Cortés y sus tropas. Este anacrónico conquistador se empeña en repetir las ya sabidas acciones que marcaron fuertemente a la conquista (la lectura del requerimiento, la escritura de crónicas, el viaje de Veracruz a “Tenochtitlan,” la alianza con “ciertos pueblos adversarios” al dominio de Moctezuma). Sin embargo, esta vez no hay Cortés ni Moctezuma, no hay soberano ni lucha por la soberanía, sólo una violencia que resulta familiar para el conquistador anónimo y que, sorpresivamente, termina por superarlo, literalmente, quitarle su voz —nunca oímos que el conquistador hable con ningún personaje luego de que pierda la voz al leer por primera vez el requerimiento. El conquistador anónimo se encuentra con víctimas de la violencia en México: hijos que llevan el duelo de la muerte de sus padres, madres que buscan a sus desaparecidos, comunidades de autodefensa en la sierra, migrantes tratando de montarse a la bestia, exmiembros del narco, una madre que se negó al linchamiento de los violadores y asesinos de su hija y que ahora vive presa de la indignación porque los malhechores están en libertad y un sinfín de personajes que miran entre burla y extrañeza al anacrónico conquistador. 

La película resuena, sin necesariamente proponérselo, con Er is wieder da [Él está de regreso] (2015) de David Wnendt. En la película alemana, Hitler regresa misteriosamente de la muerte y se da cuenta de que muchos de los sentimientos con los que simpatizó en el pasado siguen vigentes. Mientras que en Él está de regreso, gracias a la sátira, se consiguen momentos brillantes de crítica sobre la situación actual de muchos movimientos nacionalistas en Alemania, en 499 difícilmente se pudiera decir que hay una crítica. Las dos películas coinciden en que el elemento más perverso de la historia de ambas latitudes (Hitler para Alemania, un conquistador para México) regresa y encuentra demasiadas similitudes con “su versión de la historia.” Esto es, de la misma manera que Hitler vio en el nacionalsocialismo una manera para congregar los afectos de la posguerra, volverlos hábito y catalizar y mover multitudes desquiciadas, el conquistador anónimo de 499 se encuentra con un mundo incomprensible y violento que se entrega a los peores pecados imaginados por la cristiandad. Sin embargo, mientras Hitler, en Él está de regreso, se acopla bien a la sociedad que se encuentra, el conquistador anónimo no se acopla al mundo que lo recibe. De hecho, esto pudiera ser, sin quererlo, uno de los mejores atributos del filme. Esto es, dado que el conquistador anónimo está completamente desempoderado, su errancia en el “Nuevo Mundo” testifica la total incomprensión que las tierras de Mesoamerica presupusieron para Cortés y los otros conquistadores. Por otra parte, el filme parece no interesarse en esta repetición de las errancias. De hecho aquí subyacen los problemas más grandes del trabajo de Rodrigo Reyes. 

El hecho de que un conquistador anónimo recorra de forma anacrónica la misma ruta que los conquistadores del siglo XVI y que, además, recupere los horrores de una violencia incomprensible (los conquistadores de Cortés veían así los ritos prehispánicos), articula, necesariamente la pregunta por los grandes ausentes en la reelaboración histórica del filme. Esto es, si el filme contrapone la violencia “incomprensible” con la que se encontraron los conquistadores de Cortés con la violencia contemporánea con la que se encuentra el conquistador anónimo, no lo hace para criticar las formas en que la violencia se articula en el presente, sino para preguntar, ¿dónde están los soberanos? Desde esta perspectiva, 499 es más una apología de la necesidad de un soberano y menos un recuento nuevo sobre la violencia en México. De hecho, la película (o documental, como se le categoriza varias veces) parece muy fácilmente deducir que la gran tragedia de nuestros tiempos no es tanto la violencia, sino la ausencia de un Cortés y un Moctezuma. Sin soberanos, hasta un conquistador debe humillarse (el conquistador anónimo se convierte en peregrino de la virgen de Guadalupe y luego en empleado en un restaurante en Nueva York). Sin soberanos, toda la violencia en México, y en otras partes, no es sino la hermenéutica que pudiera salir de cualquier cacicazgo latinoamericano: hartazgo por la descontención del Katechon que busca y demanda lastimosamente la presencia de un soberano. 

Una reseña a Vive como un mendigo, baila como un rey (2020) de Ignatius Farray

Probablemente, en Vive como un mendigo, baila como un rey (2020) de Ignatius Farray no haya nada nuevo para las personas que conozcan de cabo a rabo la carrera de Juan Ignacio Delgado. En mi caso, no fue así. Hace ya casi cuatro años, cuando había terminado la universidad y estaba deprimido, uno de mis mejores amigos, Eino, me puso un videoclip de La vida moderna. Alguien se agarraba hablando animadamente del tabú que es la democracia. La democracia, “a esta rata quien la mata.” Todavía, cuando me siento desanimado y quiero reírme, busco el videoclip, lo repito algunas veces y me sigo riendo como la primera vez que lo vi. Desde entonces escucho asiduamente el programa que coprotagoniza Ignatius junto con David Broncano y Quequé. Lamentablemente nunca he visto a ninguno de los tres en un escenario. Aunque muchas veces en el programa se hacen comentarios a la vida personal de Ignatius, y también a las de Broncano y Quequé, las anécdotas, fotografías, viñetas y testimonios que aparecen en Vive como un mendigo, baila como un rey fueron para mí una suerte de revelación. Nunca he sido morboso con los actores, escritoras, o artistas en general, pero hay algo fascinante y al mismo tiempo entre triste y alegre en saber más sobre Ignatius y, por supuesto, sobre Juan Ignacio. 

Redactado a seis manos, sin contar las de quienes escriben el prólogo y el epílogo —Broncano y Javier Delgado, el hijo de Juan Ignacio—, Vive como mendigo, baila como un rey intenta marcar las diferencias entre Juan Ignacio Delgado e Ignatius Farray. Uno es un hombre de mediana edad originario de Tenerife, padre soltero, gordo, miope, tímido, pero también cálido, amable y afectivo. El otro es el que esnifa una raya de tabaco mentolado en transmisión en vivo en la cadena de Radio SER, el “bufón buscando la aprobación de sus amos” (13), alguien que se sabe Juan Ignacio, pero que se ve superado por la fuerza de la ironía, los empujones de una corriente afectiva ante la cual sólo hay una cosa que hacer: “dejarse llevar.” El libro promete describir, en la medida de lo posible, el proceso de la búsqueda su voz de cómico, que Juan Ignacio ha emprendido desde hace años. Las seis manos que escriben al Juan Ignacio del libro son como los tentáculos de Shiva que tantas veces se evocan en el texto. Esos mismos tentáculos también se han encargado de traer y tocar a otros dentro de la composición del libro. 

La sobrecubierta, en sí, ya anuncia muchas particularidades sobre la composición del libro. A simple vista, la sobrecubierta parece un papel arrugado y lo que tiene escrito asemeja letra de molde. Los colores, las manchas, y la textura vuelven a la sobrecubierta una de las tantas páginas que Ignatius escribe para preparar sus sketches, pero no sólo eso. Esta es una de las mejores características del libro. Es decir, que el libro se presente como hecho a mano restituye, en cierta medida, algunas de las bondades del “libro” como objeto. Igualmente, las diez partes en que se divide Vive como un mendigo… están adornadas de colores diferentes en el canto del libro. El color del lomo, la cubierta y contracubierta es amarillo y el título aparece en relieve en la cubierta. De la estridencia del amarillo, las páginas de cortesía van en negro y después aparecen en blanco y sin adornos una réplica de la portada de la sobrecubierta, las páginas legales, y finalmente el prólogo seguido de la introducción. Comenzar la lectura de Vive como un mendigo… es como encontrarse los flyers hechos a mano con los que Juan Ignacio se anunciaba sus primeros eventos. El amarillo que se devela al descubrir la sobrecubierta es como las luces que dan en el escenario y luego, cual telón, las páginas negras anuncian el inicio del show. Si hay comedia blanca, esta es siempre la que inicia y termina el espectáculo. 

Ignatiusal menos en las últimas tres temporadas de La vida moderna, se ha repetido. Muchas de sus maneras para comenzar un chiste, una anécdota o alguna sección, ya las ven venir sus compañeros y él mismo. La repetición, comúnmente, se asocia con la incapacidad de percibir algo nuevo. Sin embargo, con Ignatius siempre pasa lo contrario. Cuando repite un chiste, una frase, una anécdota, siempre es diferente. Muchas veces la broma mejora, otras veces no. Como si Ignatius siempre hubiera estado preparándose para grabar una serie de televisión como El fin de la comedia (2014), la comedia para él no es sino el placer de salvarse por la ficción y repetir las cosas hasta el cansancio. Sobre el rodaje de El fin de la comedia, se dice en el libro “la parte de repetir toma tras toma me encantó. Al ser tan obsesivo con los textos y ensayar mi monólogo durante meses, estaba encantado con repetir una frase mil veces. El trabajo repetitivo a mí me da la vida. Me hubiera tirado así hasta la muerte, intentando darle frescura a una frase que había repetido veinte veces” (169). Incluso las definiciones más ortodoxas de poesía encontrarían un nicho en la forma de hacer comedia de Ignatius. Su comedia, y la de muchos cómicos, tiene más de poesía que de espectáculo, pues la poesía es el arte de la mímesis, de saber imitar, de saber repetir. 

Una de las cosas que más me gustan de las intervenciones de Ignatius en La vida moderna son sus constantes comentarios autorreferenciales sobre la comedia. Un chiste con comentario incluido, o un comentario con cubierta de chiste, y que adentro es chiste. O un comentario que se vuelve chiste, se comenta y se hace otra vez chiste y sigue la conversación con los otros estelares del programa de radio. No es que Ignatius concentre toda la genialidad de La vida moderna, sino que cómo él dice de sí mismo, él es un volcán y sus compañeros se encargan de evacuar la zona de deslave o de dar las mejores tomas de la erupción. La vida moderna se parece a Into The Inferno (2016) de Werner Herzog. Broncano es el vulcanólogo flipado en el documenta, la voz narrativa de Herzog es la de Quequé, y las intervenciones de Ignatius son las tomas a los volcanes en erupción que guardan toda la magnífica fuerza de eventos que tienen más de afecto que de intelecto o razón. En Vive como un mendigo… abundan también los comentarios sobre la comedia. En uno de ellos, Ignatius, o una de las manos que escriben el libro, dice “Me intentaré explicar mejor. Cuando te sale una gracia, no dices ‘he inventado’ un chiste, sino ‘se me ha ocurrido’ un chiste. No es un proceso activo en el que sabes que si mezclas esto con aquello, y dominas esa especie de alquimia matemática, crearás el elixir de la comedia. Al contrario, es un proceso pasivo en el que no sabes muy bien de dónde te llega eso que de repente te sale y es gracioso” (184). La comedia es sobre todo afecto. La razón y sus medidas ideales, poco o nada garantizan que un chiste pueda tener algo de bueno. Tampoco es que la comedia sea irracional, sino que el afecto sólo sabe modular las reacciones del cuerpo, sean risas, enojo o llanto. Todas estas emociones vistas y contadas hasta el cansancio sobre los shows de Ignatius, y de, cierta manera, también expresadas en su libro. 

No hay precisamente un final en el libro. La clausura del show de Vive como un mendigo corre a cargo de Javier Delgado. Si uno de los amigos queridos, Broncano, escribe de corrido el prólogo, para así cumplir con la fecha límite que le ha puesto la editorial, las palabras de “el heredero” ratifican que tristemente uno vive dentro de compromisos. Los amigos están, más o menos, forzados a hablar bien de sus amigos, los hijos a hablar bien de sus padres. Incluso como objeto, el libro ya está derrotado por los compromisos, hay un sello editorial fuerte y contratos que se deben cumplir. Sin embargo, esta imagen de decoro, la de cumplir los contratos y compromisos, no es sino otra broma dentro del show del libroEl decoro con ironía es, tal vez, lo más cercano al amor, sea filial, amistoso o erótico. Como ya se dijo, estas páginas —las del prólogo, la introducción, la “Carta de despedida apresurada” y el epílogo— son comedia blanca, palabras con cierta tersura que cierran y abren el inicio o el final de la comedia. 

En alguno de los últimos episodios de la sexta o séptima temporada de La vida moderna, se dijo que el libro tenía la abierta intención de ser desacralizado, de ser usado de alguna manera profana. Yo, que no sé hacer otra cosa sino apuntarme ideas y tratar de terminar una tesis en estudios hispánicos que este año empecé, decidí profanar aquí el libro. Tal vez no lo logré. Sin ninguna ironía, esta reseña son sólo las horas que un hombre de veintinueve años, gordo, que sale a correr a medio día hasta que le duelen los muslos, que se despierta temprano y acuesta tarde, que lee casi todo el día y que cuando puede se emborracha a la primera provocación, pasó con gusto leyendo y luego escribiendo sobre Vive como un mendigo y baila como un rey. Con un poquito de ironía, esta reseña es un agradecimiento, un abrazo. 

La fuerza de no hacer nada. Notas sobre La traición de Rita Hayworth (1987) Manuel Puig

Entre tantas cosas, La traición de Rita Hayworth (1987), de Manuel Puig, dibuja momentos claves en la transición de las formas en que la vida y el tiempo se (re)ordenaron en los cambios que trajo el siglo veinte a la Argentina. De “el punto de cruz hecho con hilo marrón sobre la tela de lino color crudo” (9), la gente pasa al cine, la radio. La novela es, en gran medida, no sólo la “radiografía” de las consecuencias de la masificación de medios en Argentina, sino también el análisis de cómo desde siempre el ocio es trabajo inmaterial, cómo sobre el ocio descansa el orden de la forma de vida capitalista. Así, como toda la novela es una labor de ocio, las mismas labores de la hermana de Mita al inicio de la novela, pues “parece que no cansaran pero después de unas horas se siente la espalda que está un poco dolorida” (9), son similares a las horas y horas que la familia de Mita, Toto y Berto pasan en el cine o escuchando la radio. De la administración del tiempo a partir de labores de bordado y la ganadería, La traición dibuja el sutil cambio de la rutina, trabajo y ocio. 

A la vez que hay un cambio entre pasar las tardes tejiendo y viendo películas, éste no es necesariamente una completa ruptura con el orden de vida rutinario. De hecho, al terminar con dos textos de la misma fecha (1933), la novela pareciera sugerir cierta circularidad en la forma en que el tiempo habitual no cambió. La fuerza con que los hábitos atan el cuerpo a su existencia, tal vez, lleve a uno a pensar como Herminia, que para tratar de refutar el nihilista razonamiento de Toto, al final de la novela, reflexiona sobre su vida. Vivir preso de nuestros hábitos es saber que se “morirá sin saber nada de la vida” (289). Ya sea el tiempo de ocio, el estudio, las estrepitosas búsquedas amorosas, la obsesión con el arte, la idea de aspirar a mucho o aspirar a poco, de llenarse de ambición o sucumbir ante la derrota de las expectativas, todo a su tiempo pasará y se acabará en las manos de un dios indiferente y tiránico o en el consuelo de pensar la muerte como “simplemente un descanso, como dormir” (291). Si de la vida no se puede saber nada, quizás esto se deba a que la vida siempre se escribe con trazos que el saber no conoce y el cuerpo apenas registra. 

Que la vida sea en realidad el sueño de la muerte, no es un tema nuevo. Y esto es a la vez lo que le permite a la vida siempre mostrarse como novedad. Ahora bien, La traición sugeriría que del dormir, o del ocio, de la razón no nacen monstruos, sino que como en Toto y Héctor, que terminan esparciendo rumores e involucrándose en violaciones, es el insomnio del ocio el que produce la monstruosidad. Esto queda claro cuando Herminia anota el último párrafo de su diario: “A veces en la oscuridad total es lindo abrir los ojos y descansar la vista, pero sólo por un rato, porque si no el descanso degenera en insomnio, que es la peor tortura” (291). La vida se trataría, así, de centrarse en saber qué hacer con los sueños (el ocio) y dejar de lado los planes y de cuidar la no degeneración del ocio. Sin embargo, si no se gastara ya nada de fuerza más que en el ocio, ¿cómo se pasaría el sueño a los que vienen luego de los que se mueren en la dulce tarea de resguardar su sueño del insomnio?