Honestidad compulsiva y la verdad de la compulsión. Notas sobre The Whale (2022)

A primera vista, The Whale (2022), dirigida por Darren Aronofsky y escrita por Samuel D.Hunter, parece una película poco preocupada por el cine, o más bien, por la reflexión cinematográfica. Ya sea porque Samuel D. Hunter adaptó el guion cinematográfico de una obra de teatro suya del 2012 con el mismo nombre, o porque la película se preocupa por la lectura y la escritura (Charlie, el personaje principal, es un profesor de inglés), o los medios de comunicación presentes en el filme (la televisión, el celular), The Whale parece estar alejada de la introspección y reflexividad cinematográfica. Sin embargo, el hecho de que la película acumula otros géneros y formas la vuelve en sí misma cine preocupado por sí mismo (auto-reflexivo). Tal vez es que esto siempre ha sido el cine, un cúmulo en el que concurren otras artes a través de la luz del proyector.

La historia de Charlie, un profesor con obesidad mórbida que nunca sale de su apartamento, incapaz de hacer el duelo por el suicidio de su pareja, Allan, es la crónica de una muerte anunciada. A sabiendas de que pronto morirá, pues Charlie sufre de una congestión cardiaca crónica, el profesor decide enmendar, en la medida de lo posible, la relación con su hija, Ellie, una adolescente triste y enojada con el mundo y su vida. Charlie tiene una semana para hacer algo por Ellie, pero ¿cómo reparar esta relación si Charlie abandonó a su familia cuando Ellie tenía ocho años? Para Charlie, arreglar su paternidad es como intentar resolver sus problemas de salud crónicos, o más aún, como parar su compulsivo desorden alimenticio. En este sentido, la película presenta a Charlie como un cuerpo en el que se acumula todo, desde el duelo, hasta la positividad y la amabilidad (los alumnos de la clase virtual de Charlie lo adoran por sus positivos y elocuentes consejos de escritura). Para The Whale, en el obeso mórbido no sólo se entrecruzan el placer y el dolor, sino que el cuerpo de Charlie está expuesto al completo morbo: todos sienten una complicada atracción por Charlie. Los alumnos de la clase en línea de escritura de Charlie están atraídos a su profesor, que como un agujero negro se les presenta con un rectángulo negro, pues Charlie no muestra su rostro en cámara. Liz, la hermana de Allan, la única persona que se preocupa por Charlie, cree que ella es la única que puede cuidar él. Pero, al mismo tiempo que le insiste ir al médico, también es la alcahueta de su obesidad: Liz siempre le lleva más comida al rechoncho profesor. Ellie y su madre, Mary, también tienen morbo por Charlie. Thomas, un chico cristiano que huyó de su hogar en Iowa y se hace pasar por misionero de la iglesia “New Light” en Idaho, se obsesiona con poder ayudar a Charlie, llevarle el mensaje de Cristo y salvar su alma, en lo que consigue dinero para resolver sus propios problemas. Hasta el repartidor de pizzas, con quien Charlie sólo interactúa a través del pago que deja en su buzón, siente el morbo de conocer al asiduo cliente. 

El morbo y el cine van de la mano. Y en este sentido, la película, a través del cuerpo de Charlie, resuena con el estado actual de la industria. ¿No es el estado del cine actualmente también una obesidad mórbida que se satura de efectos especiales y fantasías muchas veces innecesarias? ¿No es esto precisamente lo que sucede con Netflix o cualquier otra plataforma de “streaming” y consumo audiovisual? O más aún, ¿no será que todos, de una manera u otra, nos hemos vuelto obesos por una forma de hacer siempre compulsiva? En The Whale no sólo los personajes sienten morbo por Charlie, sino que su morbo es también una reacción de sus propias compulsiones. Desde Ellie, adicta a su celular y las redes sociales, hasta Thomas con la religión, todos los personajes son tan compulsivos como Charlie. La distinción mínima, pero fundamental, entre ellos y Charlie está en su imagen: la monstruosa obesidad del profesor. 

La compulsión no sólo implica que una acción se deba realizar inmediatamente, sino que esas acciones se convierten en un deber impostergable. En el caso de Charlie, su compulsión es un castigo, se castiga por aquello mismo que motivara alguna vez su vida. La obesidad mórbida de Charlie es su condena perpetua por el suicidio de Alan y su mala paternidad. Cerca del final de la película, Thomas confronta a Charlie. El joven creyente visita a Charlie para confesarle su verdad, estaba huyendo de casa por la vergüenza haberle robado dinero a su congregación religiosa. Thomas pensaba que sus padres no lo querían de vuelta, pero Ellie los contactó y les contó sobre el remordimiento y la vergüenza de Thomas. Contrario a lo que pensara el joven religioso, sus padres, como al hijo pródigo de las escrituras, lo perdonaron e invitaron de regreso a casa. Thomas siente, entonces, que debe hacer un último intento por “salvar” el espíritu de Charlie. Así que en su última visita, Thomas le lee a Charlie uno de los pasajes subrayados y destacados en la biblia de Alan, libro que el mismo Thomas tomara sin permiso de la casa de Charlie. “Through the spirit, you can put aside the deeds of the body and truly live” le lee Thomas a Charlie. Entonces, Charlie revela hasta qué punto su condena ha llegado. En una intervención in crescendo Charlie comienza a contar su historia con Alan, “I was never the best looking guy in the room, but Alan still loved me.” La belleza y el amor que Alan, un cristiano fervoroso, vio en Charlie, es la propia refutación del versículo de la biblia que Thomas usa para tratar de “salvar” a Charlie. Es decir, a través del espíritu, el amor, Alan y Charlie pusieron a un lado todos los males del cuerpo y del mundo. El amor les alcanzó para dejar sus vidas anteriores, más allá de los tabúes de la homosexualidad, Charlie y Alan eran puro espíritu, afecto y vida verdadera. El problema es que, como cualquier espíritu, la presencia de aquello que da verdadera vida es deambulatoria: los espíritus van y vienen, se desplazan. 

Charlie es el espíritu de su compulsión, de su castigo. Él vive en el dolor y el placer de su cuerpo, es desagradable, su espalda está llena de pus, no se puede mover, apesta, se corre encima. Y aún así, entre toda esa compulsión Charlie busca, al menos, dejar algo que confirme que en su vida, entre todo lo repulsivo y mórbido, algo quedó límpido y claro. El intento de reparar la relación con su hija no es sólo una preocupación de Charlie, sino de la película pensando el estado actual del cine. La secuencia final de la película, justamente, condensa lo anterior. A punto de morir, Charlie está con Liz, haciendo las paces luego de su última pelea (Charlie le mintió a Liz, siempre tuvo dinero para paliar sus males, pero nunca lo usó), Ellie irrumpe en el departamento. La chica está enfurecida, pues el ensayo que su padre escribió por ella, para redimir su pésimo periodo escolar, fue reprobado. Ellie y Charlie habían pactado que a cambio de pasar tiempo juntos, Charlie le escribiría a Ellie el ensayo final de su curso de lengua para poder graduarse. Como el ensayo fue reprobado, Ellie ahora confronta a su padre. Está furiosa. Siente que ha sido saboteada por su padre, una vez más. El hecho es que Charlie cree que ese ensayo es muy bueno, y que sí, él lo escribió, o más bien lo copió. El texto reprobado es una transcripción de un ensayo de que Ellie escribió cuando tenía catorce años sobre Moby Dick de Herman Meleville. El ensayo de su hija, para Charlie, posee una honestidad absoluta sobre la novela de Meleville. Esta novela, como dice el ensayo, es un texto sobrecargado de emociones. El capitán Ahab cree que matar a la gran ballena lo hará feliz, pero en realidad nada pasará. Sólo quedará, tal vez, la tristeza. Entre una álgida discusión, Charlie le pide a Ellie que lea el ensayo en voz alta. Conforme Ellie lee, Charlie intenta ponerse de pie. Cuando la hija llega a la parte climática del texto, cuando lee “And I felt saddest of all when I read the boring chapters that were only descriptions of whales, because I knew that the author was just trying to save us from his own sad story, just for a little while,” cuando por fin el ensayo anuncia lo mucho que la novela ha hecho pensar a la niña sobre lo agradecida y feliz que es ella en comparación de Ahab, se corta la escena. Luego, estamos en un recuerdo de Charlie, sus vacaciones en la playa con su esposa y su hija. Como la claridad de la ballena cegó a Ahab, cuando la encontró, o como el sol cegó a Meursault en El extranjero antes de asesinar a otro hombreen esa misma claridad y lucidez, Charlie se pone de pie y muere.

Al final, The Whale es una película compulsivamente triste y aburrida. La película nos mueve como a Ellie Moby Dick. Es decir, vemos el filme a sabiendas de que sólo se trata de una película sobre un hombre triste y solitario, un gordo asqueroso y sus últimos días en la tierra, y que el director, como el guionista, sólo estaba tratando de salvarnos de esa misma tristeza y morbo que rodean el cine y nuestra compulsiva y consumista sociedad. Nadie puede ser salvado, pero nuestra condena (¿la muerte?) puede ser solamente diferida. Al mismo tiempo, y más sugestivamente, la película es precisamente sobre eso que está en juego en cada película. Es decir, como el amor (el espíritu) que mueve a los cuerpos más allá de sus males, la película es sobre aquello, esa luz (¿brillantez?), que está en los libros, el cine, la música, el internet, y la vida ordinaria, pero que no es ni los libros, ni el cine, ni la música, ni el internet, ni la vida ordinaria. Un resplandor, tal vez, como la luz que ciega al final de la película. The Whale es un filme sobre esa parte luminosa que carga el cine, una honestidad compulsiva, la verdad de la compulsión, que nos desbarata y nos vuelve armar, que nos hace vivir, a veces, sin los males del mundo, pero también con las ganas de cambiarlo.

¿Libertad de qué y para qué? Notas sobre Páradais (2021) de Fernanda Melchor

Páradais (2021) de Fernanda Melchor cuenta la historia de cómo Polo y Franco, dos adolescentes, planean un crimen “liberador,” irrumpir en la casa de la familia Maroña un día de madrugada. Cuando al fin cumplen sus respectivas fantasías, mientras Polo carga la camioneta de los Maroño con varios objetos de valor, el “gordo” Franco asesina al padre de familia y luego viola y mata a la madre, Marián Maroño, la mujer de sus sueños. Sin embargo, la fechoría fracasa para Polo, pues Franco ha sido apuñalado por Marián y muere cuando están por huir en la camioneta cargada. Así que Polo escapa de milagro y su crimen queda impune. Su vida regresa al punto de partida que lo motivara a fantasear con el atraco: barrer incasablemente las hojas de las banquetas y calles del fraccionamiento Paradise, o como Polo aprende que se dice “Páradais.” 

En cierto sentido, la novela es acerca del peligro que representan las fantasías. Así, el texto invita a preguntar por ese escurridizo momento en que de la fantasía se pasa a la acción. No sorprende, entonces, que el título de la novela aluda al paraíso: un sitio perfecto, pero carente de libertad. De hecho, el mito de la expulsión del paraíso es también una evocación al pasaje de la fantasía a la acción (la tentación de la serpiente es, después de todo, una fantasía que luego se realiza). En Páradais, específicamente, lo que hay es un pasaje de idioma, de realidad y de sumisión. Cuando Polo rememora las circunstancias que lo llevaron a trabajar a Páradais, recuerda que fue corregido “Páradais, lo corrigió Urquiza, con una media sonrisa de burla, la segunda vez que Polo trató de pronunciar esa gringada. Se dice Páradais, no Paradise; a ver, repítelo: Páradais” (53). El anglicismo y su repetición, en una cáscara de nuez, sintetiza en buena medida lo que ha sido el proyecto modernizador en América Latina, y, sobre todo, en las regiones favoritas de la prosa de Melchor, la franja sureste de Veracruz: una adaptación forzada de un pasaje de la fantasía a la acción. La modernidad, como el nombre del fraccionamiento, es algo vivido a partir de una fantasía ajena, significando inadecuadamente aquello que no es: un paraíso. 

Con esto en mente, la novela también plantea la tentativa de preguntarse por un afuera del opresivo pasaje a la acción que la racionalidad de la modernidad plantea. Es decir, la novela se pregunta por la posibilidad de que el pasaje al acto deje de ser un pasaje a la opresión, la disciplina y el control. Y es que Polo aspira a algo más que ser el jardinero del fraccionamiento, pues, “¿Qué tenía de malo querer ganar más varo, tener más libertad y adquirir un sentido de utilidad, de finalidad, lo más parecido a una meta en la vida que alguna vez había sentido?” (103). Y justo por eso, busca ser como su primo, Milton. Polo quería “abrirse a la chingada, conseguir una lana, ser libre, carajo, ser libre por una pinche vez,” pero su primo, “no quería ayudarlo” (105). Milton, como se explica a detalle en la novela, pasa de vendedor de coches robados en Chiapas y Guatemala, a agente de aquellos, los narcos. Milton es como la mayoría de los niños de Progreso, lacayo de aquellos. 

La fantasía de Polo, de ser libre, entonces, queda suspendida a un acto que expone tanto la posibilidad de pensar un afuera como el, casi, inescapable determinismo de la novela. Dado que la novela es una confesión deferida, que comienza con el proyecto de contarle a alguien tal cual pasaron las cosas: “Todo fue culpa del gordo, eso iba a decirles” (11), la novela en sí es un ejercicio fracasado de liberación. Esto es más evidente al final de la novela. Aunque Polo está “harto de todo, harto de aquel pueblo, de su trabajo, de los gritos de su madre, de las burlas de su prima, harto de la vida que llevaba, [y] quería ser libre,” (158), y está también convencido de confesarlo todo, su deseo de libertad, (pues él “les diría,”) él también es el que “les alzaría la flecha a las patrullas que arribarían más tarde, con las sirenas apagadas pero al sobres, como perros mudos en pos de su presa” (158). Polo se convierte en sujeto de la dominación justo cuando más clara está la posibilidad de articular la transferencia (la decibidilidad) de su deseo de ser libre. La contrariedad de todo esto está la fantasía compartida por Polo y Franco. Cuando ambos comienzan a planear juntos, lo que los une es “algo como una corriente, pero subterránea, una cosa palpitante y viva que no tenía nombre” (115), y lo que al final de la novela une a Polo con su propia fantasía no es sólo la obediencia y la sumisión, el volver a desempeñar su rol como empleado en el fraccionamiento Páradais, sino también su propia fantaseada confesión. En últimas, la novela sugiere que la libertad pensada para uno no es sino la afirmación del pasaje al acto de ser sujeto, de ser dominado. Y así, la libertad pensada en común, desde lo indecible “como una corriente, pero subterránea, una cosa palpitante y viva que no tenía nombre,” quizá tenga más chances de ser más que una línea de muerte, un despliegue de pulsión de muerte exacerbada. 

Crisis, extenuación, y transición. Notas sobre Nuestra parte de noche (2019) de Mariana Enríquez II

Segunda parte (final)

Luego de que la amiga de Gaspar, Adela, sea atrapada por la casa abandonada que ella y sus amigos visitaron al final de la tercera parte, el grupo de amigos se desintegra. Las páginas restantes de Nuestra parte de noche (2019) dan seguimiento a estos eventos. A su vez, el resto de la novela se compone de fragmentos del diario de la madre de Gaspar, Rosario (“Círculos de tiza”); las notas de una periodista que investiga las fosas de restos humanos y desaparecidos de la dictadura (“El pozo de Zañartú”); y la última parte de la novela sigue los años de Gaspar con Luis, su tío, hasta el desenlace de la historia, cuando Gaspar se venga de “La Orden” (“Las flores negras que crecen en el cielo”). Como ya era claro al final de la tercera parte, una de las preocupaciones principales de Nuestra parte de noche es el pensar la post-dictadura argentina, la transición a la democracia. 

La novela de Enríquez invita a pensar en la transición como un proceso de intercambio. Juan engaña a “La Orden,” bloquea los poderes de Gaspar, pero para poder salvar a Gaspar, debe de entregarle Adela a “La Oscuridad.” La amiga de Gaspar, resulta ser su prima, su madre era prima de Rosario. Adela es la hija de una Bradford y un militante del “Ejército de Liberación Maoísta Leninista” (501). Desde esta perspectiva, la novela sugiere que para poder salvar los restos del peronismo (el hijo de Juan, Gaspar), se debe entregar a la “Oscuridad” los restos de la izquierda radical. Desde esta perspectiva, la transición a la democracia argentina es la traición a la izquierda radical. La cuestión, entonces, es si el peronismo puede vivir con esta traición. Por el final de la novela, la respuesta es una rotunda negación. Luis, el tío de Gaspar, intenta reconstruir su vida, y la casa donde se muda con su sobrino “una casa en Villa Elisa, cerca de La Plata, que se venía abajo, pero era hermosa y Luis quería recuperarla” (519). Luis, como un restaurador, intenta reconstruir los restos del peronismo, incluso llama a uno de sus hijos como Perón. Sin embargo, sus esfuerzos son en vano: Luis es asesinado por la abuela de Gaspar para atraer a su nieto de nuevo a la “La Orden” y retomar las tareas pendientes de su padre. 

Si bien, la novela invita a pensar en el rol de las élites en el proceso de transición, sobre todo por los personajes de la familia Bradford “los reyes. Terratenientes. Yerbateros. Rentistas. Explotadores” (591). La novela también invita a pensar en el desgaste de la clase letrada, o más bien, en el desgaste de la profesionalización laboral y artística, y el desgaste de la vida en general. La madre de Gaspar, “la primera doctora en antropología argentina graduada en Cambridge” que sentía “un orgullo ridículo” (445), contrasta radicalmente con los sentimientos de Gaspar y sus amigos frente a sus vidas y profesiones. Gaspar, por ejemplo, filmaba fiestas de quinceañeras, lo “hacía por hacer algo, para no aburrirse” (592). Y más aún, a pesar de ser un joven brillante, atractivo y millonario, es incapaz de compartir su riqueza, incluso después de vengarse de “La Orden.” Él mismo comenta “No entiendo por qué tengo que estudiar” (617), ante las insistencias de su novia Marita para que se vuelva profesor de inglés. Igualmente, los dos amigos de Gaspar, Vicky y Pablo tampoco encuentran ese orgullo que sentía la madre de Gaspar. Vicky es una doctora con una habilidad de diagnóstico infalible, pero incapaz de sentir empatía, “esa parte de la medicina, la empatía, no la tenía tan desarrollada … Le costaba ver a la gente detrás de las patologías …Ella debía ser eficiente y certera para curar. Que otro se encargara de secar las lágrimas y calmar el pánico: ella estaba demasiado ocupada” (582). Pablo, a su vez, vive con la imposibilidad de volver público su romance con un fotógrafo de éxito, a pesar de que en su círculo de artistas, la homosexualidad no es tabú. La transición, entonces, dejó las cosas sumergidas en un miasma. A cambio de eficacia laboral (Vicky); riqueza, no bien distribuida, (Gaspar); y éxito en las artes (Pablo) se sacrificó el amor, el orgullo “ridículo,” la pasión y el deseo del estudio. Los personajes de Nuestra parte de noche viven todos como Gaspar al final de la novela con “un corazón exhausto” (667). 

Civilización y barbarie revisitadas. Notas sobre Nuestra parte de noche (2019) de Mariana Enríquez I

Primera parte (bis. p 351)

Nuestra parte de noche de Mariana Enríquez es una novela entre el género de terror y el roman a clef ambientada en los años previos a y durante la dictadura y la transición a la democracia en Argentina (1960-1997). La novela se centra el la familia de Juan Peterson y su hijo Gaspar. Juan es el médium de la Oscuridad, una entidad antigua reverenciada por “La Orden,” un culto transoceánico. La historia de “La Orden” y de la familia de Juan se superpone a la historia nacional: la orden ancla sus orígenes con la llegada den el siglo XIX de capitalistas ingleses a la región del Chaco, Juan es hijo de inmigrantes del norte de Europa llegados a la Argentina en el periodo de la posguerra. Este movimiento que superpone terror e historia es, quizá, una referencia al propio título de la novela, nuestra parte de noche. Desde esta perspectiva, el terror es la parte de noche de la historia, esa parte crepuscular e indecible que aterroriza al discurso histórico, que lo hace temblar, pero desde el cual también se articula. Y Al mismo tiempo, como le dice Juan, agonizando, a su hijo, la parte de noche es el residuo, un resto afectivo “tenés algo mío, te dejé algo mío, ojalá no sea maldito, no sé si puedo dejarte algo que no esté sucio, que no sea oscuro, nuestra parte de noche” (301). En este orden de ideas, la novela, ambiciosamente, revisa momentos terroríficos de la historia argentina del siglo veinte. 

Si bien, la reevaluación de la turbulenta historia de la Argentina en la segunda mitad de siglo veinte ha sido ampliamente revisada, la vuelta de tuerca de Enríquez consiste en de disociar el terror del que muchas veces es el agente de todos los males, el estado. Así, la orden y sus rituales perversos no son una metáfora del estado, pero sí de esa parte también “malévola” en la historia argentina: los capitalistas. Juan, el médium “perfecto,” se casa con Rosario, una descendiente directa de los miembros fundadores de la orden, los Bradford (ingleses acaudalados que expandieron su capital al mudarse a la Argentina). Así, la familia de Juan y Rosario es, en buena medida, el proyecto nacional de las élites “criollas,” ésas que no quedaron dentro de la política de los caudillos, pero sí contribuyeron a la acumulación de capital. De hecho, la novela reformula uno de los temas más fuertes de la literatura nacional argentina: la civilización y la barbarie. Cuando Juan y su hijo visitan las cataratas del Iguazú. El niño le pregunta al padre porque sus abuelos maternos, tan acaudalados, no se construyeron su finca cerca de aquellos parajes, “No se puede, le contestó Juan, es un parque nacional: no es de nadie, es del Estado. ¿Qué es el Estado? Es de todos, no lo puede comprar una familia particular, eso quiere decir” (112). Los bienes “naturales” son de nadie, del estado, y por lo tanto su terror, no siempre es aterrador: Gaspar primero de asusta de la “Garganta del diablo,” la caída del agua, pero luego “se volvió a reír de lo mucho que se habían mojado” (112). Por otra parte, los abuelos de Gaspar, los Bradford, para quienes “el dinero… es un país en sí mismo” (116) mantienen otra relación con bienes similares a las cataratas, el arte (segunda naturaleza). Cuando su hija Rosario, la madre de Gaspar, le pide su pare que done obras de Cándido a los museos nacionales, pues “es robo, esto [los cuadros] es patrimonio, y él respondía que me la vengan a sacar entonces, la puta que los parió, y un carajo se las voy a dar. Rosario fingía indignación, pero Juan podía verle la sonrisa” (118). 

Desde la perspectiva de Nuestra parte de noche la civilización guarda la segunda naturaleza y la barbarie a la primera naturaleza. El asunto es que, en la novela, la barbarie está ya integrada al estado, y esa parte es ya común. Más aún, si el estado está en la “naturaleza” lo bárbaro deja de ser naturaleza, pues lo bárbaro es más cercano a las carnicerías de rituales que la orden realiza: con brazos amputados, sacrificios humanos, tortura y demás. Así pues, no es casualidad que, aunque los espectros también puedan rondar los bosques, en Nuestra parte de noche todo el terror está en las casas, el lugar de la civilización, sobre todo en las casas abandonadas o las casas de los ricos (la casa de Gaspar y Juan en Buenos Aires fue diseñada por los arquitectos O’Farrell y Del Pozo [329] y la finca de los abuelos diseñada a su vez por otros arquitectos de renombre). Si el terror está en las casas, ¿quién puede vivir en la “naturaleza” si ahí mismo es donde el estado, en la dictadura, vacía y desaparece cuerpos? El pasaje de casa a la intemperie y viceversa es también la tragedia argentina del siglo veinte: la transición. De hecho, este es el conflicto de Juan que, cercano a morirse, por órdenes de la “Orden,” debe transferir su conciencia a su hijo, que posee aptitudes de médium también, para continuar con los rituales. Juan se rehúsa y encuentra una manera de “bloquear” los dones de su hijo. Se anula esta transición, pero no se anula el proceso en sí. Al final de la tercera parte “La cosa mala de las casas solas” una amiga de Gaspar es atrapada por una casa abandonada en su barrio. Juan no canceló la transición, la volvió convertible, transformable, transferible. 

Grace Oliver

My aunt, Grace Oliver, died at age 75 in the early morning of Christmas Day.

Born Stephen Beasley-Murray, her reinvention and transition from Stephen to Grace, and from Beasley-Murray to Oliver, was a journey that lasted most of a lifetime.

Throughout their seventy-five years, Stephen/Grace was curious and prepared to follow their curiosity and desire, sometimes whatever the cost, for them or for others.

Stephen grew up in South London, but went to university (to study sciences) in Liverpool in the early 1970s. He stayed on in the city, working with social services and the Anglican church, under the aegis of former cricketer turned left-wing bishop, David Sheppard.

I think that his time in pre-Thatcherite Liverpool, combining religious vocation with practical work for social justice, was a golden period for him, to which he would often look back with nostalgia, and even try to recreate.

But something went wrong, and he left for the United States, where his parents (my grandparents) were living in Louisville, Kentucky. There he enrolled in graduate work at the Southern Seminary, where he wrote a PhD dissertation on the “metaphysics of the sacred.”

It was also in Kentucky where he met his first wife, Angela (Angie), with whom he had three children (Mark, Philip, and Amanda), and with whom he later travelled, as a Northern Baptist missionary, to live and work in Hong Kong.

Missionary life did not agree with him, however, not least its fundamental premise that “we” in the West had more to teach “them” in the East than they had to teach us. He and Angie withdrew from the mission and settled in New Haven, Connecticut, where Steve became a secondary-school teacher.

By this time, he was increasingly radical. He joined the Communist Party of the USA and began explorations in Wicca beliefs and practices. When he also started experimenting in naturism, I would refer to him as my “nudist, Communist, witch” uncle.

Steve and Angie split up, very acrimoniously, and he moved to Texas with Charlotte Oliver, who became his second wife. He took her name in the marriage. In Texas, he taught philosophy in various colleges and universities.

A decade or so ago, on his retirement, Steve and Charlotte moved to Liverpool where they lived in a small housing-association property, and once more became involved with Liverpool Parish Church, as well as with the Society of Friends (Quakers). They joined the Labour Party, and were fervent supporters of Jeremy Corbyn. They had a caravan in a naturist park in Cheshire.

At some point, Steve began questioning issues of sexuality and gender identity, and started living as Grace. A couple of years ago, they underwent gender-reassignment surgery.

Perhaps Grace finally found the peace and fulfillment that, I fear, Stephen seldom or never did. Indeed, I may be wrong, but my feeling is that Stephen Beasley-Murray was not often happy. I never met him as Grace, but hear that Grace seemed much happier and more relaxed than Stephen had ever been.