El delirio de Turing (2003) de Edmundo Paz Soldán, además de ser una novela de ciberpunk, es un texto preocupado por el impacto de los procesos políticos neoliberales en Bolivia. Más aún, el texto también es una reflexión sobre la responsabilidad de asumir una identidad. La novela se centra en Miguel Sáenz un burócrata que trabaja en la cámara negra, un dispositivo inventado por el gobierno de Bolivia para dar persecución en la web a la oposición. En su vida burocrática, este personaje se convierte en Turing, un analista de mensajes. Dentro de la cámara negra, Sáenz deja de existir y Turing emerge como un exitoso, pero ahora en decadencia, analista.
El desdoblamiento de Miguel Sáenz al entrar a la cámara negra no es un cambio radical, Turing y Sáenz no son personas distintas. Por otra parte, la novela parece sugerir que ciertos dispositivos como la red (para Flavia y Kandinsky) y la caja negra (para Sáenz); o experiencias como vivir en el extranjero (para Ramírez Graham y Albert) ofrecen devenires para quienes viven en estos mundos. No obstante, Sáenz no deja de ser padre y esposo cuando es Turing, por más que pretenda lo contrario. Incluso el narrador en segunda persona deja ver que cuando se narra a Turing más nos enteramos de la vida de Miguel Sáenz, de sus pensamientos y deseos. Turing no sirve a la narrativa como un agente que “decodifica” a Sáenz, sino como un pliegue que le permite a Sáenz marcar distancia, pretendidamente, con sus deseos más íntimos, “sus labios se acercaron. Intentaste desprenderte de ti mismo, abstraerte de esos instantes, verte desde lejos como si fuera otro el que estaba en el subsuelo con Albert. Pero descubriste que no querías alejarte del todo” (128). Ese pliegue, llamado Turing, es parte integral de Sáenz. Así, los deseos de Turing son los de Sáenz y viceversa. El deseo se corta, pero continúa. El delirio no es de Turing, es de Miguel Sáenz, e igualmente es el delirio de uno mismo y la responsabilidad de la identidad individual.
La web e interfaces de redes sociales que ofrecen “mostrarnos” al mundo de forma “auténtica” o “diferente” de lo que en realidad somos no hacen sino plegar nuestra superficial y frágil identidad. En la novela, por mucho que Turing pliegue a Sáenz, siempre recaemos en la mediocre vida en “el mundo real” del segundo. Esto sucede principalmente porque Sáenz cree que su pliegue es otro distinto de él. Por otra parte, ¿cómo habría de haber vivido el personaje Flavia luego del acoso de su padre sin plegarse? Flavia da cuenta de otro tipo de pliegue, uno que no esconde la mediocridad de su vida, pero tampoco la resuelve, porque como se dice sobre el acoso de Flavia, ella “siempre supo qué había ocurrido, pero se había negado a procesar la información y lidiar con ella” (135). Entonces, si plegarse es inevitable, lo último que nos queda es un cinismo responsable y consciente como el de Flavia. La confrontación de Flavia con su padre sucederá más pronto que tarde y vendrán otros pliegues. El pliegue puede ayudar a la vida (como con Flavia), pero también el pliegue es un engaño, una falta de responsabilidad y compromiso (Sáenz) y a su vez sin la tensión del pliegue no hay vida, ni narración. ¿Hay, entonces, que desechar todo intento de lectura profunda y buscar (des)doblar la superficie en que vivimos y que leemos?