Mitad del cuento, atisbo otro. Notas sobre La cena (2006) de César Aira

La cena (2006) de César Aira pudiera ser corolario de otra de sus novelas. Mientras esto no sorprende, pues lo mismo se podría decir de buena parte de la obra de Aira, sí lo hace el tono sombrío y lacónico del relato. La cena cuenta la historia de un narrador deprimido, lleva ya siete años sin trabajo y se ha mudado al departamento de su madre en Pringles. Aunque la madre no hace sino amarlo, el narrador se siente fracasado. Así que, a miedo de dejar pasar su última oportunidad de alcanzar el éxito, el narrador lleva a su madre a cenar a casa de su único amigo, un tipo solitario pero sociable. Luego de la cena y de que madre y anfitrión entablaran una amable conversación, pues ambos tenían algo en común —la “pasión por los nombres” (pos. 6118)—, el amigo del narrador alarga la velada y les muestra a sus huéspedes una serie de juguetes viejos. La madre del narrador no soporta la exhibición, y es que madre y amigo “sólo se entendían cuando pronunciaban nombres (apellidos) del pueblo; en todo lo demás, ella se retraía enérgicamente” (pos. 6228). Después, el narrador regresa a casa con su madre y se pone a ver por la televisión un programa en vivo en el que se da seguimiento a un evento terrorífico local: cadáveres que se levantan de sus tumbas para succionar las endorfinas del cerebro de los habitantes del pueblo. La desgracia, que no logra sacar al narrador de su depresión y pasmo, dura poco. Finalmente, el narrador, al visitar al día siguiente a su amigo para proponerle formalmente su idea de negocios, se da cuenta de que la desgracia televisada no fue sino un “mal” programa de televisión, un refrito que ahora recibe los elocuentes comentarios de su amigo, para quien ese negocio televisivo debe cambiar, pues “la prosa de los negocios tiene que expresarse en la poesía de la vida” (pos. 7157). 

Mientras que la narración del programa de televisión concentra la mayor parte del relato, el meollo (o uno de los meollos) de la narrativa es la depresión del narrador y su fascinación por los juguetes antiguos que su amigo le mostrara el día de la cena. El narrador queda maravillado cuando ve el primer juguete de su anfitrión. “Era un verdadero milagro de la mecánica de precisión, si se tiene en cuenta que esas manitos de porcelana articulada no medían más de cinco milímetros” (pos. 6202). En cierto sentido, el juguete, como tantos objetos en la obra de Aira tiene un carácter atuorreferencial respecto a la novela en sí. Es decir, como el amigo guarda un montón de objetos inútiles pero “milagros de una mecánica precisa”, así también el mercado literario guarda las novelas de César Aira, obras de precisión milagrosa, pero que a los ojos de otros observadores, como los de la madre del narrador, no son más que objetos inútiles y chatarras, juegos de niños. Los juguetes, como las novelas del autor del relato, son objetos que se presentan en forma precisa y pura, hasta que uno empieza a ver que sucede otra cosa. A cambios de velocidad y fuerza la forma se expresa. Cuando el juguete en cuestión, el de las miguitas imaginarias, termina su funcionamiento, el narrador observa que tal vez “Los autores del juguete debían de haber querido significar la cercanía de la muerte de la anciana. Lo que me hizo pensar que toda la escena estaba representando una historia; hasta ese momento me había limitado a admirar el arte prodigioso de la máquina, sin preguntarme por su significado” (6206). El asunto es que ni la madre ni el anfitrión se esfuerzan en entender la “narración” del juguete, para la primera es una pérdida de tiempo y para el segundo es sólo un derroche de forma. 

El enredo que se teje entre las perspectivas del narrador, su madre y su amigo pone a unos en concordancia y a otros en discordia. La concordancia no puede englobar a las tres partes. Mientras que el amigo y la madre viven fascinados por los nombres (apellidos) que saben, el narrador no comparte esta emoción. Igualmente, a la vez que el narrador y el amigo tienen una fascinación similar por los juguetes y demás objetos lujosos —pero inútiles—, la madre del narrador no puede verle nada de especial a esos cachivaches. Aunado a esto, el narrador queda fuera de cualquier lugar de concordancia, pues ni los remedios del amigo (reformar la forma en que la televisión en Pringles trabaja, para expresar “la prosa de los negocios tiene que expresarse en la poesía de la vida” [pos. [7157]), ni las desconfianzas y preocupaciones de la madre sobre el futuro de su hijo, lo sacan del pasmo y tedio en el que vive.

Si a la mesa de una cena se sentaran arte, estado y mercado, éste último, al menos para nuestros días, sería el anfitrión. Mientras estado y mercado se atragantan de nombres para verificar sus narraciones, el arte no hace sino ver que, como el narrador al escuchar las razones por las que su madre desconfía de su amigo, “los nombres hacían verosímil la historia, aunque sobre mí provocaban más efecto de admiración que de verificación” (6347). El arte puede ver la verdad, pero no verificarla. No es su “deber”, pues la verificación y —en cierto sentido también— la verosimilitud pertenecen a un tiempo muerto, como el de la televisión y el programa que registra la catástrofe de los muertos vivientes y su resolución. Si al día siguiente de la cena, el estado, como la madre, queda con el estómago revuelto, y el mercado con las últimas palabras que no rehabilitan al arte, entonces, no habría más que la estetización de la máquina y el sistema como triunfo de un totalitarismo que sabe del pésimo, pero eficiente, funcionamiento de las viejas formas de narrar la vida cotidiana (como el programa sobre los muertos vivientes). No obstante, si la última palabra la tiene el mercado, su prosa de negocios no es más que una narración mal contada, pues como al amigo del narrador, al mercado “se le mezclaban los episodios, dejaba efectos sin causa, causas sin efecto, se salteaba partes importantes, dejaba un cuento por la mitad” (pos. 6076). En esa mitad que se abre al final de las últimas palabras del mercado, la poesía de la expresión abre camino para otra vida y su trabajo.

Notas a Esferas II (2004) de Peter Sloterdijk

Capítulo 3

Si el fuego puede, al menos para Sloterdijk, asegurar la transferencia de solidaridades dentro de un espacio primigenio de inmunidad para las masas —dígase la aldea, la tribu—, el fuego también es vulnerable. Cuando la catástrofe natural aniquila a la aldea, las cenizas no son siquiera resto. La clave para sobrevivir a las desgracias estaría, entonces, en la sublimación del fuego y del agua, del calor y del frío. Un arca, sea la de Noé o la de cualquier mito, es un signo que da inmunidad y cobijo, es la condición de salvación y supervivencia. Para vencer a la catástrofe no hay sino que dejar la esfera primaria y expandirse en la técnica: armar a fuego, sudor y agua un casco protector. Para Sloterdijk, la idea de “arca” tiene una fuerte relación con la aparición de las primeras grandes metrópolis de la antigüedad (Nínive, Babilonia, Ur), pues sólo las arcas están destinadas a ser la prueba de que el suelo del ser puede darse por el ser mismo sin su yo-estar-en-el-mundo. “El arca no es tanto una estructura material cuanto una forma simbólica de cobijo de la vida rescatada, un receptáculo de esperanza” (289). Como los círculos alrededor del fuego inauguran los primeros asentamientos humanos (capítulo 2) luego del crimen originario que sacrifica a lo indeseable del centro (capítulo 1), así también la formación esferológica del arca comienza un nuevo capítulo de la macroesferológica de los seres humanos. 

El dilema de cualquier arca, como el de cualquier ciudad, es el mismo que el de la inclusión. Es decir, “en todos los fantasmas-arca se afirma como una imperiosidad sagrada la selección de los pocos; muchos son los llamados, pocos los que se embarcan” (295). Por consiguiente, se vuelve transparente que a la fiesta del fuego no todos son invitados. Todos sabrán de las danzas alrededor del templo, pero sólo unos pocos verán el desfile de brazos, caderas y pies. Como una ciudad, las arcas manifiestan que su razón de ser radica en una paradoja: “sólo si no entran todos, entran todos; pero si entran todos, no entran todos” (298). Los pocos, los elegidos, los que habrán de salvar, deben excluir para después erigir un milagro. No obstante, ciudades y arcas se diferencian. Mientras las segundas se entregan al impredecible devenir de la catástrofe, las primeras se empecinan obstinadamente a la superficie y también, de cierta manera, a inmunizarse en la llanura de otra imprevisibilidad, sea la del desierto, o la de la estepa. 

Las ciudades antiguas no son testimonios de megalomanías. Ni tampoco sitios de pecado, como las verían aquellos que recién salen de sus arcas. Para Sloterdijk, las ciudades antiguas sólo pueden sentirse “por una angustia especial iniciática” (302), un puente entre lo anterior y lo “de ahora”. Esa angustia es, a su vez, “un éxtasis que produce la sensación de seguridad y cobijo” (302). Habría, entonces, una guerra de afectos frente a los grandes muros de ciudades como las mesopotámicas: 1) asombro y seguridad, para los que viven dentro de los muros; 2) angustia, para los que piensan y saben que fuera del confort no existe nada; 3) recelo y fascinación, para aquellos que deambulan en el desierto y que, aunque saben del confort que hay del otro lado de los muros, no hacen sino pedirle a su dios que castigue a aquellos que se ufanan con alcanzarlo en obras (torres, murallas, estelas). Si el arca es el útero de la madre que nos vuelve a tragar para cargarnos y llevarnos hasta que termine la tormenta, la ciudad será la prostituta, que “está ahí para encandilar miradas, elevar miradas, humillar miradas” (303), un cuerpo que tiene que dejarlo ver todo y a la vez garantizar “el buen ambiente” y “la prosperidad del negocio”, de la mano siempre de una “seguridad con confort”. Mientras la madre sólo nos puede tragar para reconfortarnos, la prostituta promete reparación, como la que tuvo el espíritu del escritor José María Arguedas meses antes de su suicidio.

A diferencia de los círculos alrededor del fuego, las ciudades antiguas ahora se preocuparán por hacer visible y evidente que el calor del centro llega hasta los límites del inmenso poblado. Las grandes murallas no son delirios de paranoia ni nomos de la tierra para la mirada de los enemigos. Antes bien, son cuerpos que “ayudan a los habitantes de la ciudad en su intento de superar la inflamación anímica que les ha causado la asimilación interior del gran espacio” (342). Es decir, si ya todo lo que se puede se quiere y todo lo que se quiere se puede dentro de estas antiguas megalópolis, las murallas se convirtieron en la demostración para las masas de que esos muros son “receptáculos de funciones autorreceptivas” (344). Es decir, cualquiera se podía ver seguro en el sólido muro. La muralla era el retrato de perfil del centro. Con los muros, tanto las masas como los líderes encontraron que era posible “edificar un gran mundo como mundo propio e interior autoincubante” (352). Si el gemelo primigenio, muerto en el parto, nos había dejado solos en el mundo, el proyecto de las viejas megalópolis era hacerle justicia a los abandonados. Por otra parte, estos experimentos morfológicos sólo han cambiado para confundir la megalomanía, la paranoia y la inmunidad que brindan los muros. Hoy, en el mejor de los casos, una muralla es eso, confusión. A su vez, como se vio en estos primeros días del año, con la espectacular y risible alternancia democrática estadounidense, queda más que nunca evidente que los delirios de quienes construyen murallas están dictados para la incubación de lo “superior”. Sólo era posible “Make America Great Again” con muro que incubara, muro que hoy día ya ha sido detenido. Tal vez el loco tenía más de profeta babilónico que de tonto, pues hoy son más quienes aseguran que el mundo está mejor.

La distracción y el vuelo. Notas sobre Las conversaciones (2006) de César Aira

Las notas son a partir de la edición Diez novelas de César Aira (2019) de Literatura Random House

¿A quién leemos cuando leemos una historia? Por vana que sea la pregunta, el viejo tema sobre “la identidad del narrador”, de aquella voz que enuncia, es siempre un tema intrincado. No es que se trate, solamente, de distinguir los niveles narrativos, las voces y las diferencias entre narrador, autor, voz e instancia enunciativa. Más bien, sucede que cuando leemos novelas como Las conversaciones (2006), de César Aira, estos elementos se confunden entre sí y se vuelve difícil ubicar hasta el lugar desde donde se cuenta la historia. En el monólogo que inaugura la novela, se dice que “Ya no sé si duermo o no. Si duermo, es por afuera del sueño, en ese anillo de asteroides de hielo en constante movimiento que rodea el vacío oscuro e inmóvil del olvido. Es como si no entrar nunca a ese hueco de tinieblas […] No pierdo la conciencia. Sigo conmigo. Me acompaña el pensamiento. Tampoco sé si es un pensamiento distinto al de la vigilia plena; en todo caso, se le parece mucho” (pos. 1562). Esa voz que abre la novela se ubica entre un espacio que difícilmente diferencia entre el mundo onírico, la memoria, el pensamiento y la escritura. “Así se me va la noche”, afirma la misma voz. Después, nos enteramos de que quien escribe se entretiene recordando conversaciones con sus amigos, conversaciones que, de la palabra hablada, pasan a la memoria, luego a la ensoñación y finalmente a la novela que leemos. 

Conversaciones no es sólo un ejercicio que arriesga la estructura convencional de una novela. En el texto no sólo se experimenta, reflexiona e improvisa sobre los alcances del género, sino que también se cuenta algo. La anécdota del relato es simple: el registro de una de las conversaciones que “el narrador” del relato tiene con un amigo a propósito de una película transmitida por televisiónEsos amigos, la voz que abre la narración y “un otro”, son hombres de cultura, seres cuyos días consisten en pasarlo “en compañía de Hegel, Dostoievski” (pos. 1603), pero que también a veces, irremediablemente, consumen y son consumidos por el cristalino resplandor de la televisión. El desdén con el que se empieza a hablar sobre la película que ambos amigos vieran anuncia que los hombres cultos no tendrían por qué hablar del entretenimiento de masas, pues “esas producciones estereotipadas de Hollywood se adivinan a partir de una secuencia o dos, como los paleontólogos reconstruyen un dinosaurio a partir de una sola vértebra” (pos. 1607). El problema es que ni todas las películas hollywoodenses, ni todas las conversaciones son como la parte mínima y esencial que permite construir un todo, como la vértebra del dinosaurio. 

Lo simple no es lo simplificado, ni lo común es lo ordinario. O más bien, el sentido común de las formas dadas, sean de la conversación o del cine, es más complejo de lo que se piensa. Los dos amigos discuten en diferentes sus desencontradas opiniones. La película, ese objeto común, banal, desabrido y espectacular, los desconcierta. El momento que desata el desacuerdo entre los amigos es la aparición “descuidada” de un reloj rolex en la muñeca de un pastor ucraniano, el personaje principal del filme. Acto seguido, los amigos se centrarán en discutir los límites de la ficción en relación con la realidad. Así, son mencionados errores de verosimilitud, diferencias radicales entre ficción y realidad, niveles narrativos, historias insertadas, contexto socioculturales que explican las motivaciones del filme y hasta la proyección psicológica del “narrador principal del relato” —pues él desde siempre ha querido un reloj rolex. Todos estos elementos sirven al análisis, pero los conversadores no llegan a un acuerdo. Sin saberlo, los amigos en realidad están repitiendo la forma misma de la película, pues ésta logra condensar muchos temas y motivos pero de una forma acelerada y fragmentada (pos. 2368-9). De este modo, lo que se analiza no es la película, sino la forma en que la película es vista, esto es la forma en que se enuncia (la enunciación enunciva): los mecanismos de la televisión. 

Frente a la televisión, ni ante ningún medio, uno no es uno mismo, y paradójicamente, uno es más uno mismo. Como se dice en la novela, frente a la televisión “una parte de la conciencia se mantenía afuera, contemplando el juego de ficción y realidad, y entonces lo que era inevitable era que surgiera una consideración crítica” (pos. 2294). Ver cine por televisión “dejaba de ser un sueño que uno soñaba y se volvía el sueño que estaban soñando otros” (pos. 2296). Lo que pone en juego la narración de Aira, como la televisión, es la forma en que las cosas pasan y uno se puede dar el lujo de seguir siendo parte del proceso y a la vez estar distraído. Esto es que, como los amigos de la novela, nuestra atención frente a los medios siempre está en otra parte. La película, ambos amigos, la ven a medias, la atención de los dos había sido parcial, y aún así tenían los elementos para conversar e intercambiar ideas.

Estar frente la pantalla es dejarse ir para que la realidad siga y uno forme parte de ella a pedazos. Al final, los dos amigos se dan cuenta que ambos perdieron partes esenciales de la película, el narrador afirma “No habría caído en la confusión si me hubiera concentrado debidamente, pero uno no se concentra en esa clase de pasatiempos” (pos. 2430). Un simple artificio confundió a los amigos y aunque la realidad, a diferencia de la ficción, “no tenía niveles” (2454), muy probablemente la ficción tampoco. Darle niveles a la realidad es darle falsos problemas, igualmente a las narrativas artísticas. Por otra parte, darle análisis a la realidad o a las ficciones, aunque parezcan nuevos niveles —y por tanto falsos problemas—, es nuestra única forma de darle frente a cualquier producto cultural, pues frente a estos uno se encuentra con la marabunta del mercado. Sólo por la conversación, y el intercambio de desacuerdos y análisis, eso que era laberinto se convierte en meseta. Hablar a/con un otro, tan radical en su otredad como uno en su mismidad, sobre un tercero, ese producto que dispersa y fragmenta, sea el cine o la literatura, puede convertirse en otra cosa, ya no una conexión de flujos y escrituras monetarias, sino una constelación de palabras, de pensamientos, luciérnagas que en la noche del narrador y del pensamiento, se convierten en “insectos de oro, mensajeras de la amistad, del saber, más alto, más alto, hasta las zonas de cielo donde el día se volvía noche y la realidad sueño, palabras Reinas en su vuelo nupcial, siempre más alto hasta consumar sus bodas al fin con la cima del mundo” (pos. 2499). En la cima del mundo, la inmensidad absoluta eleva a las palabras, su vuelo es admirable, pero si no regresan a la tierra y sólo se elevan sin cesar, irán probablemente a parar al olvido, a ese hueco rodeado de recuerdos gélidos, desde donde la primera voz narrativa comenzara su relato.

Lujosa inutilidad. Notas sobre Baile con serpientes (1995) de Horacio Castellanos Moya

En dos días, un ocioso y desempleado egresado de sociología se convierte en el hombre más buscado de todo El Salvador. Contada en cuatro partes, Baile con serpientes (1995), de Horacio Castellanos Moya, cuenta la historia de Jacinto Bustillo desde la perspectiva de un sociólogo desempleado, un policía y una reportera. Luego de que un viejo y ruinoso Chevrolet amarillo se posicione frente a la tienda del barrio donde vive el narrador principal, el sociólogo, la vida de este personaje cambiará vertiginosamente. La llegada de la carcacha y su rotoso y taciturno conductor atraen la atención del desocupado narrador. Una vida “sin posibilidades reales de conseguir trabajo en estos nuevos tiempos” y el hecho de que, como afirma el narrador, la sociología no servía “para nada en lo relativo a la consecución de un empleo, pues había una sobreoferta de profesores, las empresas no necesitaban sociólogos y la política —último terreno en que hubiera podido aplicar mis conocimientos— era un oficio ajeno a mis virtudes” (pos. 15), se combinan como ingredientes para que el sociólogo desempleado comience su trabajo de campo con el “extraño visitante”. Por otra parte, salvo el narrador, nadie más parece tener especial simpatía por el rotoso viejo del Chevrolet amarillo. 

Luego de varios días de intentar entablar una conversación, el narrador finalmente triunfa en “su trabajo de campo”, y el extraño visitante revela su nombre, oficio, hábitos y vicios. Jacinto Bustillo, antes de ser un viejo sucio y errante, era contador. Ahora el excontador se dedica a recolectar objetos inútiles (pos. 60), revenderlos, comprar botellas de aguardiente y trasnochar en su destartalado automóvil. Después de que el narrador se gane la confianza de “su informante” y lo acompañe todo un día, un evento sórdido disloca la narración. Jacinto es mordido en su miembro por otro zarrapastroso llamado Coco. Jacinto apuñala a Coco con una botella rota y después, el narrador, que atestigua toda la escena, degüella a Jacinto. Con este evento el narrador deja de ser el desempleado sociólogo y se convierte en Jacinto. Se adueña así del Chevrolet amarillo, donde Jacinto guarda documentos sobre su pasado y además donde moran cuatro serpientes parlantes y lujuriosas.

La nueva vida del narrador consiste en vengarse de quienes arruinaron al excontador. Si la sociología no puede darle revancha a los desposeídos, un sociópata tal vez sí. De tal manera, el narrador y las serpientes emprenden una destructiva vida. Pronto, toda la ciudad se aterroriza. Así, la policía desde la perspectiva del subcomisionado Handal, que sólo quisiera terminar con esa historia sin entregarse a la paranoia, esquizofrenia y la histeria colectiva, intenta atrapar a un escurridizo sociópata a la vez de lidiar con las ansias de la prensa por la exclusividad de la incendiaria noticia. Conforme las serpientes y “el nuevo” Jacinto van esparciendo el pánico luego de sus atroces matanzas, Rita, la principal reportera del diario Ocho Columnas, se ve presa de un ataque colectivo de pánico. La reportera cree ver el automóvil de Jacinto afuera de la casa del presidente y las autoridades reaccionan de la peor manera: con un espectáculo de balas gastadas. Rita se ve en el ojo del huracán, pero es incapaz de escribir un artículo “en primera persona, confesar su terror ante el auto equivocado, relatar el desbarajuste que su confusión causó en la casona. Las dos cuartillas contienen apenas un recuento de los hechos relativos a la evacuación del presidente” (pos. 682). Como los objetos inútiles que recolectaba el Jacinto auténtico, la vida de todos los personajes es un despliegue lujoso de inutilidad: de hacer valiosa la sociología, de resolver un caso absurdo sin recurrir al espectacular ejercicio de la fuerza y de poder escribir un testimonio fidedigno que no exponga también las carencias y fallas de aquellas manos que teclean. 

El terror del nuevo Jacinto y sus serpientes asesinas no tiene explicación pero sí comparación. Toda la gente muy rápidamente comienza a recordar los pasados años de guerra y con ello las diversas formas en que la violencia era leída e interpretada. El despliegue de violencia excesiva del estado, como en otros tiempos, esquilma el terreno, pero también propulsa fugas. El narrador escapa con sus serpientes, pero al final éste se separa de ellas, “Caminaba tambaleándome, como si estuviera totalmente borracho, para despistar a los transeúntes que iban alarmados hacia sus casas, porque semejante estruendo recordaba los aciagos días de la guerra” (908). De regreso a su barrio, el narrador recuerda que como devino el viejo Jacinto en sólo unos días, también puede volver a ser aquel que él fue en unos instantes. Como si la violencia fuera el alcohol en una noche de farra, El Salvador de la posguerra en el modelo neoliberal habrá de acostumbrarse a la intoxicación y el exceso del orgiástico libre mercado, que inutiliza la fuerza laboral, intelectual, y se excita con los motores de los afectos, en los excesos orgiásticos del caos.