Miedo al vacío conservadurismo, y lo que se escapa del “nuevo sueño americano” en Everything Everywhere All at Once (2022)

Al menos dos de los detonantes de la trama de Everything Everywhere All at Once (2022), escrita y dirigida por Dan Kwan y Daniel Scheinert, coinciden en un mismo imaginario: la tormentosa y a veces placentera vida en los Estados Unidos de una familia migrante. Ya sea por el engorroso pago de impuestos al que se enfrenta la familia de Evelyn, o por la peculiar, pero común, historia de su familia, Everything es una película que se preocupa de aquello que alguna vez se llamara “sueño americano.” Al mismo tiempo, la película pareciera sugerir, desde su inicio, que ese sueño siempre fue eso nada más, algo irreal y que sólo podía pasar mientras se duerme, o con base en una serie de supuestos científico-metafísicos sobre la existencia de multiversos. De hecho, el multiverso, en sí, es quizá la mejor analogía para entender lo que el sueño americano significaba. Esto es, si la idea de multiverso, de forma muy escueta, depende de la coexistencia e interrelación de diferentes líneas temporales todas engarzadas bajo la divergencia que el acto más azaroso y más consciente, a la vez, puedan generar, el sueño americano, como promesa, era el multiverso en sí. El multiverso es como la fantasía del sueño americano, cualquier migrante puede soñar con tener una vida mejor y diferente, todo depende de suerte, del azar y de la decisión. 

Dividida en tres partes, “Everything,” “Everywhere,” y “All At Once,” la película se centra en la historia de la familia Wang, migrantes de una región china en la que se habla cantonés, en los Estados Unidos. La película inicia con Evelyn sumergida en el papeleo de una auditoría fiscal, pues su negocio familiar, una lavandería, se ve en problemas de impuestos. El mismo día de la auditoría, ella y su esposo, Waymond, planean la fiesta de cumpleaños del padre de Evelyn, Gong Gong, un viejo conservador. Como colofón, Evelyn y su hija, Joy, tienen una complicada y conflictiva relación: la madre no acepta la orientación sexual de su hija ni sus gustos. La vida de Evelyn está sobrecargada. Todo está en un terrible punto de tensión. Todo está por reventar. La relación con su padre está en el abismo, el viejo le guarda rencor y recelo desde que dejó su pueblo natal para irse con Waymond a Estados Unidos. Waymond planea divorciarse de Evelyn porque no se siente feliz y siente a su esposa distante de él. El negocio está por ser clausurado pues las faltas fiscales son irremediables. Y Joy está por irse de su casa y alejarse por completo de sus padres. Evelyn es la que mantiene todo unido, pero también por la que todo podría desintegrarse. Por otra parte, esta tensión extrema no es única para Evelyn. Desde momentos tempranos en el filme, se sugiere que un tiempo alterno en el multiverso comienza a minar el tiempo de Evelyn. En el edificio fiscal todo se revela cuando un Waymond (Alfa) de otro universo se posesiona del Waymond del universo de Evelyn. El Waymond Alfa le explica a Evelyn la terrible situación a la que se enfrentan: Jobu Tupaki, un ser capaz de estar en cualquier parte en cualquier momento y desafiar todas las reglas de todo el multiverso, quiere exterminar a Evelyn y llevar al multiverso a su aniquilación. Conforme progresa la narración, se revela que Jobu Tupaki es la hija de la Evelyn del universo del Waymond Alfa. Al exigirle tanto a su hija, Evelyn la conviritó en Jobu Tupaki. El resentimiento de Joy hacia su madre, en este sentido, es una explosión de afectos que derivan en el nihilismo. La resolución de la película para este problema consiste, entonces, en la construcción de una respuesta empática por parte de Evelyn hacia su hija. Esto es, Evelyn debe reafirmar su condición como madre para poder sanar las heridas que ha hecho a su hija. Everything es una película sobre la posibilidad de reconciliarse con la familia, con el pasado y el futuro de una tradición. 

La película de Kwan y Scheinert contrapone así dos formas de enfrentarse a un mismo problema. Por una parte está el nihilismo de entregarse al vacío y desaparecer, y por otra parte está la posibilidad de subsanar los errores, de ver el vacío y tratar de mejorar la situación propia. Así, el nihilismo y la responsabilidad por la existencia propia son dos formas de enfrentarse ante la disolución del sueño americano. No es gratuito que el filme regrese constantemente a la montaña de papeles a la que se enfrentan Evelyn y su familia. Esa montaña de papeles son los fragmentos de un orden económico y político que intenta capturar la vitalidad de migrantes como los Wang. Si el sueño americano consistía en abrir la posibilidad de poder ser y hacer lo que uno quisiera, siempre y cuando uno trabajara siguiendo las reglas del juego americano (pagando impuestos, integrándose a la comunidad, etc), en Everything el sueño americano no es sino papeles que constriñen la vida. Cuando Evelyn va con su esposo y su padre a la oficina de la agente fiscal, Deirdre, ésta le reclama la cantidad de gastos imposibles de cuadricular dentro del esquema fiscal de una lavandería. Esto es, Deirdre no se explica cómo puede ser justificable que la lavandería compre una máquina de karaoke, y otros objetos más que guardan una relación con las pasiones creativas de los miembros de la familia. Igualmente, Deirdre le reclama a Evelyn por no haber llevado a su hija “que habla inglés,” para que ella pueda traducirle todo y darse a entender mejor. El sueño americano, entonces, está condicionado por el cumplimiento de deberes fiscales, manejo de inglés, y conformidad con el trabajo que a cada uno le toca hacer. 

Por la cantidad de personajes que intervienen en la película, uno esperaría que cada uno tuviera alguna relevancia dentro de la trama principal, pero no es así. Cada personaje que se agrega a la historia existe sólo para demostrar que, como Evelyn, ellos también tienen otras personalidades en diversos universos, todos han sido y pueden ser lo que quieran, desde rocas hasta piñatas, cocineros, maestras de kung-fu, actores, etc. Justamente, esta es una falsa diversidad, pues todos los personajes, salvo los miembros de la familia Wang y la agente fiscal, son meros avatares desechables para el filme, son personajes que sirven para reafirmar los roles tradicionales de la familia Wang. En este sentido, todos los personajes son los personajes del sueño americano, seres desechables en una trama que no les pertenece. Al final de la película, cuando Evelyn se reconcilia con todos los miembros de su familia, también se reconcilia con la agente fiscal Deirdre. De regreso a la oficina de ésta, la familia está ahora completa. Deirdre les anuncia que han hecho todo bien, pero que aún han fallado, hay un pequeño error aún. La reestructuración de la familia Wang es un gesto conservador, pues cada uno vuelve a su rol tradicional. Esto a su vez permite rearticular de nuevo el sueño americano. Ante el miedo al vacío de una existencia en la que todo es posible, hay que salvar a la familia para volver a convivir bien con el orden, para volver al sueño americano. Esta parece ser la lección principal de la película. Sin embargo, mientras que el filme sugiere que el vitalismo migrante ha sido de nuevo capturado en la fantasía norteamericana, como queda claro en la secuencia que inaugura los créditos finales —en la que aparece el nombre en caracteres del filme y luego sobre éstos caen como barrotes el nombre en inglés de la película—, también hay una fuga. El error que han hecho los Wang en el papeleo al final de la película es una línea de fuga ante su nueva captura. Así los Wang escapan al nuevo sueño americano. De hecho, en la última secuencia narrativa de la película, Evelyn se ve distraída, soñando despierta, ignorando las palabras de Deirdre. A la vez que el vitalismo de su familia ha sido capturado de nuevo, la distracción de Evelyn y el nuevo error en su declaración de impuestos la dejan soñar ahora a ella, y ese sueño se escapa del filme y del papeleo. 

Exceso y cuerpo. Notas sobre Crimes of The Future (2022) de David Cronenberg

Contrario a lo que pudiera pensarse, Crimes of The Future (2021) de David Cronenberg no es una película sobre la humanidad, o aquello que llamamos humano. La película, que lleva el mismo nombre de una película 1970 del mismo autor, cuenta la historia de una pareja de artistas de performance en el futuro. Crimes of The Future es, desde cierta perspectiva, una distopía: la gente ha perdido la capacidad de sentir dolor y, como le dice Timlin (Kristen Stewart) a Saul Tenser (Vigo Mortensen) la cirugía —y el dolor— son el nuevo sexo. El performance de Saul Tenser y Caprice (Léa Seydoux) consiste en la extirpación en vivo de órganos, previamente tatuados, que el propio Tenser genera en su cuerpo como consecuencia creativa de sus sueños. Es decir, los sueños de Tenser se vuelven órganos sin función aparente en su cuerpo. Si bien, el mundo en el que viven Tenser y Caprice es distópico, por el hecho de que el dolor ya sea irreconocible en el cuerpo de la gente, la película, más bien, apuesta por una ciencia ficción thriller sobrecargada de ironía, con ciertas notas de humor negro. De tal forma, Crimes contrapone cuerpos insensibles al dolor con los cuerpos de nuestra sociedad contemporánea, hastiados de placer, narcotizados e insensibles, quizá, al goce. 

En la película nunca se hace mención precisa a las condiciones sociales que imperan. De hecho, simplemente se entiende que los grupos políticos del poder, como “New Vice,” están apenas conformándose luego de un cataclismo mayor. Si las cosas están en orden, aparentemente, esto es gracias a que todos los personajes viven en un ruinoso lujo. Los edificios, casi ruinas, del filme están habitados por artistas, burócratas, doctores, y demás profesionistas que se dan, en ocasiones, el lujo de tener máquinas que los asisten en las tareas más elementales, como dormir y comer. La corporación “LifeFormWare,” encargada de la producción y mantenimiento de estas máquinas, es la única institución que parece haber sobrevivido al cataclismo. De hecho, su influencia en el filme es más operativa y pragmática que el rol de “New Vice,” una suerte de organización estatal, o simplemente policial, representada por del detective Cope y los archivistas de órganos, Timlin y Wippet. Igualmente, está un grupo de rebeldes “come-plástico,” gente que se ha modificado los órganos para poder alimentarse de barras de plástico sintético. Y como colofón, están los espectadores y los artistas. Todos estos personajes dependen en mayor o menor medida de “New Vice” y de “LifeFormWare.”  

Con todo esto, lo que está en juego en la película con esta serie de instituciones, corporaciones, grupos rebeldes y artistas es cómo la idea de humanidad no es sino dependiente de una forma de orden social (la policía, “New Vice”), una forma de poder económico y simbólico (la corporación “LifeFormWare”) y una actividad cautivadora, el goce estético que modifica el paisaje natural (los artistas de performance como Tenser y Caprice). Al mismo tiempo, la película exhibe cómo la idea de “humanidad” está en completa crisis, o mejor aún, que aquello que llamamos “humano” nunca existió, que fue siempre una ficción impuesta sobre el misterio y el horror que el cuerpo siempre ha sido. En el clímax del filme, cuando Caprice y Tenser realizan una autopsia a un niño capaz de alimentarse de plástico sin que sus órganos hayan sido alterados quirúrgicamente, Caprice recita un monólogo en el performance. “We wanted to confirm that the body was empty of meaning, so that we could fill it with meaning,” declama Caprice, y agrega que cual profesores de literatura, buscando el significado de los poemas, el cuerpo del niño será el poema que revelará en la autopsia el enigma de su cuerpo, y la esperanza de la especie. Ahora bien, la autopsia no revela ningún secreto sino que exhibe una treta: “New Vice” y “LifeFormWare” han conspirado contra Tenser y Caprice, y los órganos “originales” del niño han sido reemplazados previamente por otros. 

Esta escena es el momento preciso en que el arte, la política, y la economía se tocan. Con la autopsia del cadáver del niño, el performance de Tenser y Caprice iba a llegar a su límite constitutivo: la revelación de un cuerpo nuevo, uno capaz de comer plástico y volver a sentir dolor. El asunto es que el cuerpo del niño ponía en riesgo el estado normal en que la vida sucede en Crimes. Con este nuevo cuerpo los rebeldes iban a, finalmente, desestabilizar el ubicuo orden de “New Vice,” y de la misma manera, gracias a la posibilidad de poder consumir plástico y sentir dolor de nuevo, las máquinas de “LifreFormWare” iban a convertirse obsoletas. Todo estaba destinado a cambiar gracias al cuerpo de ese niño. El niño era el futuro, y para poder llegar a él había que extirparlo de su parte más íntima (sus órganos) y exhibirla. Por otra parte, ese futuro terminó prematuramente, después de todo el cuerpo ya era un cadáver, el niño fue asesinado por su madre al inicio de la película. En este sentido, el arte no puede aventajar a, ni separarse de, la política y la economía. El futuro está muerto, parece. 

Al mismo tiempo que la película pinta un panorama pesimista, también late una lección sobre las consecuencias radicales del cine y del arte. Crimes of The Future propone, a manera de imagen, si se quiere, que el arte, o el cine, es aquello que en sueños se vuelve un excedente en el cuerpo, algo extirpable, algo cuya interacción depende del contacto con otro fuera del cuerpo que carga el excedente. Extirpar al excedente es transformarlo en un objeto de contemplación, fascinación y goce a esa materia sin función. Con esto en mente, la lección radical de la película está en la renuncia a la extirpación del excedente del cuerpo. Durante todo el filme Tenser tiene dificultades para hablar y para tragar, algo en su garganta no está funcionando bien, a pesar de las máquinas que lo ayudan a tragar cuando come. Luego de que, casi por desidia, Tenser no se extirpe los nuevos órganos que le están creciendo, y el líder de la rebelión (el padre del niño de la autopsia) sea asesinado por las representantes de la compañía “LifeFormWare,” el dolor regresa a su cuerpo. Tenser vuelve a sufrir y, por añadidura, su cuerpo ahora puede alimentarse de plástico. Caprice filma este nuevo descubrimiento. En un zoom al rostro de Tenser su expresión es de éxtasis, y una lágrima corre por su rostro. La imagen está en blanco y negro. El futuro murió con el niño “comeplástico,” pero el futuro ya estaba desde antes dentro de Tenser (“Tense,” aquello que muestra el tiempo en que una acción es enunciada y hecha). La secuencia final del filme es un retorno al cine en blanco y negro, y también al arte representativo del renacimiento, por el rostro en éxtasis de Tenser. Este retorno es también al cuerpo. Como una lágrima, aquello que ya no salía de los cuerpos insensibles de Crimes of The Future, cuerpos sangrantes, el cine se convierte en el flujo que habita el cuerpo y duele, un excedente que se queda adentro del cuerpo, pero siempre sigue manifestando su presencia ominosa fuera del cuerpo. 

Representation. A short comment on Multitude (2004), Michael Hardt and Antonio Negri

Michael Hardt and Antonio Negri’s Multitude. War and Democracy in The Age of Empire (2004) is the volume that follows Empire (2000). While the first volume offered a description of the reactive regime that followed the years after the end of the Cold War, that is, the formation of Empire, the second volume offers the project of the multitude, the active agent of change, that which precedes and presupposes Empire. If empire works by a flexible regime that expands like a network, but also that eludes easy clear-cut definitions, the multitude is the active collective subject that can dismantle Empire. The biggest challenge is, then, face “the global state of war” (xi) that beats at the heart of Empire. In a way, the book was thought to reflect on events that reply shook the world during the first years of the millennium. While, perhaps, somethings depicted by the book did not aged well —like the prediction that algorithm knowledge production would enable new forms of collective identities or freedoms— some of the main ideas of Multitude are still relevant and important. 

The book’s main project is to describe the “multitude.” This concept was, in a way described in the previous book. But what makes different Multitude from Empire is that the first will focus exclusively on the challenges that the concept of multitude faces today, from both right and left, from war and democracy. This collective subject, early in the book, is defined as an “open and expansive network in which all differences can be expressed freely and equally, a network that provides the means of encounter so that we can work and live in common” (xiv). What this concept offers, then, is openness and expansiveness as means to counter the closure and exclusion present in a world divided in an undividable war of all against all. That is, the multitude is the virtual promise for a world that is in stasis, in a civil war, in perpetual terror. It is not that difference is erased under the multitude, but what is at stake is the possibility of imagining a collectivity that does not serve identitarian means (like the political subject of the “people”) or like the unified collective subject of the “masses,” widely used and abused by work unions and so on. 

In a way, the book offers a radical way out from the politics of the twentieth century. The multitude truly is the way out of the politics of the party, of hegemony (even if the book does not mention this). But, at the same time the book does not go far enough. By focusing exclusively on democracy, as the only mean through which the multitude can expand its project, the book seems limit its own powerful concept. In fact, democracy is also tied to its own diseases, like representation. If as we are told, repeatedly, after the second half of the book, that representation is a mechanism that connects and separates (242-244), then, to what extent does the multitude needs representation? Or to put it differently, why does the politics of desire and positive affects of the multitude still needs a mechanism that, itself, is a trap? To a certain extent, this would imply that politics is unescapable from representation, but to another extent, the book could also suggest that the multitude errs. That is, since the multitude is “a diffuse set of singularities that produce a common life; it is a kind of social flesh that organizes itself into a new social body” (349), and consequently, representation is just one of the toys of the playful and creative forms of politics that the multitude is capable of creating. Then, as any other toy, representation will be no longer fun, but only time and the multitude would tell. 

Voluntad y cuerpo. Notas sobre Mugre rosa (2021), Fernanda Trías

Mugre rosa (2021), de Fernanda Trías, está escrita movida, casi, por las mismas fuerzas que mantienen las letras encendidas del ruinoso y ocupado hotel descrito al inicio de la novela. Mientras que los habitantes del inmueble mantenían el viejo letrero del hotel encendido “para recordar que estaban vivos,” pues ellos, “Aún podían hacer algo caprichoso, meramente estético, aún podían modificar el paisaje” (13), la novela se pregunta si aún se puede modificar el paisaje, si aún el goce estético es posible en nuestros tiempos de antropoceno (o cualquier otro término en uso y moda para describir nuestra crisis de cambio climático). Y es que, aunque no haya ninguna mención explícita, el distópico escenario dibujado por la novela es ya la realidad de varias ciudades. Así, la historia de la narradora, cuyo nombre nunca se menciona, y sus relaciones afectivas con su madre, Mauro, un niño con capacidades diferentes del que cuida, y Max, su expareja, giran entorno a una crisis ambiental en una ciudad portuaria. Mientras que los que pueden huyen de la ciudad, pues una neblina rosa, “la mugre rosa,” daña y enferma todo lo que toca, aquellas personas que se quedan en la ciudad viven en completa suspensión y crisis, difiriendo su muerte, su enfermedad, o su mermada supervivencia cada día más precaria. 

La novela, en cierta medida, recuerda a “El matadero” (1838?) de Esteban Echeverría. La diferencia radical entre ambos textos está en que, en Echeverría, el culpable de los mares de sangre derramados en Buenos Aires es señalado, Juan Manuel de Rosas, mientras que en Trías, la mugre rosa elude un culpable singular. Los culpables pueden ser la fábrica procesadora de carne, el gobierno, pero también toda la gente que consume los productos de la procesadora, que también es la empresa más importante de la ciudad sin nombre y de país también sin nombre. 

La novela es menos un ejercicio de crítica social y más un ejercicio por regresar a una pregunta fundamental en momentos de crisis: ¿a qué se ata la voluntad para que las cosas cambien? Mientras que todos los personajes, con excepción de Mauro, que parece sólo preocuparse por devorar y jugar, atosigan a la narradora preguntándole los motivos por los que no se ha ido aún de la ciudad, la narradora parece tampoco saber muy bien las razones que la atan a la ciudad. “Ya tenía la plata para irme. Tenía más de lo que cualquiera en el puerto podía tener…Pero yo, igual que los pescadores, tampoco era capaz de imaginarme en otra parte” (27). El hecho de que la narradora no pueda irse de la ciudad, aunque esté trabajando en ello, indica algo que desde las primeras páginas de la novela se dice. Para los demás personajes, como para Max, el exesposo de la narradora, la voluntad era independiente al cuerpo, “Yo, al contrario que Max, no creía que la voluntad fuera algo independiente del cuerpo…. lo que Max buscaba era otra cosa: separarse de su cuerpo, esa máquina indomable del deseo, sin consecuencia ni límites, repugnante y al mismo tiempo inocente, pura” (16). Así, la pregunta no es si es posible “separarse” de la máquina, sino aceptar que nuestra relación con todo lo que nos rodea siempre tiene algo de “maquínico.”

Así, la novela sugeriría que para que las cosas cambien no hace falta separarse de la máquina, que no se puede separar la voluntad del cuerpo, como no se puede limpiar toda la mugre del cuerpo tampoco. Ante este horizonte queda la desazón de no saberse eterno, que nada trasciende a nuestros cuerpos, ni tampoco a nuestra existencia. Como la narradora al final de su relato dibuja una lenta salida del mundo ficcional, pues “Lento, se irá cerrando todo. Nos alejaremos despacio, con los focos fantasmales perforando la noche. La ciudad también quedará vaciada, como un cuerpo sin entrañas, una carcasa limpia que a lo lejos brillará con su luz mala. Eso será la ciudad, un fuego fatuo en el horizonte” (276), en el horizonte también nos confundiremos de nuevo con el paisaje, y aquello que llamábamos un día humanidad se borrará, a la Foucault, como un trazo en la arena. El problema con esto, claro está, es que nadie aún ha podido calcular ese pasaje, ese momento que separa el espacio intermedio entre dejar de modificar el paisaje y difuminarse en éste. En este intermedio abundan más que sólo dos opciones, (desconectarse del cuerpo, o abrazarse a su cuerpo y nada más). Como la mugre, que se cuela siempre en espacios intermedios, quizá en esos recovecos aún pululen una miríada de posibilidades para habitar el mundo y su paisaje. 

Suplementaridad y forma. Notas sobre El mármol (2011) de César Aira

El mármol (2011) de César Aira es una novela sobre la plasticidad de la forma. El mármol propone que la modelación (la plasticidad, si se quiere) depende precisamente de aquello que rehúye la forma, que se le escapa. Así, desde el primer capítulo de la novela, el narrador se empeña en atrapar aquello que pudiera dar forma a su relato, pero también explicar sus recientes acciones. “Cuando me bajé los pantalones incliné la cabeza y miré mis piernas, los genitales, los muslos, un conjunto tridimensional, sólido, algo levantado por presión de la superficie sobre la que estaba sentado” (7). Si bien, para el narrador, su desnudez no le provoca congoja, antes bien, esto le recordaba “que lo animal en mí seguía vivo, lo biológico, la representación individual de la especie” (7), aquello que verdaderamente lo afecta es una sensación relacionada a su propio estado, sentado con los pantalones bajados sobre un mármol. Esa sensación está más relacionada al mármol que a su desnudez “No tengo dudas de que era mármol porque el mármol, o al menos la palabra, quedó adherido, no sé por qué, a la sensación original. No tiene nada que ver con la felicidad que me produjo esta, pero ahí está: mármol” (10). Significante, significado y referente se confunden en la sensación escurridiza que ahora evidencia entre las piernas desnudas de narrador y la superficie del mármol. Mientras que la sensación “dichosa… no se extingue,” ahora al mármol “viene a sumarse una perplejidad que en sí misma es gratificante” (10). Así, la novela reconstruye la serie de decisiones que llevó al narrador a quitarse los pantalones a pleno día y sentarse sobre un mármol.

Como tantas otras novelas de Aira, El mármol es un texto propulsado por la digresión y la deferencia. La novela se basa en posponer aquello que se presenta como enigma al inicio del texto. Esto es, al final de la novela se revelarán las “sencillas” circunstancias que llevaron al narrador a bajarse los pantalones y sentarse. Luego de una serie de “disparatadas” aventuras, comenzadas en un supermercado “chino” en el que el narrador recibe una serie de objetos varios a manera de cambio, (incluyendo baterías; y varios objetos, una lupa, una cámara, una hebilla dorada; y demás objetos), el narrador se encuentra solo con Jonathan, un joven chino que lo observaba fuera del supermercado, ambos recién aterrizados de una nave espacial. Jonathan se retuerce del dolor y el narrador intuitivamente saca su cámara miniatura y extrae de ella un bálsamo sanador. Casi como si el dolor de Jonathan se tratara de un quiebre en la imagen narrativa, el bálsamo funciona y ahora el narrador se pregunta si él no estará igual de afectado. 

¿Me había sacrificado? Si lo había hecho, había sido involuntariamente. Me cruzaron por la imaginación las distintas alteraciones que podía haber sufrido, por ejemplo las partes del cuerpo que me podían estar faltando. Alcé las dos manos, abriendo los dedos; estaban todos. Pero me inquietó, no sé por qué, otra posibilidad. Así que bajé las manos tal como las había subido, las llevé a la hebilla del cinturón, lo aflojé apenas lo necesario y con un movimiento discreto me bajé los pantalones hasta medio muslo, siempre sentado en el mármol, cuyo frío sintieron brevemente mis nalgas. Tuve la intensa satisfacción de ver que todo estaba en su lugar… En fin. Era eso. Me dio trabajo, pero terminé recordándolo” (146-147) 

Con esto queda redondeada la historia y el enigmático punto de partida queda resuelto. El narrador se encuentra con los pantalones bajados y sentado encima de un mármol porque deseaba comprobar que ninguna parte de su cuerpo se hubiera afectado luego de un peculiar día de peripecias. 

La historia pudo haberse resuelto en menor tiempo, pero el narrador desde un inicio declara que “en realidad, no quiero recordar. Lo que hace un momento me parecía que merecía un esfuerzo ahora me parece que merece un esfuerzo en contra. Quiero pensar en otra cosa, para preservar el olvido; pero recuerdo que lo más eficaz para traer algo. La memoria es no esforzarse en recordarlo sino evitarlo porque me viene a la cabeza con algo más” (11). Entre prolongar la historia, pues ésta ya ha comenzado, o más bien postergarla, el narrador prefiere prolongarla al postergar, y terminar justo cuando el olvido se desvanece. La postergación, entonces, aparece excesiva. Algo sobra a toda la historia, y ese algo es la historia misma. Con esto, a la vez que El mármol es un readymade de El pensador (ca. 1904) de Auguste Rodin, la novela también explora el carácter informe del suplemento, la suplementaridad de la forma, aquello que da forma a la forma, pero que también la rehúye. 

Lo formal tiene causa y, en cierto sentido, El mármol es una novela fuertemente causal: el narrador tiene una razón para haberse sentado en el mármol; la serie de aventuras con Jonathan también tienen una causa; y sobre todo, los objetos recibidos como cambio en el supermercado chino también tienen una razón y un propósito, luego serán claves para terminar la historia y para sacar al narrador de diversos apuros. Ahora bien, en los mismos objetos, esos cachivaches que recibe el narrador como suplemento del cambio que no alcanza a completar el dependiente del supermercado, se encuentra también un objeto sin causalidad: unos glóbulos de mármol, un suplemento cuyo valor es difícil de sopesar. No sólo los glóbulos de mármol eran baratísimos (24), sino que al funcionar como relleno de los espacios mínimos, los glóbulos son los encargados de capturar hasta la más nimia cantidad, pues “no había cantidad pequeña tan caprichosa que no pudiera cubrirse con ellos. Pero los usaban solo como último recurso para el resto más irreductible. No querían “quemarlos” abusando de su servicio” (25). Los glóbulos de mármol suturan el “resto más irreductible” resultado de los intercambios. Su función, entonces, no es parte del ciclo de cambios e intercambios, pero es, a la vez, la parte mínima y necesaria para que los intercambios se completen cuando la diferencia entre cambio y gasto sea irreparable. En cierto sentido, los glóbulos son como los restos del mármol tallado cuando se esculpe. Aquello que sobra, y no puede ser medido, pero que es a la vez la medida precisa que requiere la forma para ser aquello que el tallado escarpa en el mármol. No hay forma sin ese resto, esa suplementaridad. Y es que la escultura, en mármol, o en cualquier otro soporte, es ya como el cuerpo del narrador, al inicio de la novela, “un recordatorio de potencia de acción, una promesa de tiempo y movimiento” (8). Sólo, entonces, por lo que no se mide, pero es medida, resto y exceso, suplemento, es que la forma se conforma. El mármol es, así, una novela de restitución del residuo. 

El suplemento de presidir. Notas sobre El presidente (2019) de César Aira

El presidente de la Argentina, que César Aira dibuja en El presidente (2019), está lejos de ser un déspota. Al mismo tiempo, algo hay en el anónimo presidente de esta novela de Aira que lo conecta con aquellas figuras infames retratadas por varios autores del Boom en el siglo XX. Sin ir muy lejos eso que une a dictadores y a este presidente es su relación con sus multitudes. Mientras que los primeros aparentan una sólida y marcada distinción entre soberano y masas, el presidente de Aira se confunde entre las muchedumbres. La historia cuenta, así, como por las noches el presidente se pasea por las calles de Buenos Aires, como a su paso “el mundo sobre el que presidía se abría para él” (7). Movido por el amor, “algo tan ajeno a la política” (8), el presidente busca ser común, dejar de presidir para poder ser otro más en las masas. Y aún así, las calles se le presentan siempre como posibilidades de intervenir en su ciudad, en su país. El problema es que aunque el presidente “estaba habilitado para intervenir … hacerlo privaría al destino de sus más bellas inminencias, por lo que se abstenía. Los argentinos tendrían que arreglárselas solos” (9). El problema del presidente, pues, está en presidir, sea ocupar el primer lugar en las responsabilidades del estado, o sea también en asistir a las masas, dejarlas ser, pero también cuidarlas.

El relato que ofrece El presidente no es, pues, una historia grandilocuente. De hecho, la prosa constantemente presenta a un presidente empeñado en vivir como cualquiera. Sus largas caminatas, movidas por el amor, no son sólo una forma de acercarse a las masas sino de acercarse a sí mismo, a ese que fuera antes de ser presidente. Así, los paseos le recuerdan, a tres personajes que marcaron su vida: el Pequeño Birrete, Xania y la Rabina. El primero es un amigo de la infancia, un niño pobre que perdiera el quicio cuando por vez primera entró a la casa de su amigo que años después de convertiría en presidente. El choque de clases traumaría al Birrete, como al futuro presidente. Igualmente, Xania y la Rabina también impactaron al presidente, una por su eficiencia (Xania) y la otra por su sensualidad. Las dos mujeres, luego, se le presentarán al presidente como armando una treta en su contra: construyendo un falso secuestro y pidiendo un rescate muy elevado. Confundiendo ensoñación, delirio e imaginación, el presidente es más un autómata que un agente del estado. Al final de su historia todo le parece ilusorio, transparente, sin consistencia, “Los personajes que lo acompañaban, los que atraía a su órbita para paliar esa soledad, eran imágenes fantasmales provenientes de su pensamiento. No tenían la consistencia que habría querido darles. Eran sólo funcionales a la trama que se había inventado para soportar la carga de la presidencia” (122). Pronto, la ciudad y el país, se le presentan al presidente como un mundo que conspira contra él, que sin motivo aparente lo odia. 

No se trata, pues, de que exista un “pueblo” imaginado por el presidente y que este pueblo deba ser disciplinado. De hecho, las ficciones que se hace el presidente no son impositivas, ni mucho menos resolutivas. Justamente, el final de la novela advierte sobre los peligros de la fabulación presidencial, y en buena medida recuerdan las mismas motivaciones que Benedict Spinoza diagnosticara en el siglo XVI para las cruentas y tensas relaciones político-religiosas en Los Países Bajos. Si hubiera que pensar el estado, o en este caso el presidente, Spinoza diría, habría que pensarlo como un bien contingente y relativo, y no como un mal necesario. Así, el bien contingente y relativo que el presidente de Aira ilustra radica en dejar su fabulación inconclusa, en dejar sin resolver el misterio que el Birrete, Xenia y la Rabina cargan. Dejar el caso abierto es precisamente dejar de presidir, pero al mismo tiempo la única razón por la cual valdría presidir, así la tarea del presidente “consistía en ocuparse de todo y no dar la puntada final a nada,” es que el presidente “Quería ser Presidente como la gota de agua quiere ser mar” (125). 

Notas sobre Capitalismo gore (2010) de Sayak Valencia

Capitalismo gore (2010) de Sayak Valencia presenta, quizá, una de las versiones más llamativas para leer el capitalismo contemporáneo. Recuperando una vasta serie de conceptos y propuestas teóricas de América Latina y otras latitudes, el libro propone “el término capitalismo gore, para hacer referencia a la reinterpretación dada a la economía hegemónica y global en los espacios (geográficamente fronterizos)” (15). Esto quiere decir, que las propuestas teóricas del “capitalismo gore” surgen a partir de un conocimiento situacional, pero no excluyente: las consecuencias y argumentos se piensan desde Tijuana, México, pero esto no quita que se puedan tender puentes con otras situaciones o lugares. Sujeto endriago, necroempoderamiento, capitalismo snuff, subjetividades queer, necromercado y varios conceptos más son presentados en el libro como herramientas para entender eso que Valencia llama capitalismo gore. 

Este concepto propone, entonces, leer el capitalismo como una serie de procesos con mutaciones. Por ejemplo, decir que conforme pasa el tiempo el capitalismo cambia y requiere ser reinterpretado y entendido para comprender precisamente los mecanismos de dominación y explotación mediante los cuales somete a las diferentes multitudes que fluyen en la historia. Si bien, salvo en notas al pie y unas secciones del libro, no se enfatiza en qué medida los grandes cambios de finales de siglo XX e inicios del XXI son también una regresión a las peores y más cruentas formas de acumulación capitalista tal como sucedió en los años del inicio de la modernidad (finales del siglo XIV). Es decir, Valencia, parece, propone que el capitalismo gore es una categoría novísima, nunca vista. El término se define como una exageración, por éste se entiende el “derramamiento de sangre explícito e injustificado (como precio a pagar por el tercer mundo que se aferra a seguir las lógicas del capitalismo cada vez más exigentes) … todo como herramienta de necroempoderamiento” (15). Capitalismo gore, entonces, es una suerte de alargada teoría de la dependencia. En otras palabras, si hay “un precio” que los países tercermundistas se aferran en pagar, entonces, hay una dependencia tal cual esto se entendía en los setenta y ochenta en Latinoamérica, así como en otras partes. El libro, igualmente, toca tangencialmente las razones por las cuales los países tercermundistas se aferran a ese excesivo pago. Sin embargo, nunca se formula el problema preciso que pudiera articular esa necesidad de aferrarse al pago capitalista. 

El binomio entre regresión y novedad, que se ilustran de forma muy adecuada entre el término que motiva el libro, capitalismo gore, y el de uno de los principales conceptos propuestos, sujeto endriago, proponen una manera interesante de leer el desastre causado por el narcotráfico, la violencia extrema y los malos gobiernos en México. Así, entre lo gore, (un término tomado del cine que designa un género en el que la violencia es regocijante y, sobre todo, se explicita excesivamente el derramamiento de sangre), y lo endriago (un monstruo, según la obra, original del Amadís de Gaula, en el que se mezcla la forma humana con la de diversas fieras) se describe un capitalismo hiperviolento, exagerado, arcaico y a la vez novedoso. El asunto es que esta forma de describir el capitalismo no es, en cierta medida, novedosa. Ya sea porque el modo de producción y acumulación capitalista siempre evoca previos modos de dominación y explotación a la vez ofrece nuevos, Capitalismo gore sugeriría que la fase más reciente del capitalismo no es sino un retruécano de sí mismo, “otra vez vivimos en un mundo de bandidos y piratas” (20), menciona el libro. Por otra parte, es bastante sugerente el uso que la palabra “gore” y “endriago” juegan en el libro. Si bien, estos dos sintagmas evocan el inacabable retruécano del capitalismo, también, como advierte Valencia, lo gore vuelve comodificable y espectacular la forma de acumulación y producción capitalista (16). Lo endriago, por su parte, conforma una subjetividad que “sigue a pie de juntillas los dictados más radicales del mercado” (80). Entre un espectáculo de afectos ambivalentes (gore), que, como en el cine está hecho para ser un mero entretenimiento que va de la repulsión a la risa (muchas películas del género gore son también consideradas parodias), y lo endriago, una monstruo cuya única función radica en probar la valía de un “héroe” (el estado), la forma de dominación capitalista que Valencia sugiere busca la anestesia al mismo tiempo que la reactivación explosiva de la violencia. Es decir, capitalismo gore sería una forma de producción que extrae valor y domina a partir de la rápida transformación de lo anestesiado (gore) en violentamente activo (endriago).

Para dejar atrás esto, Valencia propone una solución. Casi reelaborando la disputa entre multitud e imperio, elaborada por Michael Hardt y Toni Negri en Imperio, Valencia propone que para pensar algo que contrarreste lo gore y a los sujetos endriagos se debe pensar “una disidencia efectiva y no distópica y ésta debe estar emparentada con las cuestiones de desobediencias de género y con el transfeminismo; debe crear también alternativas comunes en las cuales pueda participar activamente la sociedad civil” (193). Esta solución es un “plano orientativo” (1994), que no busca ser prescriptivo, sino abierto. Si bien, no se explica a detalle cómo este remedio para contrarrestar los males del capitalismo gore deja de ser parte de las mismas opciones que el sistema da, es decir, que la diferencia entre endriago (como quimera) e identidades desobedientes emparentadas al transfeminismo no es clara. Más aún, si el capitalismo gore tiene un precio que se debe pagar para poder formar parte del modo de producción, ¿qué precio se deberá pagar para pensar esas disidencias que se sugieren al final de Capitalismo gore? ¿No será que se debería de pensar a contrapelo de una de las conclusiones y provocaciones más sugerentes del libro? Al finalizar el texto, a manera de testimonio y reflexión teórica, Valencia describe el momento en que un cadáver cayó frente a sus ojos mientras conducía por Tijuana. La terrible impresión se anuncia como lo peor del capitalismo gore, pues ésta no conmueve la sensibilidad de nadie, salvo la de la narradora. Hay que hacer algo al respecto de ese cadáver, dice Valencia. Y no es para menos, la desempeorada y anestesiada reacción de su acompañante es triste, grave y común. Todos nos hemos acostumbrado al espectáculo gore, descrito por Valencia. Sin embargo, mientras Capitalismo gore concluye que hay que hacer algo con esos muertos “porque si no eso hará algo [contigo]” (203), como si el cadáver se cobrara una revancha con los vivos, quizá habría que dejar hacer al cadáver y completamente dejarle que nos intervenga, que de nuevo nos afecte por sí, pues el cadáver no deja de ser cuerpo. 

Menos que autónomo, más que dependiente. Notas sobre Trabajos del reino (2004) Yuri Herrera

Contrario al saber común, los artistas y su arte no son autónomos. Por otra parte, el arte siempre es menos que autónomo y más que dependiente a ciertas circunstancias. Esto parece ser lo que se sugiere en Trabajos del reino (2004) de Yuri Herrrera. La novela cuenta la historia de Lobo, un compositor de corridos, que se muda a la finca de un capo de la droga para luego huir de ahí con la Cualquiera, una de las habitantes de la finca, cuando el poder de capo ha caído en manos de sus subalternos. Lobo decide entregarle sus servicios al capo, el Rey, luego de que éste se asegure de que a Lobo se le pague como corresponde en su trabajo rutinario, cantar en cantinas. Una vez en la finca del Rey, ante Lobo se descubre un mundo de tintes medievales. Esto es, la finca es un castillo, los que rodean al Rey son su Corte, y ésta se forma de el Periodista, la Cualquiera, la Bruja, el Joyero, el Gerente, el Doctor, el Pocho, la Niña y ahora también por Lobo, ahora el Artista. 

Todos los personajes viven, de alguna manera, como se dice en una ocasión sobre el Periodista. Él es “el que cuida el nombre al Rey” (21). Es decir, los personajes del relato guardan una relación con el Rey supeditada por su nombre. Cada personaje sirve al, o trabaja para el, Rey en la medida en que hacen el bien por el Rey: el Doctor es el que cuida la salud del Rey, el Joyero es el que cuida las joyas y lujos del Rey, y así sucesivamente. Por otra parte, el Artista guarda una relación diferente con el Rey. Si bien éste no está sometido completamente, pues en todas sus canciones no “había que mentar al Rey” (17), tampoco es que el Artista desprecie servir al soberano, pues a final de cuentas éste “vino a ponerse entre los simples y convirtió lo sucio en esplendor” (12). 

La relación que el Artista guarda con el soberano es más y menos que un mecenazgo en Trabajos del reino. De hecho, parece más bien que se trata de una singular relación laboral. Después de todo, no se trata de que el Rey se encargue de asegurar las necesidades materiales del artista a manera de mecenas, sino de que el Artista forma parte de los diversos trabajos del reino, no sólo componer canciones sino escribir textos. La particularidad de los trabajos del Artista es señalada por el Periodista luego de que las canciones del Artista sean censuradas, y algunos miembros de la Corte busquen una solución al problema. Para el Periodista hay una radical diferencia entre lo que hacen trabajadores como él y el artista, unos, como el Periodista, “le cuidamos las espaldas [al Rey], pero usted es otra cosa, no digo que no lo quiera, pero lo suyo es arte, compa, usted no tiene por qué atorarse con pura palabra sobre el Señor” (55). Esto es, el Periodista busca disuadir al Artista de exponerse ante otros por el Rey, de ser un trabajador común en la empresa del capo. Con esto, aunque el Artista escriba lo que le emocione (55), mas que lo que debe de escribir, para el Periodista, el Arista es un ser “hecho de pura pasión” que si un día “tiene que escoger entre la pasión y la obligación, [el] Artista, entonces sí que está jodido” (55). 

La inescapable decisión que le dibuja el Periodista al Artista no es, necesariamente, un callejón sin salida. Con la caída del Rey, y los nuevos lentes del Artista, proporcionados por el Doctor, ahora lo sensible se distribuye de forma diferente. El Rey queda como “un pobre tipo traicionado. Una gota en un mar de hombres con historias. Un hombre sin poder sobre la tersa fábrica en la cabeza del artista” (72). Si bien, los nuevos capos en mando de la ciudad amenazan de muerte al Artista, morir ahora para Lobo será algo que quede fuera de los trabajos del reino y de los trabajos del arte, “si era su muerte, era suya” (78). Igualmente, ante el dolor de dejar ir a la Cualquiera, pues ella le pide no acompañarla, Lobo se queda fuera de todo, fuera del trabajo, del arte, del amor, pero cercano a sí mismo. En el ambiguo final de la novela Lobo se queda en la inmanencia de “la resolución de volver a la sangre de Ella, en la que había sentido, como un manantial, su propia sangre” (78). Esa sangre que Lobo había sentido lo revela a él mismo como otro hilo de sangre con todas las sangres. Su regreso al manantial es un ensueño, pero también su desaparición del mundo, de la ciudad, del reino y de la vida. Lobo, el Artista, no tiene ya de qué escribir, ni para qué, estando solo, y su historia como su vida se desvanecen en el paisaje. Si saberse solo es saberse autónomo, el arte muere como Lobo una vez que su vida es suya. 

Saberse personaje y no actuar, estar en la historia sin necesidad de ser. Notas sobre Museo de la Novela de la Eterna (1967/1995) de Macedonio Fernández

No habría, tal vez, razones suficientes para decir que Museo de la Novela de la Eterna (1967/1995) de Macedonio Fernández sea una novela. Sin embargo, como en repetidas ocasiones la prosa del texto lo recuerda, se trata de una novela. Así, la novela está precedida por 3 notas, 56 prólogos y precedida por 3 epílogos, que también pudieran ser prólogos. Si el prólogo, como cualquier otro paratexto, es siempre un umbral, entonces, esta novela es una novela de umbrales, un pasaje muy cercano a eso que el título sugiere, la eternidad de un momento presente saturado.

Los temas de los prólogos son variados. A veces se adelanta el relato de la novela. Otras veces se discuten las ideas estéticas del “autor,” que es a la vez personaje del relato. En suma, el texto se presenta como una acumulación de páginas que se desordenan y ordenan, que van de un lado a otro. Como se afirma en uno de los prólogos, esta forma de contar una novela es novedosa porque trata sobre la perfección de la solemnidad del hacer novelas y el hacer de las novelas. “Este será un libro de eminente fargollo, es decir de la máxima descortesía en que puede incurrirse con un lector” (140). El fargollo, como un hacer sin orden, pero a la vez un hacer que “arrastra consigo infatigables remiendos de revisación,” (140) es una búsqueda de perfección. La novela, si se quiere, es un trabajo de vanguardista en la medida que busca la perfección estética. Al mismo tiempo, dados los prólogos que preceden, “el movimiento de la novela,” su inicio, el texto difiere su perfección. Esto, al menos como el autor dice, o una voz narrativa en el prólogo “Andado,” vuelve al texto una novela de imposibilidad, que “es el criterio para clasificar algo como artístico sin complicación de Historia, ni Fisiología” (146). 

La imposibilidad en Museo es ambivalente. Parece más bien que, antes que una novela de imposibilidad, se trata de una novela de aporía. Esto es, el texto construye y deconstruye los elementos que forman tradicionalmente una novela. “La novela” exhibe sus propias posibilidades e imposibilidades. Por este proceso pasan personajes, tiempos, lugares, el mismo lenguaje que se usa en el texto, el autor, el lector, la forma en que se lee, la forma en que se escribe (estilo), el acto de leer y el acto de escritura. La Eterna, por ejemplo, es un personaje, “el único no-existente personaje, funciona por contraste como vitalizador de los demás” (149). De tal forma, la novela, no es sólo un experimento, sino también un texto que propone una estética no realista del acto de narrar. Si el realismo propone dibujar seres cargados de vida, que al final no existen, la propuesta de Macedonio Fernández consistiría en dejar al lector esperando la vida. Esto se ve con mayor detalle en la sección de Museo que se identifica como novela. Si bien, afirmar que hay un relato contado de forma tradicional en Museo es arriesgado, como una aporía, la novela exhibe su propia posibilidad e imposibilidad de armar un relato. O mejor, habría que decir que hay relato, pero no eso que vuelve realista al relato, como el personaje de la Eterna, hay algo en Museo que vitaliza al relato sin ser este elemento vitalizador del relato. 

La novela, cuyo final ya se anuncia en los prólogos (“queda indescripto el Final de la novela medioescrita por la dispersión resuelta” [216]) cuenta la historia de al menos doce tipos de personajes (desde “Personajes efectivos: Eterna, Presidente” hasta “Personajes desechados ab initio: Pedro Corto y Nicolasa Moreno) que habitan una casa a las afueras de Buenos Aires. Todos los personajes viven a la espera de la Eterna, o más bien, a la espera de que el autor escriba la Eterna. El problema es que esta escritura siempre se difiere. Las intervenciones de los personajes aparecen acotadas, es decir, se indica quién dice qué y a quién se dirige, aunque hay veces que las acotaciones no aparecen. Otras veces, personajes como el Presidente intervienen completamente por todo un capítulo. El actuar de todos los personajes es un ir y venir a la casa, salir y entrar de y a escena, pero la presencia más fuerte es la de la Eterna, que paradójicamente nunca actúa, ni aparece. 

Todos los personajes de Museo saben que su “existencia” no es real, que vivir los sacaría de la novela, pero algunos no por ello desprecian la idea de vivir. Quizagenio y Buena-Persona, personajes que intercambian comentarios sobre su no existencia, su deseo de permanencer en la novela, pero también su anhelo de vida, leen también sobre otros personajes, propios a Museo y de otros textos. Quizagenio y Buena-Persona son también, de una manera, los que resumen y en quienes resuenan las decisiones del autor y el Presidente, el personaje que se desvive por la aparición de la Eterna, que le escribe largas cartas y poemas, que vive de la contemplación metafísica. Justamente, cuando, el Presidente está por abandonar la casa para siempre, y por ende, la novela, porque ya no aguanta la postergación de la aparición de la Eterna, Quizagenio comenta: “Lo que necesitáis no es tener vida; lo que falta es saber si la Eterna la quiere. Hasta ahora no hemos pensado esto. Sólo el presidente podría decirlo. Que lo diga. ¿La eterna quiere la vida?” (410). Este punto de crisis en la novela se debe a que la Eterna es aquello que presupone pero también excede a la novela misma, a la escritura y, por extensión, a los personajes. La Eterna no es un personaje, pero los otros personajes la esperan. El problema es que de llegar, la Eterna se volvería personaje y, así, dejaría de ser la Eterna. Ante la pregunta de Quizagenio, el Presidente calla, pero hay otra respuesta. Aparece en el texto algo que sería una respuesta de un vacío, o sólo de la página que se lee: “Querría vida si alguien que anda por el mundo valiera lo que vale el amor de ella. Pero así no sucede y antes bien su único motivo de contento es saberse personaje” (410). La eterna se descubre así como un alguien que se sabe personaje, pero no actúa, quiere la vida, pero no el ser y aún así está en la historia. Esta ambivalente condición de la Eterna vuelve a Museo no sólo una obra abierta, por el hecho de postergar siempre la perfección buscada, sino que también el texto de Macedonio Fernández aparece como un texto de fuga, de escape hacia aquello que se sabe, quiere sin ser y persiste en su estar. El museo inaugurado por Fernández no es el de la posmodernidad, sino el de lo infraexistente, intrascendente, y siempre insistente. 

Extrañamiento de sí. Notas sobre “Diario de un sinverüenza” (2017) de Felisberto Hernández

El “Diario de un sinvergüenza” (2017) de Felisberto Hernández cuenta la búsqueda del autor de su “yo.” Este texto, como muchos otros trabajos del autor fueron publicados de manera póstuma bajo diferentes sellos editoriales. Este “diario,” como otros textos póstumos de Hernández fue escrito entre 1940 y 1950. El relato inicia cuando “una noche el autor de este trabajo descubre que su cuerpo, al cual llama ‘el sinvergüenza,’ no es de él” (141), y por si esto fuera poco, también la cabeza del autor vive una vida aparte, “ella,” como la llama el autor, “casi siempre está llena de pensamientos ajenos y suele entenderse con el sinvergüenza y con cualquiera” (141). Si el autor está desposeído de su cuerpo y de su mente, entonces, ¿cómo es que escribe?, ¿cómo es que puede decir “yo” cuando su cuerpo y su mente, el sinvergüenza y ella, se le escapan de la existencia? Casi como el hecho mismo que evoca la publicación póstuma de este relato, y otros, —el hecho de que algo se escape a la publicación— “Diario de un sinvergüenza” escribe sobre el abismo que presupone toda construcción de subjetividad, pero también sobre aquello que se escapa, persiste e insiste ante la clausura, o fin, de un proceso de subjetivación. 

El “yo,” no es el cuerpo ni la mente. De hecho, como el narrador del diario admite, su cuerpo no guarda ninguna relación con su “yo,” ni menos con su muerte, “descubrí que mi cuerpo ya había sido ajeno desde hacía muchos años” (142). El cuerpo nos limita o nos supera, hay un punto en que uno se da cuenta que aquello que uno piensa sobre sí mismo no guarda ninguna relación con la forma en que el cuerpo vive. El narrador comenta sobre su niñez, “Cuando yo era niño no ponía mucha atención en mi cuerpo. Es que lo miraba con cierta indiferencia, pero a veces casi me hacía gracia y sentía por él esa pena que se tiene por algún predestinado a una enfermedad incurable” (143). Hay algo extraño en descubrir(se) el cuerpo, y más aún por el hecho de que el narrador llame a su cuerpo “sinvergüenza.” Si la vergüenza es el darse cuenta de que algo nos falta, de que algo se exhibe sin que nosotros queramos, el cuerpo, para el narrador, sería aquello que sólo no exhibe ni carece: el cuerpo no tiene falta. El problema, para el narrador, es que pensar su cuerpo, o mejor, nombrarlo, es sólo posible por el hecho de un extrañamiento. El cuerpo es aquello que nos es ajeno, que no tiene falta, pero sólo se enuncia por la idea misma de la falta. 

“Es impresionante como un abismo, lo que puede entreverse dentro de los límites de un cuerpo o de un sinvergüenza” (153), comenta el narrador en la última entrada de su diario. El proyecto de búsqueda del yo, que estaba organizado a manera de un diario, requería la disposición y ordenamiento del texto a partir de entradas que indicaran un número de día. Para cuando el narrador se da cuenta del abismo que lo separa y a la vez habita en su cuerpo, la entrada de su diario ya no cuenta ningún número. El abismo es insondable, no se puede capturar. Pero, como admite el narrador “la curiosa, la conciencia, quiere ver y comprender todo. Todo lo entrevera o todo lo acomoda, lo cual es lo mismo para el sinvergüenza” (153). Pensar es baladí, pues al cuerpo le da igual lo que la conciencia acomode u ordene. No obstante, “ella,” la cabeza, siempre piensa, siempre se desentiende. El “yo,” entonces, estaría siempre en una posición desfasada, extrañada de sus propias condiciones ideales y sensoriales. El “yo” es uno más en una multitud, un “alguien” que “parece que quisiera crearse otra existencia que no sabe cómo será, sin importársele gran cosa de él, con un egoísmo que no parece ni del cuerpo ni de la cabeza” (159). Ese otro egoísmo, como el mismo relato de Felisberto Hernández, está incompleto. Es, apenas, la posibilidad de otredad, de diferencia, un proyecto lanzado pero no terminado, o que más bien, termina con las anotaciones para su reconstrucción, para volver a pensarse el “yo.”