Notas sobre Tercer espacio y otros relatos (2021) de Alberto Moreiras

Esto que sigue, junto a un post anterior sobre Infrapolítica. Instrucciones de uso (2020) busca formar, a la larga, un bosquejo de un texto más largo sobre algunos de los libros de Alberto Moreiras. 

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La nueva edición de Tercer espacio y otros relatos (2021) de Alberto Moreiras agrega bastante a la edición de 1999. Todo esto, por supuesto, está comentado por Moreiras mismo. Se puede decir que Línea de sombra. El no sujeto de lo político (2021) y Tercer espacio son una reexposición de una herida. Si las cosas ya iban hace más de veinte años, como Moreiras escribe, analiza, tematiza y comenta en ambos libros, ahora las cosas van peor. De ahí que, el testimonio de Moreiras, “testimonio de una vida parcialmente dedicada a la observación y estudio de formas de escritura salvaje y subversiva” (Tercer espacio 10) valga mucho la pena. Reeditar Tercer espacio no sólo muestra una necesidad de volver a algo que ya estaba antes de las elaboraciones sobre la infrapolítica, la poshegemonía, la desnarrativización u otros conceptos claves de y para Moreiras, sino que también, quizás, aquello que precede también excede. Esto es, “la acumulación de intereses puntuales que seguían su propia lógica” (10) y que formó a ambas ediciones de Tercer espacio siga en expansión, que la acumulación de escritura salvaje y subversiva antecede y precede al tercer espacio y a la posibilidad misma de relatar. Más aún, esa acumulación es el testimonio de una vida que late por esa herida expuesta. Así, la nueva edición de Tercer espacio invita a la lectura, al diálogo y a la discusión. Si hace 20 años el libro “herético” de Moreiras, como lo llama Gareth Williams en el “Prólogo,” no encontró nicho y resonancia en el mundo académico tradicional, quizás esta vez sea diferente. Quizás. 

Las dos partes en que se divide Tercer espacio ofrecen ensayos sobre diversos autores latinoamericanos, mayormente. La primera parte es la reedición de la edición de 1999 y la segunda son los otros relatos que anuncia el título del libro, artículos que aparecieron en diversas revistas académicas. A su vez, hay una “Nota preliminar,” un “Prólogo” escrito por Gareth Williams, una “Coda” y “Apéndices.” En el “Prólogo,” Williams recupera una cita clave para entender cómo está escrito Tercer espacio. El libro está escrito a partir de tres registros que siguen un plan para llegar a “una meditación concreta sobre la mímesis o práctica del duelo.” Los tres registros son: “el registro de la literatura latinoamericana a ser estudiada, el registro teórico propiamente dicho, y el otro registro, más difícil de verbalizar o presentar, registro afectivo del que depende al tiempo la singularidad de la inscripción autográfica y su forma específica de articulación trans-autográfica, es decir, su forma política” (25). Literatura, teoría y afecto supondrían también pensar en tres espacios. El tercer espacio es el espacio del afecto, del duelo. Tal vez, sin que el libro se preocupe mucho de ello, no queda suficientemente claro por qué es el duelo el principal afecto que mueve la “práctica del residuo o del resto ontológico en la escritura” (32). Si todos los textos analizados en Tercer espacio cargan con “una experiencia básica o extrema de pérdida del fundamento” (33), esto no quiere decir que el duelo sea suficiente para entender cómo los textos hacen “de la pérdida el lugar de cierta recuperación, siempre precaria e inestable, pues siempre constituida sobre un abismo” (33). Es decir, si ese resto enigmático (término que se usa en Línea de sombra para hablar del no sujeto de lo político) que persiste luego de la pérdida se expone al mundo y se engancha a la existencia de forma precaria e inestable, difícilmente el duelo puede atraparlo, pues más que resistencia, la persistencia del residuo duele tanto como alegra cualquier otro afecto de valencia positiva.

En el tercer espacio habitan los restos, los residuos, aquello que se escapa. Como en la foto del niño y su madre (Fig. 1), en la dualidad y la repetición algo se escapa a la posibilidad reflejante del espejo, sólo la cámara “capta desde detrás la escena de este cruce de miradas que no se cruzan” (41). Una traza sin cruce, eso sería una posible definición del tercer espacio. En palabras de Moreiras al respecto de la foto, “hay un tercer espacio, definido por la fisura que separa las dos miradas y que bloquean su encuentro, definido por la fisura que, al postergar en ansiedad paciente la posibilidad de encuentro, vincula, pero sólo tentativa, hipotéticamente, el espacio primero y el espacio segundo —los vincula al tiempo que los separa tenue e infinitamente” (40). Esa fisura demanda explicación, pero no admite resolución explicativa. A la vez, por esa fisura y esa serie de reflejos, el vinculo hipotético que también separa tenue e infinitamente deja ver el residuo de los ojos y de lo que estos comprueban. Así, aquello que las manos de la madre y del niño sostuvieron, ya no se puede sostener más, sino por la mirada. En ese sostenerse mutuo se aviva “un oscuro goce” (42). 

Con esto, se insiste en que, a pesar de que el libro enfatice la labor del duelo como producción negativa para salvaguardar el residuo de aquello que persiste, el duelo no puede cargar con todo lo que el residuo desborda. Si el duelo es otra cosa cuando se duele de sí mismo, pues “el verdadero odio está en la narrativa, porque la narrativa no es aquí más que pretexto para buscar en ella momentos constituyentes de desnarrativización, los momentos en los que la historia y las historias se hacen indistinguibles de su propio desastre” (42). El duelo en su momento de desnarrativización, en el que su dolor se hace indistinguible de su propio sufrimiento, libera aquello que le aquejaba. Todo esto, parecería contraproducente, pues el libro siempre regresa a la necesaria labor negativa que el duelo precisa y, de cierta manera, a la imposibilidad de que otros afectos puedan dejar resonar aquello que el residuo enigmático guarda. Sin embargo, en casi todas las lecturas a los textos literarios, se tiene prueba de lo contrario. En la lectura de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” de Jorge Luis Borges (“Capítulo segundo”), la escritura postsimbólica sirve para plantear eso que precede y excede al duelo. El cuento de Borges, al final, se trata de cómo “los epitafios traducen la muerte y así articulan una especie de supervivencia” (68). Esa supervivencia esta directamente relacionada con la escritura postsimbólica. Esta forma de escritura sucede porque en Tlön no hay forma de substantivación, porque el mundo “ha de ser entendido antirrepresentacional y antisimbólicamente” (71). Así, la escritura postsimbólica “vive en el duelo de sí misma. Sobrevive en una indecisa labor de traducción cuya precariedad sin embargo acoge la alegría de saberse fiel a sí misma, siguiendo su propia ley” (73). Esa alegría que se acoge es la que precisamente nunca puede llegar a afirmarse (74). Borges es un escritor del tercer espacio, como se verá en otros capítulos del libroporque su escritura no es exterior ni interior, “su espacio es el espacio tercero de una extraña posibilidad de traducción del mundo” (74). En esa extraña posibilidad no hay ya duelo, pero sí una inafirmable alegría, tal vez. Si la aflicción busca aquello que deja traza y murmura, aquello que deja sólo un rumor, ¿por qué se duele tanto la aflicción por no ver pero seguir oyendo, seguir sintiendo?

La negatividad es inescapable, tal vez. Se dice sobre la negatividad, al respecto de “Funes el memorioso” que:

funciona como instancia crítica e irónica: la nostalgia de presencia, si bien no puede presentar sus propios resultados positivos, articula al menos bajo el modo de la alusión el proyecto de una posición privilegiada donde coincidirían racionalidad y creación, y en la que sería posible asentar la relevancia emancipatoria del arte. No importa que esa posición no pueda ser más que proyectada. El vacío que crea la acción misma de proyectar es un vacío activo (116). 

Todo esto va de acuerdo con el carácter funesto de Funes, su inescapable vida de “auto-coincidencia instantánea.” Desde esta perspectiva, Funes se escribe desde la crítica y la ironía, desde una irresolvible ambivalencia entre recordar y olvidar, entre “la reconstrucción ontoteológica y su ruptura” (126). Funes proyecta un vacío y este no es una imposibilidad, ni una falta, sino una traza de actividad. Sólo por ese hueco se hace posible una distancia que nos separa y acerca a la catástrofe de un mundo de imposible deferencia, de mismidad y cambio absoluto en estado heterogéneo. Funes, aunque esto no lo sugiere del todo Moreiras, dejaría ver que la angustia de la negatividad dialéctica por evitar “la parálisis, el desastre apocalíptico del pensamiento” (129), no es sino un juego arriesgado de crítica e ironía, algo más cercano a un chascarrillo que a un acertijo filosófico. Con esto, la crítica y la ironía de Borges en Funes afirman, sin poderlo, la relevancia de la vida común, o del hueco que late en la vida infame y funesta de aquellos que “vivimos postergando todo lo postergable porque igual que Funes no podríamos vivir en la auto-coincidencia instantánea” (123). De ahí que sólo al replantear el problema de lo común vuelva a latir la necesidad de romper o reconstruir la ontoteología.

Quizás el lugar de lo común sea un flanco también sugerido por Moreiras pero no explorado en Tercer espacio. La única mención explícita al problema de lo común en el libro está ubicada en un momento en que se hace crítica a las predecibles formas en que la academia ha leído a Borges. Para Moreiras, la academia sólo sabe mostrar un Borges “chato, nihilista, falsamente subversivo, funcionalista, metafísico, y en última instancia, trivial” (291). La diferencia entre estas lecturas y las de Moreiras está en que para el segundo el problema de lo banal, lo común, yace en la propia experiencia existencial y vivencial. Es decir, que lo común es perder cosas, saber que tarde o temprano todo lo que vive un día reventará, se acabará, y que, por tanto, hay que mantener siempre una diada viva que invoque a un tercer espacio en el que se cancela por extenuación y repetición la mímesis subjetivante de la narrativa. Es decir, que el problema no es que en Borges no haya momentos banales, metafísicos y subversivos, sino que la crítica convencional domestica la prosa salvaje de Borges y vuelve simplificado lo que es simple, lo que es común. El ensayo que abre la segunda parte y que discute las insuficiencias de la crítica tradicional al discutir la obra de Borges ya deja ver cierta diferencia entre primera y segunda parte. Mientras que en la primera parte no hay una mención explícita a la noción de infrapolítica, en la segunda parte el concepto aparece. 

La infrapolítica sería la necesaria intromisión de aquello sin lo que política ni la escritura pueden ser. Ya sea en Castellanos Moya, en Aguilar Camín, en Roa Bastos, o incluso en algunos de los autores analizados en la primera parte, sobre todo en Borges y en Lezama, la infrapolítica funcionaría como aquello “extrahumano que interrumpe la interrupción [del orden de la representación] y la aniqila, la arruina,” así “ya no hay recurso al arte, vivimos en la fijeza de ese algo, en esa interrupción de segundo orden” (379). Con esto, queda enfatizada la tarea de Tercer espacio por buscar textos no miméticos, sino mejor textos de segunda ruptura, textos de ruptura de la ruptura. La cita anterior, ubicada en el corazón de las reflexiones sobre Yo el supremo, de Roa Bastos, sirve como como puente para una apertura, la llegada a un umbral. Desde ahí se manifiesta que en Yo el supremo ya no está “la liberación de la escritura por la política, sino la interrupción infrapolítica de la historia en nombre de un nuevo horizonte de libertad” (392). En Yo el supremo la escritura se expone a ser interrupción de la política y la política se expone a ser interrupción de la escritura, lo que queda, el resto enigmático, es un horizonte de libertad, una línea de fuga. 

Casi al final del libro se vuelve necesario, tal vez, preguntar qué diferencia habría entre tercer espacio e infrapolítica. La estela de pensamiento por la que Moreiras apuesta en esta reedición trazaría un arco de intensidades que va de lo espacial a lo posicional. La infrapolítica es la desterritorialización del tercer espacio, pues si la infrapolítica “te fuerza a desbrozar aquello que te describe, aquello que te des-cribe, te fuerza a destruirlo, para que una cierta cercanía —la cercanía de tu ahí a tu-ahí emerja” (486), ¿qué lugar ocuparía el duelo sin ninguna descripción? En otras palabras, la infrapolítica es la exposición y redoble del duelo del tercer espacio. Al mismo tiempo, el tercer espacio ya es el umbral de exposición hacia la ambivalente afectividad de la infrapolítica, a ese afecto que provoca desbroce, esa fuerza que des-cribe. No extraña así, que de Tercer espacio. Literatura y duelo en América Latina, la nueva edición diga ahora Tercer espacio y otros relatos. De la cesura del punto, la y congrega y prosigue, persiste. A su vez, del duelo y el lugar (América Latina), el tercer espacio ahora se sigue de lo esencial del duelo, su relato y su inespecífica fuerza otra (otros relatos). La diferencia entre tercer espacio e infrapolítica no se sutura, se expone y se exhibe en una “y” sin juxtaposición pero en conjunción, como las miradas de la madre y del niño del “Exergo”. A su vez, lo que acerca al tercer espacio y a la infrapolítica es el impulso por el éxodo, por la fuga. Si la infrapolítica fue pensada primero como “descriptor existencial” (486), la existencia que desborda lo común del acontecer se abre hacia la infrafilosofía, una posición desde y sobre lo que es inoperante. La infrafilosofía sería la traza que confunde, aleja y acerca, a la infrapolítica y al tercer espacio, un pensamiento de un mundo que requiere existencia antes que sometimiento. Es ver el gozo de ver sin narración, de no permitir que la ficción viva por ti. Sin embargo, sin ficción, ¿dónde habrá de guarnecerse aquello que a veces vibra en la ficción?, ¿dónde? Aquello que dice Mario Levrero:

Aquello que hay en mí, que no soy yo, y que busco.

Aquello que hay en mí, y que a veces pienso que también soy yo, y no encuentro.  

Aquello que aparece porque sí, brilla un instante y /luego 

Se va por años 

Y años. (El discurso vacío 9)

Sin nada de ficción no habría, tal vez, relato y sin otros relatos, no habría tercer espacio. O tal vez sí, pero éste regresaría una vez más al duelo. 

Un comentario a “Somos.” (2021) de Netflix. Dir. Alvaro Curiel y Mariana Chenillo

La masacre del 18 de marzo de 2011 perpetrada por el cártel de los Zetas en el poblado de Allende, Coahuila, no fue noticia nacional en su momento. Somos., una serie mexicanoamericana de Netflix sobre el narco y la violencia en el corredor Centroamérica-Estados Unidos, intenta revertir los descalabros históricos que silenciaron la masacre. Basada en el artículo “How The U.S. Triggered a Massacre in Mexico” de Ginger Thompson, para ProPublica y copublicada por National Geographic, la serie no sólo busca hacer justicia por las víctimas y visibilizarlas, sino que también se busca divulgar un hecho escalofriante en la ya larga lista de matanzas del México contemporáneo. Menos que una labor de testimonio —a diferencia del artículo de Thompson— y más que un drama televisivo —como Narcos— la serie intenta representar sin volver a traumatizar. Esto es, los hechos retratados en Somos. se alejan de la historia de la masacre y, a su vez, lo que menos busca la serie es darle foco narrativo a los narcotraficantes. El problema es que los seis capítulos están todos englobados por eso tan común y escurridizo que queda siempre inatrapable en eso que “somos.”

No es, pues, que la serie pierda fuerza al caer en la imposible encrucijada que todo acto de representación conlleva. Esto es, en la medida en que Somos. es una serie más para saciar la imparable maquinaria de consumo audiovisual por streaming, la serie no hace mucha justicia de la que se propone. Aunque se busque una historia reivindicativa, que disipe el olvido al que se ha sumido a las víctimas de la amsacre, la serie ya está en una precondición por otro olvido, uno que vuelve a la serie en cuadro más naufragado en el mar de contenidos que el scrolling de Netflix permite ver. Con todo esto, pareciera que por más que se intente ir en contra de la corriente de contenidos que “romantizan” o banalizan al narco y a la violencia en Latinoamérica, todos los esfuerzos son en vano. En vano, también, es definirse, no indetificarse, y aún así siempre parece necesario saber sobre eso que somos. 

La serie de créditos y secuencia de inicio que abre los capítulos de Somos. anuncia que llegamos a un mundo que carga con la terrible tarea del informante. Somos. viene a informarnos de un evento atroz, silenciado y que queda condenado, como todo acto testimonia, a una doble tarea, la de evadir la reproducción de abyección cuando al mismo tiempo la abyección es lo que permite la acción testimonial y documental. Todo testimonio es un acto abierto a sus propios límites. Una serie, por otra parte, parecería ser lo opuesto a un testimonio, una serie es la contención de los límites y aperturas del testimonio. La secuencia de apertura, luego de avisar que la serie está basada en acontecimientos reales, muestra en blanco y negro una serie de retratos. Rostros impávidos con expresiones tristes, fotografías que tienen una fuerte semejanza con retratos de cartilla de identificación. Los retratos pasan uno tras otro y finalmente la pantalla se cuadricula con cada uno de los retratos. El título de la serie se superpone a la cuadrícula de caras y así se inicia el despliegue narrativo. Los rostros quedan determinados por el Somos. del título. Esa cuadrícula deja el anonimato y cual enrejado, adquiere su letrero de identidad. El punto al final del título de la serie sugiere una pausa, una cesura y una clausura. La apertura de la serie pareciera satisfacer eso que el título evoca. Los que son nos dicen “somos.” La música solemne y el fundido nos dejan ahora ver aquello que esos retratos son, aquello que la palabra impone a su imagen. 

El punto en el título de la serie cancela cualquier otra versión de aquello que Somos. pudiera evocar. El problema es que, como título de la serie, la oración (Somos.) no es sino la primera. Lo que viene no es, entonces, clausura, sino apertura: la posibilidad de retribuir el olvido impuesto y sistemático en el que se sumergió a las víctimas de la masacre de Allende. Cada capítulo ofrece una progresión que regresará al primer momento de la serie, cuando la cárcel de Allende se amotina, los zetas sacan de la cárcel a los presos y los transforman en máquinas de guerra. En el pueblo se avecina una catástrofe, y sólo presenciamos en inicio. Hombres reciben armas y se montan en camionetas, uno de los reos rechaza la metralleta que le ofrecen, se le da un machete. Todos habrán de matar en nombre den narco. En las primeras secuencias se muestran secuestros y asesinatos. La euforia de los reos y narcotraficantes es febril. De ahí, la secuencia se corta y la narración del capítulo y los subsiguientes se concentrará en mapear la vida diaria de los habitantes de Allende. No hace falta mucha imaginación para pensar las masacres del narco, tan comunes en México y en otras partes, pero sí hace falta para pensar la vida cotidiana, la forma común en que se vivía en Allende y eso es, en buena medida a lo que se dedican los siguientes capítulos con excepción del sexto. 

Allende es un pueblo como cualquier otro. Hay una familia adinerada. Hay una veterinaria con problemas con su pareja. Hay un cuerpo de bomberos con dos miembros que luchan por su sobriedad. Hay un equipo de fútbol americano y adolescentes que comienzan a descubrir el calor y el frío de sus cuerpos en contacto con otros. Hay una madre preocupada por su hija y su yerno. Hay un joven entusiasta y optimista, pero naif y testarudo. Hay, incluso, un narco que, aunque agresivo, no causa gran alboroto en el pueblo, es gritón es grosero, pero no irradia terror. Las cosas cambian cuando, sin razón aparente, los cabecillas del cártel de los zetas se mudan a Allende. Luego, la intervención de la DEA en las operaciones de este grupo delictivo disparará la paranoia y el miedo de los “nuevos soberanos” del pueblo. No se trata sólo de decir, como Ginger Thompson, que los Estados Unidos dispararon una masacre en México, sino más bien que aquello que parecía apacible estaba en un momento donde cualquier mínimo cambio aceleraría las cosas hacia su destrucción. Como los bomberos que luchan por su sobriedad, cualquier recaída o tropiezo llevaría, como sucedió, a un momento de intoxicación y desenfreno. 

Quizá, la tragedia más grande de la serie no es la incapacidad de reivindicar el olvido histórico, sino la incapacidad de poder rehusarse a ser informante. Todos en el pueblo terminan interactuando con los nuevos narcos, y los que piensan escapar del narcocontrol terminan siendo informantes de la DEA (una empresa igual de sangrienta que la de los narcos, pero al menos subsanada por la dominación norteamericana y la fuerte burocracia de las policías de ese país, como parece sugerirse varias veces en la serie). Todos somos informantes. ¿Qué hacer, pues? 

El hecho de que los diálogos muchas veces estén forzados y, que, por ejemplo, el final de la serie resuelva a manera de deus ex machina la suerte de unos niños que sobreviven la masacre, luego de que un par de “narcos” los saquen de Allende y los dejen en el kiosko de otro pueblo, funciona más a favor de la serie que en su contra. Es decir, si todo lo que el narco toca es exagerado, excesivo y poco comprensible, de la misma manera, la forma en que los narcotraficantes en la serie son representados, excepto el narco local de Allende, es escurridiza. Los narcotraficantes, sobre todo los zetas, aparecen como figuras acartonadas pero que irradian excesos, son los personajes que no saben detenerse, que abusan de todo, que no conocen límites ni formas suaves, son fuerzas desterritorializadas que destruyen por sobre todas las cosas. En contra punto de esta fuerza, pareciera que Somos., como serie y título, intenta oponer cierta contención. Sin embargo, esto no es así. 

La decisión arbitraria y destructiva de los narcos no es, necesariamente, opuesta pero es diferente de la decisión de aquello que somos. El problema, claro está, que mientras la decisión narco es un flujo destitutivo, desterritorializado y destructivo, la decisión de definirse sin identificarse de “somos” es también un flujo escurridizo, pero no un destructivo, sino abierto a su creación y recreación. Por esos huecos que la palabra en español evoca, se dejan abiertos dos círculos. Somos no es sólo la afirmación de lo que uno es en colectivo en un momento presente, sino también los binoculares desde donde uno se ve dentro de un grupo, y al mismo tiempo el espacio hueco de la definición de grupo pero nunca su identificación. El hueco no es de nadie, lo que se sale de la boca, lo que se ve, lo que se folla, lo que se toma, lo que se respira y se come, no es de nadie, o más bien, nadie hace esas acciones, un nadie tan escurridizo como un somos. Si nadie es la persona que se elude incluso cuando se nombra, somos es la persona que se desagrupa en cuanto se agrupa, que se desvanece en cuanto se identifica. Un nadie es el común y un somos es un común de nadies. Lo más sugerente de la serie, insospechadamente, está en esos huecos abiertos a la intemperie, huecos ruinosos como el labio leporino de Paquito, el reo que rehúsa el fusil y se le es entregado un machete, que deja ir siempre suspiros pero sabe callarse para mantener su vida un poco más de tiempo y poder despedirse de su novia. Los huecos están por todas partes en la serie, como están por todas partes los huecos de las balas en el poblado de Allende y en general por toda Latinoamérica, y otras partes. El hueco es la impotencia de la bala, pero también la certeza de que todo lo que vive, respira, siente y muere lo hace por sus agujeros. 

Notes on Crack Capitalism (2010) by John Holloway

Crack Capitalism (2010), in a way, completes most of the reflections John Holloway started in Change the World Without Taking Power. While the first volume worries the most about the description of doing, a constituent force captured by labour that generates our common sense and our normal way of being into the world of capitalism. The second volume offers 32 thesis about the ways we, ourselves, build but also crack the system that oppresses us, how we are screaming and creating cracks in the system, how doing cannot be fully appropriate by labour. In another, perhaps, less obvios reading, the 32 thesis are, somehow, 32 steps into sobriety, into a life free of capitalism, but, would that addiction be easy to resolve?

As much as Crack Capitalism offers an inspiring and optimistic way of understanding doing, as something inherent to the way human beings do things for the sake of doing them, because we like doing things, perhaps today one should hesitate to accept Holloway’s optimism. The hesitation is understandable, as Holloway hesitates himself, about considering that with our cracks we are but realigning our struggle back to the terms that provoke the struggle in the first place. That is, Holloway asks, “how do we avoid our cracks becoming simply a means for resolving the tensions or contradictions of capitalism, just an element of crisis resolution for the system?” (53). Today we probably saw the worst of this predicament. We have seen how contemporary struggles, contemporary cracks, have been turned into solutions for capitalism’s crisis. We have witnessed a pretended liberation of “labour” through a massification of part-time online platform jobs (I.e. uber, ubereats, etc); a liberation of sexuality and imagination through streaming services that reterritorialize sexual and imaginary expression, among many. If a crack is “the perfectly ordinary creation of a space or moment in which we assert a different type of doing” (21), why is it that most of these different types of doing are still feeding and serving the tyrant, why is it that we are still weaving our self-oppression and self-destruction? Why is it, that perhaps, more than ever, we are unable to resolve Etienne de la Boétie’s riddle, why are we fighting for our oppression and voluntary servitude? This is the starting point for Holloway, and, to a certain extent, the place where his argument finishes too. Why is it that we are running in circles when trying to solve La Boétie’s riddle? 

There might be hesitation when reading Holloway, but for sure, even in the worst scenario, one should acknowledge that more than resolving things a crack is the proposition of question. A crack asks. To that extend, the territorialization and domination of spare time by social media, for example, is a two-edged sword, a delicate terrain where an always unprepared “wake up to other possibilities” (32) haunt the way doing is constantly fighting against the domination, the abstraction of labour. Wasn’t this what happened with Donald Trump and the tiktokers? But also, wasn’t this what gave the place for the affect of the masses that entered the US Capitol early this year? A crack is an ambivalent movement, a touch yet not a touch. From cracks we just know that they break a surface and that they desperately seek for the lines of other cracks. In that sense, while the right seeks to cover the rifts of the struggle of doing, the left should should find where one crack begins and where another ends, where the “lines of continuity that are often so submerged” (35) that are about to touch themselves, but they don’t. To understand the crack is to understand that certain struggles need only to keep pushing until their cracks touch other’s crack’s rifts. To explain how these lines work, how the rifts and cracks communicate, Holloway elaborates a strict distinction between labour and doing, alienated labour and conscious life-activity, and abstract time and concrete time of life. 

All these dichotomies coincide in the understanding of the concrete doing as a “flow of life” (111). This flow is something that is always moving beyond and going through the rigid and oppressive shape of power, of labour. While capitalism wants labourers, “mutilated personification[s] of abstract labour” (122), the other world possible struggles for the dignity, the fragility and sacredness of everything that beats, of everything that lives. Doing, the flow of life, is the struggle of existence against its own conditions and possibilities of existence. That is, doing wants to desperately stop serving the tyrant, capitalism, without being able to completely abandon and refusing most of the tyrant’s structures, means, things. Doing is the praxis of knowing that we build our own tragedy, and our only way out is to “attack [and crack] time itself” (166). Only when time is broken, cracked, it will come to surface how the masks that capitalism via abstraction has given us, are but an empty container that oppresses the “shadowy figure (or figures) behind the character mask” (217). Once it all cracks there will not be, perhaps, distinctions, differences or the necessity to differentiate the multiplicity of ways of being that there is. Once it all cracks it will become obvious that radicalness starts by refusing, by a refusal of keep creating the weave that oppresses us and sustain us. Once it all cracks to what would we hang our anxiety to? How would we recover from that overdose of capitalism? 

The End

The first third (several hundred pages) of the final installment of Karl Ove Knausgaard’s monumental My Struggle is more or less what we have come to expect by this point: an account of a couple of days in the narrator’s life. Specifically, we are more or less in the “present”: Karl Ove is installed in Malmö, Sweden, with his (second) wife and their three young children, though for much of the short period described, the wife is away and his friend and confidant, Geir, comes to visit. Nothing very dramatic happens, and in lieu of any grand events the minutiae of daily routines are recounted in intense detail. A representative sample: “I filled a bowl with cornflakes and put it in front of Heidi along with a carton of milk, went out onto the balcony to get the vacuum jug, filled it with coffee, took a cup from the cupboard, poured myself the few mouthfuls that wouldn’t fit into the jug and went out onto the balcony again” (126). And so on, almost ad infinitum.

At one point the narrative, such as it is, truly devolves into a list, as Knausgaard describes Malmö’s urban environment: “Hotels with flags flapping at their entrances, sports shops, clothes shops, shoe shops, electrical dealers, furniture shops, lamp shops, carpet shops, eyewear shops, bookshops, computer shops, auction houses, kitchenwear dealers” (306) and on and on and on. All this is what Fredric Jameson, in his review of the book, calls “itemisation”: “we have abandoned the quest for new languages to describe the stream of the self-same or new psychologies to diagnose its distressingly unoriginal reactions and psychic events. All that is left is to itemise them, to list the items that come by.” Jameson is rather scornful of this style, if style is what it is: “these pages do not quite enliven the palate.” But he makes a mistake, I think, in suggesting that what happens next, from around page 400, is merely a further instance of such itemisation.

What “happens” is still not exactly an event, but instead a long digression into literary and cultural theory and history, specifically a rambling reading of a poem by Paul Celan followed by a discussion of Nazism with a focus (if focus is the right word) on the book from which Knausgaard’s own series derives its title: Mein Kampf. Previous volumes have also included such digressions into what Jameson (still scornful) calls “a kind of banal philosophical psychologising,” but never at such length. And the key point here is less what Knausgaard says about either Celan or Hitler (some parts of which are interesting, other parts undoubtedly less so), or the other authors that he touches on along the way–Kafka, Joyce, Klemperer, Levinas–than what such reflections say about the former or genre of the book, and implicitly the series as a whole.

For during much of the first part of the book, while Karl Ove is making breakfast for his kids or shopping for dinner or chatting to his friend, everything is overlaid with an anxiety about the response provoked by the first volume of My Struggle, and implicitly also about the reception of this final volume, too. Book One dealt largely with the aftermath of the death of the narrator’s father, who is portrayed as having sunk into a squalid alcoholism in his final days; what is itemised there, among other things, are the immense quantities of cleaning products required to sanitize the house in which he died, shared with his aged mother (Karl Ove’s grandmother), who likewise is presented as someone who has lost all shame about the state of her immediate surroundings. It’s a harrowing depiction of downfall and demise, as the narrator struggles to come to terms with his father’s impact on him (one of the series’s central preoccupations) as well as his own ambivalence towards drinking (for he, too, is often at least a borderline alcoholic). But as this first installment is about to be published, his uncle–that is, his father’s brother–protests that this account is essentially libel: in effect, that Knausgaard is making things up, in order to tarnish his father’s good name. The uncle writes to the book’s publishers, threatening to sue if Karl Ove persists in this malicious denigration of his own family. So in the midst of the regular routines that comprises the bulk of the first few hundred pages of this final installment of the saga, the narrator is continually checking his email, dreading that his uncle may have written him yet another poison pen letter, and fearing for the consequences if this scandal becomes public.

In the meantime, both to himself and to his friend, Knausgaard seeks to justify what he has done–and, again implicitly, what he is still doing as he writes this last volume of the series. In the first instance, he worries that his memory is indeed faulty. This too is a constant theme throughout My Struggle: perhaps improbably, this author of 3,600 pages of excruciatingly detailed memoir repeatedly tells us that he has a problem remembering. From Book One (A Death in the Family): “I remembered hardly anything from my childhood” (171); “My memory was nothing to brag about” (304); “I usually forgot almost everything people, however close they were, said to me” (387). And later books tell us that, once he starts drinking, at least in his youth, Knausgaard would habitually get so drunk that he would black out and wake up in the morning with no recollection of what he had done the previous night. Indeed, if anything structures the entire grandiose project (and this is further proof in favor of Jameson’s argument that Knausgaard’s enterprise is nothing like Proust’s) it is not so much memory as amnesia. Karl Ove is consistently asking himself “What did I do?” and if anything the overly detailed itemization is like the painstaking attempt to reconstruct a past that he can at best only fitfully recall. Now, however, his uncle’s angry rebuttals challenge the validity of all that careful work. Perhaps, after all, he had got it all wrong? “Had I really been unreliable in everything I had written” (The End 163).

(It is perhaps the fact that the books’ anxiety always revolves around what its narrator has done that also makes them so oddly generic: Knausgaard is never too concerned about identity, about who he is; in fact, he is always ready to erase himself, as with the two occasions in which he slashes his face, literally defaces himself. As such, readers do not have to identify with Knausgaard, merely with his predicament of asking “How did I get here?” “What did I do?”)

At this point, then, while insisting on the fundamental truth of his account, Knausgaard falls back on the notion that what he has been writing is less memoir than novel, even if “the whole point is it’s meant to be true” (257).

Hence the strangeness of the long digression that soon takes over much of the book. For though in large part Knausgaard’s reading of Celan, for instance, is concerned with issues of truth and language, this excursus can hardly claim to be “true” in any conventional sense, even as it certainly also seems to break any novelistic form. If anything, this is the point at which My Struggle most obviously escapes the orbit of literature entirely, to become instead perhaps an anti-novel. It is as though the uncle’s objections had derailed the narrative entirely, shaky and tenuous as it was at best in that lists and the accumulation of detail substituted for plot, digression and association for any sense of causality or consequence. Here Knausgaard gives in to digression as the only possible organizing structure for what has now become an endless stream of words tied only tenuously to memory, place, or incident. Though there are still hundreds of pages to go before the volume concludes (with a famous final paragraph that locates itself fully and immanently in the present of the writing process: “Now it is 07.07 and the novel is finally finished” [1153]), midway it appears that the book is already flirting with what its title announces as “the end.”

Una nota a Infrapolítica. Instrucciones de uso (2020) de Alberto Moreiras

Las instrucciones de uso son, casi por antonomasia, el texto que siempre se difiere para luego deferirse. Es decir, uno revisa las instrucciones de uso de la máquina que siempre ha funcionado bien cuando ésta misteriosamente deja de hacerlo. Como último recurso, se espera a que alguien mejor capacitado repase las instrucciones y componga el desarreglo de la máquina. Infrapolítica. Instrucciones de uso (2020) de Alberto Moreiras está, de alguna manera, en el mismo espacio que ocupa cualquier manual de usuario, siempre como texto de uso último. Sin embargo, por su cercanía con la noción de escritura, según Jacques Derrida, uno puede decir que la máquina que “arregla” la infrapolítica es siempre una que desplaza lo significante y en su movimiento abre la posibilidad a un retorno sin retorno. Las instrucciones de uso de la infrapolítica no son maneras de reparar a la diezmada política convencional, sino la posibilidad de abrir un retorno sin retorno a la política. Esto es, proseguir la búsqueda derrideana de “un extraño deseo sin sentido, un deseo y un goce al margen de cualquier posible captura ontológica” (Derrida en Moreiras 17). ¿Por dónde habría que empezar? 

Vida sin textura, aporía de lo político, distancia de la distancia, segunda militancia, des-narrativización, comparecencia en substracción, pensamiento reaccionario, apotropeia, poshegemonía, y otros conceptos más sacuden las páginas del instructivo que deja pasmado al lector común que poca o muy contadas veces decide reparar la máquina descompuesta en vez de comprar otra. Y es que, en cierto sentido, la infrapolítica, como se dice varias veces, no espera ser un avatar más en el mercado académico. La infrapolítica abandona toda idea de salvación, pues “si llega a haber salvación es porque habrá más desastre” (27). Tampoco por eso habría que deshacerse de la máquina del pensar, sino comenzar por uno de los mecanismos base de la infrapolítica: separar y diferenciar el ser de el pensar. Una vez que estos dos se separan los demás conceptos poco a poco dan a ver que la infrapolítica no es un concepto “sino un proyecto de un pensar sobre  un cierto afuera de la política” (80). Como el famoso ça se déconstruit de Derrida, la infrapolítica guarda ese “se” como residuo único de una fuerza de algo afuera que ejerce en el adentro de la frase su reflexión, reflexividad, énfasis, impersonalidad y su pasividad. Sólo en el se es que la infrapolítica reúne a todas esas cosas de no agotamiento, todo eso que la política no agota de la existencia, todo lo que la hegemonía no agota de la política (87). Todo eso que la infrapolítica deja resonar en montones es un rechazo radical al uno. 

Una de las definiciones posibles que se da a infrapolítica es la “diferencia absoluta entre vida y política, también por lo tanto, entre ser y pensar. De la que ningún experto puede hablar. De la que sólo se puede hablar sin hablar” (105). Con esto, queda claro que la tarea de toda labor de pensamiento está en pensar fuera del equivalente general del capitalismo. Así, para desmantelar el equivalente general habría que buscar “siempre en cada caso pensar qué es excepciona al equivalente general” (107), pues no hay totalidad que aguante montones de excepciones. De cierto modo, si la máquina se ha descompuesto es por la fuerza del equivalente general que no admite la diferencia. La infrapolítica, entonces, apostaría por un amontonamiento de “singularidades radicales”, singularidades inconmensurables, en las que “nadie es más que nadie” y también “nada es más que nada” (111). La instrucción general del manual sería la práctica de un cierto modo de ejercicio existencial, pues la existencia es el referente absoluto de la infrapolítica. Al final, de cierto modo, el manual sugiere un completo arrojamiento del ser, un dejar de ser, un dejamiento existencial “en favor de un prendimiento radical a la singularidad libre de la existencia, que es por lo tanto también no-prendimiento o desprendimiento con respecto a todo lo demás” (205). La infrapolítica restituye lo insistente de la existencia y la existencia insistente. Sólo así, tal vez, pueda ser posible una nueva apotropaia (“tomar un mal, una pieza de mal para protegerse del mal y transformarlo en acción fecunda” [236]), que permita suspender la extracción y la producción de informantes del mundo contemporáneo. Llegados a las últimas páginas del manual, uno llega a un comienzo “para otros comienzos” (226) para pensar, tal vez, fuera de la máquina que se pretendía reparar en un inicio, o hacer máquinas sin mecanismos y hacer mecanismos sin máquina desde donde late la incospicua y honrada infrapolítica. 

Nostalgia del soberano. Notas a 499 (2020) de Rodrigo Reyes

Un conquistador sin nombre naufraga en las costas de Veracruz y repite los mismos actos que en 1519 llevaron a cabo Hernán Cortés y sus tropas. Este anacrónico conquistador se empeña en repetir las ya sabidas acciones que marcaron fuertemente a la conquista (la lectura del requerimiento, la escritura de crónicas, el viaje de Veracruz a “Tenochtitlan,” la alianza con “ciertos pueblos adversarios” al dominio de Moctezuma). Sin embargo, esta vez no hay Cortés ni Moctezuma, no hay soberano ni lucha por la soberanía, sólo una violencia que resulta familiar para el conquistador anónimo y que, sorpresivamente, termina por superarlo, literalmente, quitarle su voz —nunca oímos que el conquistador hable con ningún personaje luego de que pierda la voz al leer por primera vez el requerimiento. El conquistador anónimo se encuentra con víctimas de la violencia en México: hijos que llevan el duelo de la muerte de sus padres, madres que buscan a sus desaparecidos, comunidades de autodefensa en la sierra, migrantes tratando de montarse a la bestia, exmiembros del narco, una madre que se negó al linchamiento de los violadores y asesinos de su hija y que ahora vive presa de la indignación porque los malhechores están en libertad y un sinfín de personajes que miran entre burla y extrañeza al anacrónico conquistador. 

La película resuena, sin necesariamente proponérselo, con Er is wieder da [Él está de regreso] (2015) de David Wnendt. En la película alemana, Hitler regresa misteriosamente de la muerte y se da cuenta de que muchos de los sentimientos con los que simpatizó en el pasado siguen vigentes. Mientras que en Él está de regreso, gracias a la sátira, se consiguen momentos brillantes de crítica sobre la situación actual de muchos movimientos nacionalistas en Alemania, en 499 difícilmente se pudiera decir que hay una crítica. Las dos películas coinciden en que el elemento más perverso de la historia de ambas latitudes (Hitler para Alemania, un conquistador para México) regresa y encuentra demasiadas similitudes con “su versión de la historia.” Esto es, de la misma manera que Hitler vio en el nacionalsocialismo una manera para congregar los afectos de la posguerra, volverlos hábito y catalizar y mover multitudes desquiciadas, el conquistador anónimo de 499 se encuentra con un mundo incomprensible y violento que se entrega a los peores pecados imaginados por la cristiandad. Sin embargo, mientras Hitler, en Él está de regreso, se acopla bien a la sociedad que se encuentra, el conquistador anónimo no se acopla al mundo que lo recibe. De hecho, esto pudiera ser, sin quererlo, uno de los mejores atributos del filme. Esto es, dado que el conquistador anónimo está completamente desempoderado, su errancia en el “Nuevo Mundo” testifica la total incomprensión que las tierras de Mesoamerica presupusieron para Cortés y los otros conquistadores. Por otra parte, el filme parece no interesarse en esta repetición de las errancias. De hecho aquí subyacen los problemas más grandes del trabajo de Rodrigo Reyes. 

El hecho de que un conquistador anónimo recorra de forma anacrónica la misma ruta que los conquistadores del siglo XVI y que, además, recupere los horrores de una violencia incomprensible (los conquistadores de Cortés veían así los ritos prehispánicos), articula, necesariamente la pregunta por los grandes ausentes en la reelaboración histórica del filme. Esto es, si el filme contrapone la violencia “incomprensible” con la que se encontraron los conquistadores de Cortés con la violencia contemporánea con la que se encuentra el conquistador anónimo, no lo hace para criticar las formas en que la violencia se articula en el presente, sino para preguntar, ¿dónde están los soberanos? Desde esta perspectiva, 499 es más una apología de la necesidad de un soberano y menos un recuento nuevo sobre la violencia en México. De hecho, la película (o documental, como se le categoriza varias veces) parece muy fácilmente deducir que la gran tragedia de nuestros tiempos no es tanto la violencia, sino la ausencia de un Cortés y un Moctezuma. Sin soberanos, hasta un conquistador debe humillarse (el conquistador anónimo se convierte en peregrino de la virgen de Guadalupe y luego en empleado en un restaurante en Nueva York). Sin soberanos, toda la violencia en México, y en otras partes, no es sino la hermenéutica que pudiera salir de cualquier cacicazgo latinoamericano: hartazgo por la descontención del Katechon que busca y demanda lastimosamente la presencia de un soberano. 

Machine’s monotony. A note on Anthropocene: The Human Epoch by Jennifer Baichwal, Nicholas de Pencier and Edward Burtynsky

The praised 2018 Canadian documentary Anthropocene: The Human Epoch is without a doubt one of those films that both attracts via its mesmerizing images and scares by the horrific factual reality that it portrays. Directed by Jennifer Baichwal, Edward Burtynsky and Nicholas Pencier, the documentary depicts the so-called epoch of Anthropocene, which is, among many, a name that our current geological epoch receives (cfr. Capitaloscene). The Anthropocene, then, gathers a series of images that illustrate the ways humanity has been directly modifying the Earth’s surface natural development. From animal extinction, floods, massive pollution of the glaciers, uncontrolled mining and deforestation, giant dumps to, also, successful projects of modern engineering —the Brenner Base tunnel in Austria—, the documentary attempts to critically call for an “awakening” as the voice of the narrator, Alicia Vikander, states at the end of the film: “We are all implicated, some more profoundly than others.” As much as this statement invites for positive social change, it also signals something that the documentary forgets to explicitly acknowledge: the role of the machines in the so-called Anthropocene. 

From the beginning until the end of the documentary machines occupy a key role. As much as the Anthropocene identifies humans as the “evil doers” in this geologic era, our means of changing the surface of the Earth have always relied on the assemblage human-machine or machine-human (the order is not very important), never on human agency alone. A machine is not necessarily an object that obeys human desires. As depicted many times in the documentary, it is quite the opposite. When asked about their jobs at an iron factory that massively pollutes the Siberian steppes, Russian workers happily admit that at the beginning they did not like the job, but by force of habit they ended up liking it, even finding beauty in it. A Chilean worker at a Lithium mine in the Atacama Desert feels happy “to help humanity.” There is no single human agent in the documentary that does not happily expresses their pleasure of doing something meaningful. Even the ecologist at the beginning of the film expresses enthusiasm when thousands of ivory pieces are returned to Nigeria so that these objects will never hit the market or become a trinket, a mantelpiece or any other “luxurious object.” The confiscated ivory might have not become another object but unsuspectedly another machine put these objects in the market. Cinema after all is, if not, 20th century dream factory. 

Anthropocene barely relies on human agency. That is, most of the takes, cameos and travellings of the most heartbreaking and amazing images of the film are drone taken. Even the narrator’s voice, in a monotonous Alexian, or Sirean, register displays facts about human history and its implications. This contributes to the “lack” of human agency all over the film. The movie only has two registers, enthusiasm, and monotony. Human agency, then, is everything but easy to recognize since enthusiasm comes directly from the monotony that machines express. There is, then, one tone for machines, that of increasing different but concomitant happiness. In other words, the monotony of the machines accelerates the process of habituation of humankind. Happiness happens when you get used to things, so would say any of the workers addressed by the documentary. From this perspective, someone who is inside a machine’s mechanism can hardly see another way of living but the one the machine itself has built. Some of the last words of the narrator recognize that “the tenacity and ingenuity that helped us thrive, can also help us to pull these systems back to a safe place for all life on earth,” it is then, on “us” to change our habits. However, that us is already including the machines and, perhaps, our problem as humanity is directly tied to the too easily trust that we have given to machines. We have never learned how to differentiate the way machines should be used. In the meantime, we are told at the end of the film that “The scientists of the Anthropocene Working Group will continue to build the evidence towards a formal proposal for inclusion of the Anthropocene epoch in the Geological Time Scale.” Building and reforming our time, but not actually destroying it, would bring new and amazing evidence to the screens, but hardly move the ground we inhabit, hardly change a thing.  

Una reseña a Vive como un mendigo, baila como un rey (2020) de Ignatius Farray

Probablemente, en Vive como un mendigo, baila como un rey (2020) de Ignatius Farray no haya nada nuevo para las personas que conozcan de cabo a rabo la carrera de Juan Ignacio Delgado. En mi caso, no fue así. Hace ya casi cuatro años, cuando había terminado la universidad y estaba deprimido, uno de mis mejores amigos, Eino, me puso un videoclip de La vida moderna. Alguien se agarraba hablando animadamente del tabú que es la democracia. La democracia, “a esta rata quien la mata.” Todavía, cuando me siento desanimado y quiero reírme, busco el videoclip, lo repito algunas veces y me sigo riendo como la primera vez que lo vi. Desde entonces escucho asiduamente el programa que coprotagoniza Ignatius junto con David Broncano y Quequé. Lamentablemente nunca he visto a ninguno de los tres en un escenario. Aunque muchas veces en el programa se hacen comentarios a la vida personal de Ignatius, y también a las de Broncano y Quequé, las anécdotas, fotografías, viñetas y testimonios que aparecen en Vive como un mendigo, baila como un rey fueron para mí una suerte de revelación. Nunca he sido morboso con los actores, escritoras, o artistas en general, pero hay algo fascinante y al mismo tiempo entre triste y alegre en saber más sobre Ignatius y, por supuesto, sobre Juan Ignacio. 

Redactado a seis manos, sin contar las de quienes escriben el prólogo y el epílogo —Broncano y Javier Delgado, el hijo de Juan Ignacio—, Vive como mendigo, baila como un rey intenta marcar las diferencias entre Juan Ignacio Delgado e Ignatius Farray. Uno es un hombre de mediana edad originario de Tenerife, padre soltero, gordo, miope, tímido, pero también cálido, amable y afectivo. El otro es el que esnifa una raya de tabaco mentolado en transmisión en vivo en la cadena de Radio SER, el “bufón buscando la aprobación de sus amos” (13), alguien que se sabe Juan Ignacio, pero que se ve superado por la fuerza de la ironía, los empujones de una corriente afectiva ante la cual sólo hay una cosa que hacer: “dejarse llevar.” El libro promete describir, en la medida de lo posible, el proceso de la búsqueda su voz de cómico, que Juan Ignacio ha emprendido desde hace años. Las seis manos que escriben al Juan Ignacio del libro son como los tentáculos de Shiva que tantas veces se evocan en el texto. Esos mismos tentáculos también se han encargado de traer y tocar a otros dentro de la composición del libro. 

La sobrecubierta, en sí, ya anuncia muchas particularidades sobre la composición del libro. A simple vista, la sobrecubierta parece un papel arrugado y lo que tiene escrito asemeja letra de molde. Los colores, las manchas, y la textura vuelven a la sobrecubierta una de las tantas páginas que Ignatius escribe para preparar sus sketches, pero no sólo eso. Esta es una de las mejores características del libro. Es decir, que el libro se presente como hecho a mano restituye, en cierta medida, algunas de las bondades del “libro” como objeto. Igualmente, las diez partes en que se divide Vive como un mendigo… están adornadas de colores diferentes en el canto del libro. El color del lomo, la cubierta y contracubierta es amarillo y el título aparece en relieve en la cubierta. De la estridencia del amarillo, las páginas de cortesía van en negro y después aparecen en blanco y sin adornos una réplica de la portada de la sobrecubierta, las páginas legales, y finalmente el prólogo seguido de la introducción. Comenzar la lectura de Vive como un mendigo… es como encontrarse los flyers hechos a mano con los que Juan Ignacio se anunciaba sus primeros eventos. El amarillo que se devela al descubrir la sobrecubierta es como las luces que dan en el escenario y luego, cual telón, las páginas negras anuncian el inicio del show. Si hay comedia blanca, esta es siempre la que inicia y termina el espectáculo. 

Ignatiusal menos en las últimas tres temporadas de La vida moderna, se ha repetido. Muchas de sus maneras para comenzar un chiste, una anécdota o alguna sección, ya las ven venir sus compañeros y él mismo. La repetición, comúnmente, se asocia con la incapacidad de percibir algo nuevo. Sin embargo, con Ignatius siempre pasa lo contrario. Cuando repite un chiste, una frase, una anécdota, siempre es diferente. Muchas veces la broma mejora, otras veces no. Como si Ignatius siempre hubiera estado preparándose para grabar una serie de televisión como El fin de la comedia (2014), la comedia para él no es sino el placer de salvarse por la ficción y repetir las cosas hasta el cansancio. Sobre el rodaje de El fin de la comedia, se dice en el libro “la parte de repetir toma tras toma me encantó. Al ser tan obsesivo con los textos y ensayar mi monólogo durante meses, estaba encantado con repetir una frase mil veces. El trabajo repetitivo a mí me da la vida. Me hubiera tirado así hasta la muerte, intentando darle frescura a una frase que había repetido veinte veces” (169). Incluso las definiciones más ortodoxas de poesía encontrarían un nicho en la forma de hacer comedia de Ignatius. Su comedia, y la de muchos cómicos, tiene más de poesía que de espectáculo, pues la poesía es el arte de la mímesis, de saber imitar, de saber repetir. 

Una de las cosas que más me gustan de las intervenciones de Ignatius en La vida moderna son sus constantes comentarios autorreferenciales sobre la comedia. Un chiste con comentario incluido, o un comentario con cubierta de chiste, y que adentro es chiste. O un comentario que se vuelve chiste, se comenta y se hace otra vez chiste y sigue la conversación con los otros estelares del programa de radio. No es que Ignatius concentre toda la genialidad de La vida moderna, sino que cómo él dice de sí mismo, él es un volcán y sus compañeros se encargan de evacuar la zona de deslave o de dar las mejores tomas de la erupción. La vida moderna se parece a Into The Inferno (2016) de Werner Herzog. Broncano es el vulcanólogo flipado en el documenta, la voz narrativa de Herzog es la de Quequé, y las intervenciones de Ignatius son las tomas a los volcanes en erupción que guardan toda la magnífica fuerza de eventos que tienen más de afecto que de intelecto o razón. En Vive como un mendigo… abundan también los comentarios sobre la comedia. En uno de ellos, Ignatius, o una de las manos que escriben el libro, dice “Me intentaré explicar mejor. Cuando te sale una gracia, no dices ‘he inventado’ un chiste, sino ‘se me ha ocurrido’ un chiste. No es un proceso activo en el que sabes que si mezclas esto con aquello, y dominas esa especie de alquimia matemática, crearás el elixir de la comedia. Al contrario, es un proceso pasivo en el que no sabes muy bien de dónde te llega eso que de repente te sale y es gracioso” (184). La comedia es sobre todo afecto. La razón y sus medidas ideales, poco o nada garantizan que un chiste pueda tener algo de bueno. Tampoco es que la comedia sea irracional, sino que el afecto sólo sabe modular las reacciones del cuerpo, sean risas, enojo o llanto. Todas estas emociones vistas y contadas hasta el cansancio sobre los shows de Ignatius, y de, cierta manera, también expresadas en su libro. 

No hay precisamente un final en el libro. La clausura del show de Vive como un mendigo corre a cargo de Javier Delgado. Si uno de los amigos queridos, Broncano, escribe de corrido el prólogo, para así cumplir con la fecha límite que le ha puesto la editorial, las palabras de “el heredero” ratifican que tristemente uno vive dentro de compromisos. Los amigos están, más o menos, forzados a hablar bien de sus amigos, los hijos a hablar bien de sus padres. Incluso como objeto, el libro ya está derrotado por los compromisos, hay un sello editorial fuerte y contratos que se deben cumplir. Sin embargo, esta imagen de decoro, la de cumplir los contratos y compromisos, no es sino otra broma dentro del show del libroEl decoro con ironía es, tal vez, lo más cercano al amor, sea filial, amistoso o erótico. Como ya se dijo, estas páginas —las del prólogo, la introducción, la “Carta de despedida apresurada” y el epílogo— son comedia blanca, palabras con cierta tersura que cierran y abren el inicio o el final de la comedia. 

En alguno de los últimos episodios de la sexta o séptima temporada de La vida moderna, se dijo que el libro tenía la abierta intención de ser desacralizado, de ser usado de alguna manera profana. Yo, que no sé hacer otra cosa sino apuntarme ideas y tratar de terminar una tesis en estudios hispánicos que este año empecé, decidí profanar aquí el libro. Tal vez no lo logré. Sin ninguna ironía, esta reseña son sólo las horas que un hombre de veintinueve años, gordo, que sale a correr a medio día hasta que le duelen los muslos, que se despierta temprano y acuesta tarde, que lee casi todo el día y que cuando puede se emborracha a la primera provocación, pasó con gusto leyendo y luego escribiendo sobre Vive como un mendigo y baila como un rey. Con un poquito de ironía, esta reseña es un agradecimiento, un abrazo. 

The Voluntary (Happy) Submission of Collecting. Notes on The Collector [Koleksiyoncu] (2002) by Pelin Esmer

Pelin Esmer’s documentary The Collector [Koleksiyoncu] (2002) follows an individual with a very particular pastime through the busy streets of Istanbul. The main character and narrator, an old man whose name is never revealed, is a collector of all kinds of objects. Shake powered flashlights, newspapers, rosaries, stickers from fruits, lists of the names of dead friends, glasses, fish bones, magazines, books, miniature kitchen utensils, among many, are some of the objects that the collector hosts in his apartment. While the house of the Collector could be easily associated with a hoarding disorder, the documentary does not focus entirely in the malaise of collecting objects, but rather in the unexpected happiness of gathering and piling objects.

“My interest in the collectable objects goes back to my childhood. Whenever I saw something small or interesting, I would keep it. For example, when my father bought lots of tomatoes for my mom to make tomato paste, I would choose the nice and small ones and hide them in a drawer. Soon they would rot and my mom would get very angry at me. As I grew older, this interest got wider and wider…” says the main character and narrator of the documentary, and so does the poster that promotions the documentary. While tomatoes go bad after being kept, the objects that the mature collector keeps in his apartment are all things whose damage, or malaise, comes from the space they use. As the Collector acknowledges, he only keeps things that won’t damage other things. The piling of objects day by day grows and it is harder to live or move in the apartment. With the hope of finding a place for all his precious newspapers, the main character finds a university who might receive them all without having to recycle them or dispose them. The Collector does not recycle, does not throw away, does not forget any object, does not lend any piece, he sometimes gives away what he has, but besides he keeps his collection as if he were nurturing a son, so says the Collector himself. 

The noise and vividness of the streets of Istanbul don’t stop. As the Collector wanders the camera follows him to all kind of markets, bazars, corner stores, restaurants, coffeehouses. Everyone buys, everyone consumes. In a way, the Collector is like any other consumer, he buys what he thinks he wants and tries to outsmart the market by buying always in pairs: one for the collection and one to use. Collecting becomes more than piling objects but less than archiving. “To be honest, I cannot claim that this is the aim behind my collections, being a bridge between yesterday and tomorrow is not the overriding idea for me. I see collections as a hobby not as a mission” (41:30). It is not a work, and yet occupies the Collector’s day completely. It is a hobby that looks like a job. 

Collecting, in a way, is an addiction, as put it by the old man himself, “Making collection is a sickness without a cure.” Like an addict, the one who collects is also like a slave. “We can call this a ‘voluntary submission’, or even a ‘mandatory submission’” says again the old man. His duty consists in keeping things in a safe place, things that, like the newspapers, will paradoxically sabotage the very basis of his daily life in his apartment. At the same time, says the old man “the worst thing is, I don’t really feel like fighting against it. I know it is necessary, I need to find a solution but, I just let it take its course” (42:35). 

What would happen with the collections after the Collector’s death? If the objects kept would find a way, ideally, they’ll be the trace of a particular existence. However, it seems the opposite. All that could happen to the collections after their keeper’s death is beyond the keeper’s power. “Collections are a way of clinging to life” says the old man in the final sequence of the documentary. If collecting was the mean that allowed existence to cling itself to life, then without collections life would be like the empty house of the Collector, as he imagines it, “a very dull place.” Without objects, life loses its liveliness. Without collections, where would liveliness find its colours? Without addiction how would existence cling to life and the other way around?

La fuerza de no hacer nada. Notas sobre La traición de Rita Hayworth (1987) Manuel Puig

Entre tantas cosas, La traición de Rita Hayworth (1987), de Manuel Puig, dibuja momentos claves en la transición de las formas en que la vida y el tiempo se (re)ordenaron en los cambios que trajo el siglo veinte a la Argentina. De “el punto de cruz hecho con hilo marrón sobre la tela de lino color crudo” (9), la gente pasa al cine, la radio. La novela es, en gran medida, no sólo la “radiografía” de las consecuencias de la masificación de medios en Argentina, sino también el análisis de cómo desde siempre el ocio es trabajo inmaterial, cómo sobre el ocio descansa el orden de la forma de vida capitalista. Así, como toda la novela es una labor de ocio, las mismas labores de la hermana de Mita al inicio de la novela, pues “parece que no cansaran pero después de unas horas se siente la espalda que está un poco dolorida” (9), son similares a las horas y horas que la familia de Mita, Toto y Berto pasan en el cine o escuchando la radio. De la administración del tiempo a partir de labores de bordado y la ganadería, La traición dibuja el sutil cambio de la rutina, trabajo y ocio. 

A la vez que hay un cambio entre pasar las tardes tejiendo y viendo películas, éste no es necesariamente una completa ruptura con el orden de vida rutinario. De hecho, al terminar con dos textos de la misma fecha (1933), la novela pareciera sugerir cierta circularidad en la forma en que el tiempo habitual no cambió. La fuerza con que los hábitos atan el cuerpo a su existencia, tal vez, lleve a uno a pensar como Herminia, que para tratar de refutar el nihilista razonamiento de Toto, al final de la novela, reflexiona sobre su vida. Vivir preso de nuestros hábitos es saber que se “morirá sin saber nada de la vida” (289). Ya sea el tiempo de ocio, el estudio, las estrepitosas búsquedas amorosas, la obsesión con el arte, la idea de aspirar a mucho o aspirar a poco, de llenarse de ambición o sucumbir ante la derrota de las expectativas, todo a su tiempo pasará y se acabará en las manos de un dios indiferente y tiránico o en el consuelo de pensar la muerte como “simplemente un descanso, como dormir” (291). Si de la vida no se puede saber nada, quizás esto se deba a que la vida siempre se escribe con trazos que el saber no conoce y el cuerpo apenas registra. 

Que la vida sea en realidad el sueño de la muerte, no es un tema nuevo. Y esto es a la vez lo que le permite a la vida siempre mostrarse como novedad. Ahora bien, La traición sugeriría que del dormir, o del ocio, de la razón no nacen monstruos, sino que como en Toto y Héctor, que terminan esparciendo rumores e involucrándose en violaciones, es el insomnio del ocio el que produce la monstruosidad. Esto queda claro cuando Herminia anota el último párrafo de su diario: “A veces en la oscuridad total es lindo abrir los ojos y descansar la vista, pero sólo por un rato, porque si no el descanso degenera en insomnio, que es la peor tortura” (291). La vida se trataría, así, de centrarse en saber qué hacer con los sueños (el ocio) y dejar de lado los planes y de cuidar la no degeneración del ocio. Sin embargo, si no se gastara ya nada de fuerza más que en el ocio, ¿cómo se pasaría el sueño a los que vienen luego de los que se mueren en la dulce tarea de resguardar su sueño del insomnio?