Capítulo 3
Si el fuego puede, al menos para Sloterdijk, asegurar la transferencia de solidaridades dentro de un espacio primigenio de inmunidad para las masas —dígase la aldea, la tribu—, el fuego también es vulnerable. Cuando la catástrofe natural aniquila a la aldea, las cenizas no son siquiera resto. La clave para sobrevivir a las desgracias estaría, entonces, en la sublimación del fuego y del agua, del calor y del frío. Un arca, sea la de Noé o la de cualquier mito, es un signo que da inmunidad y cobijo, es la condición de salvación y supervivencia. Para vencer a la catástrofe no hay sino que dejar la esfera primaria y expandirse en la técnica: armar a fuego, sudor y agua un casco protector. Para Sloterdijk, la idea de “arca” tiene una fuerte relación con la aparición de las primeras grandes metrópolis de la antigüedad (Nínive, Babilonia, Ur), pues sólo las arcas están destinadas a ser la prueba de que el suelo del ser puede darse por el ser mismo sin su yo-estar-en-el-mundo. “El arca no es tanto una estructura material cuanto una forma simbólica de cobijo de la vida rescatada, un receptáculo de esperanza” (289). Como los círculos alrededor del fuego inauguran los primeros asentamientos humanos (capítulo 2) luego del crimen originario que sacrifica a lo indeseable del centro (capítulo 1), así también la formación esferológica del arca comienza un nuevo capítulo de la macroesferológica de los seres humanos.
El dilema de cualquier arca, como el de cualquier ciudad, es el mismo que el de la inclusión. Es decir, “en todos los fantasmas-arca se afirma como una imperiosidad sagrada la selección de los pocos; muchos son los llamados, pocos los que se embarcan” (295). Por consiguiente, se vuelve transparente que a la fiesta del fuego no todos son invitados. Todos sabrán de las danzas alrededor del templo, pero sólo unos pocos verán el desfile de brazos, caderas y pies. Como una ciudad, las arcas manifiestan que su razón de ser radica en una paradoja: “sólo si no entran todos, entran todos; pero si entran todos, no entran todos” (298). Los pocos, los elegidos, los que habrán de salvar, deben excluir para después erigir un milagro. No obstante, ciudades y arcas se diferencian. Mientras las segundas se entregan al impredecible devenir de la catástrofe, las primeras se empecinan obstinadamente a la superficie y también, de cierta manera, a inmunizarse en la llanura de otra imprevisibilidad, sea la del desierto, o la de la estepa.
Las ciudades antiguas no son testimonios de megalomanías. Ni tampoco sitios de pecado, como las verían aquellos que recién salen de sus arcas. Para Sloterdijk, las ciudades antiguas sólo pueden sentirse “por una angustia especial iniciática” (302), un puente entre lo anterior y lo “de ahora”. Esa angustia es, a su vez, “un éxtasis que produce la sensación de seguridad y cobijo” (302). Habría, entonces, una guerra de afectos frente a los grandes muros de ciudades como las mesopotámicas: 1) asombro y seguridad, para los que viven dentro de los muros; 2) angustia, para los que piensan y saben que fuera del confort no existe nada; 3) recelo y fascinación, para aquellos que deambulan en el desierto y que, aunque saben del confort que hay del otro lado de los muros, no hacen sino pedirle a su dios que castigue a aquellos que se ufanan con alcanzarlo en obras (torres, murallas, estelas). Si el arca es el útero de la madre que nos vuelve a tragar para cargarnos y llevarnos hasta que termine la tormenta, la ciudad será la prostituta, que “está ahí para encandilar miradas, elevar miradas, humillar miradas” (303), un cuerpo que tiene que dejarlo ver todo y a la vez garantizar “el buen ambiente” y “la prosperidad del negocio”, de la mano siempre de una “seguridad con confort”. Mientras la madre sólo nos puede tragar para reconfortarnos, la prostituta promete reparación, como la que tuvo el espíritu del escritor José María Arguedas meses antes de su suicidio.
A diferencia de los círculos alrededor del fuego, las ciudades antiguas ahora se preocuparán por hacer visible y evidente que el calor del centro llega hasta los límites del inmenso poblado. Las grandes murallas no son delirios de paranoia ni nomos de la tierra para la mirada de los enemigos. Antes bien, son cuerpos que “ayudan a los habitantes de la ciudad en su intento de superar la inflamación anímica que les ha causado la asimilación interior del gran espacio” (342). Es decir, si ya todo lo que se puede se quiere y todo lo que se quiere se puede dentro de estas antiguas megalópolis, las murallas se convirtieron en la demostración para las masas de que esos muros son “receptáculos de funciones autorreceptivas” (344). Es decir, cualquiera se podía ver seguro en el sólido muro. La muralla era el retrato de perfil del centro. Con los muros, tanto las masas como los líderes encontraron que era posible “edificar un gran mundo como mundo propio e interior autoincubante” (352). Si el gemelo primigenio, muerto en el parto, nos había dejado solos en el mundo, el proyecto de las viejas megalópolis era hacerle justicia a los abandonados. Por otra parte, estos experimentos morfológicos sólo han cambiado para confundir la megalomanía, la paranoia y la inmunidad que brindan los muros. Hoy, en el mejor de los casos, una muralla es eso, confusión. A su vez, como se vio en estos primeros días del año, con la espectacular y risible alternancia democrática estadounidense, queda más que nunca evidente que los delirios de quienes construyen murallas están dictados para la incubación de lo “superior”. Sólo era posible “Make America Great Again” con muro que incubara, muro que hoy día ya ha sido detenido. Tal vez el loco tenía más de profeta babilónico que de tonto, pues hoy son más quienes aseguran que el mundo está mejor.