Si no fuera por la sección llamada “El texto”, que antecede al Discurso vacío (1996) de Mario Levrero, uno podría decir que el Discurso no es una novela. En dicha sección, se dice cómo están armadas las páginas que prosiguen. Dos tipos de escritura las entrecruzan, los “Ejercicios”, que son “un conjunto de ejercicios caligráficos breves, escritos sin otro propósito” (6) y “El discurso”, que es “un texto unitario de intención más literaria” (6). Sólo entre estas dos formas se lee que la novela fue hecha a manera de un diario íntimo ordenado cronológicamente. Además de eso, la novela tiene un prólogo, que anuncia la primera entrada del diario (22 de diciembre de 1989), y está dividida en tres partes y un epílogo. En casi dos años —la última entrada del diario está fechada el 22 de septiembre de 1993— Levrero, narrador, presenta sus luchas constantes por apegarse al plan de escritura explicado en “El Texto”. Esto es, El discurso vacío es una novela sobre la lucha de la escritura por mantenerse firme ante un propósito. En el caso de Levrero, como se dice en “El Texto”, la idea de toda la novela es presentar un diario íntimo en el que los ejercicios grafológicos no se mezclen con la búsqueda literaria. El plan y el proyecto motivan por vías separadas a la escritura y a la literatura, el problema es que El disurso vacío no necesariamente se apega al plan.
Los problemas de la literatura son necesariamente problemas de escritura. Por otra parte, los problemas de la escritura no son todos problemas literarios. Y aún así, es muy difícil demarcar una línea divisoria entre ambos. Desde las primeras entradas del diario íntimo, se especifica un motivo más ambicioso de los ejercicios: “unificar el tipo de letra, ya que he desarrollado un estilo que combina arbitrariamente la letra manuscrita con la de imprenta” (13) y a su vez, los ejercicios buscan dibujar letras grandes, amplias, como “si cada letra hubiera recuperado su individualidad” (14). Entonces, los proyectos de la escritura en El discurso buscan tanto la unificación como la individualización del trazo grafológico. Si el trazo es la línea de fuga que el cuerpo dispara, el trazo (o la marca) es, necesariamente, el fatuo camino de series de desterritorializaciones que todo cuerpo se empeña en mantener mientras existe. Con todo esto, los ejercicios de escritura parecen acercarse a la literatura. Así, aunque se diga que de lo que se trata es de “dibujar letra por letra, desentendiéndose de las significaciones de las palabras que se van formando —lo cual es una operación casi opuesta a la de la literatura (especialmente porque se debe frenar el pensamiento que siempre —acostumbrado a la máquina de escribir— busca adelantarse, proporcionar nuevas imágenes, preocupado —tal vez, deformación personal— por la continuidad y coherencia del discurso)” (17), la desmetaforización de la escritura como mero ejercicio de su trazo fracasa, pues el trazo está siempre acostumbrado a una máquina para dejar su marca. Escribir, en general, es avanzar lentamente, o como Levrero dice en sus ejercicios, un “avanzando y retrocediendo” (18). Con los “Ejercicios” se tienen una serie de fracasos, pues eso, como sugiere Levrero, es un rasgo existencial, de vida (21).
La novela posterga la aparición de la primera entrada de los textos que forman parte de “El discurso”. De hecho, los ejercicios dejan de ser “consciencia” del dibujo de las letras y se vuelven consciencia del dibujo que escribe. Así, los ejercicios se convierten en ejercicios de voluntad de escritura y, en cierta manera, reflexión sobre lo que las entradas del diario van acumulando sin querer: la necesidad de proyectar un “acto narrativo libre”. La primera entrada del discurso se lanza por aquello que se busca y que nos rehúye, que vibra y late en lo literario: “Hay un fluir, un ritmo, una forma aparentemente vacía; el discurso podría tratar cualquier tema, cualquier imagen, cualquier pensamiento” (37). El vacío como flujo, esa fuerza que vibra en la literatura es lo que le preocupa al discurso. Si lo vacuo es lo que mueve y activa toda vida y también su fin, el problema del vacío no es su carácter informe. Más bien, otros son los miedos que despierta el vacío existencial. Levrero dice que “lo que me asusta es no poder huir de ese ritmo, de esa forma que fluye sin develar sus contenidos. Por eso me pongo a escribir, desde la forma, desde el propio fluir, introduciendo el problema del vacío como asutno de esa forma, con la esperanza de ir descubriendo el asunto real, enmascarado de vacío” (37). No es que el vacío esté ahí sin nosotros, más bien nosotros ya somos parte del vacío. Y si ya todo es, en realidad, el terreno de lo informe, no hay otra tarea literaria, ni existencial, ni de escritura, sino registrar los cambios de cada trazo en la existencia y la experiencia.
Entre los ejercicios y el discurso se daría testimonio de lo más inmediato a la escritura y a la literatura: la marca y el vacío. Sin embargo, ¿cómo escribir cuando uno mismo se encuentra suspendido? Levrero se define a sí mismo como si estuviera en “una especie de suspenso, no colgando sin que mis pies toquen el piso, sino más bien en el sentido de ‘puntos suspensivos’” (67). En esa suspensión, que es siempre una “etapa provisioria, de emergencia, y que sin embargo se prolonga y se prolonga en el tiempo, no termina nunca de definirse” (67), Levrero deja claro, con sus ejercicios, que su vida es siempre la postergación de su existencia, o más bien, que existir es siempre algo que se satura de excusas: la pereza, la estupidez, la negligencia (67). La negligencia es, tal vez, la excusa que guarda una relación más fuerte con el hecho de escribir. Así, si la negligencia es “mirar con indiferencia, y esto a su vez es “la incapacidad de diferenciar” (67), la escritura de los ejercicios es siempre una indiferenciación, de la vida, de la existencia, de la parte del discurso y de la literatura. Entonces, es complicado diferenciar si la escritura (el trazo) es aquello que está vacío, o es el discurso mismo el que lo está. La escritura, a la Derrida, no puede guardar celosamente la pizarra de todos los trazos que ésta recibe. Escribir es fracasar. El fracaso de los ejercicios de Levrero frustra también a la búsqueda literaria de la parte del discurso. En esa suspensión, Levrero reconoce que “cuando se llega a cierta edad, uno deja de ser el protagonista de sus acciones” (131). Todo eso que ha diferido nuestra muerte se ha convertido en una jungla de la que no podemos salir “porque la idea misma de ‘salida’ es incorrecta: no podemos salir porque al mismo tiempo no queremos salir, y no queremos salir porque sabemos que no hay hacia dónde salir, porque la selva es uno mismo, y una salida implicaría alguna clase de muerte o simplemente la muerte” (131). Sin embargo, al final de El discurso vacío, la imposibilidad de tener protagonismo y salida, la imposibilidad de que lo vacío esté vacío, de que los ejercicios no se consagren a la forma “pura” de la letra, dejan abierta una oquedad, un lugar desde el que es posible aprender a vivir “de otra manera”. Levrero concluye con la invitación para ver en el límite de la vida y de la suspensión y “dejarse llevar para encontrarse en el momento justo en el lugar justo” (132). Aunque claro, este secreto alquímico para saber encontrarse en el lugar y momento justo es sólo material de sueños, y los sueños no tienen ejercicios para ser escribibles, ni vacío.